No eran prostitutas, eran mujeres de la vida galante; no eran adúlteros sino infieles; no eran homosexuales sino invertidos. De todo se inventaron «las buenas conciencias» para defender la moral y las buenas costumbres de los mexicanos.
No fue una quema de libros como la que hicieron los nazis en 1933; no fue una pira de las que prendía la Inquisición para ajusticiar a los herejes; era el fuego purificador que un grupo de jóvenes de la Federación Estudiantil Universitaria encendió para quemar, en el mismísimo Zócalo, revistas pornográficas, sucias y cochinotas como las que circulaban en la ciudad de México en marzo de 1955.
Entre 1930 y 1960, la sociedad mexicana padeció una cruzada moralizadora impulsada por los sectores más conservadores, apoyada por la Iglesia y con la vista gorda del gobierno. Todo tipo de organizaciones y asociaciones para defender «la moral y las buenas costumbres» surgieron desde la segunda década del siglo XX: la Unión Nacional de Padres de Familia (1917), La Asociación Nacional de Padres de Familia (1926), la Acción Católica con su brazo golpeador, los Caballeros de Colón (1929), la Legión Mexicana de la Decencia y la Liga de la Decencia, aunque nunca se constituyó formalmente.
Estos grupos la emprendieron contra todo y contra todos: cine, radio, televisión, revistas, libros, arte, deporte. En 1938 impidieron que se estrenara la cinta Blanca Nieves porque una mujer y siete hombres bajo el mismo techo se antojaba perversón; la Liga se habría rasgado las vestiduras de saber que después habría una versión soft porn: Enanieves y sus siete blancanos.
A la Diana Cazadora, que en realidad es la Flechadora de las Estrellas del Norte, no le fue mejor. La escultura fue inaugurada el 10 de octubre de 1942 por el presidente Manuel Ávila Camacho. Por entonces se encontraba en una glorieta que unía el Paseo de la Reforma con las calles de Río Ródano y Lieja —cerca de donde hoy se encuentra la Estela de Luz—. La hermosa escultura no pudo escapar a la estúpida censura.
La Liga de la Decencia se escandalizó cuando sus miembros se dieron cuenta de que la escultura realizada por Juan Olaguíbel estaba desnuda. Se santiguaron, rezaron rosarios, elevaron plegarias y tras verla con deseo confesaron sus pecados. Entonces iniciaron una serie de protestas para pedir que la retiraran. Una mañana, la Diana amaneció vestida con ropa interior de tela —escena que fue reproducida a manera de burla en la película Los Caifanes en 1966—. La presión fue tan grande que el gobierno le ordenó al escultor cubrirla con un taparrabos, y así permaneció hasta 1967.
Poco después, a finales de los cuarenta, la Legión Mexicana de la Decencia intervino en la elaboración del Código de Producción Cinematográfica, que definía la semidesnudez en la filmación como «carencia de pantalones en el hombre y faldas en la mujer, incluyéndose, por tanto, escenas en traje de baño», y que debía prohibirse; besos en la cara, cuello, orejas y nuca: prohibidos; si en la cinta había una mujer adúltera o un marido infiel, debían mostrar remordimiento o arrepentimiento. La homosexualidad, obviamente, era impensable, «aun cuando no se muestre al pervertido».
Al comenzar la década de 1950, el gobierno arremetió contra los centros de vicio —salvo los que frecuentaba la gente de alcurnia—: cabarets, centros nocturnos, lupanares y antros —cuando este término se usaba todavía como «lugar de mala muerte»—. Además, la Liga de la Decencia alentó que los grandes almacenes no pusieran maniquíes en sus aparadores porque los jóvenes podían desarrollar pensamientos lujuriosos. Se cuenta, incluso, que en las kermeses públicas se prohibieron los matrimonios y también llegó a prohibirse el juego de la botella.
En sus albores, la televisión también padeció los ataques de los defensores de la moral y las buenas costumbres: «como invento modernísimo de gran difusión, es necesario que se moralice, evitando que pasen películas inmorales en las primeras horas de la tarde, cuando los niños son los únicos que pueden ver los programas por las ocupaciones normales de sus padres».
Así comenzaba un documento firmado por la Federación de Asociaciones de Padres de Familia de las Escuelas Secundarias del Distrito Federal dirigido al presidente de la República, Adolfo Ruiz Cortines, en el que solicitaban, además, su apoyo para «suprimir las exhibiciones de lucha libre por televisión», porque el ejemplo que daban los «magnates de la fuerza bruta» afectaba a los niños y jóvenes, que se aplicaban llaves y saltos a diestra y siniestra.
Pero el temor de tan insigne Federación iba más lejos y temían que «también las niñas, las jovencitas y hasta algunas mujeres maduras gustasen de tan vulgar espectáculo, y mañana la mujer mexicana no sería la abnegada y buena madre, sino la brutal golpeadora».
Para estos grupos, la televisión no era una diversión, representaba «el peligroso abismo que tienden los eternos enemigos» contra la moral y las buenas costumbres. Desgraciadamente, aún existen quienes pretenden tutelar la moral pública.