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Ballinakelly, 1925

Kitty Trench besó la tersa mejilla del niño. Cuando él le devolvió la sonrisa, una ternura dolorosa embargó su pecho.

—Pórtate bien con la señorita Elsie, Pequeño Jack —dijo quedamente, y le acarició el cabello rojo, del mismo color que el suyo—. No tardaré mucho. —Se volvió hacia la niñera, y en su semblante la ternura cedió el paso a la resolución—. Vigílalo bien, Elsie. No lo pierdas de vista.

La señorita Elsie frunció el entrecejo y se preguntó si la angustia que reflejaba el rostro de la señora Trench tendría algo que ver con la visita de aquella extraña irlandesa que se había presentado en la casa el día anterior. Se había quedado clavada en el césped, mirando al niño fijamente con una mezcla de dolor y anhelo, como si ver al Pequeño Jack le causara una enorme congoja. La niñera se había acercado a ella y le había preguntado si podía ayudarla en algo, pero la mujer había farfullado una excusa y se había encaminado precipitadamente hacia la verja. Fue un encuentro tan extraño que la señorita Elsie pensó que debía comunicárselo de inmediato a la señora Trench. La violenta reacción de su señora puso nerviosa a la niñera. La señora Trench palideció y sus ojos se llenaron de pánico, como si temiera la llegada de aquella mujer desde hacía mucho tiempo. Se retorció las manos sin saber qué hacer y miró por la ventana con la frente fruncida por la angustia. Luego, en un súbito arranque de determinación, cruzó corriendo el jardín y desapareció por la verja de abajo. La señorita Elsie ignoraba qué había ocurrido entre las dos mujeres, pero cuando la señora Trench regresó media hora después tenía los ojos enrojecidos por el llanto y estaba temblando. Había tomado al niño entre sus brazos y lo había estrechado con tal fuerza que a la niñera le había preocupado que lo asfixiara. Después, lo había llevado arriba, a su alcoba, y había cerrado la puerta dejando a Elsie llena de curiosidad.

Ahora, la niñera dedicó a su señora una sonrisa tranquilizadora.

—No lo perderé de vista, señora Trench, se lo prometo —dijo tomando al pequeño de la mano—. Vamos, señorito Jack, venga a jugar un rato con su tren.

Kitty fue a los establos y ensilló su yegua. Mientras colocaba la cincha y la abrochaba con fuerza, apretó los dientes y recordó la escena de la víspera, que la había mantenido en vela la mitad de la noche, debatiéndose en febriles discusiones, y la otra mitad la había atormentado con pesadillas angustiosas. La mujer era Bridie Doyle, la madre biológica del Pequeño Jack, nacido de su breve y escandalosa relación con el padre de Kitty, lord Deverill, cuando era la doncella de Kitty. Bridie, no obstante, había optado por abandonar al bebé en un convento de Dublín y escapar a Estados Unidos. Alguien sacó luego al pequeño del convento y lo dejó en la puerta de Kitty con una nota en la que le pedía que cuidara de él. ¿Qué otra cosa podría haber hecho?, se preguntó mientras montaba en la yegua. A su modo de ver, le había hecho un gran favor a Bridie por el que debía estarle eternamente agradecida. Su padre había reconocido después al pequeño como hijo suyo y junto con su marido, Robert, Kitty había criado a su hermanito como si fuera un hijo y lo quería con pasión de madre. Ya nada podía separarla del Pequeño Jack. Nada. Bridie, sin embargo, había vuelto y quería a su hijo. Tuve que renunciar a él una vez, pero no pienso volver a hacerlo, había dicho, y la mano gélida del miedo había estrujado el corazón de Kitty.

Ahogó un sollozo al salir del patio del establo. No hacía tanto tiempo que Bridie y ella habían estado tan unidas como hermanas. Cuando reflexionaba acerca del pasado, Kitty se daba cuenta de que su amistad con Bridie era una de las cosas más preciosas que había perdido en el camino. Pero, con el problema irresoluble del Pequeño Jack interponiéndose entre ellas, sabía que la reconciliación era imposible. Tenía que aceptar que la Bridie a la que había querido tanto ya no existía.

Cruzó al galope los campos, hacia las ruinas de su antaño glorioso hogar, convertido ahora en un montón de cascotes ennegrecidos por el fuego, habitado únicamente por los grajos y los espíritus de los muertos. Antes del incendio, ocurrido cuatro años antes, el castillo Deverill se erguía orgulloso e intemporal, y sus altas ventanas reflejaban las nubes que sobrevolaban el mar, como ojos brillantes colmados de sueños. Kitty se acordó del cuartito de estar de su abuela Adeline, que olía a fuego de turba y a lilas, y de la afición de su abuelo Hubert por disparar a los católicos desde la ventana de su vestidor. Se acordó del olor mohoso de la biblioteca, donde comía bizcocho y jugaba al bridge, y del armario de debajo de la escalera de servicio en el que Bridie y ella se encontraban en secreto de pequeñas. Sonrió al recordar cómo se escapaba de su casa en el cercano pabellón de caza para buscar entretenimiento en la cariñosa compañía de sus abuelos. En aquellos tiempos, el castillo era para ella un lugar donde refugiarse del desamor de su madre y de la crueldad de su institutriz. Ahora, en cambio, solo representaba dolor y aflicción, y la melancolía de una época pasada que parecía mucho más hermosa que el presente.

Mientras galopaba por los campos, el recuerdo del castillo en sus tiempos de esplendor colmó su corazón de una intensa añoranza, pues su padre había creído conveniente venderlo y pronto pertenecería a otras personas. Pensó en Barton Deverill, el primer lord Deverill de Ballinakelly, que construyó el castillo, y la emoción le constriñó la garganta: casi trescientos años de historia familiar reducidos a cenizas, y todos los herederos varones aprisionados dentro de los muros del castillo para toda la eternidad, como almas en pena que nunca hallarían paz. ¿Qué sería de ellos? Habría sido preferible que su padre le cediera las ruinas a un O’Leary; de ese modo, habría liberado a los espectros y se habría salvado a sí mismo. Pero Bertie Deverill no creía en maldiciones. Solo Adeline y ella tenían el don de la clarividencia y el infortunio de conocer el destino de Bertie. De niña, a Kitty le hacían gracia los fantasmas. Ahora la entristecían.

El castillo se hizo visible al fin. La torre oeste, en la que su abuela había vivido hasta su muerte, estaba intacta, pero el resto de la fortaleza semejaba el esqueleto de un animal gigantesco que fuera derrumbándose poco a poco en medio del bosque. La hiedra y los bejucos trepaban por los muros desmoronados y se colaban por las ventanas vacías, empeñados en cubrir hasta la última piedra. Y sin embargo, a ojos de Kitty, el castillo conservaba aún un atractivo fascinante.

Cruzó al trote el terreno que antaño había sido el campo de críquet y ahora estaba cubierto de largas hierbas y maleza. Desmontó y condujo a la yegua hasta la parte delantera, donde su prima la esperaba junto a un lustroso coche negro. Celia Mayberry estaba sola. Un elegante sombrerito, bajo el cual se adivinaba su cabello rubio recogido en un bonito moño, le cubría la cabeza. Iba vestida con un largo abrigo negro que casi llegaba al suelo. Al ver a Kitty, una ancha sonrisa de emoción se dibujó en su rostro.

—¡Ah, mi querida Kitty! —exclamó, acercándose y rodeándola con sus brazos.

Olía intensamente a nardos y a dinero, y Kitty la abrazó con vehemencia.

—¡Qué sorpresa tan maravillosa! —exclamó con sinceridad.

Celia amaba el castillo de Deverill casi tanto como ella, y había pasado todos los veranos de su infancia allí, con el resto de los «Deverill de Londres», como solían llamar a sus primos de Inglaterra. Kitty sintió el deseo de aferrarse a ella con la misma ferocidad con que se aferraba a sus recuerdos, pues Celia era una de las pocas personas de su vida que no habían cambiado y eso era algo que Kitty agradecía cada vez más a medida que se hacía mayor y se alejaba del pasado.

—¿Por qué no me dijiste que ibas a venir? Podrías haberte alojado en casa.

—Quería darte una sorpresa —contestó Celia, que parecía una niña a punto de confesar un secreto.

—Pues me las ha dado, desde luego. —Kitty echó un vistazo a la fachada del castillo—. Es como un fantasma, ¿verdad? Un fantasma de nuestra infancia.

—Pero se va a reconstruir —dijo Celia con firmeza.

Kitty la miró con ansiedad.

—¿Sabes quién lo ha comprado? No sé si puedo soportar saberlo.

Celia se rio.

—¡Yo! —exclamó—. ¡Lo he comprado yo! ¿Verdad que es maravilloso? Voy a resucitar los fantasmas del pasado y tú y yo podremos revivir todos esos momentos deliciosos a través de nuestros hijos.

—¿, Celia? —preguntó Kitty ahogando un gemido de asombro—. ¿ has comprado el castillo de Deverill?

—Bueno, técnicamente lo ha comprado Archie. ¡Qué marido tan generoso tengo! —Sonrió, llena de felicidad—. ¿Verdad que es fantástico, Kitty? Bueno, yo también soy una Deverill. Tengo tanto derecho como cualquier otro miembro de la familia. ¡Dime que te alegras, anda!

—Claro que me alegro. Es un alivio que seas tú y no un desconocido, pero reconozco que también estoy un poco celosa —contestó Kitty tímidamente.

Celia volvió a abrazarla.

—No me odies, por favor. Lo he hecho por nosotras. Por la familia. El castillo no podía ir a parar a manos de un desconocido. Habría sido como renunciar a un hijo. No soportaba pensar que otra persona fuera a edificar encima de nuestros recuerdos. De este modo, todos podremos disfrutarlo. Tú puedes seguir viviendo en la Casa Blanca, y el tío Bertie en el pabellón de caza si así lo desea, y todos podemos volver a ser maravillosamente felices. Después de todo lo que hemos sufrido, nos merecemos encontrar la felicidad, ¿no crees?

Kitty se rio con cariño del gusto de su prima por lo dramático.

—Tienes mucha razón, Celia. Será maravilloso ver que el castillo vuelve a cobrar vida, y gracias a una Deverill, nada menos. Así es como debe ser. Pero ojalá fuera yo.

Celia se llevó una mano al vientre.

—Voy a tener un bebé, Kitty —anunció con una sonrisa.

—¡Santo cielo, Celia! ¿Cuántas sorpresas más me tienes reservadas?

—Solo esa y el castillo. ¿Y tú? Tienes que darte prisa. Me encantaría que tuviéramos una niña cada una para que crezcan juntas aquí, en el castillo, igual que nosotras.

Kitty comprendió entonces que Celia había reescrito su pasado situándose allí, entre los muros del castillo, mucho más tiempo que los treinta días que solía pasar allí cada verano, en el mes de agosto. Era una de esas personas superficiales que reescribían su propia historia y creían en la verdad absoluta de su versión de los hechos.

—¡Ven! —añadió su prima, tomando a Kitty de la mano y tirando de ella. Cruzaron el vano de la puerta y entraron en el espacio abierto en el que antaño se alzaba el gran salón—. Vamos a explorar. Tengo grandes planes, ¿sabes? Quiero que vuelva a ser exactamente igual que cuando éramos pequeñas, solo que mejor. ¿Te acuerdas del último baile de verano? ¿Verdad que fue maravilloso?

Avanzaron entre la maleza, que les llegaba a las rodillas, admiradas por los arbolillos que crecían entre los cardos y las zarzas y estiraban sus ramas delgadas hacia la luz. Notaban la tierra blanda bajo sus botas mientras iban de una habitación a otra, espantando a los viejos grajos y las urracas, que levantaban el vuelo indignados. Celia charlaba sin cesar, reviviendo el pasado con anécdotas coloridas y recuerdos entrañables. Kitty, en cambio, no pudo evitar que la desolación de su hogar arruinado cayera sobre ella como un grueso velo negro. Con el corazón apesadumbrado, se acordó de su abuelo Hubert, fallecido en el incendio, y de su abuela Adeline, que había muerto sola en la torre oeste hacía apenas un mes. Pensó en el hermano de Bridie, Michael Doyle, que prendió fuego al castillo, y en su propia y absurda sed de venganza, que la llevó a presentarse en la granja de los Doyle, donde él la violó sin que nadie oyera sus gritos. Pensó luego en su amante, Jack O’Leary, y en su encuentro junto al muro, donde él la abrazó apasionadamente y le suplicó que huyera con él a América; y en la escena en el andén de la estación, cuando lo detuvieron y se lo llevaron a rastras. Empezó a darle vueltas la cabeza. Su corazón se contrajo, lleno de miedo, al despertar los monstruos del pasado. Dejó a Celia entre las ruinas del comedor y buscó refugio en la biblioteca, entre los recuerdos más amables de las partidas de bridge y whist y el bizcocho.

Se apoyó contra la pared y cerró los ojos con un profundo suspiro. Se daba cuenta de que tenía sentimientos encontrados respecto a aquel canario que trinaba sin cesar, parloteando acerca de una casa cuyo pasado no alcanzaba a entender. La cháchara de Celia remitió, sofocada por el viento otoñal que gemía en torno a los muros del castillo. Pero, al cerrar los párpados, el sexto sentido de Kitty se afinó de inmediato y percibió los fantasmas que se habían congregado a su alrededor. El aire, ya frío, se enfrió más aún. Ningún otro sentimiento podía, con la fuerza de aquel, retrotraerla a su infancia. Abrió los ojos ansiosamente. Y allí, delante de ella, estaba su abuela, tan real como si fuera de carne y hueso, solo que más joven que en el momento de su muerte y tan deslumbrante como si estuviera iluminada por un foco. Detrás de ella vio a su abuelo Hubert, y a Barton Deverill, el primer lord Deverill de Ballinakelly, y a los demás desafortunados herederos del linaje condenados por la maldición de Maggie O’Leary a pasar la eternidad en el limbo, haciéndose visibles y desdibujándose como rostros en el prisma de una piedra preciosa.

Kitty parpadeó mientras Adeline le sonreía con ternura.

—Ya sabes que nunca estoy lejos, querida mía —dijo, y Kitty se sintió tan conmovida por su presencia que apenas notó las lágrimas ardientes que le corrían por las mejillas.

—Te echo de menos, abuela —susurró.

—Vamos, Kitty. Tú sabes mejor que nadie que solo nos separan los límites de la percepción. El amor nos une para toda la eternidad. Pero ya comprenderás la eternidad cuando llegue tu turno. Ahora mismo, tenemos cosas más prosaicas que discutir.

Kitty se secó las mejillas con su guante de piel.

—¿Qué cosas?

—El pasado —contestó Adeline, y Kitty comprendió que se refería al cautiverio de los muertos—. Hay que acabar con la maldición. Tal vez tú tengas agallas para hacerlo. Puede que solo tú las tengas.

—Pero el castillo lo ha comprado Celia, abuela.

—Jack O’Leary es la llave que abrirá las puertas y nos permitirá salir.

—Pero no puedo tener a Jack, ni el castillo —dijo, y aquellas palabras hirieron su garganta como alambre de espino—. No puedo hacer que eso suceda, ni con toda la fuerza de voluntad del mundo.

—¿Con quién hablas? —preguntó Celia. Recorrió la sala vacía con la mirada, desconfiadamente, y arrugó el ceño—. No estarás hablando con tus fantasmas, ¿verdad? Espero que se vayan todos antes de que nos instalemos Archie y yo. —Rio con nerviosismo—. Estaba pensando que quizá funde un salón literario. Los literatos me parecen gente de lo más atractiva, ¿a ti no? O puede que contrate a un médium de moda en Londres y haga sesiones de espiritismo. Dios mío, sería divertidísimo. ¡A lo mejor se aparece Oliver Cromwell y nos da un susto de muerte! Tengo unas ideas fabulosas. ¿No sería fantástico volver a celebrar el baile de verano? —Dio el brazo a Kitty—. Ven, vamos a dejar el coche aquí y a ir al pabellón de caza. He mandado a Archie a decirle al tío Bertie que hemos comprado el castillo. ¿Qué crees que dirá?

Kitty respiró hondo para recuperar la compostura. Quienes habían sufrido desarrollaban la paciencia, y a ella siempre se le había dado bien ocultar su dolor.

—Creo que se pondrá tan contento como yo —dijo mientras cruzaba el vestíbulo del brazo de su prima—. La sangre es más espesa que el agua. En eso todos los Deverill estamos de acuerdo.

Sentada a la mesa de madera de la granja donde se había criado con el nombre de Bridie Doyle, Bridget Lockwood se sentía extrañamente desubicada. Era demasiado grande para aquella habitación, como si los muebles, los techos bajos y las angostas ventanas por las que de niña miraba las estrellas soñando con una vida mejor se le hubieran quedado pequeños. Sus ropas eran demasiado elegantes, y sus guantes de cabritilla y su sombrero estaban tan fuera de lugar en aquella casa como un purasangre en un establo de vacas. La señora Lockwood se había vuelto demasiado refinada para obtener algún placer de su antiguo y sencillo modo de vida. Sin embargo, la muchacha que había sufrido años de lacerante nostalgia en Estados Unidos ansiaba disfrutar del consuelo del hogar que tanto había añorado. ¿Cuántas veces había soñado con sentarse en esa misma silla, con tomar suero de mantequilla, con sentir el humo del fuego de turba y el olor dulce de las vacas en el establo de al lado? ¿Cuántas veces había añorado su lecho de plumas, los pasos de su padre en la escalera, el beso de buenas noches de su madre y los suaves murmullos de su abuela rezando el rosario? Tantas que era imposible contarlas, y ahora allí estaba, en medio de todo cuanto añoraba. Así que, ¿por qué se sentía tan triste? Porque ya no era esa muchacha. De ella no quedaba más vestigio que el Pequeño Jack.

La granja se había llenado de vecinos ansiosos por dar la bienvenida a Bridie, y todos habían comentado lo elegante que era su vestido azul con lentejuelas y cuentas, y sus zapatos de charol a juego. Las mujeres habían tocado la tela de la falda frotándola entre sus toscos dedos, pues solo en sueños poseerían alguna vez tales lujos. Habían bailado y reído, y bebido el aguardiente ilegal que fabricaba su vecino Badger Hanratty, pero Bridie se había sentido como si lo viera todo desde detrás de una lámina de cristal ahumado, incapaz de relacionarse con ninguna de las personas a las que antaño había conocido y amado tanto. Se le habían quedado pequeñas. Mirando a Rosetta, su doncella italiana y dama de compañía, que había venido con ella desde Estados Unidos, había sentido envidia. La joven danzaba por la habitación con su hermano Sean, que a todas luces se había enamorado de ella, y daba la impresión de sentirse mucho más a gusto allí que la propia Bridie. ¡Cómo habría deseado Bridie quitarse los zapatos y bailar como los demás! Y, sin embargo, no podía hacerlo. El recuerdo de su hijo y el odio por Kitty Deverill le pesaban demasiado en el corazón.

Anhelaba meterse de nuevo en la piel de aquella muchacha que se había marchado a los veintiún años, embarazada y aterrorizada, para ocultar su secreto en Dublín. Pero el trauma del parto y el dolor de abandonar Irlanda y a su hijo habían cambiado a Bridie Doyle para siempre. Esperaba tener un bebé y se quedó de piedra cuando llegó otro, una niña, le dijeron después las monjas, minúscula y apenas viva. Se la llevaron para intentar reanimarla y regresaron al poco tiempo para informarle de que la pequeña había muerto. Era mejor, le dijeron, que criara al niño y dejara a su gemela en manos de Dios. Ni siquiera le permitieron besar la carita de su hija y despedirse de ella. Su bebé se desvaneció como si nunca hubiera existido. Luego, lady Rowan-Hampton la persuadió de que dejara al niño al cuidado de las monjas y se marchara a Estados Unidos a empezar una nueva vida.

Solamente quien ha renunciado a un hijo sabe la amarga desolación y la culpa abrasadora que implica ese acto. Ella ya había vivido más que la mayoría de la gente en toda su vida, y sin embargo para Sean, para su madre y para su abuela seguía siendo su Bridie. Desconocían las penalidades que había soportado en Estados Unidos y la angustia que padecía ahora al comprender que su hijo nunca conocería a su madre ni sabría que, ya fuera por accidente o por astucia, había amasado una inmensa riqueza. Creían que seguía siendo su Bridie. Y ella no tenía valor para decirles que esa Bridie ya no existía.

Meditó acerca de su intento de comprar el castillo de Deverill y se preguntó si habría estado dispuesta a quedarse de haberlo conseguido. ¿Había tratado de comprar el castillo en venganza por los agravios que le habían infligido Bertie y Kitty Deverill, o por pura nostalgia? A fin de cuentas, su madre había sido la cocinera del castillo y ella se había criado correteando por sus pasillos con Kitty. ¿Cómo habrían reaccionado los Deverill al descubrir que la pobre Bridie Doyle, aquella niña sin zapatos, se había convertido en señora del castillo? La sonrisa que afloró a su semblante demostraba que su tentativa era fruto del rencor y del deseo de hacer daño. Si volvía a surgir la oportunidad, la aprovecharía.

Cuando Sean, Rosetta, la señora Doyle y su abuela, la vieja señora Nagle, aparecieron en el cuarto de estar listos para ir a misa, Bridie les pidió que se sentaran. Respiró hondo y cruzó las manos. La miraron con nerviosismo. Bridie miró a su madre y a su abuela, y luego a Rosetta, que estaba sentada junto a Sean, con la cara arrebolada por un amor floreciente.

—Durante mi estancia en América, me casé —declaró.

La señora Doyle y la vieja señora Nagle la miraron con asombro.

—¿Eres una mujer casada, Bridie? —preguntó su madre con voz queda.

—Enviudé, mamá —puntualizó ella.

Su abuela se santiguó.

—¡Casada y viuda a los veinticinco! ¡Dios nos asista! Y sin hijos que le sirvan de consuelo.

Bridie torció el gesto, pero su abuela no advirtió el dolor que le causaban sus palabras.

La señora Doyle contempló el vestido azul de su hija y también se santiguó.

—¿Por qué no vas de luto, Bridie? Cualquier mujer decente llevaría luto por respeto a su marido.

—Estoy harta del luto —replicó Bridie—. He llorado lo suficiente a mi marido, créeme.

—Da gracias a que tu hermano Michael no está aquí para ver tu desvergüenza. —Su madre se llevó el pañuelo a la boca y sofocó un sollozo—. He llevado luto desde el día que murió tu padre, que en paz descanse, y seguiré llevándolo hasta que me reúna con él, si Dios quiere.

—Bridie es demasiado joven para enterrarse en vida, mamá —repuso Sean amablemente—. Y Michael no está en situación de juzgar a nadie. Lo siento, Bridie —le dijo a su hermana con voz cargada de compasión—. ¿Cómo murió tu marido?

—De un ataque al corazón —contestó ella.

—Pero debía de ser demasiado joven para morir de un ataque al corazón —dijo la señora Doyle.

Bridie miró un momento a Rosetta. No estaba dispuesta a revelar que el señor Lockwood tenía edad suficiente para ser su padre.

—En efecto, fue una desgracia que muriera en la flor de la vida. Tenía pensado traerlo aquí para que el padre Quinn nos diera su bendición y lo conocierais, pero…

—Es la voluntad de Dios —dijo la señora Doyle tajantemente, ofendida porque su hija no se hubiera molestado en escribir para informarles de su matrimonio—. ¿Cómo se llamaba?

—Walter Lockwood, y era un buen hombre.

—La señora Lockwood —dijo su abuela pensativamente. Saltaba a la vista que le gustaba cómo sonaba el nombre.

—Nos conocimos en misa —prosiguió Bridie con énfasis, y experimentó el súbito bienestar de la aceptación al mencionar a la Iglesia—. Me cortejó después de misa cada domingo y nos fuimos encariñando. Solo estuvimos siete meses casados, pero en esos siete meses puedo decir de todo corazón que fui más feliz que nunca. Tengo mucho por lo que dar gracias. Aunque mi pena es profunda, estoy en situación de compartir mi buena fortuna con mi familia. Mi marido me dejó con el corazón destrozado, pero me hizo muy rica.

—No hay nada más importante que la fe, Bridie Doyle —repuso la anciana señora Nagle, persignándose de nuevo—. Pero soy lo bastante vieja para acordarme de la Gran Hambruna. El dinero no puede comprar la felicidad, pero, desde luego, puede salvarnos del hambre y las penurias y ayudarnos a sobrellevar nuestras penas, si Dios quiere. —Sus ojos arrugados y viejos, tan pequeños como uvas pasas, brillaron en la penumbra de la habitación—. El camino hacia el pecado está empedrado con oro. Pero dime, Bridie, ¿de cuánto estamos hablando?

—Una cruz en esta vida, una corona en la otra —sentenció la señora Doyle con gravedad—. Dios ha tenido a bien ayudarnos en estos tiempos tan duros, y por eso nuestros corazones han de colmarse de gratitud —añadió, olvidándose de repente del vergonzoso vestido azul de su hija y de que no les hubiera escrito para notificarles su matrimonio—. Que Dios te bendiga, Bridie. Cambiaré la tabla de lavar por un rodillo y daré gracias al Señor por su bondad. Ahora, a misa. No olvidemos que tu hermano Michael está en la abadía de Melleray, Bridie. Vamos a rezar otra novena a san Judas para que se salve de la bebida y vuelva con nosotros sobrio y arrepentido. Sean, apresúrate, no sea que lleguemos tarde.

Bridie se sentó en el carro con su elegante abrigo verde con reborde de piel junto a su madre y su abuela, envueltas en gruesos chales de lana, y la pobre Rosetta, que casi se caía por la parte de atrás, pues el carro no estaba hecho para transportar a tantos pasajeros. Sean ocupó el pescante, vestido de domingo, y arreó al burro, que avanzó penosamente hasta que llegaron a la loma. Entonces Bridie, Rosetta y Sean desmontaron para aligerar la carga del animal y siguieron a pie. El viento frío y juguetón que soplaba del mar intentaba arrancarle el sombrero a Bridie para llevárselo. Ella se lo sujetó con firmeza, consternada al ver cómo se hundían en el barro sus finas botas de piel. Decidió comprarle un coche a su hermano para que fuera a misa, aunque sabía que su abuela pondría objeciones; sin duda juzgaría que eso era éirí in airde, «darse aires de grandeza». Mientras ella estuviera viva, su familia no haría ostentación de riqueza.

El padre Quinn se había enterado del regreso triunfal de Bridie a Ballinakelly y miró con avidez su lujoso abrigo y su sombrero y el suave cuero de sus guantes, comprendiendo que sin duda haría generosas donaciones a la iglesia. A fin de cuentas, en Ballinakelly no había familia más devota que los Doyle. Resolvió dedicar el sermón de ese día a la caridad y sonrió con afecto a Bridie Doyle.

Bridie recorrió el pasillo con la cabeza bien alta y los hombros erguidos. Sentía todas las miradas fijas en ella y sabía lo que estaban pensando. ¡Qué lejos había llegado aquella niña harapienta y descalza, a la que antaño daban terror las visiones infernales del padre Quinn, sus violentos sermones y su costumbre de criticar a los feligreses señalándolos con el dedo! Pensó en Kitty Deverill, con sus bonitos vestidos y sus cintas de seda en el pelo, y en aquella necia de Celia Deverill, que le había preguntado cómo sobrevivía en invierno sin zapatos, y en las niñas de la escuela, que la llamaron gitana por ponerse los zapatos de baile que le regaló lady Deverill al morir su padre, y a la semilla del resentimiento que había arraigado en su corazón le salió otro brote que contribuyó a sofocar un poco más la ternura que aún albergaba. Su inmensa riqueza le infundía un sentimiento de poder embriagador. Nadie se atreverá a llamarme gitana nunca más, se dijo al tomar asiento junto a su hermano, porque ahora soy una dama y les impongo respeto.

Al acabar la misa, cuando estaba encendiendo una vela, la asaltó una idea osada pero brillante. Si Kitty no le permitía ver a su hijo, se lo llevaría sin más. No sería un robo porque no podía robarse lo que ya era de uno. Ella era su madre; era justo y natural que el niño viviera con ella. Se lo llevaría a Estados Unidos y empezaría una nueva vida. Era tan evidente que no se explicaba por qué no se le había ocurrido antes. Sonrió al apagar la llamita de la cerilla. Naturalmente, la inspiración procedía directamente de Dios. Le había llegado en el instante mismo de encender la vela por su hijo. No era una coincidencia. Era, sin duda, un designio divino. Se santiguó en silencio y dio gracias al Señor por su compasión.

Fuera, los vecinos del pueblo se habían reunido como siempre sobre la hierba húmeda para saludarse y chismorrear. Hoy, sin embargo, formaban un semicírculo, como un tímido rebaño de vacas, con la vista fija en la puerta de la iglesia, aguardando que aquella Bridie Doyle extravagantemente vestida saliera por ella ataviada con sus nuevas galas. No hablaban de otra cosa. «Dicen que se casó con un viejo ricachón», murmuraban. «Pero él murió, Dios lo tenga en su gloria, y le dejó una fortuna.» «Tenía ochenta años.» «Noventa, ¡qué vergüenza!» «Siempre se dio muchos aires, ¿verdad que sí?» «Uy, uy, uy, ahora querrá buscarse otro marido, Dios nos asista.» «Pero ninguno de nuestros hijos le parecerá suficiente.» Los ancianos se persignaban y no veían virtud alguna en su prosperidad, pues ¿acaso no estaba escrito en el evangelio de Mateo que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el Reino de los Cielos? Los jóvenes, en cambio, sentían envidia y admiración en igual medida y ansiaban con todas sus fuerzas zarpar hacia ese país preñado de oportunidades y abundancia para hacerse ricos ellos también.

Cuando salió de la iglesia, Bridie se sobresaltó al ver a la gente de Ballinakelly congregada ante ella, esperando para verla como si fuera una reina. Se hizo el silencio y nadie hizo intento de aproximarse a ella. Se limitaron a mirarla y a mascullar entre sí en voz baja. Bridie recorrió con la mirada las caras de aquellas personas a las que conocía desde niña y descubrió en ellas una extraña timidez. Turbada por un instante, miró a su alrededor en busca de un amigo. Fue entonces cuando vio a Jack O’Leary.

Se abría paso entre el gentío, sonriéndole con aire tranquilizador. El cabello castaño oscuro le caía sobre la frente, como siempre, y sus ojos azules claros brillaban con una chispa de humor. Esbozó una sonrisa cómplice y a Bridie le dio un vuelco el corazón. Se retrotrajo de pronto a los tiempos en que eran amigos.

—¡Jack! —exclamó cuando él llegó a su lado.

La tomó del brazo y la condujo por el cementerio, hasta un lugar alejado de la gente, donde pudieran hablar a solas.

—Vaya, qué buen aspecto tienes, Bridie Doyle —dijo meneando la cabeza y frotándose la mandíbula cubierta por un asomo de barba—. ¡Estás hecha toda una dama!

Su admiración llenó a Bridie de contento.

Soy una dama, para que lo sepas —contestó, y Jack notó cómo se había suavizado su acento irlandés en Estados Unidos—. Soy viuda. Mi marido murió —añadió, y se santiguó—. Que Dios lo tenga en su gloria.

—Lo lamento, Bridie. A tu edad, no deberías estar llorando la muerte de tu marido. —Echó una ojeada a su abrigo—. La verdad es que estás fantástica —añadió, y cuando sonrió Bridie notó que le faltaba un diente.

Parecía avejentado, además. Las arrugas que rodeaban sus ojos y su boca se habían hecho más hondas, tenía la piel morena y curtida por la intemperie y su mirada profunda parecía repleta de sombras. Aunque su sonrisa no había perdido su lustre, Bridie tuvo la impresión de que había sufrido mucho. Ya no era el joven despreocupado y de mirada arrogante que había sido antaño, con su halcón posado en el brazo y su perro siguiéndolo a todas partes. Ahora tenía algo de conmovedor, y Bridie sintió el impulso de acercar la mano y acariciar su frente.

—¿Has vuelto para quedarte? —preguntó él.

—No lo sé, Jack. —Se volvió hacia el viento y se llevó la mano a la cabeza para sujetarse el sombrero. Intentando refrenar su creciente sentimiento de extrañeza, añadió—: Ya no sé dónde está mi sitio. Volví esperando que todo fuera igual que antes, pero soy yo quien ha cambiado, y eso hace que todo sea distinto. —Consciente de pronto de que parecía vulnerable, se volvió hacia él y endureció la voz—. Ya no puedo vivir como vivía antes. Me he acostumbrado a cosas más refinadas, ¿comprendes?

Jack enarcó una ceja y Bridie lamentó haberse dado importancia delante de él. Si había un hombre que la conocía tal y como era, ese era Jack.

—¿Tú te has casado? —preguntó.

—No —contestó Jack, y siguió un largo silencio. Un silencio en el que resonó el nombre de Kitty Deverill, como si el viento lo susurrara al pasar, dejándolo suspendido entre ellos—. Bien, espero que te vaya todo bien, Bridie. Me alegra verte otra vez en casa —añadió.

Bridie fue incapaz de corresponder a su sonrisa. El odio que sentía por su antigua amiga envolvía su corazón con una maraña de espinas. Vio alejarse a Jack con ese paso gallardo que tan bien conocía y que había amado tan profundamente. Era evidente que, después de tantos años, seguía enamorado de Kitty Deverill.