
El reino me miraba amenazador, oscuro e inquietante entre el resplandor mágico de las farolas y las luces de la ciudad que se alzaba ante nosotros.
Alastor inspiró con avidez. Su respiración era la de alguien que veía por primera vez su hogar después de trescientos veinticinco años.
Estábamos a los pies de lo que parecía una pequeña montaña, la cual se curvaba sobre sí misma como una manzana putrefacta. Además de aquel en el que estábamos, había tres niveles —calles— más que lo rodeaban, conectados entre sí por un laberinto de peldaños y escaleras de piedra. Con cada terraza, los edificios se volvían más altos y estrechos.
Todos los edificios estaban construidos con la misma piedra negra y mortero. Rocé con la mano la pared de un pub; el GRIM GRAYSCALE’S, si nos fiábamos de su letrero torcido. Las piedras del edificio habían sido talladas de una en una para darles la forma de prisma rectangular de un ladrillo, pero eran suaves al tacto. De hecho, ahora que me fijaba bien en ellas, el pub y las demás construcciones similares parecían versiones más lúgubres y tenebrosas de las casas coloniales que había en Salem. O en Redhood.
Pero la diferencia residía en que en el Mundo de Abajo todo era un poco raro, como si alguien hubiera intentado copiarle los deberes a otra persona leyéndolos del revés. Las ventanas habían quedado torcidas. Las puertas eran demasiado estrechas y demasiado altas. Era como contemplar una versión mal hecha de nuestro mundo.
«Sí, bueno. Si vives en los Llanos, por lo general no dispones del efectivo necesario para adquirir las casas más bonitas de los peldaños superiores, en las Escalas o la Corona; son el tercer y cuarto nivel, ¿ves? El Palacio Astado se halla en la cúspide, detrás del velo de niebla».
Supuse que por peldaños se refería a las calles. La que estaba justo encima de la nuestra tenía un aspecto más o menos igual, con algunas formas extrañas e imprecisas que no podía ver bien del todo. El tercer peldaño, las Escalas, tenía versiones más logradas de las casas de allí abajo, pero estaban apiladas las unas encima de las otras: tres, cuatro, cinco pisos de altura. Cada nivel de cada una de aquellas casas tambaleantes poseía su propio tejado, y todos ellos se enroscaban hacia arriba como una zarpa en posición de agarre.
«Estás sobrecogido por esta oscura majestuosidad —dijo Alastor—. Lo comprendo. Contempla mi reino y tiembla, mortal...».
—¿Qué pasa con la calle de encima de todo? ¿Qué son todos esos árboles enormes? —lo interrumpí, señalándolos.
Parecían más altos y anchos incluso que las secuoyas de California, solo que sin hojas.
Puede que fuera la distancia, pero la corteza que los recubría parecía petrificada. A gran parte de los árboles les faltaban trozos, como si los hubieran mordisqueado unos cuervos gigantes. Sus ramas, largas y finas, se proyectaban hacia el cielo como las patas de una araña muerta tendida de espalda.
«No son árboles, escoria desleal —respondió Alastor exasperado—. Aquí no crece nada tan repulsivo como una planta. Eso es la Corona: ¿ves que las torres están dispuestas en círculo, como si fueran las puntas de una tiara? Allí es donde residen las familias nobles de malignos. Allí sigue mi propia torre, esperándome. Es aquella, justo en el centro. Solo que...».
—Solo que... ¿qué? —lo apremié.
Su torre era más alta que las demás, por supuesto, y sus puntas oscuras subían y subían entre el vapor que flotaba en el aire hasta desaparecer en él. Parecía haber también una especie de escalera de metal que la envolvía como una serpiente capturando a su presa.
«Hay... muchas menos torres de lo que recuerdo. No estaban tan inclinadas. Y hay algo verdaderamente raro...».
—No sé qué puede tener de raro nada de esto —dije.
«Lo raro —prosiguió, sin hacerme caso— es que encima de cada torre debería haber una masa de magia resplandeciente, como unos ojos que vigilan el reino. Allí es donde las familias guardaban sus reservas, para mantenerlas a distancia de los envidiosos plebeyos de los Llanos».
—Vaya, veo que el tema de los plebeyos va en serio —musité.
El estado de los edificios del peldaño en el que nos encontrábamos reflejaba un deterioro y una dejadez que me revolvían el estómago. Aquí abajo los malignos debían de vivir rodeados de niebla y con el miedo constante a que aquellos tejados inclinados se les cayeran encima.
Aunque a mí no es que me importaran mucho las condiciones de vida de los malignos.
Para nada.
«Por supuesto, a veces nos rebajamos a venir aquí para disfrutar del placer de mezclarnos con los malignos inferiores. No hay lugar en todo el reino donde sirvan un jugo de escarabajo mejor, básicamente porque contiene las lágrimas del desdichado ser que te lo sirve».
Lo ignoré. Mis ojos se habían adaptado por fin a la oscuridad y en lo alto de todo de la Corona ahora podía discernir las líneas de las cadenas que envolvían varias de las torres. La mayoría parecía ir desde la parte superior de las estructuras hasta el suelo. Entre ellas, apareciendo y desapareciendo tras el vapor, había unas construcciones que parecían haber sido talladas en un único bloque inmenso de piedra. A la sombra de las grandiosas torres, parecían sumamente sencillas. Casi primitivas.
—Muy bien —dije.
Había desperdiciado el tiempo contemplándolas, pero es que era difícil apartar la vista de ellas. Cada vez que parpadeaba me parecía captar algo nuevo. Las gárgolas de dragones de piedra que decoraban el tejado de una de las casas. Los filos centelleantes de las puntas de los edificios, esperando a perforar el tierno vientre de cualquier criatura que osara aterrizar en ellos. Una cerca de metal rematada con calaveras de distintas formas y tamaños. Estandartes de color naranja a lo lejos.
Por primera vez, estaba viendo —haciendo, en realidad— algo que ningún otro Redding había hecho antes. Ni ningún Redding ni ningún otro humano.
«No lamento en absoluto decepcionarte, pero hay veintisiete personas que han terminado en el Mundo de Abajo por accidente tras caer por un portal de espejo abierto. No eres ni el primero ni el único».
—¿De verdad? —pregunté mientras observaba fijamente las torres—. ¿Y qué les pasó?
«A uno se lo comió un trol, otro logró huir pero un aullador lo trajo de vuelta a rastras, y en cuanto a los demás...».
—¿Sabes qué? —dije—. Da igual. Puedo vivir sin saberlo.
Finalmente, logré arrancar la vista de las torres y la devolví a la calle vacía donde nos encontrábamos. Iba a tener que conservar en la memoria todos los detalles posibles de este lugar para tratar de dibujarlo más adelante. Y después tendría que enterrar los bocetos para que nadie creyera que me había pasado al lado oscuro y me encerraran en mi habitación para siempre jamás.
«Es hora de ir tirando», pensé. Prue nos esperaba. Cada segundo transcurrido suponía un mayor peligro de que mi hermana sufriera algún daño. O, ya puestos, de que se la comiera un trol. Echaba de menos aquellos maravillosos instantes previos a descubrir que esa era una posibilidad real.
—Salgamos de aquí antes de que la hora de descanso, o lo que sea, se termine —dije—. ¿Crees que Pyra la encerraría en el Palacio Aplastado?
«Astado, Gusano, el Palacio Astado. Aunque entiendo que te sientas aplastado por su majestuosidad...».
Me volví para buscar la escalera más cercana desde la que iniciar lo que prometía ser un largo ascenso, pero me detuve en seco. Me di cuenta de golpe y se ralentizaron a la vez mis pasos y la sangre que corría por mis venas. Miré de nuevo, con los ojos entrecerrados. Pero cuando la nube de vapor y polvo volvió a levantarse, me pareció que faltaba algo más.
—¿El palacio tiene una maldición o algo? —pregunté—. ¿Se supone que el ojo humano no debería poder verlo?
El peldaño situado sobre el lugar donde antes se habían erguido las torres estaba bordeado por un muro de piedra bajo, detrás del cual solo había cielo.
«No —respondió Alastor con un hilo de voz—, no la tiene».
El palacio ya no estaba allí.
—¿Al? ¿Sigues conmigo?
Le di una patada a un pedrusco y lo observé rodar calle abajo hasta desaparecer entre un montón de cubos de metal vapuleados. La comida que hubieran podido contener había desaparecido hacía ya tiempo, devorada por la putrefacción o por las docenas de ratas que correteaban por los bordes de la calle.
Al no haber madera, todo —desde las carretas vacías de las que no tiraba ningún animal hasta las puertas, los letreros y los escuálidos puestos de venta— estaba labrado en metal.
Por supuesto, Alastor seguía conmigo. El maléfico hablaba de las emociones humanas como si fueran sabores: un dolor agrio, una furia metálica, un desafío salado. Pero yo sentía las emociones de él como si fueran el paso de las estaciones. En ese momento era invierno en mi mente. Todos y cada uno de sus últimos pensamientos parecían estar recubiertos por la escarcha del terror.
«¿No vas a abandonar ese diminutivo ponzoñoso?».
Por fin. Si algo había cuya aparición podía dar por descontada era su ego.
—No hay tiempo para lamentaciones. Si el palacio ha desaparecido, ¿dónde puede haber encerrado Pyra a Prue?
«¿Lamentaciones? No soy ningún estúpido...».
—No, me refiero a que no podemos dedicarnos a dar vueltas sin rumbo mientras te compadeces de ti mismo.
Sentí su desdén.
«Lógicamente, un mortal jamás lo entendería».
—Sí que lo entiendo —repliqué—. Pero... Eh, mira. Ahí hay una rata comiéndose otra rata. A ti te encantan ese tipo de cosas. ¿No te sientes mejor?
Suspiró.
«Ciertamente».
Una de las ratas desencajó su mandíbula como una serpiente y devoró entera a la rata rival. Di un generoso paso atrás y luego crucé al otro lado de la calle desierta. Ocultándome entre las sombras, me apoyé contra una pila de enormes jaulas vacías. Cerca de allí se abrió una nueva grieta entre los adoquines, de la que emergió una sibilante pared de vapor. Pegué un brinco cuando un pedazo de pergamino descolorido se cayó de una puerta cercana y me azotó el rostro.
«CERRADO POR ORDEN DE LA REINA. PERMANECED EN LOS LLANOS Y OS ARRIESGARÉIS A SER DEVORADOS POR EL VACÍO», leí. Al pie aparecía un sello de cera negro en forma de calavera astada con una corona encima, seguido de las palabras «LARGA SEA SU CÓLERA».
—¿Qué es el Vacío?
Alastor se fijó en algo completamente distinto del pergamino.
«¡Cómo osa presentarse como reina cuando, bajo su supuesto reinado, el Palacio Astado ha caído por primera vez en más de cinco mil años!».
Al fijarme, vi que el cartel estaba por todas partes. Clavado en las puertas, empapelando las ventanas, volando como plantas rodadoras entre los vapores apremiantes que emergían del suelo. Alastor se equivocaba. Los malignos no estaban descansando. Sencillamente, no estaban en ese peldaño.
—Es espeluznante —susurré.
«Gracias», dijo Alastor.
—Involuntariamente espeluznante —me corregí—. ¿De verdad no sabes qué es el Vacío?
Un hormigueo frío recorrió toda mi piel y se me pusieron de punta los pelos del cogote. Se me aguzaron todos los sentidos y los vapores se aquietaron justo lo suficiente para que mis orejas detectaran aquel sonido.
Eran pasos.
Me di la vuelta, examinando frenéticamente con los ojos los edificios cercanos. Todas las puertas estaban cerradas con cadenas y verjas de metal impedían el acceso a los callejones. No había escondite posible.
Otro paso, más cerca esta vez.
—¿Qué hago? —pregunté casi sin aliento.
«Dentro de ese tonel —respondió Alastor. Su miedo desataba el mío—. ¡Rápido!».
Había dos toneles de metal volcados en la calle. Quité la tapa de uno de ellos y me ahogué en su acre hedor avinagrado mientras entraba en él a rastras y tiraba después frenéticamente de la tapa para volver a cerrarlo desde el interior.
Un delgado rayo de luz verde se filtraba a través de una grieta en la costura del tonel. Acerqué un ojo a la rendija y contuve el aliento.
Un hocico oscuro y alargado apareció entre el vapor y olfateó con fuerza. La baba le goteaba por los largos colmillos, resbalaba por su enmarañado pelaje negro y silbaba como el ácido al caer sobre los adoquines.
El pulso empezó a vibrarme como un violín cuando el enorme perro pasó junto al tonel, con sus garras como hojas de cuchillo chasqueando y arañando sobre los escombros de la calle. Lo seguía de cerca otro perro que solo se detuvo a agarrar una de las ratas carmesíes. El posterior chillido agónico me heló la sangre.
Las palabras parecían brotar de ellos como la sangre de una herida recién abierta. «Cazad a Alastor. Capturad al chico. Cazad a Alastor. Capturad al chico...».
Eran aulladores.
A Nell y a mí nos había perseguido por Salem una jauría de aulladores. Los habían enviado en busca de Alastor.
«Quédate quieto —me ordenó Alastor—. Mantén la calma».
Apreté los puños para que dejaran de temblarme las manos. Uno de los aulladores llevaba entre los dientes el jersey que yo me había quitado.
Maldita sea. ¿Por qué no me lo habría dejado puesto? Lo único que habían tenido que hacer era rastrear el olor a desechos y fango...
«Este tonel antes contenía jugo de escarabajo —dijo Alastor—. El olor aún es lo bastante fuerte para camuflar el tuyo».
Conseguí tomar una pequeña y temblorosa bocanada de aire cuando finalmente pasaron de largo, avanzando pesadamente calle abajo. Tenía los ojos llenos de lágrimas por el hedor a vinagre y me arriesgué a apartar la vista para enjugármelas en el brazo. Cuando volví a mirar, había un maligno distinto en la calle.
Su figura era semejante a la de un humano, pero debía de medir casi dos metros y medio —y aún podía crecer más—. Me tapé la boca con la mano cuando vi su largo torso contorsionarse y extenderse como masilla para inspeccionar algo que había en el suelo.
Una gota de sangre.
Me llevé la otra mano a la herida que me había dejado el murciélago. «¡Estúpido, estúpido, estúpido!». Si podían seguir mi rastro por mi olor a humano, como había dicho Alastor, también podían hacerlo por mi sangre. Y con todo lo que había andado, seguro que les había dejado un rastro de lo más práctico.
Uno de los largos dedos del maligno rozó el suelo para recoger la mancha de encima de las piedras. Su boca ocupaba casi su cabeza entera y se abría de par en par, como si tuviera una bisagra, dejando a la vista hileras de dientes en forma de sierra. De ella salió, serpenteante, una lengua negra que lamió la sangre. El maligno ronroneó al saborearla.
Cada centímetro de su piel arrugada era de un verde enfermizo. Estaba totalmente calvo, salvo por los largos y finos mechones negros que le resbalaban sobre los hombros hasta la serpiente disecada que llevaba por cinturón. La espada que tenía amarrada a la cadera estaba dentada como una sierra. Polillas brillantes se aferraban a la espalda de su larga gabardina negra, royendo los cortes y agujeros que esta ya tenía.
Cuando el maligno se dio la vuelta, vi que llevaba una botellita atada a la correa de cuero que cruzaba su pecho huesudo. Brillaba con algunas volutas de magia que iban de acá para allá.
Una teja de pizarra cayó del pub y se estrelló contra el suelo. El maligno se volvió hacia el ruido; en su rostro, dos solapas de piel se levantaron para dejar al descubierto ocho ojos. Los aulladores volvieron precipitadamente a su lado, gruñendo.
«¿Qué... es... eso?», le pregunté con el pensamiento a Al.
«Un demonio necrófago —respondió—. Ten cuidado. Para ellos un humano es poco más que un tropezón de carne».
—Picajoso... Sé que estás ahí —dijo el demonio con voz borboteante—. También sé algo más: no podrás esconderte para siempre. Ríndete ahora y puede que la reina permita a tu hermana, la del pelo rojo como la sangre, conservar la vida... o, al menos, el resto de sus dedos.
La rabia se apoderó de mí y necesité hasta la última gota de dominio de mí mismo para quedarme allí, acurrucado e impotente.
«Resiste, Prosperity. No sucumbas a sus palabras de escarnio. Pyra sabe que solo puede utilizar a tu hermana en provecho propio mientras esté ilesa. Resiste».
Me obligué a soltar aire por la nariz, con los ojos cerrados. Sentí como si transcurriera una hora entera antes de que los pasos arrastrados del demonio se apagaran en la distancia y dejara de oírse el jadeo pesado de los aulladores. Para entonces tenía calambres en los músculos y me sentía un poco aturdido por el fuerte olor. Empecé a levantarme, pero entonces oí un estruendo a lo lejos.
«Y ahora, ¿qué?», pregunté, mientras una nueva oleada de rabia me inundaba. No podíamos seguir perdiendo el tiempo allí metidos, escondidos como un ratón en su madriguera. No logré ver nada a través de la grieta en la costura del tonel. Debía de haber sido una tormenta.
«No —dijo Alastor—. Espera. El suelo ha temblado igual que cuando hay pisadas. Quédate en silencio un instante más».
Y ese fue, por supuesto, el instante preciso en el que mi estómago vacío, más que a hacer ruiditos, se puso a rugir.
—¡Has sido tú! —dije entre dientes.
«¡Has sido tú!», replicó Alastor.
La tapa se abrió con un chirrido. Una tenue luz verde se derramó por el interior del tonel, pero enseguida la bloqueó la mano inmensa que entró en él y se cerró en torno a mi garganta.