¡AYÚDAME, VIRGENCITA!

Donde se asienta que en México te puedes meter con todo mundo, menos con la Virgen de Guadalupe.


No podía desestimar las recomendaciones del Espíritu Santo, no al menos en la delicada situación en que se encontraba fray Servando Teresa de Mier en diciembre de 1794; ni rezándole a toda la corte celestial la tenía fácil.

«Pero como el Espíritu Santo nos aconseja —escribió—: “No hay que entrar en litigio con un hombre poderoso, no sea que caigamos en sus manos”, y como el espíritu de venganza de aquel prelado era tan grande como su prepotencia, devoré en silencio mi descrédito, el odio y las imprecaciones del pueblo».

Y es que el intelectual dominico y futuro insurgente —quien probaría la hiel del destierro varias veces— había hecho enfurecer al arzobispo de México, Alonso Núñez de Haro y Peralta, y a buena parte de la jerarquía católica «porque se había metido con la Virgen de Guadalupe».

Desde su aparición en 1531, la historia guadalupana giraba alrededor de su festividad, sus milagros y procesiones. Pero en 1794 a sus páginas se agregó este curioso pasaje que en su momento escandalizó a todos. En su sermón guadalupano correspondiente a ese año, fray Servando contó una historia nada ortodoxa sobre las apariciones de la Virgen de Guadalupe. Pero en su descargo, hay que decirlo, nunca negó su aparición.

Cuatro fueron las tesis que presentó el fraile dominico. En la primera estableció que la Virgen no estaba pintada en la tilma de Juan Diego, sino en la capa de santo Tomás Apóstol. En la segunda refirió que, en el año 44 de nuestra era, es decir, once años después de la muerte de Cristo, la imagen de la madre de Dios ya era «célebre y adorada» por los indios, ya cristianos, en Tenayuca, donde el mismísimo santo Tomás había dirigido la construcción de un templo para ella —aunque en su sermón no explicó la forma en que santo Tomás le había hecho para llegar a tierras americanas.

En su tercera tesis afirmó que de pronto los indios, apóstatas, maltrataron la imagen, que «seguramente no pudieron borrar»; entonces, santo Tomás la escondió. Pasaron los siglos y diez años después de la conquista (1531) se apareció la «Reina de los cielos a Juan Diego», pidió que le hicieran su templo y le entregó su imagen escondida para que se la llevara a Juan de Zumárraga.

En su cuarta tesis, fray Servando estableció que la imagen era una pintura del siglo primero de la Iglesia, «pero, así como su conservación, su pincel es superior a toda humana industria, como que la Virgen María se estampó naturalmente en el lienzo viviendo en carne mortal». Palabras más, palabras menos, la pintura tenía prácticamente un origen celestial.

Para justificar su interpretación, fray Servando fue muy lejos: sostuvo que los indios mexicanos eran la décima generación de los que habían trabajado en la Torre de Babel y la decimotercera que puso sus brazos al servicio de Noé y su arca; que originalmente eran gigantes, por eso habían podido esculpir monolitos como la Coatlicue y la Piedra del Sol —descubiertos en 1790—, pero «como Isaías había predicho que la muerte del Señor sería la ruina de la tierra de los gigantes», gran parte del continente se había inundado y solo doce se salvaron al encontrarse en la sierra de Tenayuca.

Además, afirmó que santo Tomás era Quetzalcóatl, pues la descripción que había del dios sabio era «puntualmente la fisonomía de santo Tomás»: un hombre blanco, crecido de cuerpo, frente ancha, ojos grandes, cabellos negros, barba grande y redonda, que además hacía penitencia, se levantaba a medianoche, era castísimo, no admitía sacrificios sangrientos de hombres ni animales sino solo pan, flores y perfumes, y prohibía guerras, o sea, aplicaba todas las enseñanzas de Jesucristo.

El sermón fue un escándalo; el arzobispo montó en cólera; fray Servando fue arrestado por veinte días, tuvo que retractarse, y aunque dijo que no lo había hecho con mala intención sino con el objeto de «mover y despertar a los literatos» para que tomaran sus plumas y así defender la historia guadalupana, tuvo que confesar que actuó mal y pidió perdón.

Sin embargo, el arzobispo era su enemigo, por lo que fue acusado de herejía y blasfemia, le confiscaron sus libros y fue exiliado a España en junio de 1795, no sin antes pasar dos meses en la prisión de San Juan de Ulúa.

Pero fray Servando no era un ingenuo, y desde luego su sermón tenía un trasfondo político: si la conquista y la dominación españolas se habían justificado en nombre de la evangelización, al aceptarse la explicación de fray Servando de que tiempo antes de la llegada de los conquistadores los indios ya conocían el cristianismo, la conquista quedaba sin legitimación moral, legal y espiritual.

El famoso sermón era el reflejo de lo que sucedía en los últimos años del siglo XVIII en la capital de la Nueva España. Los criollos, que por generaciones habían nacido en territorio americano, comenzaban a reivindicar elementos que podían constituir a la patria mexicana criolla: territorio común, historia compartida desde 1521, cultura y religión.

Por sobre todos aquellos elementos se levantaba la devoción por la Virgen de Guadalupe, «aparecida» en tierras mexicanas y a los propios mexicanos —«con ninguna otra nación hizo nada igual»—. A partir de entonces, y solo por algunos años, a los ojos de los criollos que iniciarían la independencia la Guadalupana sería la virgen de los nacidos en el territorio de la Nueva España y, por tanto, bandera de los insurgentes. Era la reivindicación de una patria por nacer. Y seguramente, al partir al destierro, fray Servando sonrió con malicia.