1902, Nueva York
Al subir a bordo del tranvía nocturno, Cela se ajustó el chal sobre la cabeza para ocultar su rostro mientras ahogaba un sollozo. El recuerdo de los disparos aún se repetía en su mente, aquel sonido había sido tan crudo, nítido e inconfundible en el silencio de la noche, que todavía resonaba en sus oídos. No podía olvidar cómo había sentido el golpe de un cuerpo desplomándose sobre el suelo. El sentimiento reverberó de nuevo en su pecho, y comprendió que siempre escucharía aquel sonido y sentiría el vacío que le provocaba.
Abe. No entendía cómo había sido capaz de encontrar un asiento cuando apenas podía respirar, y a medida que el tranvía avanzaba, chirriante, a ciegas, podía sentir todo su cuerpo desmororándose sobre sí mismo como si tratara de llenar el enorme agujero que había quedado en su pecho.
Necesitaba volver. No podía dejar a Abe allí, su hermano y el miembro más cercano que le quedaba de su familia. Tenía que regresar a por su cuerpo y proteger la propiedad que su padre tanto se había esforzado por… pero no podía hacerlo. Cada vez que pensaba en volver, una oleada de temor tan absoluto se apoderaba de ella que no podía soportarlo.
A medida que el tranvía siguió avanzando, se le ocurrió que podía acudir a la familia de su madre. Hacía ya algunos años que se habían trasladado a la calle 52 West, pero jamás habían sentido simpatía por el padre de Cela. Sus tíos siempre habían considerado que pertenecía a una clase inferior a la de su hermana, como si fuera material de descarte. Tras la muerte de su abuela, no había nadie que mediara entre el juicio de la familia y los sentimientos de Cela. Sabía que finalmente tendría que ir a verlos. Después de todo, alguien tendría que contarles lo que había sucedido, pero aún no estaba preparada para enfrentarse a ello. No cuando todo estaba tan reciente. No mientras concebir aquellas palabras le resultara tan complicado, mucho menos pronunciarlas en voz alta.
Especialmente, no a personas que creerían que Abe había sido responsable de su propia muerte, como lo habían creído de su padre. Sus tíos no sabían que Cela había estado escuchando mientras ellos hablaban entre susurros después del funeral, así que lo hicieron libremente. Maldijeron que su padre no hubiera permanecido en el interior de la casa que era donde debía estar, en lugar de hacer guardia en el porche delantero expuesto a las turbas enfurecidas que tomaron las calles. Consideraban que debería haberlo pensado mejor antes de enfrentarse directamente al peligro como lo había hecho.
Su padre había intentado proteger a su familia, tal como Abe había estado intentando protegerla a ella. Cela sabía que no sería capaz siquiera de mirar a su familia en aquel momento sin escuchar el eco de aquellos insultos. No todavía, no cuando la culpa y su propio dolor se enredaban en su corazón como una hiedra, punzante y viva, cada vez más intensas con cada segundo que pasaba.
Pero por mucho que su familia hubiera dicho en el pasado, seguían siendo de su misma sangre. No podía correr el riesgo de ponerlos en peligro. Existía la posibilidad de que los hombres que habían invadido su casa aquella noche solo estuvieran interesados en la propiedad. No habría sido la primera vez que alguien se creyera con el derecho sobre una casa ajena solo por el mero hecho de querer hacerse con ella. En muchas ocasiones había aparecido gente frente a su puerta con promesas atractivas y con documentos incluso ya redactados. Su padre y luego su hermano se habían encargado de ahuyentarlos.
Pero jamás habían venido con armas.
Y tampoco había tenido nunca a una dama blanca muriéndose sin más en su sótano. Quizá ambas cosas no guardaran ninguna relación entre sí, pero tenía la sensación de que sí estaban relacionadas.
Debía acudir a su familia.
Pero era demasiado tarde para llegar y despertarlos.
Por otro lado, era impensable que su tío abriera la puerta y no preguntara cuál era el problema, y era impensable que Cela pudiera pronunciar las palabras, las que harían que lo que acababa de suceder fuera cierto. Todavía no. No estaba lista. No estaba segura de si alguna vez lo estaría, pero imaginaba que sería mucho más fácil a la luz del día. Aunque seguramente también estuviera equivocada al respecto.
Descendió del tranvía en su parada habitual, dejando que su cuerpo la arrastrara a través de las calles con el peso del cansancio y los recuerdos. El teatro era al menos un lugar seguro, ya que pertenecía a un hombre blanco y rico. Nadie se atrevería a incendiar su propiedad, y ella conocía lo bastante bien los entresijos del mundo que se escondía tras el escenario como para salir de allí si se volvía a ver en problemas.
Accedió por la entrada de artistas que estaba situada en el callejón trasero, nadie solía usarla, salvo quienes se encargaban de que las cosas funcionaran a diario. Dentro del teatro reinaba el silencio. Hasta el último de los conserjes se habría marchado ya a casa dado la hora que era, aunque aquello le traía sin cuidado. De cualquier manera, no convenía toparse con nadie.
Su taller de trajes se encontraba en el sótano, y como aquel era su terreno, se dirigió directamente hacia allí. No desconocía lo que era quedarse hasta tarde para terminar un proyecto, pero si no quería romperse el cuello con alguna de las cuerdas o la utilería, necesitaba luz. Decidió recurrir a una de las lámparas de aceite que guardaban detrás del escenario en caso de un corte de luz, en lugar de encender las bombillas eléctricas. La lámpara arrojó un pequeño halo de luz dorada a su alrededor, iluminando un paso o dos por delante, pero no mucho más. Era todo lo que necesitaba.
Descendió las escaleras, contando como siempre lo hacía para evitar la decimotercera contrahuella. Era una costumbre que tenía, pero al recordar cómo Abe se había burlado de ella por hacerlo, sintió que la hiedra que tenía alrededor del corazón se apretaba un poco más. Caminó a través de la silenciosa oscuridad del sótano, secándose la humedad de las mejillas hasta que pudo abrir el pequeño almacén que se había convertido en su taller de vestuario.
Dentro, Cela apoyó la lámpara sobre la mesa de trabajo y se sentó en la silla de respaldo recto que tenía delante de su pesada máquina de coser, aquella en la que pasaba la mayor parte de sus días, cosiendo, cortando y bordando las obras de arte que daban vida al escenario. Por un instante no sintió nada en absoluto… ni temor, ni alivio, ni siquiera el vacío. Por un instante era solo un soplo en la noche, rodeado por la tibieza de un cuerpo. Pero luego la tristeza la golpeó de lleno, arrancándole un grito a su garganta.
Mi hermano está muerto.
Dejó que el dolor entrara, dejó que la sumergiera en un lugar oscuro donde ni la luz de la lámpara podía alcanzarla. Lo único que tenía era la ropa que llevaba puesta y un anillo demasiado lujoso como para poder venderlo sin llamar demasiado la atención y que la arrestaran, o algo peor.
Y su trabajo…
Y a ella misma…
Quería permanecer en aquel lugar oscuro, muy por debajo de las oleadas de tristeza que la invadían en aquel momento, pero aquellos pensamientos la elevaron más y más arriba… hasta que alcanzó a sentir la humedad sobre sus mejillas de nuevo y ver el suave resplandor de la lámpara de aceite en el pequeño y estrecho taller.
Abel habría odiado verla regodeándose en el dolor. ¿Acaso no había sido él quien la había rodeado con su brazo y la había ayudado a seguir adelante después de lo que le había ocurrido a su padre por intentar proteger su propio hogar? La pérdida la paralizó por completo. Su ciudad se había convertido en un lugar horrible y desconocido, y la vida con la que alguna vez había soñado terminó sepultada junto al cadáver de su padre. Pero Abe la había mirado a los ojos y le había dicho que ambos debían honrar sus decisiones teniendo una vida feliz y plena. Aquel había sido el motivo por el que se había animado a buscar trabajo como costurera y luego había insistido en conseguir un puesto en uno de los teatros para blancos, donde el sueldo era mejor, aunque el trato de los artistas no fuera el más adecuado. Se había ganado su respeto, aunque a regañadientes, gracias a su talento con la aguja. Abel había extraído aquellos sueños de la tumba y se los había devuelto, obligándola a seguir adelante y cumplirlos.
Aún conservaba aquel trabajo, el que él había sentido tanto orgullo de que obtuviera, y seguía teniéndose a sí misma. Contaba con una familia en la ciudad, que la acogería si realmente lo necesitaba, sin importar lo que pensaran. Y tenía un anillo, un espectacular anillo de oro con una gema tan grande como el huevo de un petirrojo y tan clara como una lágrima. No era cristal, Cela lo sabía. El cristal no emitía ese resplandor ni brillaba como una estrella cuando le daba la luz. Y el cristal no pesaba tanto. Incluso cuando estaba sentada, podía sentir su peso, tirando de sus faldas desde el bolsillo secreto que había cosido para ocultarlo.
Pero su hermano…
La hiedra de tristeza oprimía tanto su corazón que tenía la sensación de que podría desaparecer. Pero antes de permitir que el dolor volviera a apoderarse de ella, Cela oyó algo en la oscuridad: pisadas que provenían de las escaleras. Era demasiado tarde para que cualquiera estuviera por allí.
Levantó sus tijeras. No es que fueran precisamente un arma, era cierto, pero eran tan afiladas como cualquier cuchilla y podían provocar heridas igual de profundas.
—¿Hola?
Era la voz de una mujer, y cuando Cela se detuvo a escuchar más detenidamente, advirtió que también eran los pasos de una mujer los que se acercaban. De todos modos, no se deshizo de las tijeras.
No respondió. En silencio, deseó mentalmente que la mujer se marchara.
—¿Holaaa…? —gorjeó la voz—. ¿Hay alguien ahí?
Conocía aquella voz, pensó con desazón. La escuchaba con bastante frecuencia. Cada vez que a Evelyn DeMure se le ocurría una idea para hacer que su cintura pareciera más delgada o su busto más grande, era Cela quien se encargaba de ello… y vaya si debía hacerlo. Evelyn era el tipo de intérprete que los trabajadores que estaban detrás del escenario intentaban evitar por todos los medios. Aunque tenía mucho talento, ella creía que tenía aún más, y actuaba como si el mundo le debiera algo por el mero hecho de existir.
Evelyn DeMure se asomó por el marco de la puerta y la encontró.
—Vaya, Cela Johnson… —Sin su habitual lápiz labial y colorete, Evelyn parecía un cadáver bajo aquella luz tan tenue—. ¿Qué haces aquí a estas horas de la noche?
Cela retuvo las tijeras entre las manos, pero levantó un trozo de tela para asociarlas.
—Tenía algunas cosas pendientes en las que trabajar —le dijo.
—¿A esta hora? —preguntó Evelyn, observándola—. Lo normal sería que ya estuvieras en tu casa.
En casa. Cela hizo un esfuerzo por mantener una expresión neutral y evitar cualquier rastro de dolor en la voz.
Tenía intención de mentir y evitar a Evelyn, pero de pronto se le olvidó la razón por la que no le caía bien la actriz. Tenía un aire de tranquilidad, como si con su sola presencia fuera suficiente para que se desvanecieran todo el dolor y el miedo que llevaba a cuestas. No había querido enfrentar a su familia con todo lo que había sucedido, pero por algún motivo se encontró contándoselo todo a Evelyn.
Le habló sobre la dama blanca que había muerto mientras la cuidaba y sobre el hermano que jamás volvería a ver… y sobre el anillo, con su gema brillante y perfecta. Le salió todo a borbotones, y para cuando terminó, el sueño se había apoderado de ella. Estaba demasiado cansada y al echar fuera todas las lágrimas que le quedaban en el cuerpo había conseguido relajarse.
—Vamos, anímate —la arrulló Evelyn—. Solo descansa. Todo irá bien. Todo irá perfectamente bien.
Sus ojos se tornaron pesados… muy pesados.
—Eso es —dijo Evelyn, su voz suave y cálida—. Solo apoya tu cabeza ahí…
Vagamente, Cela sintió que soltaba las tijeras. Su cuerpo, que tan solo un momento antes había estado contraído por el dolor, de pronto parecía suave y ligero. El pecho, que un instante atrás había sentido frío, vacío y hueco, en aquel momento estaba tibio. A salvo.
Sus ojos se cerraron con un aleteo, y cuando los volvió a abrir, Evelyn había desaparecido. La lámpara llevaba apagada ya un buen rato, y el taller estaba tan silencioso como un sepulcro.
Con un gemido aturdido, Cela se incorporó hasta enderezarse, frotando su cabeza, aún confusa y borrosa. La visita de Evelyn y toda la noche anterior parecían un sueño. Más bien, una pesadilla. Por un instante se permitió creer que lo era.
No necesitaba la luz para abrirse paso hacia la puerta. Conocía bien el taller. Pero cuando fue a abrirla, se encontró con que estaba atascada. No. La habían cerrado con llave.
No era un sueño entonces.
Eso quería decir que había sucedido… todo había sucedido realmente. Abe, su hogar. Evelyn. Evelyn. Cela estaba atrapada, y no tuvo que palpar sus faldas para saber que el anillo que Harte Darrigan le había entregado ya no estaba entre sus faldas.