1902, Nueva York
Viola Vaccarelli fingía examinar los productos agrícolas de uno de los comerciantes de Mott Street mientras observaba la puerta de la iglesia que había al otro lado de la calle. El dueño de la tienda, un hombre mayor, con su cabello largo y encanecido, trenzado con cuidado sobre la espalda, la miraba con recelo desde la entrada. Se preguntó si Jianyu sería así con el paso del tiempo. Pero el recuerdo de este, en quien Dolph había confiado para que fuera su espía, y que los había abandonado a todos en el puente, ensombreció sus pensamientos.
Cuando el tendero dio un paso atrás, Viola se dio cuenta de que estaba frunciendo el ceño. Para compensarlo, estiró los labios en un tibio intento de sonrisa. El hombre parpadeó, arrugando aún más la frente, como si supiera perfectamente que era una depredadora.
Basta. Que siguiera nervioso. Un tigre no se disculpaba por tener dientes, y Viola no tenía tiempo para fingir que era amable con un desconocido cualquiera. Le ofreció algunas monedas por la pera madura que había cogido, y él extendió la mano vacilante para aceptarlas.
Al otro lado de la calle, la puerta lateral de la iglesia se abrió, y aparecieron los primeros fieles. Viola se apartó del anciano, sin molestarse en aguardar el cambio, y observó al mismo tiempo que un flujo de mujeres emergía de la entrada lateral. La mayoría eran ya adultas, aunque había algunas jóvenes cuyos rostros ya empezaban a mostrar las mismas líneas de expresión que tenían sus madres. Eran las hijas que no se habían casado, chicas que no habían tenido suerte en su búsqueda de esposo y que aún vivían bajo el techo y el gobierno de sus familias. Viola había rechazado aquel futuro. Le había dado la espalda a su familia y a todas las expectativas que alguna vez habían depositado en ella.
Y en aquel momento tendría que pagar por ello.
Las mujeres más mayores llevaban el uniforme propio de su generación: resistentes faldas oscuras, abrigos sin forma y un fazzoletto copricapo hecho de encaje o lino basto para cubrir la cabeza y preservar su modestia y humildad ante el Señor y todo el resto del vecindario. Viola también había cubierto su oscuro cabello aquella mañana, pero tenía poco interés en mostrar modestía. En su caso, el objetivo era ocultarse.
Para cualquier otro, aquella hilera de mujeres italianas podría haber sido igual a cualquier otra, pero ella habría sido capaz de distinguir a su madre entre una multitud de miles de mujeres. El suave balanceo de su grueso cuerpo mientras giraba hacia el oeste en dirección a Mulberry Street había sido el ritmo de la niñez de Viola.
Hacía tres años que no hablaba con ella o que no veía a cualquiera de los miembros de su familia, aunque vivían a unas pocas calles del Bella Strega. Pero en el Bowery, unas pocas manzanas eran la diferencia entre la seguridad del hogar y cruzarse con la banda incorrecta. No es que Viola se preocupara demasiado por ello… Sabía cuidar de sí misma y protegerse de cualquiera que intentara molestarla.
Las manos robustas de su madre revolotearon como pajarillos mientras hablaba con otra mujer que caminaba a su lado. Aquellas manos podían estrangular a una gallina o preparar el casarecce más exquisito. Podían enjugar una lágrima… o dejar una marca que doliera durante días.
Debo dejarla tranquila. Encontraría otra manera.
Sin pensar, Viola llevó la mano al cuchillo que siempre guardaba consigo, la daga a la que había llamado Libitina por la diosa romana de los funerales… y descubrió que no lo tenía. Se la había lanzado a Nibsy Lorcan el día antes para proteger a Estrella, la chica a la que había cogido cariño a regañadientes. Pero tras la confusión de todo lo ocurrido en el puente, Viola no pudo recuperarla. Estrella había desaparecido… Se había esfumado como si jamás hubiera existido. Y Libitina, también, para quedar bajo la custodia de Nibsy Lorcan. Se encontraba sola, sin amigos ni aliados, pero lo que más la afectaba era la ausencia de la navaja, como si hubiera extraviado una parte de sí misma.
Recuperaría su puñal… con el tiempo. Por el momento, su reemplazo se hallaba a buen resguardo en la vaina que tenía atada contra el muslo. Pero no era lo mismo. El acero de esta cuchilla no le hablaba del mismo modo, y el peso desconocido del puñal parecía inadecuado, como si unos pocos gramos de diferencia pudieran desequilibrarla por completo.
Pero Viola necesitaba algo con lo que protegerse. En el Bowery había estallado el caos. El escuadrón de policías se había envalentonado durante los últimos días. Bajo la dirección de la Orden, habían estado saqueando todo el bajo Manhattan para encontrar al mageus que había robado de Khafre Hall los tesoros de la Orden. Viola había sido parte de aquel equipo. Conducida por Dolph Saunders, habían llevado a cabo la misión para apropiarse del Ars Arcana, un libro que tenía un poder incalculable. Dolph creía que el Libro podía recuperar la magia y liberarlos a todos del control de la Orden… y del Umbral.
Dolph estaba muerto, e imaginarlo tendido sobre la barra del Strega aún conseguía quitarle el aliento. Había sido un amigo de verdad para ella, había llegado a confiar en él, a depender de su constancia, incluso cuando su vida le había enseñado a no volver a confiar en nadie. Pero Dolph había desaparecido, junto con el Libro y cualquier sueño de libertad o de futuro diferentes de la servidumbre del presente.
Aquel cazzo traidor de mago, Harte Darrigan, lo había arruinado todo cuando le quitó el Libro en las entrañas de Khafre Hall, haciendo que Viola pareciera una idiota. Por su culpa, los Hijos del Diablo la habían mirado con la desconfianza brillando en sus ojos tras descubrir que el saco que llevaba no contenía nada valioso. Y ya no había manera de reparar sus errores. Al saltar del puente, Darrigan se había llevado a su tumba acuosa toda esperanza de recuperar el Libro.
Por si eso no fuera lo suficientemente grave, Viola lo había empeorado todo en el puente. Sabía que Nibsy sospechaba que Estrella estaba confabulada con Darrigan. Ella tenía instrucciones específicas de asegurar que ninguno de los dos consiguiera escapar, pero cuando el chico apoyó un revólver contra el cuello de Estrella, Viola actuó sin pensar. Atacó al joven para salvar a Estrella, porque era lo que Tilly habría esperado de ella. Y porque era lo que sus propios instintos gritaron que hiciera.
Pero aquello significaba que no podía volver al Strega, no mientras Nibsy Lorcan tuviera la lealtad de la banda de Dolph.
Sin Dolph, Viola no tenía a nadie que se colocara entre ella y los peligros del Bowery. Sin el Libro, ya no tenía influencia con los Hijos del Diablo. Lo cierto era que no podía confiar en que Nibsy la perdonara por haberlo apuñalado con su daga.
No es que le importara demasiado. De cualquier modo, el chico nunca le había caído demasiado bien.
Pero el Strega había sido su hogar. Los Hijos del Diablo habían sido su familia, una que respetaba sus habilidades y la aceptaba como era. Quizá el Libro hubiera desaparecido, pero haría lo que fuera necesario para probar que no había traicionado su confianza. Incluso sin el Libro, podía acabar lo que Dolph había iniciado. Haría todo lo que estuviera en su poder para destruir a la Orden.
Para hacerlo, necesitaría ayuda. Solo había una persona que se le ocurría que podía protegerla de las patrullas: su hermano mayor, Paolo. Acudir a él tenía un beneficio añadido: en aquel momento se rumoreaba en las calles que los Five Points cumplían órdenes de la Orden al igual que las de la Tammany.
Era improbable que Paolo perdonara a Viola por abandonar a la familia, y especialmente por escapar a su control y trabajar para Dolph, un hombre a quien consideraba un enemigo. Aun así, si su querido hermano podía ayudarla a acercarse a la Orden, estaba dispuesta a padecer lo que fuera. Por aquel motivo había ido hasta allí, para esperar a su madre, la única persona que podía protegerla de su ira.
Viola entregó la pera que acababa de comprar a un granujilla mugriento que había en la esquina y echó a correr para alcanzarla.
—¡Mamma! —Pero aquella forma de dirigirse a alguien era tan común en las calles del Bowery que su madre no reaccionó, no hasta que la llamó por su nombre:
»¡Pasqualina!
Entonces, al oír que gritaban su nombre sobre el estruendo de la calle, se giró. Llevó un instante que sus ojos oscuros registraran comprensión, y Viola pudo leer cada emoción que afloró en su rostro: sorpresa, esperanza; luego, comprensión… y cautela.
Tras murmurarle algo a su compañera, que le dirigió a Viola una mirada desconfiada y taciturna antes de continuar su camino sola, su madre la miró con el ceño fruncido. De todos modos, se detuvo y la esperó.
Algo conmocionada por una ternura que pensaba que había logrado dejar atrás hacía ya mucho tiempo con tanta certeza como a cualquier vida que hubiera arrebatado con una daga, Viola se acercó a ella con lentitud hasta que ambas estuvieron a la distancia de un brazo.
—¿Viola? —Su madre alzó una mano como para acariciar la mejilla de su hija, pero no terminó de zanjar la distancia entre las dos. Transcurrió un instante, largo y terrible, y luego la mano cayó, flácida, a su lado.
Viola asintió, incapaz de hablar. A pesar de todo lo que había hecho su familia, a pesar de toda la furia que había sentido, la echaba de menos. Los echaba de menos a todos. Incluso, a la chica que alguna vez había sido cuando estaba con ellos.
La expresión de su madre se tornó vacilante.
—¿Qué quieres? —pronunciadas en el siciliano de la niñez de Viola, sus palabras sonaron a bienvenida. Pero el tono era como su mirada: apagado y frío.
Viola lo había anticipado. Después de todo, había cometido el pecado capital: abandonar a su familia. Había traicionado a su hermano y rechazado su autoridad, y quizá, lo peor de todo, se había atrevido a reclamar una vida mejor que la que cualquier mujer buena pudiera desear para sí misma.
No importaba que se considerara a sí misma una mujer buena desde hacía ya mucho tiempo: el juicio de su madre aún dolía. Había estado en el extremo receptor de aquella misma expresión cientos de veces de niña, pero a pesar de haber aprendido a matar sin remordimiento, jamás había conseguido volverse inmune a ella.
Bajó la mirada, obligándose a inclinar la cabeza para demostrar la sumisión que se esperaba de ella.
—Quiero volver a casa, Mamma.
—¿A casa?
Viola levantó la mirada. Las tupidas cejas de su madre se encontraban enarcadas.
—Quiero volver con la familia.
Al principio, su madre no habló. En cambio, la estudió con el mismo ojo crítico que a menudo dirigía a una fruta dañada en el mercado justo antes de empezar a regatear para que le bajaran el precio.
—Me equivoqué —dijo en voz baja, con la cabeza gacha, los hombros inclinados—. Tenías razón con respecto a mí: soy demasiado terca y engreída. He aprendido lo que significa estar sin mi familia. —Las palabras sabían a ceniza en su boca, pero no eran mentira. Bajo la protección de Dolph, había aprendido lo que significaba vivir sin las expectativas, exigencias y restricciones que su familia le había impuesto.
—Más bien, parece que te hayas metido en problemas —dijo su madre, rotunda, bajando la mirada al vientre de Viola—. ¿Quién es?
Frunció el ceño.
—No hay un hombre.
—No te creo.
—Sabes lo que está pasando, ¿verdad? ¿Los incendios, las peleas callejeras? Hasta ahora no me había dado cuenta de lo estúpida que he sido todo este tiempo pensando que podía arreglármelas sin mi familia… il sangue non è acqua.
La boca de su madre se frunció con fuerza, y sus ojos se estrecharon.
—Lo he repetido durante toda tu vida, ¿y ahora escuchas? ¿Ahora que es demasiado tarde?
—Sigo siendo de tu sangre —dijo con suavidad, forzándose a hablar con tal calma que parecía estar traicionando todo lo que era.
No había comprendido la verdad de aquella frase hasta que había intentado dejar atrás a su familia. Por más que intentara reclamar una vida diferente para sí misma, siempre terminaba siendo la hermana de Paul Kelly… y siempre lo sería.
No, la sangre no era agua. La sangre dejaba una mancha.
—¿Por qué acudes a mí? ¿Por qué no vas a hablar con Paolo como deberías? Ahora él es la cabeza de la familia —dijo su madre, persignándose mientras levantaba la mirada al cielo, como si el padre de Viola fuera a aparecer santificado sobre las nubes que tenían sobre sus cabezas—. Es su bendición la que necesitas, no la mía.
—Quiero acudir a él —dijo, retorciéndose las manos en las faldas, intentando aparentar que estaba nerviosa y odiándose por ello… No por la mentira, sino por la muestra de debilidad cuando se había prometido ser siempre fuerte—. Pero no estoy segura de cómo puedo reparar el daño que he causado. Paolo te escucha, Mamma. Te hace caso. Si le pides que me perdone, lo hará.
Su madre apretó la mandíbula, y su rostro se sonrojó.
—Ya veo… ¿Acudes a mí porque necesitas mi ayuda? ¿Después de todo lo que nos hiciste… a mí…? —Su voz se quebró—. Me has deshonrado. —Sacudiendo la cabeza, se volvió para marcharse, pero al descender de la acera y apoyar el pie en la calle, jadeó y estuvo a punto de caer de rodillas.
Viola atrapó a su madre antes de que la mujer cayera al suelo y la ayudó a ponerse de pie. Pasqualina Vaccarelli era una mujer robusta y corpulenta, pero ella podía sentir la fragilidad de su madre, el envejecimiento que a lo largo de los tres últimos años le había quitado parte de su vitalidad.
Era un riesgo usar su afinidad allí, ponerla al descubierto, especialmente con lo peligrosa que se había vuelto la situación, pero Viola dejó que fluyera hacia su madre, percibiendo la fuente del dolor y encontrándolo de inmediato. La gota de las articulaciones había empeorado. Sin vacilar, dirigió su afinidad hacia ella, liberando las coyunturas que estaban agarrotadas.
Su madre soltó un grito ahogado; los ojos oscuros de la mujer se encontraron con los de su hija al mismo tiempo que esta terminaba y retiraba sus manos. Sentía la sangre tibia, la piel le vibraba por la demostración de su magia. Para aquello era para lo que estaba destinada. Su dios le había dado aquel don para la vida, no para las muertes que su hermano la había obligado a perpetrar.
Con una mirada en la que se mezclaban la sorpresa y el alivio, su madre alzó una mano encallecida por los duros años de trabajo y la apoyó sobre la mejilla de Viola. Su boca seguía curvada hacia abajo y conservaba un gesto de severidad en la mirada, pero en aquel momento también había agradecimiento en su expresión.
—Me habrías sido de gran ayuda estos últimos años.
—Lo sé, mamma —dijo, apoyando la mano sobre la suya mientras parpadeaba para evitar el escozor de las lágrimas—. Yo también te he echado de menos.
Al menos esto no era mentira. Extrañaba a la madre que una vez había conocido, la mujer que solía cantar mientras tendía la ropa, que había intentado enseñarle cómo amasar hasta que la masa quedara blanda, y cómo planchar las prendas de lino hasta que quedaran lisas. Nunca se le había dado bien aprender todo aquello. Por mucho que lo intentara, Viola no había nacido para aquella clase de vida. Sus manos habían sido hechas para empuñar una navaja, para usar la magia. Su familia había hecho todo lo posible para intentar moldearla a la medida de lo que ellos consideraban conveniente. Al final, sus expectativas no habían hecho más que obligarla a alejarse.
Había llegado el momento de volver. Se doblegaría a sus exigencias. Pero ya era una mujer adulta. Más fuerte. No permitiría que le hicieran daño.
Su madre apartó la mano.
—Hablaré con tu hermano.
—Gracias…
Pero su madre levantó una mano para detener las palabras de Viola.
—No me des las gracias. No puedo garantizarte nada. Tendrás que estar preparada para aceptar cualquier penitencia que Paolo te imponga… lo que sea que te exija.
Viola inclinó la cabeza para ocultar su desagrado. Su madre no tenía ni idea de lo que era capaz su adorado Paolino. Solo sabía que manejaba un club de boxeo llamado el New Brighton y un restaurante llamado el Café Little Naples. Sabía que conocía a los hombres más poderosos de la ciudad, pero no tenía ni idea de que su hijo era uno de los líderes más fuertes y peligrosos de las pandillas del Lower East Side o de los pecados que había exigido que Viola cometiera.
Se preguntó si le habría importado verla con el labio partido y los ojos morados con los que apareció la primera vez que encontró el camino al refugio seguro del Strega.
—Vamos. —Sin decir ni una palabra más, empezó a caminar.
—¿A dónde? —preguntó, imaginando las estrechas habitaciones en las que había crecido. Pero su madre no se dirigía a la casa de alquiler en la que habían vivido durante su infancia
—¿No querías que hablara con Paolo? —dijo girándose hacia ella.
—¿Iremos ahora?
Su madre le dirigió una mirada hostil impregnada de desconfianza.
—¿Quieres que esperemos?
Sí, Viola necesitaba tiempo para prepararse, tiempo para lo que fuera que el sádico de su hermano tuviera en mente para ella. Pero era evidente que su madre no iba a ofrecérselo de nuevo.
—No. Por supuesto que no, mamma. Ahora es el momento ideal. —Inclinó la cabeza dando las gracias. Sumisa—. Gracias, mamma.
—No me des las gracias tan pronto —respondió con una mueca hosca—. Aún debes hablar con Paolo.