1902, Nueva York
Desde una mesa al fondo del Bella Strega, James Lorcan mantuvo la daga en equilibrio sobre su propia punta mientras observaba toda la taberna con detenimiento. Aquel puñal había pertenecido a Viola en el pasado, pero en vista de que lo había encontrado alojado en su muslo, decidió que se lo había ganado. Observó el destello de luz reflejado en su filo mortal, un filo capaz de atravesar cualquier material, mientras consideraba todo lo que había sucedido.
Ya no lo relegaban a cualquier asiento en una esquina, como acostumbraban cuando Dolph Saunders estaba vivo. En aquel momento James presidía la mesa, el espacio reservado para el líder de los Hijos del Diablo, el lugar al que siempre había pertenecido, y Saunders se encontraba bajo tierra en un cementerio no demasiado lejos de allí, en el lugar que le pertenecía. Pero no era suficiente. Ni de lejos era suficiente.
En la mesa junto a él estaban Mooch y Werner, matones del Bowery que en el pasado habían aceptado la marca de Dolph Saunders y jurado lealtad a los Hijos del Diablo. En aquel momento tanto ellos, como el resto de la banda de Dolph, esperaban que él fuera su líder. Estaban jugando a las cartas con algunos otros. Por la forma en que el Éter temblaba y vibraba a su alrededor, uno de ellos mentía acerca de la mano de naipes que tenía, probablemente Mooch, y estaba a punto de perder. Por lo que James podía leer, el resto lo sabía y estaba haciendo subir el bote a propósito.
No habían invitado a James a aquella partida de cartas. No es que hubiera aceptado, de todas formas. Jamás le habían interesado los juegos, no de aquella manera. Por ejemplo, el ajedrez. Los ingenuos creían que era un desafío, pero en realidad el juego era demasiado predecible. Cada pieza sobre el tablero tenía limitaciones específicas, y cada jugada conducía al jugador hacia una cantidad limitada de posibilidades. Cualquiera con dos dedos de frente podía aprender las sencillas estrategias para lograr la victoria. No había un verdadero desafío en ello.
La vida era un juego mucho más interesante. Los jugadores eran más diversos, y las reglas cambiaban constantemente. ¿Y los desafíos que presentaban aquellas variables? Solo endulzaban aún más la victoria. Porque siempre había una victoria, por lo menos para James Lorcan. Después de todo, la gente no era capaz de alcanzar profundidades incalculables. No necesitaba su afinidad para comprender que, en el fondo, los seres humanos no eran más que animales, que se dejaban llevar por sus miedos y sus deseos.
Fácilmente manipulables.
Previsibles.
No, James no necesitaba su afinidad para comprender la naturaleza humana, pero sin duda resultaba útil. Agudizaba y profundizaba sus percepciones, lo que le daba una ventaja sobre todos los demás jugadores que había alrededor del tablero.
No podía ver el futuro exactamente… no era adivino. Su afinidad solo le permitía reconocer las distintas posibilidades que tenía el destino de un modo que la mayoría de la gente nunca podría llegar a imaginar. Después de todo, el Éter conectaba el mundo y todo lo que había en él, así como se conectaban las palabras en las páginas de un libro. Había un patrón en todo ello, como la gramática de una frase o la estructura de una historia, y su afinidad le daba la habilidad de leer aquellos patrones. Pero era su inteligencia lo que le permitía ajustar esos patrones para servir a sus propósitos. Si cambiaba una palabra, toda la frase se modificaba. Si eliminaba una frase, emergía un nuevo significado, escribía un nuevo final.
Tan solo un día atrás, el futuro que había imaginado y para el que tanto se había preparado, había estado a su alcance. Con el poder del Libro, podría haber restaurado la magia y demostrado a quienes eran como él lo que se suponía que debían ser sus verdaderos destinos: no encogiéndose de miedo ante los ordinarios e impotentes sundren, sino rigiendo sobre ellos. Destruyendo a quienes habían intentado robar el poder para apropiarse del mundo. Y él habría sido quien llevara a los mageus hacia una nueva era.
Tampoco predijo el papel que jugaría Estrella, aunque quizá debería haberlo hecho. Siempre le había resultado ligeramente indefinida; sus conexiones con el Éter habían sido vacilantes e inestables desde el principio. Al final, James se había equivocado con respecto a ella. Al final, había sido tan vulnerable e inservible como cualquiera de las otras ovejas que seguían a Dolph Saunders.
Sin el Libro, era posible que aquel sueño en particular jamás llegara a realizarse, pero James Lorcan no había acabado. Mientras el futuro aún brindara posibilidades para cualquiera que fuera lo bastante listo como para adueñarse de ellas, su juego no había terminado. Puede que nunca llegara a tener todo el control de la magia como siempre había soñado. Incluso existía la posibilidad de que la magia desapareciera de forma definitiva de la Tierra, pero había muchas otras formas en las que podría vencer. Muchas otras formas de hacer que quienes le habían arrebatado a su familia y su futuro pagaran por ello. Muchas otras formas de terminar dominándolos a todos.
Después de todo, el poder no siempre implicaba una fuerza evidente. No había más que mirar lo que le había sucedido al propio padre de James, que no había querido más que justicia para otros trabajadores como él: condiciones seguras, un buen salario. Intentó ser el líder y acabó aplastado. Habían quemado su casa y matado a su familia, despojándola de todo. Había visto demasiadas veces lo que sucedía cuando se asumía un liderazgo.
Uno se convertía en un blanco fácil.
No tenía ningún interés en sufrir la misma suerte que Dolph, así que haría lo que siempre hacía: esperaría el momento adecuado. Se concentraría en el juego a largo plazo mientras quienes tenían mentes estrechas intentaban saltar de un espacio a otro, eliminándose del tablero mientras él observaba de lejos. No llevaría demasiado tiempo: una sugerencia por aquí, un susurro por allá, y los líderes del Bowery estarían tan concentrados en eliminarse unos a otros en pos de los desechos que la Orden les había dejado, que no le prestarían atención a James. Y eso le permitiría concentrarse en cuestiones de mayor relevancia.
No, ciertamente, no era adivino, pero podía ver el futuro en el horizonte. Sin el Libro, la magia se desvanecería, y el Umbral se convertiría en poco más que una antigualla curiosa. ¿Qué poder tendría entonces la Orden, especialmente, sin sus posesiones más preciadas?
A medida que su poder fuera menguando, James iría moviendo sus propias piezas, preparándose para enfrentarse a ellos con un lenguaje que comprendieran: el lenguaje del dinero. El lenguaje de la influencia política. Porque él comprendía que, sin el Libro, no triunfarían aquellos como Dolph Saunders, que intentaban reclamar un pasado perdido, sino quienes estuvieran dispuestos a adueñarse de un nuevo futuro, valiente y peligroso. Personas como Paul Kelly, que ya comprendía cómo utilizar a los políticos como si fueran herramientas, y personas como el mismo James, que sabía que el poder, el verdadero poder, no descansaba en quienes gobernaban a base de fuerza, sino en aquellos que sujetaban los hilos. El verdadero poder consistía en tener la habilidad de doblegar y someter la voluntad de los demás mientras pensaban que lo hacían por iniciativa propia.
Quizá James ya no pudiera depender del Libro. Quizá no había manera de salvar la magia, pero su juego no había acabado. Solo tenía que mover algunos hilos por aquí y por allá, sujetar los poderes fácticos con tanta firmeza que jamás notarían de dónde provenía el verdadero peligro. Y cuando llegara el momento oportuno, James Lorcan tenía su propia arma: un secreto del que Dolph nunca había tenido conocimiento.
Una chica que sería la perdición de la Orden y la clave para la victoria final de James Lorcan.