LA CHUSMA VULGAR

1902, Nueva York

Jack Grew olía a mierda. Había estado sentado en una celda hedionda, rodeado por los peores habitantes de la ciudad y su escoria más pestilente durante quién sabía cuánto tiempo. Como se habían llevado su reloj, desde luego no lo sabía. No había ventanas ni reloj para marcar el paso del tiempo. Por lo que sabía, podrían haber sido horas o días, y durante todo aquel tiempo, había estado rodeado por toda aquella gentuza pulgosa que era feliz revolcándose entre sus propios excrementos.

La mayoría se encontraba durmiendo, lo cual mejoraba las cosas. Cuando lo habían arrojado dentro de la celda, los otros cinco hombres lo habían mirado con avidez, y el más fornido, un hombre barbudo y alto que apenas hablaba, probablemente porque ni siquiera supiera hablar inglés, lo había arrinconado contra una pared.

Llevando la lengua al espacio donde solía haber un diente y haciendo una mueca por el dolor de la mandíbula, Jack se dijo que había resistido a todo aquello bastante bien. Por lo menos, había podido defenderse. No había conseguido impedir que el hombre le quitara la chaqueta, pero había ofrecido la suficiente resistencia como para que la bestia se rindiera y lo dejara solo. Finalmente, todos lo habían dejado en paz.

Alzó una mano para rascarse la cabeza. Probablemente, se había infestado de parásitos en cuanto lo habían metido en aquella celda, pero el movimiento le provocó un agudo dolor en el hombro. Algunos de aquellos malditos policías lo habían arrancado de cuajo del lugar en el que se encontraba en el puente.

Ninguno de aquellos idiotas había comprendido lo que trataba de decirles: que a quien debían arrestar era a Harte Darrigan. Aquel condenado mago había estado allí mismo, y la policía no había hecho nada.

En cambio, habían atrapado a Jack. ¿Y lo peor? Lo habían arrestado por tentativa de asesinato. Había realizado un disparo limpio, seguro de que la bala daría en el blanco, pero luego… nada. La bala ni siquiera lo había rozado. Darrigan era como un maldito fantasma que evadía la muerte. La mugre de la celda y el hedor del orinal que había en el rincón serían más fáciles de enfrentar si Darrigan estuviera muerto. El diente perdido, el dolor del brazo y el cabello infestado de piojos incluso habrían valido la pena si hubiera sido Jack quien pusiera fin a la vida del Mago.

El eco de las pisadas que provenía del oscuro pasillo se escuchaba desde el otro lado de las puertas cerradas de la celda, y los reclutas empezaron a despertar y a emitir susurros vacilantes. A medida que se acercaban a las escaleras, los hombres de otras celdas sacudían los barrotes y gritaban maldiciones. Eran todos unos animales. Cuando el guarda se detuvo fuera de la celda en la que Jack se encontraba sentado, la pequeña ventanilla de rejas que había en la puerta quedó eclipsada por su rostro, y luego oyó que lo llamaban por su nombre al tiempo que una pequeña rendija se abría por debajo.

Por fin. No dudaba de que alguien acabaría sacándolo de allí. Su lugar no estaba en aquel lugar con toda aquella chusma tan vulgar. Colocó las manos a través de la hendidura tal como esperaban que hiciera.

—¿Has disfrutado de tu estancia? —preguntó el policía, con tono socarrón mientras esposaba a Jack a través de la puerta—. Supongo que no es tan elegante como el alojamiento al que estás habituado.

Él lo ignoró.

—¿A dónde me lleva? —preguntó mientras el guarda lo empujaba hacia las escaleras que había al final del pasillo.

—Debes comparecer ante el tribunal —le dijo—. Es hora de que respondas por tus actos ante el juez.

Tras descender por las escaleras, condujeron a Jack a través de unas pesadas puertas, y se encontró en la sala de un tribunal. Un juez con expresión adusta lo esperaba sentado en el estrado, escuchando lo que fuera que dijera el hombre que tenía delante. Al ver la espalda del sujeto —el cabello canoso, la pequeña calva en su coronilla, la fina lana de su abrigo—, se le cayó el alma a los pies. Ni su padre ni su primo… Esto era peor. Mucho peor.

El hombre que hablaba con el juez se giró, y J. P. Morgan en persona estaba allí, mirándolo, con el ceño enfurecido, mientras Jack se acercaba al banquillo.

Cuando un año atrás aquella perra campesina había tejido toda una maraña de mentiras en torno a Jack, lo había atrapado con tal fuerza que prácticamente había perdido la noción de sí mismo. Aún no recordaba la mayor parte de los días y las noches de embriaguez que había pasado bajo su hipnótico trance, pero incluso entonces, la familia había enviado a su primo para rescatarlo. Cada vez que se encontraba corto de fondos a la hora del cierre, uno de los hombres de la familia aparecía para pagar la cuenta. Por lo general, su tío no se ocupaba de las nimiedades de la vida familiar, especialmente, cuando se trataba de la vida del hijo mayor de la hermana de su esposa. Pero allí estaba el mismísimo Morgan, en carne y hueso: su nariz ulcerada y bulbosa, sus hombros encorvados y un entrecejo fruncido que anticipaba problemas.

Mierda.

Jack se detuvo delante del banquillo, intentando escuchar lo que fuera que decía el juez, pero no podía concentrarse. No cuando su tío lo miraba fijamente como si acabara de salir de una alcantarilla.

El juez terminó de hablar.

—¿Lo entiendes? —preguntó.

—Sí, señor —respondió Jack, sin importarle en realidad lo que estaba respondiendo. No era un maldito niño pequeño para que lo mandaran al rincón como castigo. Mientras que significara la libertad, habría accedido a lo que fuera.

Otro oficial se adelantó para quitarle las gruesas esposas, y Jack se frotó las muñecas.

—Espero no tener que verte por aquí de nuevo —le dijo el juez. No era una pregunta.

—No, señor —respondió, maldiciendo en silencio al juez, a su tío, y a todos ellos juntos.

Morgan no dijo nada hasta que se quedaron a solas en su carruaje privado, alejados de las miradas indiscretas de la ciudad. Fuera, el cielo empezaba a pasar de las primeras luces del alba a pleno día. Había transcurrido toda la noche en aquella repugnante celda.

Cuando el coche comenzó a moverse, su tío finalmente se dirigió a él.

—Tienes la maldita suerte de que el juez Sinclair presente su candidatura este otoño, o no habría sido tan fácil sacarte de allí, muchacho. No sé en qué diablos pensabas al intentar dispararle a un hombre a plena luz del día.

—Intentaba…

—¿Piensas que me interesa? —replicó Morgan bruscamente, sus gélidos ojos silenciaron a Jack de un modo tan eficaz como sus propias palabras—. Tenías una tarea: reunirte con Darrigan y conseguir los artefactos que robó. Todo lo que tenías que hacer era quitarte de en medio para que la Orden, no , pudiera deshacerse de él.

—Darrigan hizo que pareciera un estúpido —dijo Jack, apenas controlando su genio—. No podía dejarlo pasar sin más.

—Fuiste mismo el que hizo que parecieras un estúpido —dijo Morgan—. Lo único que hizo ese maldito mago fue darte cuerda suficiente para que te colgaras. Ninguno de los integrantes del Círculo Interno quería que accedieras a aquel puente, pero yo convencí a la Orden de que te diera otra oportunidad, ¿y qué sucedió? Te envalentonaste como sueles hacer. Ya es bastante malo que hayas traído a esos bribones a nuestro santuario, bastante malo que Khafre Hall haya quedado reducido a escombros y se hayan perdido los artefactos más importantes de la Orden. Pero ¿atraer incluso más atención a la situación? Has avergonzado a toda la familia. Me has avergonzado a mí.

Fuiste tú el que te avergonzaste a ti mismo. Por lo menos, Jack había intentado hacer algo. Si la Orden le hubiera dado el acceso que quería meses atrás, Harte Darrigan no habría sido un problema.

—Encontraré a Darrigan —le dijo—. Recuperaré el Libro y los artefactos.

—Darrigan está muerto —respondió Morgan rotundo.

—¿Muerto? —No. No podía ser. No cuando Jack había planeado acabar él mismo con la vida del mago.

—Saltó del puente justo después de que te arrestaran. Si tenía las posesiones de la Orden, las ocultó o se las dio a otro. No importa… Tarde o temprano encontraremos los artefactos.

—Ayudaré a…

—No —dijo Morgan tajante, interrumpiéndolo—. No lo harás. Estás acabado. Te han expulsado de la Orden.

El carácter determinante en el tono de su tío fue suficiente para que Jack supiera que no valía la pena intentar explicar o disculparse. Especialmente, no cuando tenía aquella expresión en el rostro. Tendría que aguardar el momento, como había hecho después del fiasco que se había llevado en Grecia. A la larga, su tío se calmaría, y Jack haría que todos entraran en razón.

—Además —continuó Morgan—, abandonarás la ciudad de inmediato. Ya han preparado tu equipaje y te espera en casa de tu madre. Una vez que lleguemos, tendrás exactamente treinta minutos para asearte y despedirte. Cuando estés presentable, te llevarán a la estación de tren.

Jack resopló.

—No puedes obligarme a marcharme.

Los ojos de Morgan se estrecharon.

—Tal vez, no. Pero dime, ¿cómo piensas vivir? Tus padres han decidido que no seguirán manteniéndote a menos que demuestres que lo mereces. Tendrás que pagar por ti mismo la casa que tienes alquilada. Tu vida de juerga, la bebida y las prostitutas ahora estarán a tu cargo. ¿Quién crees que te contratará en esta ciudad después de lo que ocurrió ayer?

La incredulidad absoluta sumió su cabeza en una densa niebla. Su tío lo había arruinado. Morgan había vuelto a sus propios padres en contra suya, y con tan solo una palabra, podía asegurarse de que nadie lo acogiera en la ciudad. Ardía por dentro a causa de la verdad de su propia impotencia.

—¿Y a dónde iré? —preguntó con una voz que a él mismo le resultó muy lejana.

—Adonde debiste acudir ayer… la tarea sigue aguardándote en Cleveland, tal como antes del desastroso asunto del puente.

—¿Y cuánto tiempo estaré trabajando allí? —preguntó sin inflexión en la voz.

—Indefinidamente. —Morgan levantó el periódico que tenía apoyado sobre el banco que tenía junto a él en el coche y lo abrió con un chasquido. Los titulares de la primera plana lo miraron amenazantes: trágica caída de mago. Debajo de las palabras había una imagen del propio Darrigan, mirando desde la superficie del papel, su media sonrisa burlándose de Jack.

Indefinidamente.

—¿Así que eso es todo? Vais a exiliarme.

—No seas tan dramático —Morgan gruñó desde detrás del periódico.

Un tiempo atrás, la autoridad de su tío habría hecho temblar a Jack, pero en aquel momento el aire de desprecio de su voz lo enfureció. Aún no lo comprenden. El Círculo Interno de la Orden, con sus cómodas salas de juntas y sus mansiones palaciegas sobre la Quinta Avenida, se consideraban reyes, intocables. No entendían que siempre eran los campesinos quienes iniciaban todas las revoluciones, y cuando los campesinos se sublevaban, las cabezas de los de arriba eran las primeras en rodar.

Pero Jack lo sabía. Él lo comprendía.

—Estás cometiendo un error —dijo con frialdad—. No tienes ni idea de lo que son capaces de hacer estos gusanos. No tienes idea de la amenaza que suponen.

Con otro violento chasquido, Morgan bajó el periódico, casi rasgándolo sobre su regazo, y fulminó a Jack con la mirada.

—Cuídate, niño.

No soy un niño —dijo apretando los dientes—. He estudiado las artes ocultas, he aprendido todo lo posible para comprender las ciencias herméticas y las amenazas de la magia antigua, y aún te niegas a reconocer el progreso que he realizado o a verme como a un igual.

—Eso es porque no eres un igual —replicó Morgan. Su voz era absolutamente fría al desestimarlo—. Piensas que eres el héroe, pero no eres siquiera un bufón. ¿Sinceramente crees que la Orden no es consciente de las amenazas que nos acechan? No eres el único que se ha dado cuenta de que Ellis Island ha terminado siendo una decepción, que aquellos que llegan a la ciudad amenazan todo el tejido de nuestra sociedad. ¿Por qué crees que hemos organizado el cónclave? —Morgan sacudió la cabeza, marcadamente disgustado—. No eres más que un cachorro insolente, demasiado preocupado por tu propio ego como para ver lo poco que sabes. La labor del Círculo Interno no te incumbe y, sin embargo, tu propia arrogancia e imprudencia le han costado más de lo que siquiera imaginas.

—Pero los mageus…

—Los mageus son asunto nuestro, no tuyo. ¿Por alguna razón piensas que eres más lúcido, más inteligente que todos aquellos hombres que tienen mucha más experiencia que tú? —se mofó.

—La Orden está demasiado centrada en Manhattan. No se da cuenta…

—El trabajo de la Orden va mucho más allá de poner en su lugar a algunos inmigrantes harapientos del Bowery. Me crees un anciano, ajeno a las realidades del mundo, pero eres quien no comprede nada. El país está pasando por un momento decisivo. No solo nuestra ciudad, sino el país en su conjunto, y hay muchas más fuerzas en movimiento de las que puedas imaginar, más fuerzas de las que siquiera puedas llegar a ser consciente.

Se inclinó ligeramente hacia delante, un movimiento más amenazante que conspiratorio.

—La Orden tiene un plan… o lo teníamos antes de que Darrigan lo desbaratara. El cónclave tendría que haber sido nuestro mayor logro para finales de año, una reunión que podría congregar a todas las ramas de nuestra hermandad, donde la Orden demostraría su dominio, su disposición para dirigir, y de una buena vez aniquilaría los peligros de la magia salvaje de nuestras costas. Pero tú has metido a las víboras entre nosotros. Ahora, por culpa tuya, todo aquello por lo que hemos trabajado está en peligro.

—¡Deja que me quede, entonces! —reclamó Jack—. Tengo conocimientos que podrían resultar útiles. Déjame ayudaros. Mi máquina…

—¡Suficiente! —La nariz bulbosa de Morgan se retorció como si oliera algo putrefacto—. Ya has hecho más que suficiente. Vete a Cleveland. Mantén la cabeza baja. Observa lo que ocurre a tu alrededor y aprende cómo funciona realmente el mundo. Quizá, si consigues no ridiculizarte aún más, dejaremos que regreses para visitarnos en Navidad.