
1
Glayino se desperezó notando el calor del sol en el pelaje. Una brisa cálida susurraba a su alrededor, cargada con el aroma de cosas verdes que crecían. En algún lugar por encima de su cabeza, un pájaro gorjeaba, y oyó también el apagado chapoteo del agua del lago en la orilla.
—¡Glayino!
Unos pasos ligeros alborotaron el sonido de las olas. El joven se imaginó a su mentora, Hojarasca Acuática, vadeando las aguas someras del borde del lago.
—¡Glayino! —repitió la gata, cuya voz sonó más cerca—. ¡Ven aquí conmigo, el agua fresca sienta de maravilla!
—No, gracias —masculló el aprendiz.
«Ya he tenido bastante agua para el resto de mi vida», pensó.
—Está bien, como quieras.
Para el joven aprendiz, el agua se había convertido en algo más que el dulce contacto del lago en las patas. De hecho, ya no tenía nada de agradable: el sonido de las olas en la orilla despertaba en Glayino el recuerdo de las frías aguas agitándose a su alrededor, el peso del pelaje mojado empujándolo hacia el fondo, el agua llenándole la boca y la nariz, asfixiándolo... Se había ahogado una vez en un sueño, en el que se había perdido en los túneles subterráneos con el antiguo guerrero Hojas Caídas, y había estado a punto de ahogarse de verdad cuando, junto con sus compañeros de patrulla, rescató a unas cachorritas del Clan del Viento que se habían extraviado.
Los pasos de Hojarasca Acuática se alejaron, más deprisa ahora, como si estuviera saltando por los bajíos, despreocupada como una cachorrita.
Glayino empezó a caminar a lo largo de la orilla. Se suponía que debía buscar malvas, pero, al saborear el aire, no captó ni un solo rastro de su intenso y familiar olor. En cuanto el sonido de los pasos de Hojarasca Acuática se apagó, el joven aprendiz se alejó del agua y ascendió por la ribera. Tenía que encontrar algo mucho más importante que aquellas hierbas. Avanzó con la nariz pegada al suelo, rastreando el camino a través de las matas de hierba y rodeando los arbustos, hasta que llegó a las retorcidas raíces de un árbol.
«¡Aquí está!»
Clavó los dientes en uno de los extremos del palo y lo sacó de debajo de la raíz que lo mantenía sujeto, lejos de las ávidas olas. Se agachó a su lado y deslizó una zarpa sobre las distintas rayas que había grabadas en la superficie, hasta que localizó el grupo de cinco líneas largas y tres cortas que representaban a los cinco aprendices y a las tres cachorritas que habían quedado atrapadas en los túneles cuando el agua los inundó. Cada una de aquellas rayas estaba cruzada por otra, y eso significaba que todos ellos habían salido vivos de allí. Glayino recordó el momento en que Pedrusco había hecho las marcas, y casi sintió el contacto de la garra sin pelo del viejo espíritu sobre la madera.
El joven aprendiz, sin embargo, también notó la línea sin marcar. Hojas Caídas, el gato de un antiguo clan del lago que los había guiado a todos, seguía recorriendo los túneles a solas.
Cerró los ojos, esperando captar las voces que solían hablar con él en susurros, pero no logró oír nada, excepto el viento entre los árboles y el balanceo de las aguas del lago.
—¿Hojas Caídas? ¿Pedrusco? —maulló en voz baja—. ¿Dónde estáis? ¿Por qué ya no habláis conmigo?
No hubo respuesta, de modo que Glayino arrastró el palo un poco más allá del árbol y lo hizo rodar por la ribera hasta donde el agua pudiera llevárselo. Lo olfateó de arriba abajo, pero los ecos del pasado se habían esfumado.
El joven tragó saliva y a punto estuvo de gimotear como un cachorro que hubiera perdido a su madre. Deseaba hablar con Pedrusco para saber más cosas de los gatos que habían vivido alrededor del lago en un pasado remoto. Deseaba averiguar por qué Hojas Caídas se había quedado allí, recorriendo los túneles, cuando todos los demás gatos antiguos, incluso los que habían muerto en los pasajes subterráneos, se habían marchado a otro sitio.
Estaba convencido de que aquéllos eran los mismos gatos que percibía a su alrededor en la Laguna Lunar, cuyas pisadas habían dejado huellas en el sendero en espiral que descendía hasta el agua. Eran muchísimo más viejos que los clanes, más viejos incluso que el Clan Estelar. ¡Cuántas cosas podría aprender de ellos! Incluso podrían explicarle la profecía, las misteriosas palabras que había oído en el sueño de Estrella de Fuego.
«Habrá tres, sangre de tu sangre, que tendrán el poder de las estrellas en sus manos.»
—¡Glayino, ¿qué estás haciendo?!
La voz de Hojarasca Acuática lo sobresaltó. Estaba tan absorto en el palo y sus pensamientos sobre los gatos antiguos que ni siquiera la había oído acercarse. De repente captó su olor y la irritación que emanaba.
—Lo siento —masculló.
—Necesitamos más malva, Glayino. Que no estemos al borde de una batalla no significa que los gatos no enfermen o se hagan daño. Los curanderos tienen que estar preparados.
—Ya lo sé, ¿vale? —replicó el aprendiz.
«¿Quién impidió la batalla? —añadió para sus adentros—. El Clan del Viento y el Clan del Trueno se habrían hecho pedazos si nosotros no hubiésemos encontrado a aquellas cachorritas perdidas.»
No quería discutir con su mentora, así que decidió volver a empujar el palo ribera arriba para esconderlo de nuevo debajo de la raíz. Luego se alejó de Hojarasca Acuática sintiendo su mirada severa clavada en él, y se dirigió a la parte alta de la orilla con la boca abierta para detectar el olor de los brotes de malva.
Antes de recorrer más distancia, sin embargo, se detuvo para mirar hacia el lago con sus ojos ciegos. El viento le azotó el pelaje y se lo pegó al cuerpo.
«¿Dónde estáis? —llamó mentalmente a los gatos que llevaban tanto tiempo desaparecidos—. ¡Volved a hablar conmigo, por favor!»
—¡Glayino! ¡Eh, Glayino!
Aquélla no era precisamente la voz que quería oír. Reprimiendo un bufido de irritación, se volvió hacia Zarpa Pinta y, de inmediato, notó su olor y oyó sus pasos mientras la joven gata saltaba hacia él. «¡Viene dando tumbos entre los helechos como un zorro chalado!»
—¡Mira lo que tengo! —La voz de Zarpa Pinta sonaba muy alegre, y también algo apagada, como si estuviera hablando con una presa en la boca.
Glayino no se molestó en señalar que él no podía mirar nada, aunque el fuerte olor a campañol le reveló enseguida lo que la aprendiza llevaba entre los dientes.
—Hoy tengo la última evaluación de caza —siguió Zarpa Pinta, ahora con voz más inteligible; sin duda, había dejado la pieza en el suelo—. Si lo hacemos bien, Bayino, Ratolino y yo nos convertiremos en guerreros hoy mismo.
—Genial. —Glayino intentó sonar entusiasmado, aunque seguía molesto porque había interrumpido su intento de contactar con los gatos antiguos.
—Estoy segura de que Manto Polvoroso estará satisfecho conmigo —maulló la joven—. ¡Este campañol es enorme! Sólo con él se podrán alimentar los nuevos cachorros de Dalia.
—Los cachorros de Dalia todavía no pueden comer campañol —le recordó Glayino, al tiempo que pensaba: «¡Menuda cabeza de chorlito!»—. Nacieron hace apenas cuatro albas.
—Bueno, pues entonces que se lo coma Dalia. —Zarpa Pinta no había perdido la emoción—. Ahora que tiene que amamantar a dos cachorros ha de comer bien, ¿no? ¿Tú ya has ido a verlos? ¡Son las cositas más monas que he visto en mi vida! Dalia me dijo que les ha puesto Rosina y Tordillo.
—Lo sé —se limitó a responder el joven.
—Estoy deseando que sean lo bastante mayores para que puedan salir de la maternidad y jugar con ellos. ¿Crees que Estrella de Fuego me dejará ser la mentora de uno? Para cuando estén listos, yo ya tendré experiencia como guerrera.
—Son medio hermanos tuyos —la desanimó Glayino—. No creo que Estrella de Fuego...
—¡Zarpa Pinta! —los interrumpió una voz cortante.
Manto Polvoroso, el mentor de la joven, se abrió paso entre los helechos. Glayino notó su oleada de irritación.
—¿Qué estás haciendo, cazando o cotilleando? —preguntó.
—Lo siento, Manto Polvoroso —respondió la aprendiza—. ¿Has visto mi campañol? ¡Es enorme!
El guerrero se acercó a olfatear el roedor.
—Muy bien —maulló—. Pero eso no significa que puedas sentarte a lamerte la cola. Hay muchas más presas en el bosque. Me llevaré ésta al campamento y tú puedes continuar.
—De acuerdo. Nos vemos luego, Glayino.
El aprendiz no se olvidó de desearle buena suerte mientras ella se alejaba, pero su mente ya había vuelto a los gatos antiguos. Su silencio lo angustiaba. «¿He hecho algo mal? ¿Estarán enfadados conmigo Pedrusco y Hojas Caídas?» Seguía dándole vueltas al asunto cuando encontró una mata de malva y empezó a cortar unos cuantos tallos para llevarlos al campamento.
—Bien hecho, Glayino —dijo la voz de Hojarasca Acuática a sus espaldas cuando él ya casi estaba terminando—. Vámonos.
El joven recogió los tallos con la boca; era una buena excusa para no hablar. Se internó en el bosque siguiendo a su mentora, enfrascado en sus pensamientos y sin reparar apenas en el olor a presas y el sonido de las pequeñas criaturas que habitaban la maleza. Estaba muy lejos de allí, intentando reconstruir los pasos de los gatos antiguos.
De repente, un pájaro soltó un grito de alarma. Glayino, inmóvil frente al ave, dejó caer el ramillete de malvas cuando saltó hacia atrás después de que el pájaro batiera ferozmente las alas justo delante de su nariz.
—¡Oye! —El chillido indignado de Bayino sonó a unas pocas colas de distancia—. ¡El tordo al que acabas de espantar era mío! ¿Es que no has visto que estoy cazando?
—¡Pues no, no lo he visto! —Sintiéndose culpable e irritado por su propia torpeza, Glayino respondió con rabia—. Soy ciego, por si no te habías dado cuenta.
—Pero puedes hacer las cosas mejor —maulló Hojarasca Acuática, ceñuda—. Concéntrate en lo que te ocupa, Glayino. Llevas toda la mañana más despistado que un conejo.
—Bueno, espero que no haya arruinado mi evaluación —masculló Bayino—. De no ser por él, habría atrapado a ese tordo.
—Lo sé —maulló Zarzoso.
Glayino captó el olor del lugarteniente del Clan del Trueno un poco más allá. Y también el de Ratolino y su mentor, Zancudo. «¡Vaya! ¿Es que todo el Clan del Trueno está aquí, montando guardia?»
—Es inútil lamentarse por las presas perdidas —continuó Zarzoso, acercándose—. Y un guerrero no se desquicia por un pequeño contratiempo. Venga, Bayino, a ver si encuentras un ratón entre las raíces de ese árbol de allí.
—Vale —dijo el joven aprendiz, que seguía sonando enfadado a pesar de las palabras de su mentor—. Glayino, mantente lejos de mi camino, ¿quieres?
—Sin problema —contestó él.
—Sí, ya va siendo hora de regresar al campamento —intervino Hojarasca Acuática, dándole un empujoncito a su aprendiz—. Por aquí.
«¡Ya sé dónde está el campamento, gracias!», replicó Glayino para sus adentros.
El aprendiz volvió a recoger las hierbas y siguió a su mentora hasta el túnel de espinos y la hondonada rocosa. Después de atravesar la cortina de zarzas que protegía la guarida de la curandera, depositó la carga en el fondo de la gruta.
—Me voy a por algo de carne fresca, ¿vale? —maulló.
—Un momento, Glayino.
Hojarasca Acuática dejó también sus hierbas y se sentó delante del joven, que percibió su impaciencia y frustración.
—No sé qué te pasa últimamente —empezó la gata—. Desde que tú y los demás encontrasteis a las cachorritas del Clan del Viento en la orilla del lago...
Iba a preguntarle algo, el joven aprendiz captó un potente olor a curiosidad procedente de la curandera. Estaba claro que Hojarasca Acuática intuía que había algo en la historia de las cachorritas perdidas que él y sus hermanos no le habían contado, pero por nada del mundo le revelaría que las cachorritas, en realidad, se habían extraviado en la red de túneles subterráneos que se extendía bajo los territorios del Clan del Trueno y el Clan del Viento. Sabía que tanto Leonino y Carrasquera como los aprendices del otro clan, Ventolino y Zarpa Brecina, también guardarían silencio. Ninguno de ellos quería confesar que Leonino y Zarpa Brecina habían estado jugando en los túneles durante varias lunas.
Así que no podía contarle que habían estado a punto de ahogarse, junto con las cachorritas perdidas, cuando la lluvia entró en los túneles y convirtió el arroyo subterráneo en una riada aterradora. Él aún tenía pesadillas con aquel río turbulento y asfixiante...
—Glayino, ¿te encuentras bien? —le preguntó Hojarasca Acuática. Su irritación se había desvanecido y había dado paso a una gran inquietud, una marea pegajosa que amenazó con arrollar a Glayino como el agua en los túneles—. Si pasara algo malo, tú me lo contarías, ¿verdad?
—Claro —masculló él, esperando que su mentora no detectara la mentira en su voz—. Todo está bien.
Hojarasca Acuática titubeó. Glayino notó que empezaba a erizársele el pelo, que se estaba poniendo a la defensiva, pero la curandera se limitó a suspirar y a añadir:
—De acuerdo, ve a comer algo. Luego, cuando refresque un poco, iremos a la vivienda abandonada de los Dos Patas, a recolectar unas cuantas ramas de nébeda.
Antes de que ella terminara de hablar, Glayino ya se había levantado para dirigirse hacia la cortina de zarzas. Se fue directo al montón de la carne fresca, encontró con el olfato un ratón carnoso y se lo llevó a un lugar soleado delante de su guarida para comérselo. El sol acababa de rebasar su cénit y la hondonada estaba caldeada. Con el estómago lleno, el joven gato se tumbó de costado, satisfecho, y empezó a lavarse los bigotes con una zarpa.
Carboncilla y Carrasquera entraron en el claro por el túnel de espinos. Incluso a aquella distancia, Glayino pudo captar el olor musgoso de la hondonada de entrenamiento en el pelaje de las amigas.
—Siento mucho haberte ganado todas las veces —maulló Carrasquera—. ¿Seguro que estás bien?
—Estoy bien —insistió Carboncilla—. No lo estaría si me dejaras ganar y no pelearas como sabes hacerlo.
Su voz destilaba valentía, pero, por el sonido de sus pasos, Glayino supo que a Carboncilla le estaba dando problemas su pata herida. Los curanderos no podían hacer nada más por ella, sólo el tiempo fortalecería su extremidad. ¿O es que Carboncilla estaba destinada a no ser una guerrera, como le había ocurrido a Carbonilla?
Unos chillidos agudos procedentes de la maternidad lo distrajeron momentáneamente del problema de Carboncilla. Glayino hizo una mueca. Los hijos de Dalia no tenían más que cuatro días, pero sus voces eran muy potentes. El padre de los cachorros, Zancudo, había insistido en salir con Ratolino para su evaluación, aunque Manto Polvoroso se había ofrecido a ocupar su lugar para que pudiese pasar más tiempo en la maternidad. Glayino estaba cada vez más convencido de que Zancudo se sentía incómodo con sus hijos, parecía que no lograba acostumbrarse a la idea de ser padre.
En cualquier caso, la maternidad estaba bastante abarrotada. Raposillo y Albinilla, los cachorros de Fronda, aún seguían allí, aunque ya empezaban a ser lo bastante mayores para convertirse en aprendices. Y Mili, que estaba embarazada de Látigo Gris, acababa de trasladarse con las reinas. Glayino sabía que Estrella de Fuego se sentía orgulloso de lo fuerte que estaba volviéndose el Clan del Trueno, aunque a veces lo preocupara cómo iba a alimentar a todos sus miembros.
El túnel de espinos volvió a susurrar, y Leonino entró en el claro seguido de su mentor, Cenizo.
—¡Dos ratones y una ardilla! —exclamó el guerrero—. Bien hecho, Leonino. Ésa es la clase de caza que espero de ti.
A pesar de sus palabras elogiosas, Cenizo no sonó muy entusiasmado. Glayino opinaba que el guerrero y su hermano no se llevaban tan bien como deberían llevarse un mentor y su aprendiz. Había algo que lo desconcertaba, algo en Cenizo que no lograba descifrar.
Aunque probablemente no tenía importancia, y Glayino se olvidó del tema cuando Leonino se dejó caer a su lado con un ratón en la boca.
—¡Estoy hecho polvo! —declaró—. ¡Por un momento he pensado que esa ardilla iba a obligarme a perseguirla hasta el territorio del Clan de la Sombra!
—¿Y por qué te has esforzado tanto? —preguntó Glayino—. Hoy no es tu evaluación.
—Lo sé —respondió su hermano con la boca llena de carne fresca—, pero ésa no es la cuestión. Un buen guerrero siempre hace todo lo que puede para alimentar a su clan.
Y estaba claro que Leonino quería ser el mejor guerrero posible. Glayino lo sabía, y también era consciente de lo tenso y obcecado que se había mostrado su hermano desde que salvaron a las cachorritas en los túneles. Incluso sabía el motivo de esa actitud sin necesidad de leerle el pensamiento: Leonino había decidido concentrarse en su entrenamiento para compensar el hecho de haberse reunido en secreto con Zarpa Brecina, la aprendiza del Clan del Viento.
Glayino agitó los bigotes, comprensivo. Como curandero, él podía tener amigos fuera de su clan, aunque nunca se había imaginado deseando tal cosa. ¿Cómo podía alguien confiar en un gato de un clan distinto?
El sonido de unas piedrecillas cayendo lo alertó de que Estrella de Fuego estaba bajando de la Cornisa Alta. Su voz sonó cerca de la guarida de los guerreros.
—Necesitamos una patrulla fronteriza. ¿Quién quiere...?
Al lado de Glayino, Leonino se levantó de un salto.
—¡Yo!
Por un instante, el joven aprendiz de curandero se preguntó por qué Estrella de Fuego estaba organizando una patrulla, pero entonces recordó que el lugarteniente del clan, Zarzoso, había salido al bosque para evaluar a Bayino.
—Gracias, Leonino —maulló el líder—, pero veo que hoy ya has estado trabajando duro...
El aprendiz de guerrero se sentó de nuevo y su hermano percibió su decepción.
—Iré yo —se ofreció Látigo Gris mientras salía de la guarida de los guerreros.
—Y yo —maulló Esquiruela, que apareció detrás de él.
—Y Melosa y yo también —añadió Tormenta de Arena, acercándose con la joven desde la guarida de los aprendices.
—Muy bien —aprobó Estrella de Fuego—. Creo que deberíais echar una ojeada a la frontera del Clan del Viento. Está todo muy tranquilo desde que encontramos a las cachorritas, pero nunca se sabe.
—Renovaremos las marcas olorosas —prometió Látigo Gris—. Y si vemos que... —Se interrumpió al oír unos maullidos de entusiasmo y algo de alboroto en el túnel de espinos.
Glayino se incorporó, abriendo la boca para distinguir el olor de los recién llegados. Bayino fue el primero en entrar en el claro, con Ratolino y Zarpa Pinta pisándole los talones. Los seguían sus mentores, Zarzoso, Manto Polvoroso y Zancudo.
—¡Lo hemos conseguido! —El maullido triunfante de Bayino resonó por toda la hondonada rocosa—. Hemos superado la evaluación, ¡y ahora vamos a convertirnos en guerreros!
—Bayino —maulló Zarzoso muy serio—, eso debe decidirlo Estrella de Fuego.
—Lo siento... —respondió el aprendiz.
Glayino captó su repentina decepción y se lo imaginó con la cabeza y la cola gachas.
—Pero acabaremos siendo guerreros, ¿no?
—Quizá deberíamos evaluar también si eres capaz de mantener la boca cerrada —le soltó Manto Polvoroso.
—Vale, vale... —intervino Estrella de Fuego en tono divertido—, si los mentores vienen a hablar conmigo, organizaremos la ceremonia de nombramiento.
—¿Y qué pasa con la patrulla fronteriza? —quiso saber Látigo Gris.
—Puede esperar hasta el atardecer. Al fin y al cabo, no creo que haya ningún problema.
Los aprendices, ilusionados, empezaron a apiñarse cerca de la guarida. Leonino salió disparado para unirse a ellos. Glayino se levantó, se desperezó y, más despacio, siguió a su hermano.
—... y dos campañoles —estaba maullando Bayino cuando el aprendiz de curandero se acercó—. Incluso habría cazado un tordo si éste no lo hubiera espantado.
Glayino erizó el pelo del cuello, pero, antes de que pudiese decir nada, Carrasquera saltó en su defensa:
—¿Y qué importa eso? Has superado la evaluación, ¿no?
El joven aprendiz de curandero agitó la punta de la cola: «Puedo cuidar de mí mismo, gracias.»
—Pues yo he atrapado un campañol gordísimo —dijo Zarpa Pinta, demasiado emocionada para notar la hostilidad entre Bayino y Glayino—. Y he cazado un mirlo justo cuando estaba echando a volar. Manto Polvoroso ha dicho que nunca había visto un salto tan bueno.
—¡Eso es genial! —exclamó Melosa.
—Yo he apresado una ardilla —alardeó Ratolino.
Glayino recordaba muy bien el día que el aprendiz había trepado por el Roble del Cielo persiguiendo una ardilla. Demasiado asustado para bajar, Carboncilla subió a ayudarlo y se rompió una pata cuando cedió una rama. Glayino se habría apostado una luna quitando las garrapatas a los veteranos a que la ardilla que había atrapado Ratolino estaba en el suelo.
—Ojalá nos evaluaran a nosotros, ¿verdad? —le susurró Carrasquera a Leonino—. A veces creo que jamás seremos guerreros.
—Lo sé —respondió él con la misma envidia; luego lo recorrió una oleada de determinación—: Sólo tenemos que trabajar más duro. Eso es todo.
Glayino no se unió a la conversación. Sus pasos iban por otro camino muy distinto. Él no terminaría su entrenamiento como curandero hasta dentro de muchísimo tiempo, y, cuando recibiera su nombre oficial, seguiría siendo el aprendiz de Hojarasca Acuática. No sería curandero de verdad hasta que su mentora muriera. Y, por supuesto, aunque sentía un hormigueo ante la idea de que sus hermanos avanzaran sin él, no quería que Hojarasca Acuática muriese.
Además, la profecía decía que los tres tendrían en sus manos el poder de las estrellas desde su nacimiento. No decía nada de que tuvieran que esperar primero a ser guerreros.
La voz de Estrella de Fuego resonó desde la Cornisa Alta:
—¡Que todos los gatos lo bastante mayores para cazar sus propias presas vengan aquí para una reunión de clan!
El claro se inundó de distintos olores cuando los miembros del Clan del Trueno comenzaron a aparecer. Glayino distinguió el de los veteranos, Musaraña y Rabo Largo, que salían de su refugio, debajo de la madreselva. Hojarasca Acuática dejó la guarida de la curandera y se sentó delante de la cortina de zarzas.
Luego los demás olores quedaron eclipsados por el de Dalia, que se acercó corriendo hacia el grupo de aprendices.
—¡Bayino, mírate! —exclamó la reina—. Tienes todo el pelo alborotado. ¡Y tú, Zarpa Pinta, ¿es que has recogido todos los abrojos que había entre el lago y el campamento?!
Y comenzó a lamerlos ferozmente.
—Ya vale. Puedo hacerlo yo solo —protestó Bayino.
—Tonterías —replicó Dalia—. No podéis presentaros en vuestra ceremonia de nombramiento guerrero como una pandilla desaliñada de cachorros descarriados.
Se puso a lamer de nuevo a Bayino, antes de interrumpirse y añadir:
—¡Ratolino! ¡Tú estás igual de mal! ¿Has visto cómo llevas la cola?
—Pues yo espero que Estrella de Fuego no se acuerde de mi cola a la hora de darme mi nombre de guerrero —maulló Bayino, nervioso.
La cola del joven no era más que un pequeño muñón. De cachorro se le había quedado atrapada en una trampa para zorros después de escaparse del campamento para ir a cazar.
—¿Y de qué tienes miedo? ¿De que te llame «Bayino Rabo Rabón»? —sugirió Rosellera—. ¡Sería como un trabalenguas!
—¡Qué va! —se lamentó el aprendiz—. Estrella de Fuego no haría algo así, ¿verdad?
—No seas tonto —lo riñó Dalia.
—Estoy segura de que no tienes de qué preocuparte —intervino Centella, uniéndose a la conversación.
Entre tantos olores, Glayino no había reparado en que ésta se acercaba.
—Después de que la manada de perros me atacara —prosiguió la guerrera—, Estrella Azul me puso Cara Perdida cuando me nombró guerrera. Sin embargo, cuando Estrella de Fuego se convirtió en líder, me lo cambió. Estoy convencida de que no le daría a nadie un nombre tan cruel.
—¡Eso espero! —soltó Bayino, que aún parecía dudar.
Glayino se alarmó de repente al pensar en lo que acababa de decir Centella.
—¿Tú crees que Hojarasca Acuática podría hacer alusión a mi ceguera cuando me dé mi nombre de curandero? —le preguntó a Carrasquera al oído.
—¿Y adjudicarte algo tipo Glayino Sin Ojos? Eso es tan absurdo como lo de Bayino Rabo Rabón —le contestó su hermana.
—Tú puedes pensar que es absurdo, pero ¿qué opinará Hojarasca Acuática...?
—Silencio —los interrumpió Látigo Gris—. La ceremonia está a punto de empezar.
Leonino le dio un empujoncito a su hermano.
—Venga, vamos a buscar un buen lugar en primera fila. No quiero perderme un solo detalle.
—Sí, que pronto nos tocará a nosotros —maulló Carrasquera entusiasmada.
Glayino siguió a sus hermanos y a los demás aprendices hasta la parte delantera del semicírculo que rodeaba a Estrella de Fuego. Enseguida percibió el orgullo efervescente que irradiaban los tres jóvenes que iban a convertirse en guerreros, y se los imaginó con el pelaje lustroso y acicalado tras los frenéticos lametazos de su madre. Dalia se sentía orgullosa, aunque Glayino también captó en ella cierta inquietud por los dos cachorros que había dejado solos en la maternidad.
Luego localizó a Fronda, que estaba sentada justo delante de la maternidad con Raposillo y Albinilla. La dulce reina se encargaría de que los dos recién nacidos estuvieran bien mientras su madre presenciaba cómo sus primeros hijos se convertían en guerreros.
—Hoy es un buen día para el Clan del Trueno —empezó Estrella de Fuego, y los murmullos se apagaron—. Ningún clan sobrevive sin nuevos guerreros. Zarzoso, ¿tu aprendiz, Bayino, está preparado para su ceremonia de nombramiento?
—Ha entrenado bien —respondió Zarzoso.
Glayino percibió cómo aumentaba la emoción de los tres aprendices mientras Estrella de Fuego se dirigía a los otros dos mentores, Manto Polvoroso y Zancudo. Luego oyó los pasos de los jóvenes guerreros, que avanzaron para plantarse ante el líder.
—Yo, Estrella de Fuego, líder del Clan del Trueno, solicito a mis antepasados guerreros que contemplen a estos tres aprendices. —Su voz resonó por encima del susurro de los árboles que crecían en la cima de la hondonada—. Han entrenado duro para comprender el sistema de vuestro noble código, y yo os los encomiendo a mi vez como guerreros. Bayino, Zarpa Pinta, Ratolino, ¿prometéis respetar el código guerrero y proteger y defender a este clan, incluso a costa de vuestra vida?
—¡Lo prometo! —respondieron los tres hermanos al unísono, Bayino más fuerte que los demás.
Durante unos segundos, Glayino sintió un pellizco de envidia. Algún día también celebrarían su ceremonia de nombramiento como curandero, aunque él no tendría que plantarse ante el clan para prometer defenderlo con su propia vida.
—Entonces, por los poderes del Clan Estelar, os doy vuestros nombres guerreros —continuó Estrella de Fuego—. Bayino, a partir de este momento serás conocido como Bayo.
—¡Oh, gracias! —exclamó el nuevo guerrero, interrumpiendo al líder del clan.
Una oleada de risas recorrió el claro, aunque Glayino captó la irritación de Zarzoso, el mentor del joven.
Estrella de Fuego esperó a que todos guardaran silencio de nuevo para continuar.
—El Clan Estelar se ve honrado con tu valor y tu entusiasmo, y todos te damos la bienvenida como guerrero de pleno derecho del Clan del Trueno.
Hubo una pausa. Glayino sabía que Estrella de Fuego apoyaría el hocico en lo alto de la cabeza de Bayo, y que el joven guerrero le daría un lametón respetuoso en el omoplato. Luego, el líder prosiguió, dando a Zarpa Pinta el nombre de Pinta, y a Ratolino el de Ratonero.
—El Clan del Trueno está muy orgulloso de todos vosotros —concluyó Estrella de Fuego—. Servid lealmente a vuestro clan.
—¡Ratonero! ¡Pinta! ¡Bayo!
El clan recibió a los tres nuevos guerreros con gritos de entusiasmo.
Glayino percibió en ellos el orgullo de sus nuevas responsabilidades, y en los demás gatos, una confianza renovada porque el clan estaba creciendo tanto en número como en poderío. Las adversidades del Gran Viaje ya eran un recuerdo borroso.
Pero allí había algo más... Algo que flotaba como la bruma en aquella hondonada... Viejas tradiciones que se extendían más allá del Clan del Trueno y que llegaban hasta los antiguos gatos que habían recorrido aquellos bosques muchísimo tiempo atrás. Si Hojas Caídas hubiera logrado salir vivo de los túneles, ¿lo habrían recibido igual?
«¿Qué sucedió con aquellos gatos? ¿Adónde fueron?», se preguntó Glayino.