1902, Nueva York
La Ladrona le dio la espalda a la ciudad: a todas las mentiras en las que alguna vez había creído y a la persona que ella alguna vez había sido. El dolor por las pérdidas la había preparado, y el peso de los recuerdos la había convertido en algo nuevo… duro y frío como un diamante. La Ladrona llevaba a cuestas el recuerdo de aquellas pérdidas como un arma contra lo que tenía por delante al enfrentar el gran puente en toda su extensión.
La oscura senda se mostraba ante ella, avanzando hacia donde la noche ya había empezado a oscurecer el horizonte y su sombra se cernía sobre los pequeños edificios y las copas desnudas de los árboles de una tierra que nunca imaginó que llegaría a visitar. Medida en pasos, la distancia no era gran cosa, pero entre ella y la otra orilla se alzaba el Umbral, con todo su poder devastador.
A su lado se encontraba el Mago. Alguna vez había sido su enemigo; siempre había sido su par. En aquel momento era su aliado, y ella lo había arriesgado todo para volver a por él. Sintió que se estremecía junto a ella, pero si fue por la fresca brisa nocturna sobre sus brazos desnudos o por la realidad de lo que debían hacer —lo imposible que resultaba— la Ladrona no lo supo con certeza.
Su voz llegó hasta sus oídos como un susurro en el viento.
—Hace tan solo un día pensaba que iba a morir. Creía que estaba listo para hacerlo, pero… —Le echó un vistazo. Sus ojos nublados y atormentados revelaban todo lo que no decía.
—Esto funcionará —le aseguró ella, no porque estuviera segura de ello, sino porque no tenían ninguna otra opción. Quizá no pudiera cambiar el pasado, ni salvar a los inocentes, ni volver atrás para corregir sus errores o hacer las cosas de un modo diferente, pero sí cambiaría el futuro.
Las vías bajo sus pies temblaron, un tranvía se acercaba justo por detrás de ellos.
Nadie podía verlos desde aquel lugar.
—Dame tu mano —ordenó la Ladrona.
El Mago le echó un vistazo, interrogándola con la mirada, pero ella extendió su mano desnuda, lista. Con solo tocarla, él sería capaz de leer todos sus temores y esperanzas. Con solo tocarla podía desviarla de su camino. Por su seguridad, lo mejor sería saber dónde tenía puesto el corazón en aquel momento.
Un instante después, su mano atrapó la suya, palma contra palma.
Apenas pudo percibir la frialdad de su piel porque cuando la tocó el poder vibró contra su palma. Ya había sentido la tibieza de su afinidad anteriormente, pero lo que sentía en aquel momento era algo nuevo. Una oleada de energía desconocida rozó su piel tanteando sus límites como si buscara un modo de adentrarse en su interior.
El Libro.
El Mago había intentado explicárselo, había intentado advertírselo cuando regresó del futuro al que la había enviado, un futuro que había creído seguro. Todo ese poder está en mi interior, había dicho.
Ella no lo había comprendido.
Hasta aquel momento.
En aquel instante, la tibieza familiar de su afinidad quedó dominada por una magia aún más fuerte, un poder que alguna vez había estado contenido dentro de las páginas del Ars Arcana y que la Ladrona ocultaba en ese momento entre sus faldas, un libro por el que las personas que más quería habían mentido, luchado y muerto. Sitió cómo su poder empezaba a ascender hacia arriba, envolviendo su muñeca, sólido y pesado como el brazalete plateado que llevaba en el brazo.
En alguna parte dentro de su cabeza, la Ladrona tuvo la sensación de oír voces susurrándole.
—Basta ya —le dijo apretando los dientes.
Su respuesta salió tensa y entrecortada.
—Eso intento.
Cuando ella le dirigió la mirada, el Mago tenía una expresión atormentada, pero sus ojos brillaban, y los destello de colores que emitían sus iris eran tales que ella no podría haberlos descrito. Respiró hondo, dilatando las fosas nasales por el esfuerzo, y un instante después los colores de sus ojos se apagaron hasta que volvieron a su habitual color gris tormenta. El calor que se enredaba alrededor del brazo de la Ladrona se disipó, y las voces que susurraban en su mente se silenciaron.
Juntos empezaron a caminar. Alejándose de su ciudad, su único hogar; dejando atrás todos sus fracasos y arrepentimientos.
Al traspasar los primeros arcos de acero y ladrillo, con cada paso que daba, sentía que podría estar acercándose a su propio fin. Allí, tan cerca del Umbral, cualquiera con afinidad para la magia antigua habría podido advertir la fría energía que la prevenía para que no se acercara. La Ladrona podía sentir aquellos tentáculos helados de poder corrupto intentando apoderarse de ella, de la esencia misma de quien era.
Pero la advertencia no la detuvo.
Habían sucedido demasiadas cosas. Había perdido a demasiadas personas, y todo porque había estado dispuesta a creer en el bálsamo de las mentiras y a dejarse llevar con demasiada facilidad. Era un error que no volvería a repetir. La verdad de quién era y de lo que era la había marcado a fuego, quemando todas las mentiras que una vez había aceptado. Sobre su mundo. Sobre ella misma.
Aquellas llamas habían cauterizado sus amargos remordimientos, dejando en su lugar una chica de fuego. Una chica de cenizas y cicatrices. El sabor en su boca le hizo pensar en la venganza. Afianzaba su propósito y mantenía sus pies en movimiento. Porque después de todo lo que había sucedido, de todo lo que había aprendido, no tenía nada más que perder.
Podía perderlo todo.
Haciendo a un lado aquel oscuro pensamiento, la Ladrona respiró profundamente para tranquilizarse y pudo ver los espacios que quedaban entre los segundos que se suspendían a su alrededor. Hubo un tiempo en el que no se detenía a pensar en el tiempo ni en su habilidad para manipularlo como algo particularmente especial. Pero todo lo ocurrido le había enseñado que no debía desdeñarlo. El tiempo era la quintaesencia de la existencia —el Éter—, la sustancia que unía el mundo. Había aprendido a valorar la forma en la que podía percibirlo todo, el aire y la luz, la materia en sí misma, tirando de la red del tiempo.
¿Cómo había podido pasarlo por alto? Todo era tan sorprendentemente claro.
El tranvía volvió a hacer sonar su campanilla de advertencia, y esta vez no vaciló en utilizar su afinidad para prolongar los segundos hasta ralentizarlos. A medida que el mundo comenzó a detenerse a su alrededor, el estruendo del tranvía se extinguió hasta silenciarse. Y el aliento de la Ladrona quedó atrapado en un grito ahogado.
—¿Estrella? —preguntó el Mago, su voz quebrada por el miedo—. ¿Qué sucede?
—¿Acaso no lo ves? —preguntó, sin molestarse en ocultar su asombro.
Delante de ella el Umbral brillaba con la luz del sol poniente; su poder fluctuaba aleatoriamente manifestándose en haces de energía. Visibles. Casi sólidos. De todos los colores que jamás hubiera imaginado y de otros para los que no tenía nombre. Como los colores que había visto relampaguear en los ojos del Mago, eran hermosos. Terribles.
—Vamos —lo instó, conduciéndolo hacia la barrera. Podía ver el camino que tomarían, los espacios entre los tentáculos serpenteantes de poder que les permitirían deslizarse a través de ellos sin sufrir ningún daño. Se encontraba en medio de aquel remolino de colores, con la mano del Mago sujetándola con la fuerza de una tenaza, fría y húmeda por su temor, cuando pudo percibir la oscuridad. La divisó a su alrededor como las manchas oscuras que aparecen tras un resplandor de luz. Simples volutas al principio, se difundieron lentamente a través de su campo visual como la tinta dentro del agua.
Hacía tan solo uno instantes, había sido fácil encontrar y apoderarse de los espacios entre los segundos, pero en aquel momento parecían escabullirse, la sustancia se disolvía, como carcomida por la propia oscuridad que inundaba su visión.
—Corre —dijo sintiendo que se le escapaba el control que tenía sobre el tiempo.
—¿Qué? —El Mago la miró, su mirada también ensombrecida por la oscuridad progresiva.
La Ladrona avanzó dando un traspiés; sus piernas de pronto flácidas. El poder frío del Umbral se deslizaba sobre su piel como la hoja de un cuchillo. Todo se oscurecía, y el mundo a su alrededor se desvanecía hasta desaparecer.
—¡Corre!