YO SOY VALERIA
Todo empezó con un nombre, mi nombre. Nací como María Cristina Lancelotti, pero a los 17 años otro nombre cambiaría mi vida para siempre: apenas lo escuché quise que fuera mío. Fantasías de una adolescente, yo ya soñaba con ser famosa. Y ese nombre con el que me había encontrado se ajustaba, creía yo, a ese deseo. Miraba una tira en televisión que se llamaba Los hermanos, con la actriz Dora Baret como protagonista. Su personaje se llamaba Valeria. No sé por qué, pero me gustó. Tal vez porque es fuerte, tiene personalidad. Y en ese momento, entre la fantasía y algo que podríamos llamar predestinación, decidí que cuando fuera conocida ese iba a ser mi nombre. Hoy nadie me llama María Cristina. Todos me dicen «Val». Mi mamá falleció, pero incluso ella me llamaba Val. Mi hermano, mis sobrinos… para todo el mundo soy Val.
Siempre supe que iba a ser artista. No sé cómo explicarlo, pero lo supe desde siempre. No me imagino qué hubiera pasado si me hubiera dedicado a otra cosa que no fuera subirme a un escenario, cantar. Como si ese destino ya hubiese estado marcado a fuego desde el principio de mi vida.
Porque cantar, canté desde siempre. Cantaba en todos los actos del colegio y era primera voz del coro. Cada vez que había que recitar o hacer algo artístico, yo era la primera a la que llamaban. Siempre. Desde la primaria. O, en realidad, desde antes. Todas las veces que le pregunté a mi mamá cuándo había empezado a cantar, me respondió siempre lo mismo: a los dos años.
Nací el 7 de enero de 1952. La casa de mi infancia quedaba en la calle Andonaegui, entre Quirós y avenida Chorroarín, ahí donde Villa Ortúzar se confunde con Villa Urquiza y La Paternal. Pero sigue siendo Villa Ortúzar, un barrio de casas bajas que hoy está un poco de moda pero que en esa época era un barrio eminentemente fabril. Era una casa humilde, muy humilde. De esas casas antiguas con un patio, living comedor, dos cuartos, un baño y cocina. Uno de los cuartos era mi dormitorio, ahí dormí primero sola y después con mi hermano Rober, que nació siete años después que yo.
Mi papá, José Julio Lancelotti, fue toda su vida empleado administrativo en una compañía cinematográfica. Tenía su lado artístico: también escribía y componía canciones. Y además era presentador cuando había números vivos en los cines. De él heredé la personalidad, la impronta de salir al escenario, de ir al frente. Mi mamá, María Antonia Spano, a quien todos le decían «Toni», era ama de casa y de ella heredé la voz. Cantaba maravillosamente. Hacíamos competencias para ver cuál de las dos llegaba a la nota más alta. Y siempre me ganaba ella. Mi mamá, pienso hoy mientras escribo estas líneas, vio en mí el sueño que ella no pudo cumplir.
Hay una anécdota que mi mamá siempre me contaba cuando yo le preguntaba cuándo había empezado a cantar. Mis tíos y mis primos vivían en La Plata y cada vez que íbamos a visitarlos tomábamos un colectivo y tardábamos tres horas en llegar, porque a esa ciudad se llegaba por ruta, no había autopista como ahora. Una vez, cuando yo tenía dos años, mi mamá me había vestido toda divina porque ella era súper coqueta y le gustaba mucho arreglarme, mostrarme. Yo tenía el pelo lleno de rulitos, como una suerte de Shirley Temple. Y todos los pasajeros me decían que estaba divina.
Entonces arranqué a cantar «La cafetera», de Nicola Paone:
La cafette’era (la cafette’era)
da me vicina (da me vicina)
sera e mattina (sera e mattina)
fa blu blu blu (fa blu blu blu).
La primera vez, cuenta mi mamá que tanto ella como el resto de los pasajeros estaban embelesados conmigo, decían «¡Qué divina!». ¡Pero la canté todo el viaje! Fueron tres horas con la misma canción. La gente al rato se quería matar. Y, al final, mi mamá también. Pero bueno, se ve que ya desde tan chica tenía pasión por el canto.
Hace poco, en un encuentro con las chicas del secundario, a quienes veo muy seguido, una de ellas, Julia, me trajo un autógrafo que le firmé cuando estábamos en tercer año. Nuestro colegio era la Escuela de Comercio Nº 24, que queda en Avenida del Campo y la calle 14 de julio, en La Paternal. Ella me dijo en ese entonces «Vos vas a ser una gran cantante», y yo le escribí en un papel:
Para mi ferviente admiradora Julia de su artista preferida. Valeria alias María Cristina.
Nunca pensé que tuviera una voz privilegiada, pero sí que que cantaba bien, que afinaba. Tengo un registro muy amplio de voz, pero nunca fue un «¡Wow! ¡Qué voz tengo!». Sé que tengo una voz importante, pero en el sentido de que tengo una emisión importante, un volumen importante. Pero siempre supe que tenía que estudiar mucho. Y estudié mucho y sigo todavía. Ya a los catorce años estudiaba. Cada día esperaba que terminaran las clases en la escuela para ir corriendo a las clases de canto.
Una de mis primeras profesoras, cuando yo tenía trece o catorce años, fue Clara Calvo, que cantaba en el Teatro Colón. Mi papá me llevaba a su casa, que es donde daba clases. Quedaba en el barrio de Once. El lugar era muy antiguo. Ella era flaca, alta, el pelo blanco. Imponente. Y se pintaba la boca de rojo pero por fuera de los límites de los labios. Y tenía un piano muy desafinado. Me enseñó muchísimo.
A esa edad, también tomaba clases de repertorio con Dante Giraldoni, en donde aplicaba todas las técnicas que aprendía con Clara Calvo. Después, cuando tenía dieciséis o diecisiete años, entré a una academia de canto, porque antes no existían escuelas integrales como ahora.
A los diecisiete años conocí al que fue mi mentor y quien me hizo amar mi vocación, el profesor de canto Norberto Mazza. Él me guió en esta carrera y me entregó generosamente su conocimiento sobre música y técnica. Lo sigo recordando con un enorme cariño. Di los primeros pasos en el mundo de la música de su mano y la vida me regaló la alegría de que luego, con los años, fuera profesor de música en mis escuelas. Maestro de maestros. ¡Gracias Norber!
Mi papá era el que me acompañaba a todos lados. Se comía unas amansadoras, pobre… Se quedaba ahí y me esperaba. También me acompañaba a las audiciones: de muchas me enteraba por alguno de mis profesores y de otras porque recorría los canales. No había internet, ni redes sociales ni celulares, no te enterabas rápido de esas cosas. Iba a Canal 7 y a Canal 9, que eran los canales top de la época y que, además, organizaban concursos de canto. Y yo iba a todos. Tampoco dejaba la radio afuera. Participé, por ejemplo, siendo una adolescente, en certámenes de Radio del Pueblo y Radio Libertad.
En 1969 acompañé a un amigo, Ricardo Pald, a audicionar a La Botica del Ángel, de Eduardo Bergara Leumann. Quedaba en la calle Luis Saénz Peña, en San Telmo, y era un lugar muy vanguardista por el que pasaban tanto los artistas consagrados como los más nuevos de ese momento: Libertad Lamarque, Nacha Guevara, Niní Marshall, Marilina Ross, Alberto Castillo, Leonardo Favio y muchos otros.
Después de que mi amigo hizo la prueba, el Gordo Bergara Leumann me miró.
—¿Vos cantás, nena?
—Sí —le respondí.
—A ver, cantante algo.
Primero hice «Cuando un amigo se va», de Alberto Cortez, y después «Perfidia», el bolero de Alberto Domínguez.
—Bueno, vos también quedate —me dijo el Gordo. Y así, casi de casualidad, empecé profesionalmente.
Por esa época, un peluquero amigo me presentó a Lalo Etchebarne, que fue mi primer representante. Tiempo después, Pinky Rubano, que era músico y también productor, me comentó que tenía unos amigos músicos (Richard, Chocho, Lucas, Quique, Benny y Eddie) que estaban formando una banda, y me convocó para una audición. Fui y ahí se formó el grupo Expression. Pero me estoy adelantando, porque mi primer trabajo remunerado fue en La Botica, donde me quedé haciendo shows hasta que me descubrió Alejandro Romay, mi padrino artístico. Bergara me dio la primera oportunidad, pero Romay me lanzó a nivel popular.
Él me llevó a Sábados de la bondad, que en ese momento lo conducía Héctor Coire en Canal 9. Antes de mi debut, recuerdo que estaba en una oficina con Gustavo González y Jorge Torres, los productores, y ellos me preguntaron cómo me llamaba.
—Yo me llamo Valeria.
—¿Valeria qué?
—Valeria.
—No. Una cantante que va a ser popular y conocida tiene que tener un apellido —dijo Jorge.
Agarró un tomo de la guía de teléfonos y empezó a buscar.
—Lynch. ¿Te gusta?
—Sí.
—Bueno. Desde ahora sos Valeria Lynch.
Así nació mi nombre y me lo apropié porque me gustaba como me quedaba. Era cortito, conciso, efectivo. A mí me encantó.