Londres
—¡Santo Dios! —Sir Digby Deverill colgó el teléfono y sacudió la cabeza—. ¡Que me aspen! —exclamó mirando fijamente el teléfono como si no pudiera creer lo que acababa de oír.
Se levantó con esfuerzo del sillón de piel y se acercó a la bandeja de las bebidas para servirse un whisky de uno de los decantadores de cristal. Sosteniendo el vaso entre sus dedos impecables y enjoyados, miró por la ventana de su despacho. Oía el traqueteo de un coche avanzando entre la hojarasca de Kensington Palace Gardens, esa calle cerrada y exclusiva flanqueada por mansiones italianizantes y de estilo Reina Ana construidas por millonarios que, como él, habían hecho fortuna en las minas de oro de Witwatersrand, de ahí que se los conociera como randlords. Vivía allí, en Deverill House, rodeado por un suntuoso esplendor, entre las casas de su colega el randlord sir Abe Bailey y del financiero Lionel Rothschild.
Bebió un trago e hizo una mueca al sentir la quemazón del alcohol en la garganta. Al instante se sintió reanimado. Dejó el vaso y se sacó del bolsillito del chaleco el reloj de oro con leontina. Lo abrió hábilmente. La esfera reluciente le informó de que eran las once menos cuarto. Salió al vestíbulo, donde un mayordomo de librea púrpura y dorada estaba hablando con un lacayo. Al verlo, el lacayo se escabulló discretamente y el mayordomo se puso firme, a la espera de recibir órdenes de su señor. Digby titubeó al pie de la majestuosa escalera.
Oía risas procedentes del salón de arriba. Al parecer, su esposa tenía invitados. No era ninguna sorpresa: su esposa siempre tenía invitados. La opulenta, generosa y extravagante Beatrice Deverill era la anfitriona más activa de Londres. Pero, en fin, qué se le iba a hacer: Digby no podía guardarse la noticia ni un segundo más. Subió los peldaños de dos en dos, a toda prisa, dejando ver sus polainas blancas bajo los pantalones de cuadros impecablemente planchados. Confiaba en poder estar un minuto a solas con su esposa.
Al llegar a la puerta, descubrió con alivio que las únicas invitadas eran Maud, la esposa de su primo Bertie, que estaba remilgadamente sentada en el borde del sofá, con su cabello rubio cortado en una severa media melena que acentuaba el contorno cincelado de sus pómulos y el azul glacial de sus bellísimos ojos; Victoria, la hija mayor de Maud, que había adquirido cierto porte al convertirse en condesa de Elmrod; y Augusta, la madre de Digby, que presidía la reunión como una reina entrada en carnes, ataviada con un vestido negro victoriano cuyos volantes se encrespaban alrededor de su papada y un gran sombrero adornado con plumas.
Cuando entró, las cuatro mujeres lo miraron con sorpresa. Era poco común que Digby hiciera acto de presencia durante el día. Estaba casi siempre en su club privado, el White’s, o encerrado en su despacho hablando por teléfono con sus banqueros, o con el señor Newcomb, que entrenaba sus purasangres en Newmarket, o conversando sobre diamantes con sus camaradas de Sudáfrica.
—¿Qué ocurre, Digby? —preguntó Beatrice, advirtiendo de inmediato el rubor de las mejillas de su marido, el temblor de su bigote y su juguetear nervioso con el gran anillo de diamantes que brillaba en el dedo meñique de su mano derecha.
Digby seguía siendo un hombre guapo, de lustroso cabello rubio, frente despejada y ojos brillantes e inteligentes, que ahora reflejaban cierta perplejidad.
Se recompuso, acordándose de pronto de sus buenos modales.
—Buenos días, mi querida Maud, Victoria, mamá. —Compuso una sonrisa forzada y se inclinó ante ellas, pero no pudo disimular su impaciencia por hacerles partícipes de las noticias que traía.
—Déjate de ceremonias, Digby. ¿Qué ocurre? —preguntó Augusta en tono estridente.
—Sí, primo Digby, nos morimos de curiosidad —añadió Victoria mirando a su madre.
Maud observaba a Digby con expectación. Nada le gustaba más que enterarse de dramas ajenos que le reportaban un satisfactorio sentimiento de superioridad.
—Se trata del castillo de Deverill —dijo él por fin, mirando directamente a Maud, que se sonrojó—. Veréis, acaba de telefonearme Bertie.
—¿Qué quería? —preguntó Maud dejando su taza.
No hablaba con Bertie, su marido, desde que este había anunciado ante la familia en pleno durante el funeral de su madre, Adeline, que el presunto huérfano al que su hija menor estaba criando como si fuera suyo era, de hecho, su hijo ilegítimo. La noticia no solo era chocante, sino que la había humillado profundamente. De hecho, Maud dudaba de que alguna vez pudiera recuperarse de ese trauma. Se había marchado a Londres sin decir palabra, prometiéndose a sí misma no volver a dirigirle la palabra. Tampoco volvería a pisar Irlanda y, por lo que a ella respectaba, el castillo podía pudrirse. Total, para lo que le había servido. De hecho, nunca le había gustado.
—Bertie ha vendido el castillo y es Celia quien lo ha comprado —anunció Digby, y sus palabras resonaron con la nitidez de un disparo.
Las cuatro mujeres lo miraron pasmadas. Se hizo un largo silencio. Victoria lanzó una mirada nerviosa a su madre, tratando de adivinar qué estaba pensando.
—Dirás que Archie lo ha comprado para Celia —dijo Augusta, sonriendo entre los pliegues de su papada, que se desbordaba sobre los volantes del vestido—. Qué marido tan devoto ha resultado ser.
—¿Es que se ha vuelto loco? —exclamó Beatrice—. ¿Qué narices va a hacer Celia con un castillo en ruinas?
—¿Reconstruirlo? —sugirió Victoria con una sonrisita satisfecha.
Beatrice la miró, irritada.
Maud se llevó los finos dedos a la garganta y se pellizcó la piel, que quedó enrojecida a trozos. Vender el castillo estaba muy bien. A fin de cuentas, aquel montón de ruinas y sus tierras aledañas, cada vez más reducidas, no les reportaban ningún prestigio, pero Maud no había previsto que lo comprara un Deverill. No, era demasiado inquietante que quedara dentro de la familia. Hubiera sido mucho mejor que lo comprara algún arribista norteamericano con más dinero que sentido común, se dijo. Era de lo más sorprendente y vejatorio que fuera a parar a manos de un miembro de la familia, ¡y de esa boba de Celia, nada menos, tan frívola y caprichosa! Si el castillo tenía que permanecer en el seno de la familia, lo lógico era que su dueño fuera su hijo Harry, a quien le correspondía por derecho sucesorio. ¿Y a qué venía tanto secreto? Celia había actuado con la astucia y el sigilo de un ladrón. ¿Por qué? Para humillarla a ella y humillar a su familia, por eso. Maud entornó sus gélidos ojos azules y se preguntó cómo era posible que, con sus dotes de observación, no hubiera notado que aquella cabeza de chorlito estaba tramando una traición.
—Son unos imprudentes —comentó Digby—. Ese sitio será su ruina. Es el típico proyecto que se hace por vanidad y que no hace más que engullir dinero sin dar nada a cambio. Ojalá me lo hubieran consultado primero.
Entró en la habitación y se situó delante del fuego, enganchando los pulgares en los bolsillos del chaleco y apoyándose en los tacones de sus lustrosos zapatos de cuero calado.
—Por lo menos va a quedar dentro de la familia —comentó Victoria.
A ella, de todos modos, le daba lo mismo. Nunca le había gustado la fría y húmeda Irlanda y, aunque su matrimonio era igual de gélido, por lo menos era la condesa de Elmrod, vivía en Broadmere, Kent, y tenía una casa señorial en Londres con las habitaciones siempre caldeadas y un sistema de fontanería que funcionaba a su entera satisfacción. Le dieron ganas de decirle en voz baja a su madre que al menos Kitty no había logrado comprar el castillo. Eso sí que habría sido un varapalo para Maud. Y ella también se habría llevado un disgusto. A pesar de su riqueza y su posición social, en el fondo seguía teniendo celos de su hermana menor.
Augusta fijó en Maud una mirada imperiosa y aspiró ruidosamente por la nariz, lo que indicaba que se disponía a dar rienda suelta a su ponzoñosa soberbia. La madre de Digby no era aún tan anciana que no alcanzara a intuir las palabras tácitas que se escondían tras la bella pero viperina boca de Maud.
—¿Y a ti qué te parece, querida mía? Imagino que ha de ser chocante descubrir que la finca va a pasar a manos de los Deverill de Londres. Yo, personalmente, me alegro de que Celia vaya a rescatar el tesoro de la familia, porque todos estaremos de acuerdo en que el castillo de Deverill es la verdadera joya de la familia.
—Oh, sí, «el castillo de un Deverill es su reino» —dijo Digby, citando el lema del linaje, que llevaba grabado a fuego en el corazón.
—Deverill Rising no es nada comparado con el castillo —prosiguió Augusta en referencia a la finca de Digby en Wiltshire—. No entiendo por qué no lo has comprado tú, Digby. Ese dinero es calderilla para ti.
Digby sacó pecho dándose importancia y osciló de nuevo sobre sus talones. Su madre estaba en lo cierto: podría haber comprado diez castillos como aquel. Pero, a pesar de su extravagancia y su gusto por el lujo, era un hombre prudente y pragmático.
—No ha sido haciendo locuras como he amasado mi fortuna, madre —replicó—. Tu generación aún recuerda los tiempos en que los británicos dominaban Irlanda y los angloirlandeses vivían como reyes, pero esos tiempos pasaron hace mucho, como nosotros sabemos muy bien. El castillo empezó a caerse a pedazos mucho antes de que los rebeldes lo quemaran hasta los cimientos. Sería tan absurdo como intentar resucitar algo que está muerto y bien muerto. El futuro está aquí, en Inglaterra. Irlanda está acabada, como descubrirá pronto Celia a su pesar. El lema de la familia no solo se refiere a ladrillos y mortero, sino al temperamento de los Deverill, que yo llevo en el alma. Ese es mi castillo.
Maud resopló con las fosas nasales dilatadas y levantó su delicado mentón en un gesto de entereza cargado de autocompasión.
—Debo admitir —dijo con un suspiro— que esto es un mazazo. Otro mazazo. Como si no hubiera sufrido ya bastantes. —Se alisó el cabello rubio con una mano trémula—. Primero, mi hija pequeña me avergüenza al empeñarse en traer a Londres a un niño ilegítimo y luego mi marido anuncia públicamente que es hijo suyo. Y, por si no bastara con eso para humillarme, luego decide vender la herencia de nuestro hijo…
Augusta y Beatrice cambiaron una mirada. Era muy típico de Maud no reconocer que, si Bertie había accedido al fin a desembarazarse del castillo, había sido por su insistencia.
—Y ahora —añadió— el castillo va a ser de Celia. No sé qué decir. Debería alegrarme por ella. Pero no puedo. El pobre Harry se llevará un tremendo disgusto cuando sepa que su prima le ha quitado su casa delante de sus propias narices. En cuanto a mí, es otra cruz con la que tendré que cargar.
—Mamá, papá ya había decidido venderlo, así que no podía ser de Harry —respondió Victoria suavemente—. Y la verdad es que no creo que a Harry vaya a importarle. Celia y él son prácticamente inseparables, y ha dejado muy claro que no quería tener nada que ver con ese sitio.
Maud sacudió la cabeza y sonrió con estudiada paciencia.
—Querida mía, tú no lo entiendes. De haber ido a parar a otra persona, a cualquier otra persona, no me habría importado lo más mínimo. El problema es que ha ido a parar a un Deverill.
Beatrice saltó en defensa de su hija.
—Bien, eso ya no tiene remedio, ¿no? Celia devolverá al castillo su antiguo esplendor y disfrutaremos todos de largos veranos allí, igual que antes de la guerra. Estoy segura de que Archie sabe lo que se hace, cariño —le dijo a Digby—. A fin de cuentas, es su dinero. ¿Quiénes somos nosotros para decirle cómo ha de gastarlo?
Digby levantó una ceja con gesto escéptico, pues podía alegarse que el dinero no era de Archie Mayberry, sino suyo. Ningún otro miembro de la familia sabía cuánto dinero había pagado a Archie para que readmitiera a Celia después de que lo dejara plantado en su banquete de boda y se escapara a Escocia con el padrino. Al hacerlo, Digby había salvado a la familia Mayberry de la bancarrota y, de paso, el porvenir de su hija.
—De esto no saldrá nada bueno —insistió con aire fatalista—. Celia es muy caprichosa. Le gustan el drama y la aventura. —De eso no tenía que convencer a la concurrencia—. Se cansará de Irlanda en cuanto acaben las obras. Añorará las emociones de Londres. Se aburrirá de Ballinakelly. Acordaos de lo que os digo: en cuanto la gente deje de hablar de su audacia, se irá en busca de otra cosa con la que entretenerse, el pobre Archie tendrá que cargar con el castillo y probablemente tendrá la cuenta del banco vacía…
—¡Bobadas! —terció Augusta con voz retumbante, interrumpiendo el discurso de su hijo como un cañonazo—. Levantará el castillo de sus cenizas y restaurará el buen nombre de la familia. Solo espero vivir lo suficiente para verlo. —Exhaló un suspiro quejumbroso—. Aunque, a este paso, no me hago muchas ilusiones.
Beatrice puso los ojos en blanco con cara de fastidio. No había nada que a su suegra le gustara más que hablar de su muerte, siempre inminente. A veces le daban ganas de que la Dama de la Guadaña le diera un buen susto.
—Tú nos sobrevivirás a todos, Augusta —dijo con forzada paciencia.
Victoria miró el reloj de la repisa de la chimenea.
—Creo que es hora de que nos vayamos —dijo, levantándose—. Mamá y yo tenemos que ver una casa en Chester Square esta tarde —anunció alegremente—. Eso te animará, madre.
Maud se levantó del sofá.
—Bien, necesitaré un sitio donde vivir ahora que hemos perdido el castillo —contestó dedicándole a su hija mayor una sonrisa de gratitud—. Por lo menos te tengo a ti, Victoria, y a Harry. Los demás miembros de mi familia parecen empeñados en hacerme daño. Me temo que esta noche no vendré a tu velada, Beatrice. No creo que tenga fuerzas. —Meneó la cabeza como si todo el peso del mundo descansara sobre sus hombros—. Que todo Londres hable de mí a mis espaldas es otra cruz que tengo que soportar.
Recostado en la almohada, Harry Deverill expelió una bocanada de humo del cigarrillo que estaba fumando. La sábana tapaba sus caderas desnudas, pero su abdomen y su pecho quedaban al descubierto, expuestos a la brisa que entraba por la ventana abierta del dormitorio. Hacer el amor con su esposa, Charlotte, era un deber repugnante que soportaba únicamente gracias a que podía pasar algunas mañanas con Boysie Bancroft en este discreto hotel del Soho, que frecuentaban sin que nadie se interesara por el motivo de sus visitas. Formando una O con los labios, expelió un anillo de humo. De no ser por Boysie, no creía que fuera capaz de sobrellevar una mentira tan despreciable. De no ser por él, su vida no tendría sentido, porque su empleo vendiendo bonos en la City tampoco le reportaba ninguna satisfacción. Sin Boysie, sería absurdo vivir.
—Mi querido amigo, ¿piensas pasarte todo el día en la cama? —preguntó Boysie al salir del cuarto de baño.
Se había puesto los calzoncillos y se estaba abotonando la chaqueta. El cabello castaño le caía sobre la frente en un flequillo espeso y desordenado, y en su boca de labios petulantes se dibujaba una sonrisa.
Harry gruñó.
—Hoy no voy a ir a trabajar. Me aburro espantosamente en el trabajo. No puedo soportarlo. Además, no quiero que se acabe la mañana.
—Pues yo sí —contestó Boysie, recorriendo con los ojos la larga cicatriz sonrosada del hombro de Harry, donde había recibido un disparo durante la guerra—. He quedado para comer en Claridge’s con mi madre y la tía Emily. Luego pienso pasarme por el White’s para ver con quién me encuentro. Y quizás esta noche me deje caer por el delicioso «salón» de tu prima Beatrice. El martes pasado estuvo muy animado. Asistió el elenco de No, no, Nanette al completo. Todas esas coristas parloteando como preciosos loros… Fue la monda, como diría Celia. Yo diría que tu primo Digby echa una canita al aire de vez en cuando, ¿no crees?
—No dudo de que tenga una amante en cada rincón de Londres, pero no se le puede acusar de no ser un marido devoto. —Harry suspiró con fastidio y se incorporó—. Ojalá pudiera ir a comer contigo y con tu madre, pero le prometí a Charlotte que la llevaría a comer al Ritz. Es su cumpleaños.
—Siempre puedes traerla a Claridge’s. Así podríamos echarnos miraditas desde nuestras respectivas mesas y quizá pasar un rato a solas en el aseo de caballeros. No hay nada más emocionante que el engaño.
Harry sonrió, más animado.
—Eres malvado, Boysie.
—Pero por eso me quieres. —Se inclinó y le dio un beso—. Y tú eres demasiado guapo, más de lo que te conviene.
—Te veo esta noche en casa de la prima Beatrice, entonces.
Boysie suspiró y miró intensamente a Harry.
—¿Te acuerdas de la primera vez que te besé? ¿Esa noche, en casa de Beatrice?
—Nunca lo olvidaré —contestó Harry muy serio.
—Yo tampoco. —Volvió a besarlo—. Hasta esta noche, muchacho.
Harry regresó a casa atravesando St. James’s Park. Había una luz mortecina: el sol radiante del verano había hecho las maletas y se había ido a brillar a regiones más australes. Las nubes se acumulaban, grises y cargadas de lluvia, y el viento alborotaba las hojas marrones de los árboles y las hacía caer al suelo. Harry se caló bien el sombrero y metió las manos en los bolsillos de los pantalones. Pronto empezaría a lloviznar y no se había molestado en ponerse un abrigo. No parecía que fuera a llover cuando salió, esa mañana.
Al llegar a su casa en Belgravia, Charlotte estaba esperándolo en el vestíbulo. Parecía alterada. Harry sintió una punzada de angustia al pensar que tal vez lo hubieran descubierto, pero cuando entró su esposa pareció alegrarse tanto de verlo que enseguida se dio cuenta de que no sospechaba nada.
—¡Menos mal que has vuelto, cariño! Telefoneé a la oficina, pero me dijeron que no ibas a ir.
Harry esquivó su mirada con nerviosismo y esperó a que le preguntara dónde había estado. Pero, mientras le entregaba el sombrero al mayordomo, Charlotte lo agarró del brazo.
—¡Tengo noticias! —balbució.
—¿De veras? Pues no me tengas en ascuas.
—Es sobre el castillo. ¡Sé quién lo ha comprado!
—¿Sí?
Harry la siguió al cuarto de estar.
—No te lo vas a creer.
—¡Dímelo de una vez!
—¡Celia!
Harry se quedó mirándola.
—Será una broma.
—No, lo digo completamente en serio. Lo ha comprado tu prima Celia.
—¡Santo cielo! ¿Quién te lo ha dicho?
—Tu padre llamó hará una hora. No sabía dónde encontrarte. Estaba deseando decírtelo. No estás enfadado, ¿verdad? Tú sabes que yo te adoro con o sin castillo y, además, ¿quién quiere vivir en Irlanda?
—Mi queridísima Charlotte, no estoy enfadado. Solo me sorprende que Celia no me lo haya dicho.
—Estoy segura de que iba a decírtelo. Bertie dice que ha ido a ver a Kitty. Supongo que quería decírselo primero a ella. Ya sabes lo unidas que están.
Harry se dejó caer en un sillón, apoyó los codos en las rodillas y entrelazó los dedos.
—Vaya, quién lo hubiera imaginado, ¿verdad? Archie debe de estar loco.
—¡Loco de amor! —exclamó Charlotte.
—Costará una fortuna reconstruirlo.
—Pero Archie es fabulosamente rico, ¿no? —dijo ella, sin saber que la fortuna de Archie procedía de Digby.
—Nunca has visto el castillo de Deverill. Es gigantesco.
Harry sintió un dolor repentino e inesperado en lo hondo del pecho, como si se le hubiera rajado el corazón y de él estuvieran manando recuerdos de los que ni siquiera era consciente.
—¿Te encuentras bien, querido? Estás muy colorado. —Se agachó junto al sillón—. Te has disgustado, lo noto. Pero es lógico. El castillo de Deverill era tu hogar y tu herencia. Pero ¿verdad que es mejor que se lo haya quedado alguien de la familia? Así no se perderá. Podrás ir a visitarlo.
—Castellum Deverilli est suum regnum —dijo él.
—¿Qué, cariño? ¿Eso es latín?
Él la miró fijamente, sintiéndose como un niño pequeño a punto de llorar.
—El lema de la familia. Estaba grabado sobre la puerta principal, antes del incendio, quiero decir. No creía que me importara —añadió quedamente—. No quiero vivir en Irlanda, pero, Dios santo, creo que sí me importa. Creo que me importa muchísimo. Generaciones y generaciones de mi familia han vivido allí. Una tras otra, sin interrupción. —Sacudió la cabeza con un suspiro—. Papá no habla de ello, pero yo sé que venderlo ha sido enormemente doloroso para él. Se nota por la cantidad de alcohol que consume. La gente feliz no malgasta su vida con la bebida. Esto rompe el linaje familiar que se inició cuando Barton Deverill recibió el señorío de esas tierras en 1662. —Se miró las manos—. Yo soy el eslabón roto.
—Pero, cariño, no lo has roto tú, lo ha roto tu padre —le recordó su esposa—. Y no fue culpa suya que los rebeldes quemaran el castillo.
—Sé que tienes razón. Pero aun así me siento culpable. Quizá debería haber hecho algo más.
—¿Y qué podías hacer tú? Ni siquiera con mi dinero habríamos podido comprarlo. Tienes que dejárselo a Celia y dar gracias porque vaya a quedarse en la familia. Estoy segura de que a Barton Deverill le gustaría que su castillo siguiera en manos de un Deverill.
—Celia hará todo lo posible por reconstruirlo, pero ya nunca será igual.
Su mujer estaba siendo muy amable, pero su ternura le repelía. Deseaba poder compartir su dolor con el hombre al que amaba.
Charlotte le acarició la mejilla con dulzura.
—Hará todo lo que esté en su mano para que vuelva a ser precioso, estoy segura —dijo en tono tranquilizador—. Y algún día tú serás lord Deverill. Dame un hijo varón, amor mío, y no se romperá el linaje. —Lo miró con cariño, ajena al hecho de que la idea de engendrar un hijo le revolvía el estómago—. A fin de cuentas, solo es una casa.
Harry la miró, ceñudo. Charlotte era su esposa y, sin embargo, nunca le entendería. ¿Cómo iba a entenderle?
—No, mi querida Charlotte —dijo, y sonrió melancólicamente—. Es mucho más que eso.
Kitty regresó con Celia al pabellón de caza, que estaba a un corto trecho del castillo, llevando a su caballo de las riendas. Sentía muy poco afecto por aquella casona austera y fea que antaño había sido su hogar. Era oscura y desangelada, con ventanas estrechas y gabletes que apuntaban agresivamente al cielo, como lanzas. Aunque el entorno era bonito, pues se alzaba junto al río, el agua parecía traspasar los muros de la casa e impregnar todo el edificio de una humedad perenne. A diferencia de lo que le sucedía con el castillo, del pabellón de caza no guardaba buenos recuerdos. Aún podía sentir la agria presencia de su institutriz escocesa en el ala reservada a los niños, y el rastro de anhelos frustrados que parecía empapar las sombras igual que la humedad. Para Kitty, la felicidad surgía de manera natural en los jardines, los invernaderos, los pastos y las colinas y, cómo no, en el castillo, que siempre había ocupado un lugar central en su dicha.
Llevó su caballo a los establos, donde el mozo le dio agua y heno. Entretanto, Celia charlaba animadamente acerca de sus planes para reconstruir el castillo.
—Vamos a poner cañerías y electricidad como Dios manda. No escatimaremos gastos. Pero, sobre todo, va a ser muchísimo más cómodo que antes —dijo agarrando a su prima del brazo mientras se dirigían a la casa—. Y más bonito aún de lo que era. Voy a contratar al mejor arquitecto de Londres y a levantar ese fénix de sus cenizas. ¡Es tan emocionante que casi no puedo respirar!
Encontraron a Bertie, el padre de Kitty, y a Archie, el marido de Celia, en el salón bebiendo jerez con la amiga y examante de Bertie, lady Rowan-Hampton. Un fuego de turba ardía débilmente en la chimenea, sin dar apenas calor y echando tanto humo que casi no se veían las caras.
—¡Ah, Kitty!¡Qué sorpresa tan agradable! —exclamó Archie y, levantándose, le dio un beso cariñoso—. Supongo que Celia te ha dado la buena noticia.
—Sí, me la ha dado. Todavía estoy intentando hacerme a la idea.
El entusiasmo de Archie la ofendió en cierto modo y tuvo que hacer un ímprobo esfuerzo por sonreír. Era, en realidad, una noticia devastadora.
—Hola, papá. Hola, Grace.
Al inclinarse para besar a su amiga Grace Rowan-Hampton, pensó en el milagroso poder curativo del tiempo. Años atrás había despreciado a Grace por mantener una relación extramatrimonial con su padre. Ahora, en cambio, le estaba sumamente agradecida por la lealtad que demostraba para con su examante, que parecía más hinchado que nunca por la bebida. No creía que a su padre le quedaran muchos amigos, aparte de Grace. De joven, Bertie Deverill había sido el hombre más apuesto de West Cork. Ahora era una sombra de sí mismo, aniquilado como estaba por el whisky, por la desilusión y por la insidiosa lucidez de sus propios fracasos. Aunque había reconocido oficialmente al Pequeño Jack, el niño le recordaba constantemente un vergonzoso momento de flaqueza.
—Mi querida Kitty, ¿te quedas a comer? —preguntó Bertie—. Tenemos que celebrar a lo grande que Celia y Archie han comprado el castillo.
Kitty pensó en el Pequeño Jack y se le encogió el estómago de ansiedad. Reprimió sus temores, sin embargo, y se quitó el sombrero. A fin de cuentas, la señorita Elsie había prometido no perderlo de vista.
—Me encantaría —contestó sentándose junto a Grace.
Grace Rowan-Hampton estaba tan radiante como una ciruela dorada y madura. Pese a tener casi cincuenta años, en su cabello castaño claro solo asomaba alguna que otra cana y sus ojos de color melaza tenían, como de costumbre, una mirada alerta, vivaz y llena de caluroso afecto. Kitty la observó atentamente y llegó a la conclusión de que la clave de su belleza estribaba en la rotundidad de sus carnes y en su cutis perfecto: la lluvia suave y el sol tibio de que había disfrutado toda la vida habían tratado amablemente su rostro.
—Celia y Archie nos han dado una sorpresa a todos —comentó con una sonrisa—. Hemos estado muertos de curiosidad estas últimas semanas, y ahora ya sabemos que estamos de enhorabuena. Los Deverill no han perdido el castillo; a fin de cuentas, lo han reconquistado. La verdad, Bertie, no soportaba pensar que se lo vendieras a alguien que ignorara por completo su historia.
—Es lo que yo le dije a Archie —dijo Celia, tomando de la mano a su marido—. Le dije que lo lamentaría el resto de mi vida si el castillo caía en manos de un extraño. Me encanta su historia. Todo eso sobre Enrique VIII o quien fuera. ¡Es tan romántico!
Kitty hizo una mueca. Nadie que de verdad se sintiera vinculado al castillo tendría tan poca idea de su pasado.
—Y yo llegué a la conclusión de que la felicidad de mi esposa era lo más importante del mundo. Confiábamos en que también le hiciera feliz a usted, lord Deverill.
Bertie asintió pensativamente, aunque Kitty no creía que su padre tuviera mucho que decir. Sus ojos legañosos tenían una expresión ausente, la mirada de un hombre al que pocas cosas le importan en esta vida, fuera del contenido de una botella.
—Y además Celia va a tener un bebé —dijo Kitty cambiando de tema.
—Sí, por si no teníamos suficientes cosas que celebrar —repuso Celia con una sonrisa radiante, y, posándose la mano en el vientre, miró a su marido—. Estamos muy, muy contentos.
—¡Un bebé! —exclamó Grace—. ¡Qué emocionante! ¡Tenemos que brindar por eso!
—¿Verdad que es maravilloso? Es todo perfecto —dijo Celia cuando elevaron sus copas en un brindis.
La tarde declinaba cuando Kitty atravesó a caballo las colinas, con destino a la casa de Jack O’Leary. El sol poniente dejaba un rastro de oro fundido en las olas mientras el océano se oscurecía bajo el pálido cielo otoñal. Kitty se había pasado un momento por casa para ver al Pequeño Jack, al que había encontrado jugando alegremente con su niñera en el cuarto de los niños. Al ver que su marido, Robert, estaba trabajando en su despacho, se había sentido aliviada. No le gustaba que lo molestaran cuando estaba escribiendo, y para ella era una suerte poder escaparse sin dar explicaciones. Más tarde le contaría lo de Celia y lo del castillo. Se marchó satisfecha de la Casa Blanca, pensando que el Pequeño Jack estaba a salvo con Robert y la señorita Elsie.
En sus prisas por reunirse con su amante había olvidado el sombrero, y ahora su larga melena roja se agitaba tras ella, alborotándose al viento que soplaba del mar. Cuando por fin llegó a la casita encalada, desmontó a toda prisa y se lanzó a la puerta.
—¡Jack! —gritó al entrar, pero advirtió de inmediato que Jack no estaba allí.
La casa estaba tan silenciosa y vacía como una caracola. Vio entonces su maletín de veterinario sobre la mesa de la cocina y el corazón le dio un leve brinco, porque Jack no se habría ido a atender una urgencia sin él.
Salió corriendo de la casa y bajó por el sendero trillado que llevaba a la playa atravesando las altas hierbas y los brezos que, finalmente, daban paso a las rocas y a la arena de un amarillo suave. El fragor del mar luchaba con el bramido del temporal y Kitty se ciñó el abrigo y tembló de frío. Un momento después vio una figura al otro lado de la cala. Reconoció de inmediato a Jack; lo llamó a gritos, agitando los brazos, pero su voz se perdió entre el estrépito de las gaviotas que chillaban en los acantilados. Avanzó en contra del viento, apartándose el pelo de la cara a cada paso, inútilmente. El perro de Jack fue el primero en verla y corrió por la playa para darle la bienvenida. Kitty se animó cuando Jack la vio por fin y apretó el paso. Verlo con su viejo abrigo marrón, sus gruesas botas y su gorra de tweed era tan reconfortante que se echó a llorar, pero el viento recogió sus lágrimas y se las llevó antes de que se posaran sobre sus mejillas.
—¿Qué ocurre? —preguntó Jack estrechándola en sus brazos.
Su melodioso acento irlandés era como un bálsamo para su alma. Apoyó la mejilla en su abrigo y se recordó que su hogar estaba allí, entre los brazos de Jack O’Leary. Su relación adúltera había empezado con un relámpago de pasión, pero se había convertido en una forma de vida, y no por ello era menos dichosa. Era la perla de su ostra.
—Celia ha comprado el castillo de Deverill —anunció. Sintió que él apretaba su cara velluda contra su cabeza y que la estrechaba con fuerza—. Debería importarme, pero no me importa.
—Claro que te importa, Kitty —replicó él, comprensivo.
—Va a reconstruirlo y a vivir allí, y yo seré como la pariente pobre que vive en la Casa Blanca. ¿Acaso peco de ingenua?
—Has pasado por cosas peores, Kitty —le recordó él.
—Lo sé. No es más que un castillo, pero… —Bajó los hombros y Jack vio la derrota en sus ojos.
—En efecto, es solo un castillo. Pero para ti siempre ha sido mucho más, ¿verdad?
La besó en la sien y se acordó tristemente de la vez en que intentó en vano persuadirla de que abandonara el castillo y huyera con él a Estados Unidos. De haber sido solo un castillo, tal vez ahora estarían felizmente casados al otro lado del Atlántico.
—Y Bridie ha vuelto —añadió ella en tono sombrío.
—Lo sé. La vi en misa esta mañana, luciendo su ropa elegante y sus joyas. Por lo visto, encontró un marido rico en América… y lo perdió. Dicen que ha hecho una donación muy generosa a la parroquia. El padre Quinn estará encantado.
—Ha vuelto por el Pequeño Jack —dijo Kitty con el estómago encogido por el miedo—. Dice que tuvo que abandonarlo una vez y que no volverá a hacerlo.
—¿Y qué le dijiste tú?
—Que ella misma lo dejó a mi cuidado. Pero dice que fue Michael quien dejó al niño en mi puerta con esa nota. Dice que su madre es ella y que el niño tiene que estar con ella. Pero yo le he dicho al Pequeño Jack que su madre está en el cielo y que yo le cuido y lo quiero en su lugar. No puedo decirle que ha resucitado de repente.
—No puede quedarse con el niño, Kitty. Seguramente firmó algún papel en el convento renunciando a sus derechos.
Kitty se acordó de la Bridie de antaño, de su querida amiga, y se le encogió el corazón.
—Es posible que no supiera lo que estaba firmando —dijo en voz baja.
—No sientas pena por ella —le reprochó Jack—. Le ha ido muy bien, ¿no? —La tomó de la mano y echó a andar playa arriba, hacia la casa.
—Me aterroriza que intente robármelo —confesó ella con una sonrisa tímida. Sabía lo ridículo que sonaba aquello.
Jack la miró y sonrió con cariño.
—Siempre has tenido una imaginación desbordante, Kitty Deverill. No creo que Bridie sea tan tonta como para intentar un secuestro. Llegaría a Cork, como mucho, y la Garda se le echaría encima.
—Tienes razón, claro. Soy una tonta.
Jack se detuvo y la besó.
—¿A qué ha venido eso? —preguntó ella de pronto.
—A que te quiero.
Jack sonrió dejando ver la mella de sus dientes, recuerdo de un puñetazo que le propinaron en prisión. Le puso un mechón de pelo detrás de la oreja y la besó con más ardor.
—Olvídate del castillo y de Bridie Doyle. Piensa en nosotros. Concéntrate en lo que va a pasar, no en lo que ya ha pasado. Dijiste que ya no te conformabas con esto. Y tú sabes que a mí tampoco me basta.
—No, no me conformo, pero no sé cómo resolverlo.
—¿Recuerdas que una vez te pedí que vinieras conmigo a América?
Kitty sintió un picor en los ojos al recordarlo.
—Pero te detuvieron, y ni siquiera llegaste a saber que había decidido ir contigo.
Jack rodeó su cuello con las manos, bajo el cabello, y acarició su mandíbula con los pulgares.
—Podríamos intentarlo otra vez. Llevarnos al Pequeño Jack y empezar de cero. Quizá no haga falta que vayamos a América. Podríamos ir a otra parte. Comprendo que no quieras dejar Irlanda, pero ahora que Celia ha comprado el castillo va a ser muy duro para ti vivir a su lado, en la finca que antes era de tu padre.
Kitty miró sus ojos azules claros, y la triste secuencia de su historia de amor pareció cruzarlos como una bruma melancólica.
—Marchémonos a América —dijo de pronto, sorprendiendo a Jack.
—¿En serio? —preguntó él, atónito.
—Sí. Si nos vamos, hemos de irnos muy, muy lejos. A Robert le romperá el corazón. No solo perderá a su esposa, sino también al Pequeño Jack, que es como un hijo para él. Nunca me lo perdonará.
—¿Y qué hay de Irlanda?
Kitty puso sus manos sobre las manos frías de Jack y sintió que el calor de su voz, con su dulce acento irlandés, la envolvía como una estola de piel de zorro.
—Contigo me sentiré cerca de Irlanda, Jack, porque cada palabra que digas me devolverá aquí.