LA MADRE DE LOS EXILIOS

1902, Nueva York

El cielo de primera hora de la mañana se encontraba cargado de nubes, y una espesa neblina recubría el agua mientras el ferry atravesaba lentamente el Upper Bay que separaba Brooklyn de Nueva Jersey. En la popa del barco, Estrella Filosik tenía el aspecto de cualquier otro pasajero. Su largo cabello oscuro estaba recogido discretamente, la gastada falda y la descolorida capa de viaje eran la clase de prendas que ayudaban a pasar desapercibidos a quien las llevara puestas. Había rasgado el dobladillo de la falda para alargarla, pero por lo demás las prendas le quedaban bastante bien, cosiderando que las había cogido aquella mañana de una cuerda en las que se encontraban tendidas. Pero bajo el material ordinario y la lana arrugada, Estrella llevaba una gema que podía cambiar el tiempo y un Libro que podía cambiar el mundo tal como lo conocían.

Su imagen transmitía tranquilidad, indiferente al lejano horizonte de la ciudad, que en aquel momento ya no era más que una sombra en la distancia brumosa a sus espaldas, pero se encontraba intensamente alerta, consciente del resto de pasajeros que había a su alrededor. Se había situado de un modo que le permitiera observar cualquier señal de peligro y con el que podía disimular cuánto necesitaba la barandilla que tenía detrás para apoyarse.

El barco se agitó en las turbulentas aguas mientras se acercaban a la costa de Liberty Island, aunque ese no sería su nombre hasta cincuenta años después. La Dama se cernía sobre ellos, una sombra oscura de cobre bruñido. Era lo más cerca que Estrella había estado nunca de la estatua, pero incluso viéndola desde una distancia tan corta, era más pequeña de lo que imaginaba. Poco impresionante, considerando todo lo que simbolizaba. Aún así, ella sabía mejor que la mayoría que el simbolismo era tan hueco como la estatua. Para las personas como ella, poseedoras de la magia antigua, la relumbrante antorcha de la dama tendría que haberles servido como advertencia, no como faro, de lo que hallarían sobre estas costas.

Se preguntó si su decepción respecto de la estatua era un presagio de lo que ocurriría. Tal vez el mundo que pensaba que nunca llegaría a ver, resultaba tan pequeño y ordinario una vez que finalmente se lanzara a descubrirlo.

Por algún motivo, dudó de que fuera tan fácil. El mundo era grande y ancho y, para Estrella, desconocido. Lo sabía todo sobre la ciudad, pero ¿más allá? Iría completamente a ciegas.

Pero no estaría sola.

Junto a ella en la barandilla estaba Harte Darrigan, en el pasado mago y consumado timador. Llevaba puesta una gorra que cubría su oscuro cabello y ocultaba sus característicos ojos color gris tormenta, dándole un aspecto ordinario, modesto… como cualquier otro viajero. La mantenía bien baja sobre la frente y les había dado la espalda a los demás pasajeros para que nadie lo reconociera.

Sin dejar que Harte supiera que lo estudiaba, Estrella lo observó por el rabillo del ojo. Cuando su mundo se desplomó, había elegido volver porque quería salvarlo. Sí, era cierto que necesitaba a un aliado, alguien que estuviera a su lado en las batallas que estaban por llegar. Pero había regresado allí, a aquel tiempo y lugar, porque quería que ese aliado fuera él. Por quién era y por lo que había hecho por ella. Y por la persona que era ella cuando estaba con él.

Pero en aquel momento su estado de ánimo era tan inescrutable como lo había sido desde que se había despertado a primera hora de la mañana y lo había encontrado observándola. Sospechaba que había permanecido despierto durante toda la noche, porque cuando ella finalmente se despertó en la habitación de aquella pensión desconocida en Brooklyn, estaba sentado sobre una silla desvencijada, al otro lado de la estrecha cama, con los codos apoyados sobre las rodillas y aquellos círculos oscuros alrededor de sus ojos, cargados de preocupación. Cómo había conseguido que ambos atravesaran aquellos últimos metros del Umbral era algo que aún desconocía.

Quería preguntarle. Quería preguntarle tantas cosas… sobre la oscuridad que había visto en el puente, la forma en la que aquella negrura impregnada había parecido permearlo todo. Quería saber si él también la había visto. Más que nada, quería apoyarse en él y que le transmitiera toda la contención y tibieza que pudiera con su presencia. Pero su forma de mirarla había hecho que se detuviera. En su mirada había visto admiración y frustración, desconfianza, incluso desagrado, pero jamás la había mirado como si fuera un objeto frágil y roto.

En aquel momento, sin embargo, no la miraba en absoluto. A medida que la embarcación avanzaba sacudida por las olas, los ojos de Harte estaban fijos en el horizonte que se alejaba y en la ciudad que había sido su prisión durante tanto tiempo. Cada mentira que había contado, cada timo que había llevado a cabo y cada traición que había cometido. Todo lo que había hecho había sido para huir de aquella isla, pero justo en aquel momento que la libertad le pertenecía, no había victoria en su expresión. En su lugar, tenía la mandíbula apretada, la boca inmovilizada en un gesto tenso y duro, y la postura rígida, como si estuviera esperando el próximo ataque.

De buenas a primeras, la nota lúgubre del ferry rompió la calma del alba, ahogando el estrépito de los motores y la agitación suave y constante del agua. Estrella se estremeció al oír el sonido. No pudo evitar sentir un ligero temblor a causa del aire fresco… o por el recuerdo de la oscuridad impregnando el mundo, aniquilando la luz. Aniquilándolo todo.

—¿Estás bien? —preguntó Harte, volviéndose hacia ella con los rasgos ensombrecidos por la preocupación. Sus ojos la miraron de arriba abajo, como esperando el instante en que tendría que volver a sujetarla cuando se desplomara.

Pero no se desplomaría. No se permitiría ser tan débil. Y odiaba tenerlo encima.

—Solo un poco inquieta.

Tuvo la sensación de que él acudiría para sostenerla. Antes de que pudiera hacerlo, se enderezó y se retrajo un poco. Si iban a ser compañeros, serían iguales. No podía permitir, no consentiría en absoluto que la debilidad que sentía en aquel momento fuera un lastre.

Harte frunció el ceño y mantuvo las manos a ambos lados de su cuerpo, pero a Estrella no se le escapó la forma en la que sus dedos se cerraron formando un puño. Por más experto que fuera mintiendo, no fue capaz de ocultar el destello de dolor que atravesó sus rasgos, como tampoco podía disimular por completo la preocupación cincelada en su rostro cada vez que la miraba.

Se obligó a ignorar también eso, y a concentrarse en mantenerse erguida. En parecer más fuerte de lo que se sentía. Segura de sí misma.

El Mago la volvió a mirar detenidamente antes de volverse para observar la tierra alejándose en la distancia. Ella hizo lo mismo, pero tenía la mente puesta en lo que les esperaba cuando la nave finalmente atracara.

Tenían una tarea imposible ante ellos: encontrar las cuatro gemas que gracias a Harte se encontraban en aquel momento dispersas por todo el continente. Al igual que la llave de Ishtar —la gema que Estrella llevaba engastada en un brazalete alrededor de la parte superior del brazo— las gemas habían estado en manos de la Orden: el Ojo de Dragón, la Estrella de Djinni, la Lágrima de Delphi y el Corazón del Faraón. Isaac Newton las había creado, imbuyendo cinco artefactos antiguos con el poder de unos mageus cuyas afinidades coincidían con los elementos. Lo que pretendía era controlar el poder del Libro que en la actualidad se encontraba oculto en la falda de Estrella, pero no lo había logrado. Tras sufrir una crisis nerviosa, Newton confió los artefactos y el Libro a la Orden, que luego los utilizó para crear el Umbral, establecer su poder en la ciudad… y atrapar a los mageus en la isla, sometidos al control de la Orden. Pero Dolph Saunders y su banda habían cambiado las cosas.

De todas formas, incluso si ella y Harte conseguían abrirse camino en aquel remoto mundo, encontrar las gemas y recuperarlas, aún tenían que descubrir cómo utilizarlas para extraer el poder del Libro de Harte y liberar a los mageus de la ciudad sin destruir el Umbral. Porque la gran ironía era que el Umbral también conservaba la magia que tomaba. Si lo destruían, corrían el riesgo de destruir la magia en sí misma… y a todos los mageus con ella.

Sumida en sus pensamientos, Estrella se sobresaltó cuando el barco chocó contra el muelle con un balanceo. La sirena volvió a sonar, y los motores se silenciaron. Los pocos pasajeros que había a su alrededor empezaron a abrirse paso hacia las escaleras.

—¿Lista? —preguntó Harte, con la voz demasiado baja y observándola con ojos preocupados.

Aquella preocupación fue decisiva para ella. Se tomó un momento para mirar el contorno lejano del horizonte antes de volverse hacia él.

—Estaba pensando…

—Una propuesta peligrosa —dijo él arrastrando las palabras. Pero sus ojos no sonreían. No como deberían hacerlo. Seguía demasiado preocupado por ella, y ella sabía lo suficiente para entender que aquella clase de temor era un lujo que no podían permitirse. Especialmente, con todo lo que estaba en juego.

—Creo que lo mejor sería que nos separáramos —dijo Estrella.

—¿Separarnos? —preguntó, sorprendido.

—No puedo conseguir billetes para Chicago contigo por aquí en medio. No dejas de mirarme como si estuviera a punto de derrumbarme. La gente se dará cuenta.

—Quizá no dejo de observarte así porque parece que te cuesta mantenerte en pie.

—Estoy bien —dijo, sin terminar de mirarlo a los ojos.

—¿Crees que no me he dado cuenta de que has estado apoyada contra la barandilla durante todo el viaje como si fuera una especie de muleta?

Estrella hizo caso omiso de la verdad y del tono irritado de su afirmación.

—No puedo robar un par de billetes si tú me sigues a todas partes.

Harte abrió la boca para protestar, pero ella se adelantó.

—Además, se supone que deberías estar muerto —le recordó—. Lo único que tenemos a nuestro favor es que la Orden no está buscándote. No podemos darnos el lujo de que alguien nos reconozca ahí dentro a cualquiera de los dos, y tenemos más posibilidades de que eso suceda si permanecemos juntos.

Harte la estudió un instante.

—Es probable que tengas razón.

—Generalmente, la tengo.

—… pero tengo una condición.

—¿Cuál? —preguntó. No le gustaba en absoluto la expresión taimada de sus ojos.

Extendió la mano.

—Dame el Libro.

—¿Qué? —Estrella se apartó de él. El Libro era la razón por la que él había planeado traicionar a la banda de Dolph para empezar, y por un momento Estrella se preguntó si había sido una estúpida por creer que había algo entre los dos.

—Si quieres separarte, no tengo problema. Nos separaremos. Pero seré yo quien lleve el Libro.

—No confías en mí —dijo ella, ignorando el destello de dolor. Después de todo lo que había arriesgado por él… Pero ¿qué esperaba? Él era un timador, un mentiroso. ¿Acaso aquello no era parte de lo que admiraba de él? No habría querido que fuera otra cosa.

—Confío en ti tanto como tú confías en mí —le dijo, una falta de respuesta si es que alguna vez había tenido una.

—Después de todo lo que he hecho por ti… —Fingió sentirse más irritada de lo que se sentía. En realidad, no podía culparlo. Ella habría hecho exactamente lo mismo. Y había algo reconfortante en caer nuevamente en sus antiguos roles, aquella manida desconfianza que les había impedido acercarse demasiado el uno al otro.

—Tú tienes el brazalete con la primera gema —le dijo—. Si yo tengo en mis manos el Libro, estaremos en igualdad de condiciones. Además, si cualquiera de los dos se mete en problemas, no pondremos en peligro los dos objetos a la vez.

Podía protestar. Probablemente, debería hacerlo. Pero Estrella comprendió tácitamente que acceder a su petición sería un paso más hacia la consolidación de su acuerdo. Cualquier sentimiento que abrigara por Harte era insignificante ante lo que les quedaba por hacer. O al menos aquello era lo que se decía. Además, si él ya tenía el poder del Libro en su interior, no necesitaba realmente el Libro en sí, ¿verdad? Lo que precisaba era la gema que Estrella llevaba engastada en el brazalete bajo la manga, y no era eso lo que le estaba pidiendo.

—Está bien. —Hizo a un lado su decepción mientras deslizaba el Libro de donde lo tenía oculto en el interior del abrigo y lo extendía hacia él.

Un pequeño volumen de cuero oscuro y agrietado, el Ars Arcana no le parecía gran cosa. Incluso con aquellas extrañas marcas geométricas que tenía sobre la portada, no había nada en él que fuera llamativamente asombroso. Quizá porque ya no contenía el poder entre sus páginas. O quizá solo fuera el orden natural de las cosas… quizá el poder no siempre se manifestaba como se esperaba que lo hiciera.

Harte lo sujetó entre sus manos, y en el instante en que sus largos dedos rodearon la cubierta de cuero, a ella le pareció volver a ver aquel extraño destello de colores en sus ojos. Pero fue como si nunca hubieran estado allí, los colores desaparecieron antes de que pudiera decidirlo.

Metió el Libro bajo la chaqueta y luego volvió a ajustar el ala de su gorra.

—Ve primero. Te seguiré en un instante.

—Deberíamos decidir dónde nos reuniremos.

—Yo te buscaré a ti. —Su mirada se encontró con la suya, sin titubeos—. Consigue un par de billetes y espérame en la plataforma del primer tren a Chicago.

Para mantener los artefactos fuera del alcance de Nibsy Lorcan, Harte los había enviado casi todos fuera de la ciudad. Para impedir que la Orden los hallara, los había dispersado. La primera gema los esperaba en Chicago, donde actuaba uno de los antiguos amigos de vodevil de Harte, Julien Eltinge. Llegaría un día después que ellos, e incluso había una pequeña posibilidad de que la obtuvieran antes de que Julien recibiera el paquete.

Pero Chicago era solo la primera parada que tenían por delante. Después de Chicago irían en busca de Bill Pickett, que era vaquero de un espectáculo de rodeo ambulante y era quien tenía la daga. Habían enviado la corona a una familia lejana de San Francisco, que estaba a todo un continente de distancia. Peor aún, Harte y ella no eran los únicos que iban tras los artefactos de la Orden ni los únicos que necesitaban los secretos del Libro. Jamás podrían encontrarlos todos antes de que, en una semana, Logan apareciera en Nueva York, donde Estrella lo había dejado, y le contara todo a Nibsy… le hablara sobre el futuro, sobre quién era ella realmente y sobre cada una de sus debilidades.

Pero irían lo más rápido posible. Cuando las tuvieran las cuatro, volverían a la ciudad, donde aguardaba la última gema, protegida por Jianyu, y luego pelearían junto a todos los que habían dejado atrás.

Si alguno quedaba.

—Supongo que te veré en un rato, ¿verdad? —Cielos, odiaba que la aspereza de su voz delatara todas las preocupaciones que le pasaban por la mente y toda la esperanza que no estaba dispuesta a admitir.

Estrella no era propensa a la preocupación. Tampoco al nerviosismo, a cuestionamientos o a lamentos. Y no estaba dispuesta a empezar a serlo, por más bonitos que fueran los ojos grises de Harte Darrigan o lo débil que siguiera sintiéndose por lo que fuera que le había sucedido al cruzar el Umbral. La única manera de atravesar algo era atravesándolo… y no necesitaba que nadie la llevara en brazos.

Para probárselo a sí misma tanto como a él, echó a andar, pero él la sujetó por la muñeca con suavidad. Podría haberse apartado si hubiera querido, pero la presión de su mano sobre la suya le brindaba seguridad, así que se permitió aquel momento reconfortante.

—No iré a ningún lado, Estrella —le dijo, mirándola serio—. No hasta que acabemos con todo esto.

Y luego se marchará.

El inesperado sentimentalismo de aquel pensamiento la sorprendió. No podía permitirse ser tan blanda. ¿Acaso Harte no lo había dejado claro? Lo único que podía importar en aquel momento era enmendar sus errores… o por lo menos los errores que pudiera enmendar. En cuanto al resto… y había habido tantos… tendría que aprender a convivir con ellos. Liberaría el Libro antes de que su poder hiciera pedazos a Harte, y luego lo utilizaría para destruir a la Orden, a todos aquellos hombres ricos que abusaban de los más vulnerables. Acabaría el trabajo que había comenzado Dolph Saunders, incluso si tenía que sacrificarse a sí misma para conseguirlo.

Y antes de que todo acabara, haría que Nibsy Lorcan pagara… por Dakari, la única persona que siempre había sido su amiga. Por Dolph, el padre que no le permitieron conocer, y por Leena, la madre que jamás conocería.

El primer paso era recuperar las gemas, y empezarían en Chicago. Poco a poco. No hay nada más importante que la misión.

Estrella se estremeció ante la rapidez con la que recordó las palabras del profesor Lachlan. No, se corrigió a sí misma. Las palabras de Nibsy. Eran las palabras de un traidor, no las de un mentor y, definitivamente, no las de un padre. Ya no constituían un lema de vida y, desde luego, no las quería en su cabeza.

Apartando la mano sin decir una palabra más, se puso en marcha para cruzar la cubierta superior. Mantuvo la cabeza gacha mientras aligeraba el paso para alcanzar el flujo exiguo de los primeros pasajeros del día, abriéndose camino desde el puerto hacia la terminal más amplia y concurrida de trenes. Echó la vista atrás justo antes de pasar por las amplias puertas, pero Harte ya había desaparecido.