Hace algunos años utilicé la expresión «El arco iris de la dificultad» como título de una conferencia en la que me ocupaba de un grupo de narradores norteamericanos que surgieron a lo largo de la segunda mitad del siglo XX y cuyas obras se caracterizaban por la considerable dificultad que entrañaba su lectura. El título es un homenaje a una de la novelas más inaccesibles de todos los tiempos, El arco iris de gravedad, de Thomas Pynchon. Mi intención no es diseccionar la idea de dificultad (Steiner lo hace con su característica brillantez, aislando cuatro aspectos del concepto en «Sobre la dificultad»), sino utilizarla de manera más bien intuitiva: dificultad en el sentido literal, como esfuerzo de la inteligencia; la lectura entendida como reto intelectual. Los autores de lo que he dado en llamar «Escuela de la Dificultad» exigen del lector un serio esfuerzo desde el punto de vista cognitivo y no es posible acceder a sus obras y disfrutar de ellas si se carece de una cierta preparación.
El punto de partida de la trayectoria descrita por el arco iris de la dificultad es la publicación en 1955 de Los reconocimientos, la primera novela de William Gaddis; el momento culminante lo marca la aparición en 1973 de El arco iris de gravedad, mientras que la llegada al final del trayecto la señala La broma infinita (1996), novela con la que David Foster Wallace da sepultura al siglo XX. Gaddis, Pynchon y Wallace son tres de los referentes centrales de la escuela, aunque junto a ellos hubo un gran número de narradores que contribuirían a poner en marcha uno de los mayores programas de renovación de la novela en la historia reciente. Antes de mencionar sus nombres es importante precisar que no es posible entender lo que ocurrió en la literatura norteamericana entonces sin tener en cuenta el ascendiente de James Joyce y Vladimir Nabokov y, en medida sólo levemente menor, de Samuel Beckett.
La influencia del escritor ruso la puso de relieve David Foster Wallace cuando acuñó la expresión «los hijos de Nabokov» para referirse a cuatro de las figuras más relevantes de la Escuela de la Dificultad: Thomas Pynchon, John Barth, Robert Coover y Don DeLillo. Otro miembro de la escuela, Donald Barthelme, escritor de estatura comparable a los anteriores, constató la influencia de Joyce sobre su generación en un ensayo de 1964 precisamente titulado «Después de Joyce». Por lo que se refiere a Nabokov, el escritor ruso comparte con el autor del Ulises la noción de que la literatura es un juego y la dificultad uno de sus límites, idea que se convertirá en uno de los rasgos de la escritura puesta en práctica por los autores sobre los que tanto influyó. Como elemento central del concepto de narración común a todos ellos, la dificultad es susceptible de innumerables variaciones que se abren a combinaciones insólitas. Una de sus cristalizaciones más características es la idea de entropía, base de la poética de la paranoia, tal como la formula Pynchon, invocando la segunda ley de la termodinámica, conforme a la cual se producen una serie de desplazamientos entre el orden y el caos dentro del ámbito cerrado que es el texto.
Con ser un factor determinante, la dificultad no lo es todo. Como concepto forma parte de una ecuación compleja y es mucho lo que deja fuera. Es aquí donde resulta útil la imagen de la doble hélice, siendo la dificultad tan sólo uno de sus vectores: hay mucha literatura de interés que no participa de la dificultad, o que lo hace de manera parcial, o incluso opera a la contra de ella. Las concomitancias, roces, turbulencias, rechazos, inclusiones y connivencias entre los distintos modos de entender la literatura trascienden, alteran o anulan el factor de la dificultad, manifestándose en tropismos que propician coincidencias y convergencias de signo muchas veces paradójico. Estos contrastes surgen de manera espontánea a lo largo de la historia literaria y mi intención es señalar someramente alguna de sus cristalizaciones. Operar así permite poner de relieve configuraciones insólitas, como la aparición simultánea en momentos claves de la historia de figuras de gran calibre pero de signo radicalmente distinto.
El punto de partida de mi indagación es la constatación de que, a partir de la segunda mitad del siglo XX, un importante número de narradores norteamericanos empezó a cultivar un tipo de escritura deliberadamente difícil sin que ello fuera el resultado de una decisión colectiva. Esta circunstancia me hizo pensar que estaba ante una constante cuya evolución sería interesante examinar desde la perspectiva que ofrece el momento en que surge la Escuela de la Dificultad, lanzando una mirada tanto hacia el pasado de la historia literaria como hacia el futuro. La idea de dificultad como instrumento hermenéutico me resultaba fascinante, aunque era evidente que no podía ser la única manera de abordar la creación literaria. ¿Cuál era su relación con otras formas, opuestas o complementarias, de escritura? Sin duda, en el contexto norteamericano, la imagen que mejor plasma el seguimiento de un proceso así es la del viaje por carretera, con sus paradas puntuales en distintos momentos de la historia, cada una de ellas con su correspondiente crónica de motel. El viaje que propongo efectuar transcurre en dos fases. La primera comienza cuando despunta en el horizonte el arco iris de la dificultad. Desde allí lanzaré una mirada hacia adelante hasta llegar a los confusos alrededores del presente. En el ensayo que cierra la primera parte de este libro, efectuaré, a modo de coda, un recorrido que se remonta a los orígenes mismos de la historia literaria estadounidense, efectuando un rastreo de las tensiones subyacentes que a partir de entonces surgirán a lo largo de distintas épocas.
La primera parte de nuestro viaje por carretera, la más cercana a nosotros en el tiempo, coincide con la trayectoria seguida por la Escuela de la Dificultad, y comienza propiamente en 1955, año en que además de Los reconocimientos ve la luz Lolita. Resulta difícil pensar en dos novelas más diferentes, lo cual, conforme a la inclinación hacia el pensamiento paranoico patente o latente en la mayor parte de los autores de la dificultad, invita a pensar que una coincidencia así ha de tener necesariamente un significado oculto. Lolita es, literalmente, una novela de carretera, y el hecho de que su publicación coincidiera con la de Los reconocimientos, la novela destinada a desbrozar la ruta a seguir por los autores de la dificultad, es señal de que algo anómalo está sucediendo. La cuestión de los arquetipos literarios juega un papel importante aquí: la novela de carretera por antonomasia es, como se proclama desde el mismo título, On the Road, literalmente «En la carretera», de Jack Kerouac, de la que se pueden decir muchas cosas, pero no que es difícil. Se da la circunstancia, y la paradoja es mayúscula, de que uno de los más rendidos admiradores de la novela de Kerouac fue el nada fácil Thomas Pynchon, según él mismo confesó en el prólogo de Un lento aprendizaje, recopilación de sus relatos aparecida en 1984. Las concomitancias entre los intereses estéticos de Pynchon y la poética del movimiento beat son conocidas, y se pueden apreciar con toda claridad en novelas como Vineland (1990) o Vicio propio (2009). La confluencia en el tiempo entre las novelas de Kerouac y Nabokov ocurrió así: dado el tema de Lolita, el autor ruso tuvo grandes dificultades para encontrar editor, razón por la que, aunque la novela se publicó originariamente el mismo año que Los reconocimientos (primera coincidencia), no sucedió en Estados Unidos, sino en París, en una editorial dedicada a la publicación de libros eróticos en inglés, Olympia Press. A la novela la rescató de la clandestinidad Graham Greene, que afirmó en su columna de The Sunday Times que era uno de los tres mejores libros que había leído aquel año. El director de otro dominical británico, el Sunday Express, protestó airadamente contra el dictamen de Greene, afirmando que Lolita era el libro más indecente que había leído en todos los días de su vida. El Ministerio del Interior británico ordenó retirar todos los ejemplares que pudiera haber en las bibliotecas del país. Mientras, en Francia, a la vez que Gallimard se disponía a publicar la traducción del libro al francés, el Gobierno secuestraba la edición de Olympia Press. Precedido de un escándalo que recuerda lo sucedido con el Ulises, el libro se pudo publicar por fin en Estados Unidos en 1958, lo cual lo convierte en contemporáneo casi exacto de la novela de Kerouac, que había aparecido un año antes (segunda coincidencia). La recepción crítica no fue unánime, pero las ventas se dispararon y Lolita batió el récord establecido por Lo que el viento se llevó, vigente desde 1939, llegando a vender más de cien mil ejemplares en tan sólo tres semanas.
La fascinación del autor de El arco iris de gravedad por un escritor en principio tan ajeno a su manera de entender la literatura como Kerouac introduce un principio de incertidumbre en el genoma de la dificultad, pero no es un caso aislado. Contrastes de este tipo se repiten de manera recurrente a lo largo de la historia: escritores que de manera inexplicable gravitan hacia creadores de signo a veces muy distinto, si no opuesto, como si buscaran subsanar las carencias de la obra propia en la de otros. Melville no se entiende sin Hawthorne, Henry James sin Mark Twain, Hemingway sin Faulkner, Fitzgerald sin Hemingway, y viceversa, en todos los casos. Es así, en virtud de una serie constante de repliegues y huidas, como evoluciona la historia literaria, volviéndose en ocasiones contra sí misma. Es así también como opera, de manera subrepticia o abierta, la doble hélice del genoma que mueve el avance histórico de la literatura, como una incesante sucesión de tensiones entre obras de signo aparentemente contrapuesto que sin embargo, al interpenetrarse, se fortalecen.
En una entrevista concedida en 1993, David Foster Wallace se refiere a Thomas Pynchon, Robert Coover, Don DeLillo y John Barth como «los hijos de Nabokov». Dos cosas llaman la atención a propósito de la expresión utilizada por Wallace. Una es que, cuando se acuñó, la Escuela de la Dificultad llegaba al fin de su trayectoria. Otra circunstancia digna de resaltar es que los cuatro escritores a quienes Wallace identifica como descendientes de Nabokov nacieron en un período de tan sólo siete años: Barth, en 1930; Coover, en 1932; DeLillo, en 1936, y Pynchon, en 1937. La proximidad de las fechas pone de relieve que la visión compartida por estos novelistas es menos una opción individual que una consecuencia del hecho de que todos desarrollaron sus respectivas carreras dentro de los parámetros de una situación histórica de la que, de manera en gran medida inconsciente, se veían abocados a dar cuenta. La coincidencia generacional no se circunscribe a ellos. Si nos situamos en la década inmediatamente anterior, comprobamos que uno de los escritores clave de la Escuela de la Dificultad, William Gass (1924), es sólo dos años menor que Gaddis, el autor que inaugura la trayectoria del grupo (los aficionados a las coincidencias fortuitas repararán en que si contrastamos sus nombres y apellidos veremos que la diferencia entre ellos es sólo de tres letras). Filósofo de formación, Gass es más importante como teórico de la literatura que como autor de obras narrativas, aunque tiene algunas de indudable interés, sobre todo en la primera etapa de su larga trayectoria.
El conjunto de los ensayos de Gass supone una lúcida reflexión sobre la situación que afrontaba la narrativa norteamericana en la segunda mitad del siglo XX. En un texto que forma parte de Fiction and the Figures of Life (1970), Gass acuñó el término metaficción, esencial para entender ciertas claves de la narrativa contemporánea a escala global. Con él, el número de escritores perteneciente a la Escuela de la Dificultad que hemos identificado hasta ahora asciende a siete, pero fueron muchos más los que históricamente formaron parte de la escuela. En el arco iris de la dificultad, añadí a los mencionados un total de quince narradores cuyos nombres, ordenados en función de sus fechas de nacimiento, detallo a continuación: John Hawkes (1925-1998), David Markson (1927-2010), Gilbert Sorrentino (1929-2006), Stanley Elkin (1930-1995), Joseph McElroy (1930), Walter Abish (1931), Donald Barthelme (1931-1989), Robert Stone (1937-2015), Barry Hannah (19422010), Denis Johnson (1949-2017), Mark Leyner (1956), Richard Powers (1957), Donald Antrim (1958) y William T. Vollmann (1959).
Los veintidós novelistas hasta aquí citados son la columna vertebral de la Escuela de la Dificultad, aunque si se quiere tener una visión adecuada de la época es imperativo añadir todavía más nombres. Entre los narradores importantes de aquellos años cuya idea de literatura se relaciona de algún modo con la poética de la dificultad debieran figurar al menos los siguientes: William Burroughs (1914-1997), Kurt Vonnegut (1922-2007), Joseph Heller (1923-1999), Philip K. Dick (1928-1982), Ursula K. Le Guin (1929), E. L. Doctorow (19312015), Toni Morrison (1931), Jerzy Kosinski (1933-1991), Ishmael Reed (1938), Joy Williams (1944), Lydia Davis (1947), Mary Gaitskill (1954), George Saunders (1958), Jeffrey Eugenides (1960), A. M. Homes (1961), Rick Moody (1961), Bret Easton Ellis (1964), Jay McInerney (1965) y Tama Janowitz (1967).*
Esta segunda lista, en extremo heterogénea, amplía la cronología del arco iris de la dificultad por sus dos extremos. La fecha de nacimiento de William Burroughs precede a la de Gaddis en siete años (el tiempo de vida de una generación literaria, según afirma Foster Wallace en la entrevista que abre este volumen), aunque su obra más importante, El almuerzo desnudo, se publicó en 1959, tan sólo cuatro años después que Los reconocimientos. La inclusión de Ellis, McInerney y Janowitz al final de la lista prolonga levemente la estela de David Foster Wallace, al tiempo que desdibuja un tanto su legado. Aunque nacieron después que él, las obras más representativas de estos autores son bastante anteriores a la aparición de La broma infinita (y mucho más convencionales, aunque todas complican de alguna manera el modelo realista): Luces de neón (McInerney) es de 1984, Esclavos de Nueva York (Janowitz), de 1986, y American Psycho (Ellis), de 1991.
La inclusión de estos diecinueve autores adicionales permite concretar mejor la doble hélice de la literatura americana. Por otra parte, aunque están todos unidos por una clara voluntad de innovación del lenguaje novelístico hay diferencias entre los dos grupos. La lista originaria, más compacta en sus planteamientos, viene a coincidir a grandes rasgos con lo que los críticos y a veces los mismos escritores (es el caso de David Foster Wallace) identifican con el posmodernismo, mientras que los narradores que integran la segunda lista, más heterogénea que la anterior, aportan toda una gama de variaciones al tema central de la dificultad. Toni Morrison, por ejemplo, fractura la cronología y recurre a estructuras narrativas en extremo complejas, rasgos que comparte con los autores de la Escuela de la Dificultad, aunque lo hace desde una perspectiva muy próxima a los presupuestos de la época anterior, el modernismo (dos de sus modelos más claros son Faulkner y Virginia Woolf). Doctorow complica el modelo realista, que toma como punto de partida, borrando los límites que separan la ficción de la historia. Ninguno de estos y otros rasgos (cronologías y estructuras fracturadas, indefinición genérica, etcétera) son exclusivos de los escritores de la posmodernidad o la dificultad, como tampoco lo es la voluntad de experimentación, pero sí hay en la manera de incorporar distintas clases de complicaciones al texto un aire de familia que refleja directamente el advenimiento de una nueva época (y épica). Burroughs, Vonnegut y Philip K. Dick subvierten las convenciones de la ciencia ficción; con ecos de Beckett, entre otros autores que influyeron en ella, Lydia Davis forja un lenguaje narrativo en extremo despojado con el que reduce al mínimo los límites del relato. Menos convencionales de lo que aparentan a primera vista (lo son en el tratamiento del argumento y los personajes), Ellis y McInerney vulneran en muchos momentos de sus obras los preceptos del realismo, rasgo en general común a los integrantes de las dos listas. Con diferencias de grado, tono y matiz, los autores de la primera lista son más radicales en su rechazo de lo que David Foster Wallace denominaba el «Imperio de la Mímesis» o «Realismo con Mayúscula».
Conviene detenerse en esta cuestión por un momento. Matices aparte, las distintas respuestas de los autores de la dificultad a las falacias e insuficiencias del realismo cristalizan en un tipo de literatura que busca de manera deliberada salirse de sus propios límites a fin de observarse a sí misma, poniendo de relieve el proceso de gestación de la obra: literatura que se piensa a sí misma como literatura, ficción que es consciente de su condición ficticia, escritura cuyo tema es la escritura. Esta manera de entender el arte de narrar pasó a conocerse entonces como metaficción o metaliteratura, términos de los que, como en el caso de posmodernismo, se ha abusado hasta hacer de ellos etiquetas inservibles, que con frecuencia se utilizan sin demasiado criterio ni fundamento con el fin de condenar cierto tipo de excesos que alejan al arte de narrar de lo que se supone que es su misión (¿que consistiría, conforme a la agenda realista, en «representar la vida»?). Es importante despachar este asunto con rapidez. Los textos metaliterarios ponen deliberadamente de relieve el carácter artificial de toda construcción textual, mostrando al desnudo los mecanismos por los que se gobierna la ficción. Dar con una manera de narrar de estas características era una necesidad a mediados del siglo XX, aunque hay antecedentes remotos en las obras de Rabelais y textos fundamentales del canon novelístico occidental como Don Quijote, Tristram Shandy o Jacques el Fatalista… (En el rastreo histórico que efectúa John Barth de esta forma de entender el arte de narrar se retrotrae a textos indios del siglo XI, como El mar de historias, o el libro de Las mil y una noches, que para él es la matriz narrativa primordial a partir de la cual es posible generar todas las historias). Los ejemplos se multiplican en todas las épocas y tradiciones literarias, con innumerables puntos de llegada en las más diversas latitudes, como, pongamos por caso, el Flann O’Brien de En Nadar-dos-pájaros (1939), los autores del nouveau roman francés (Sarraute, Robbe-Grillet…) o los juegos de Borges o Calvino, entre otros muchos casos posibles. A partir de la segunda mitad del siglo XX proliferan ramificaciones en todas direcciones.
Ciñéndonos a la constelación norteamericana de la dificultad, sus autores tienden a desdibujar la idea misma de ficción, acercándola al ensayo y otras formas de escritura, acumulando grandes dosis de información, bien sea en forma de erudición o de cultura popular. Lo que tiene lugar, en general, es una apropiación desde la ficción de toda suerte de discursos, como el científico, el filosófico, el artístico o, en realidad, el de cualquier disciplina. Un caso particularmente interesante es la apropiación de lenguajes subgenéricos, como el cómic, la novela negra o la ciencia ficción, asunto tan complejo como fascinante. Más que borrarse la distancia entre la alta y la baja literatura lo que sucede es que la primera fagocita a la segunda a fin de alimentar sus propios intereses. Cuando un escritor serio se apropia de los recursos de la novela negra o de la ciencia ficción, más que validar los géneros, revienta los códigos por los que se rigen, produciendo un nuevo tipo de obras, como ocurre con La trilogía de Nueva York, de Paul Auster, pongamos por caso. Central a esta manera de entender la escritura es la primacía de factores como la estructura o el lenguaje sobre lo que normalmente se ha considerado que deben ser los elementos de la ficción. En palabras de John Hawkes, los verdaderos enemigos de la novela son el argumento, los personajes y el tema; más radical aún, Stanley Elkin renuncia incluso a la estructura, cifrándolo todo en el lenguaje como soporte único de la narrativa. En realidad, cada uno de los autores de la constelación de la dificultad tiene su propia poética de la ficción de la que hay tantas variantes como escritores.
Llegados aquí, hurguemos por un momento en el basurero de la historia literaria. De la misma manera que el término posmodernismo sufrió un proceso degenerativo que acabó con él, la palabra metaliteratura (con su corolario de términos correlativos como autorreflexividad y otros vocablos semejantes) hace tiempo que dejó de significar nada. Carece por completo de sentido oponer el término metaliteratura al de literatura, a menos que se quiera dar otro nombre a lo que hacía Cervantes, cuando la novela moderna inició su andadura, o a lo que, siguiendo los pasos de Don Quijote, harían posteriormente Tristram Shandy y Jacques el Fatalista. Lo que hacen los autores de la dificultad es lo único que la ficción puede hacer con las palabras: literatura. Es posible, si se pone mucho empeño en ello, reservar el término para referirse a las acrobacias narrativas de autores como Barth, Coover o Gass, casos extremos de autorreflexividad (cuando el lenguaje literario no remite a nada exterior al texto, sino que se vuelve sobre sí mismo). En este caso, la etiqueta metaliteratura equivaldría al comodín de una baraja, capaz de cumplir cualquier cometido que se le asigne dentro del juego de cartas. Históricamente, este comodín sólo acabó sirviendo para hacer trampas, alardes y para deslumbrar con trucos vacíos. Antes de incurrir en este tipo de extravíos, los autores de la dificultad se habían propuesto reaccionar contra dos cosas: la pervivencia del realismo y los excesos formales del modernismo. Lograrlo exigía dar con un nuevo lenguaje narrativo. La «regeneración» de la novela basada en los experimentos radicales que llevaron a cabo los hijos de Nabokov y la mayor parte de sus compañeros de viaje acabó en muchos casos por convertir la opción que defendían en algo vacío por exceso de virtuosismo. Cuando el término tenía todavía algún sentido, la llamada metaliteratura (ficción que expone al desnudo sus engranajes) tenía una misión histórica que cumplir; se supone que era un antídoto contra las enfermedades cuyos síntomas acabamos de describir: la pervivencia del realismo (¡tras siglos de vigencia!) y el agotamiento a que habían conducido las formas más complejas y sofisticadas del alto modernismo. Lo que sucedió es que se pasó de un modo de agotamiento a otro. En manos de los virtuosos más sofisticados de la Escuela de la Dificultad, la llamada metaficción se convirtió en una enfermedad. Sin darse cuenta, los escritores cayeron en la trampa que ellos mismos habían tendido y no sabían qué hacer para salir de ella. El callejón sin salida en el que desembocaron los autores de la dificultad afectó de distinta manera a los hijos de Nabokov. Hablando de Pynchon, posiblemente el autor más radical del cuarteto, David Foster Wallace afirmó, de manera un tanto enigmática, que quizá sobreviviría un 25 % de su obra. La afirmación, aunque incontrastable, no es gratuita e invita a hacer una reflexión.
La parte de la obra de Pynchon que esté destinada a perdurar lo hará no por el grado de innovación ni por la radicalidad de sus planteamientos sino por su valor artístico. Esto es válido para todas las inflexiones que inciden sobre la doble hélice de la literatura, considerada desde cualquiera de las vertientes que la integran. Hoy, más que nunca, y para deleite de gran parte de la crítica, en particular la académica, muchos autores vertebran lo que escriben en torno a preocupaciones como la raza, la ideología, la clase social, el género o la situación del medio ambiente. En última instancia, sin embargo, el talento artístico individual pesa más que ninguno de esos factores y a la postre es lo único que cuenta. El arte sólo se puede juzgar recurriendo a criterios artísticos, no ideológicos. Conforme a esto, y al hilo de las consideraciones que hace Foster Wallace con respecto a la perdurabilidad de las obras literarias, ¿qué suerte cabe vaticinar a los hijos de Nabokov? En algún caso, se puede decir que ya está echada. Si lo que garantiza la permanencia histórica de un texto es su valor como obra de arte, las novelas de Robert Coover, pese a lo ingenioso e inteligente de sus propuestas, no están destinadas a durar y menos aún las de William Gass, pese a la sagacidad del autor a la hora de examinar textos literarios a la luz de las necesidades históricas de nuestra época. Por el contrario, una buena parte de la obra narrativa de Don DeLillo está destinada a durar, así como una parcela más bien exigua (¿un 10 % tal vez?) de la extensa producción de John Barth. El caso de Barth es altamente representativo de la suerte que habría de correr toda la Escuela de la Dificultad y merece comentario aparte.
Al margen de dos ensayos sobre el futuro de la ficción que tuvieron una considerable repercusión cuando se publicaron (y cuyo valor hoy es sobre todo histórico), son pocas las obras de ficción escritas por John Barth que lograrán pasar a la posteridad, entre ellas quizá El plantador de tabaco (1960) y, posiblemente, la colección de relatos titulada Perdido en la casa encantada (1968) y Quimera (1972), obras con las que fue respectivamente finalista y ganador del National Book Award. La tragedia de Barth consistió en que empezó a repetirse relativamente pronto y acabó perdiendo por completo la brújula con la que se guiaba en el mar de la ficción, dedicándose a practicar juegos malabares que como alardes técnicos resultaban asombrosos, pero que cada vez resultaban más vacíos e inertes. Don DeLillo ha tenido mejor fortuna porque desde los inicios de su carrera su literatura se ha movido dentro de unos parámetros considerablemente equilibrados desde el punto de vista técnico y estético. Varias de sus obras, Ruido de fondo (1985), Libra (1988) y, sobre todo, Submundo (1997) son construcciones narrativas de primer orden que están destinadas a perdurar. La deriva seguida por las obras de Pynchon y DeLillo en la segunda etapa de sus carreras respectivas fue de signo diferente.
Aunque sus registros narrativos son muy distintos, tras culminar la fase más ambiciosa de sus trayectorias (en el caso de Don DeLillo con la publicación de Submundo, en 1997, y en el de Pynchon con la de Contraluz, en 2006), los dos autores le imprimieron un giro insólito a su producción literaria, dejando un tanto de lado el requisito de dificultad. En obras como Body Art (2001), Punto omega (2010) y Cero K (2016), su última novela hasta la fecha, DeLillo llevó a cabo indagaciones que entran dentro del ámbito de lo sublime, abriendo paso en su obra incluso a preocupaciones de orden místico (novelas como Cosmópolis y El hombre del salto, publicadas respectivamente en 2003 y 2007, responden a otras inquietudes y constituyen logros estéticos inferiores). Por lo que se refiere a Pynchon, en su fuga se dejó arrastrar por las posibilidades que vio en el género negro, que fagocitó con magistral ironía, al igual que haría un número ingente de narradores norteamericanos de toda índole. Como en el caso de Don DeLillo, la deriva de la fase final de la carrera de Pynchon no es uniforme: Vicio propio es tan limitada como Cosmópolis o El hombre del salto. La segunda es la respuesta narrativa de Don DeLillo a los atentados del 11 de septiembre de 2001, y como narración es bastante defectuosa. Por el contrario, la respuesta de Pynchon a los mismos sucesos, la novela titulada Al límite (2013), es un gran logro narrativo (además de una obra mucho más accesible de lo habitual en él). Vicio propio y Al límite, al igual que las novelas publicadas por DeLillo en el siglo XXI, son trabajos epigonales, que se mueven en la estela de lo que en su día había sido el arco iris de la dificultad.
La tensión con el realismo y otros modos narrativos convencionales es lo que caracteriza los desarrollos más recientes de la literatura norteamericana actual. La fricción entre obras innovadoras, experimentales, de carácter no mimético, es el mecanismo que mueve, en estos momentos como antes, el avance de la historia literaria. Lo que hace interesante el estudio de los autores del arco iris de la dificultad, hoy encapsulados en un período de la historia que hace tiempo que tocó a su fin, es la unidad de intención que caracteriza al grupo como tal. Tratar por separado obras cuyo rasgo definitorio es su dificultad equivaldría a intentar aislar un componente químico de gran potencia para comprobar que no se puede hacer nada con él a menos que se le haga entrar en contacto con otros elementos, provocando así una reacción. Lo interesante de un vector como la dificultad en literatura es ver cómo se relaciona con otro tipo de componentes, cristalizando en propuestas menos radicales desde el punto de vista formal, pero de mayor validez estética. Si se efectúa un examen a vista de pájaro del campo sobre el que se tiende el arco iris de la dificultad vemos que, cumplido su ciclo, e incluso durante su desarrollo, se siguieron manifestando activamente tropismos de la historia literaria de otro signo, a veces conviviendo con las manifestaciones más claras o emblemáticas de la literatura difícil. Late aquí una tensión interna de difícil resolución que recorre toda la historia literaria y que cabe caracterizar en función de su nivel de erosión del grado cero (o inerte) de la literatura que es el código de la mímesis. Como apuntó T. S. Eliot en Cuatro cuartetos «la especie humana no es capaz de soportar mucha realidad». Menos aún la literatura. Los hijos de Nabokov, i. e., Barth, Pynchon, Coover y DeLillo, nombres elegidos por alguien tan cualificado para arrojar alguna pista sobre lo que está pasando hoy con la literatura como David Foster Wallace, son buena prueba de ello. Con todo, no es posible eliminar por completo lo que entendemos por mímesis. Hablar de realismo como si se tratara de un ingrediente que es posible aislar resulta tan artificial como intentar mantener la dificultad en estado puro (cosa que sólo ha ocurrido en casos límite como Finnegans Wake y, en menor medida, con algunas de las obras más representativas del canon de la dificultad, como Jota Erre, El arco iris de gravedad, o La broma infinita). Los hijos de Nabokov constituyen un grupo artificial caracterizado por la preeminencia del ingrediente de la dificultad y constituyen un cuarteto que, efectivamente, no es capaz de soportar mucha realidad, pero hay otros modos, a los que nos acercaremos estudiando las variaciones de la fórmula, que suponen otros agrupamientos, hasta completar, a modo de homenaje al título de Eliot, un total de cuatro cuartetos.
La comparación entre el cuarteto de escritores elegido por David Foster Wallace y el constituido por quienes en opinión de Harold Bloom son los narradores norteamericanos más importantes de nuestro tiempo arroja resultados que vale la pena comentar. Para Bloom, los pilares sobre los que se asienta el canon novelístico de su país hoy son Thomas Pynchon, Don DeLillo, Cormac McCarthy y Philip Roth. Dos de ellos, Pynchon (el mejor de todos ellos según Bloom) y DeLillo figuran también en el cuarteto de Wallace. La inclusión de McCarthy, y en particular de Roth, pone en evidencia que el grupo aislado por Bloom es más ecléctico e inclusivo que el de Foster Wallace, integrado únicamente por escritores difíciles. Un dato de interés es que McCarthy y Roth nacieron el mismo año, 1933, lo cual significa que la totalidad de los miembros de los dos cuartetos que hemos considerado hasta ahora pertenece a una misma generación. Esta circunstancia introduce una nueva variable en el genoma de la dificultad, a la vez que matiza la idea que expresé a propósito de los hijos de Nabokov, en el sentido de que la fecha de nacimiento determina la visión poética. Sin duda, es un factor de peso, aunque no el único a la hora de determinar la manera en que la literatura refleja las circunstancias históricas del momento. Así, aunque McCarthy comparte muchos rasgos con los escritores que integran ambos cuartetos, incluida la dificultad que entraña su lectura, se trata de un tipo de complejidad muy distinto del que caracteriza a las novelas de Pynchon o Barth, pongamos por caso. La dificultad que conlleva la lectura de McCarthy guarda relación con el lenguaje que utiliza, con la densidad faulkneriana de la prosa, con la textura del estilo y la complejidad psicológica de los personajes, no con las fracturas de la cronología, la estructura, el argumento o las ideas, rasgos comunes a las obras escritas por los miembros del primer cuarteto. Dicho esto, conviene señalar que tanto Bloom como Wallace sienten una profunda admiración por McCarthy. Por el contrario, difieren radicalmente en la valoración que hacen de Philip Roth. Mientras que Bloom lo elogia sin reservas, Foster Wallace no tiene mayor interés por él, por considerar que se trata de un autor que (como John Updike o Norman Mailer, para citar dos nombres que no se pueden obviar si se quiere dar una perspectiva equilibrada del mapa de la literatura norteamericana actual) perpetúa el imperio de la mímesis. Esta divergencia de opinión es sumamente importante, pues se trata de la primera de una serie de fluctuaciones que nos situarán en el centro mismo de las tensiones narrativas que activan la doble hélice de la literatura estadounidense, abriéndola a variables distintas del criterio de dificultad con el que hemos iniciado nuestra indagación. En cuanto a esto, conviene recordar que aunque la valora como síntoma de talento, la dificultad no es el único criterio que tiene en cuenta Bloom cuando elabora su cuarteto. Su visión de la grandeza literaria tiene un carácter omnívoro y totalizador. Bloom ha dedicado páginas elogiosísimas a Joyce, autor por el que siente una veneración sin límites. Para él, Finnegans Wake es una obra maestra absoluta, una de las cumbres de la literatura universal, más incluso que el propio Ulises, pero la admiración que siente por el escritor irlandés no es de carácter excluyente. En su canon, Roth tiene asegurado un lugar preeminente junto a Pynchon, como también lo tiene McCarthy junto a DeLillo, pero no hay cabida en él para escritores como Coover o Barth. La línea divisoria, para Bloom, no es la forma, sino la profundidad estética y cognitiva de la visión literaria. El único criterio de exclusión es la falta de calidad literaria.
Para Harold Bloom, Cormac McCarthy es un escritor de primer orden. Autor de ficciones de profundidad vertiginosa que prolongan la lección de su maestro William Faulkner, muchos de cuyos libros editó a lo largo de los años, en su primera época, oscurísima desde el punto de vista temático y psicológico, Cormac McCarthy se sumerge en los abismos del mal que anidan en lo más hondo del ser humano. Títulos como El guardián del vergel (1965), La oscuridad exterior (1968), Hijo de Dios (1973), Suttree (1979) o Meridiano de sangre (1985) llevan a cabo una indagación en lo más problemático de nuestra configuración moral sobre la que el autor proyecta una luminosidad que no se sabe muy bien si a la postre nos redime. Como Faulkner, McCarthy maneja una prosa cuyas interioridades sondean la conciencia humana con una precisión propia de la poesía. Prototipo del escritor solitario, aunque no llega a las cotas de reclusión obsesiva alcanzadas por Salinger o Pynchon, la escritura de McCarthy se hizo más accesible a partir de la publicación de su Trilogía de la Frontera (1992-1998), en la que el esquematismo del lenguaje alcanza una gran depuración. Su etapa tardía culmina con La carretera (2006), título que encaja nítidamente con la metáfora que hemos elegido para designar nuestro recorrido a lo largo de la literatura americana.
El punto de fricción entre los cuartetos de Wallace y Bloom es la figura de Roth, quien pese a la opinión de Foster Wallace no se adhiere sin fisuras al modo de representación mimético. Que es un escritor realista no cabe dudarlo, pero dentro de su ingente obra (una treintena de novelas a lo largo de medio siglo) se incluyen títulos que complican o erosionan considerablemente el modelo realista. Se podría hablar de dos Roth, el realista más o menos impuro, autor de títulos como El mal de Portnoy (1969), El teatro de Sabbath (1995) o Pastoral americana (1997), y un segundo Roth, más complejo y experimental, que distorsionaba las posibilidades de la mímesis en obras como El pecho (1972) o Mi vida como hombre (1974), su novela más compleja y ambiciosa, y para muchos la mejor, con múltiples centros narrativos conectados por Nathan Zuckerman, personaje que aparece en varias novelas y su alter ego en el mundo de la ficción. La contravida (1986), cuarta novela protagonizada por Zuckerman, recibió encendidos elogios por parte de William Gass, que vio en ella un excelente ejemplo de metaliteratura. En las obras más complejas de Roth la narración no es lineal, y en ellas se problematizan asuntos como el papel del escritor, la relación entre el arte y la vida, la ficción y la realidad, la imaginación y los hechos, o para decirlo con sus palabras, la relación entre el mundo escrito y el no escrito. Son innumerables las influencias que confluyen en él (Kafka, Faulkner, Céline…), pero también es preciso tener en cuenta que Philip Roth es la culminación de un importante linaje de escritores judíos que incluye a Saul Bellow, Henry Roth o Bernard Malamud. Si se insiste en la importancia de la identidad judía (cosa que él no haría con excesivo énfasis), habría que recordar que las literaturas étnicas tienden siempre al realismo.
Expresado con otras palabras, el cuarteto de Bloom acepta diversos modos miméticos de representación, no necesariamente los de orden más convencional. La inclusión de Roth y McCarthy es significativa. El número de autores que se mueven en la órbita de la mímesis, aunque llevando a cabo variaciones de toda índole sobre el modelo básico, de manera comparable a como lo hacen McCarthy y Roth, es elevadísimo. A título de muestra: Norman Mailer, Truman Capote, Flannery O’Connor, William Styron, Richard Yates, Harper Lee, Eudora Welty, William Kennedy, Tom Wolfe, E. L. Doctorow, John Updike, Annie Proulx, Raymond Carver, John Irving, Marilynne Robinson, Alice Walker, Richard Ford, Tobias Wolff, Leslie Marmon Silko, Oscar Hijuelos, Amy Tan… y tantos más. La visión de la mímesis que tienen algunos de ellos es tan borrosa que parece reventar aspectos centrales del código realista, otra complicación fascinante del genoma. Por otra parte hay muchas razones que justificarían la inclusión de nombres adicionales, y muchas razones también para explicar ciertas ausencias. Lo importante es que de este modo se van acotando cada vez con más precisión los límites del mapa que quiero trazar, lo cual nos lleva a nuestro tercer cuarteto.
Entre los integrantes de los cuartetos elegidos por Wallace y Bloom no figura una sola escritora, lo cual invita a pensar. No es cuestión de corrección política. Cualquier intento de jerarquización en función del género del autor carece de sentido; más bien es cuestión de mero equilibrio. Se trata de identificar a cuatro escritoras de talento equiparable al de los integrantes de los dos primeros cuartetos. Planteado en estos términos, y sin entrar en las posibles causas de su exclusión por parte de Wallace y Bloom, ¿quiénes podrían ser, si no las más importantes en términos absolutos, cuatro de las narradoras norteamericanas de mayor peso activas a lo largo de las décadas finales del siglo pasado? La respuesta tendrá un importante componente de arbitrariedad, pero hay que darla. Tras considerar la cuestión con cierto detenimiento, me inclino por los nombres de Toni Morrison (1931), E. Annie Proulx (1935), Joyce Carol Oates (1938) y Marilynne Robinson (1943). Lo primero que llama la atención de este cuarteto es que, con la excepción de Marilynne Robinson, sus integrantes nacieron en la década de los treinta, por lo que pertenecen a la misma generación que la totalidad de los escritores que forman parte de los dos cuartetos anteriores. (Se da también la circunstancia de que en el momento de escribir estas líneas, todos, hombres o mujeres, están vivos).* No hace falta insistir en la idea de que este cuarteto es tan arbitrario y restrictivo como los anteriores, ni es necesario subrayar que el hecho de que lo incluya en tercer lugar carece por completo de valor jerárquico (como tampoco hay relación de superioridad entre el primer y el segundo cuarteto). Se trata simplemente de sacar a la luz ciertas zonas de la experiencia literaria que de otra manera quedarían excluidas, más en este caso. Por otra parte, las cuatro escritoras que he elegido constituyen un grupo en extremo heterogéneo. La desigualdad existente a todos los efectos entre ellas guarda relación con factores muy dispares. Si algo las une (más allá y por encima de un criterio a la postre tan poco relevante como el género) es su potencia como narradoras. No tendría sentido en este contexto dar cuenta en profundidad de las aportaciones de cada una de ellas, por lo que en las líneas que siguen me limitaré a apuntar unos rasgos que ayuden a caracterizar mínimamente lo que significan dentro de la época en la que surgieron.
La escritora de más peso de todas ellas a efectos de su impacto sobre la historia literaria es Toni Morrison, novelista de filiación modernista, cuya técnica narrativa procede directamente de Faulkner y Virginia Woolf, de quienes aprendió el uso de múltiples perspectivas cronoespaciales que sostienen una gran diversidad de hilos narrativos. Convencida de que el modo realista es un vehículo inadecuado para hablar de la experiencia negra, Morrison rompe con las convenciones de la mímesis en cuanto a la cronología, el argumento, la verosimilitud y el tratamiento de los personajes, lo cual la emparenta con los autores de la Escuela de la Dificultad. La obra de Morrison es un proyecto sólido, unificado por un singular tratamiento de temas que tienen como centro la experiencia afroamericana vista desde la perspectiva de la mujer, con el trauma de la esclavitud como trasfondo. El núcleo de su obra es la trilogía compuesta por Beloved (1987), Jazz (1992) y Paraíso (1998), novelas que ahondan en cuestiones como el racismo, el clasismo o la sexualidad, que examina entrelazando mito e historia. Considerar que la Historia discurre de manera lineal es una simplificación, y en consecuencia Morrison considera que tampoco se puede hacer otro tanto con la ficción que trate de dar cuenta de ella. Beloved, su obra más impactante, se basa en la historia real de una esclava fugitiva que a punto de volver a ser capturada por sus antiguos amos decide dar muerte a su hija de dos años antes de permitir que viva como esclava. Al final de la novela, aparece una colcha hecha con retales de distintos colores, cuya disposición simboliza una concepción del espacio como una retícula de lugares simultáneos. En Jazz, la prosa equivale al lenguaje musical de la música negra. En 1993 le fue concedido el Premio Nobel y, en 2006, un grupo de más de doscientos expertos, entre críticos, escritores y editores, eligió Beloved como la mejor novela americana de los veinticinco años anteriores a la celebración de la consulta. Es un error acercarse a la obra de Morrison considerando que su valor depende de los temas que trata. La intención política es inequívoca; Beloved está dedicada a los más de sesenta millones de personas que fueron víctimas de la esclavitud. El asunto de la novela es de una brutalidad sin límites, pero lo que hace de Beloved una obra de arte es la capacidad de Morrison para trascender estéticamente lo que denuncia sin desvirtuar un ápice la naturaleza trágica del tema.
El caso de E. Annie Proulx es muy distinto. Tenía cincuenta y cinco años cuando publicó su primer libro, la colección de cuentos titulada Canciones del corazón y otros relatos (1988). Durante décadas, la producción de Proulx se limitaba a uno o dos relatos al año, hasta que sus editores lograron convencerla de que publicara una novela. Postales (1992) obtuvo el Premio PEN/Faulkner (la primera vez que lo ganaba una mujer). Un año después, en 1993, Atando cabos se alzó con el National Book Award y Proulx se hizo famosa. Su voz, oscura, marginal y extrañamente cómica, bebe de fuentes como Faulkner, Dreiser y Melville, y tiene la capacidad de conectar el desamparo de los seres solitarios, dañados por la vida, con la belleza desolada del paisaje americano como trasfondo; las postales que envía el protagonista de la novela a lo largo de cuarenta años de vida en la carretera son un retrato del país. Los personajes de Proulx son extraños y sus vidas discurren ajenas a toda clase de convencionalismos. A Proulx le interesa la América rural, cuya extrañeza esencial capta en argumentos insólitos que hablan de relaciones de familia y amistad que se desintegran, de individuos que desaparecen contra el poderoso trasfondo del paisaje. El lenguaje de Proulx tiene las mismas cualidades que la gente y el paisaje que retrata en sus cuentos y novelas, en las que siempre hay un equilibrio entre la amargura, la derrota, el humor y la esperanza. El suyo es un lenguaje sin adornos, fiel a la idea de que al principio de todo lo único que hay es el paisaje, que también es lo único que cuenta al final. Otras referencias de su escritura son Sherwood Anderson y John Steinbeck (los desposeídos, la gente sin raíces, comunidades que parecen flotar fuera del espacio). La prosa de Proulx es despojada. En Atando cabos, crónica del declive de la industria pesquera en Terranova, evoca seis mil millas de paisaje costero, envuelto en una niebla ciega. En Los crímenes del acordeón (1996) cuenta historias de emigrantes, volviendo a recorrer todo el siglo XX mientras sigue las vicisitudes de un minúsculo acordeón verde que va pasando de mano en mano. Todas las historias acaban mal; el único personaje que confiesa ser feliz es un suicida. Proulx le da una vuelta al tema esencial de la vida y la literatura americanas, la de quien lo deja todo atrás para empezar de nuevo, lo cual supone, paradójicamente, exiliarse de uno mismo y de sus orígenes, y eso es lo que le confiere a veces un cariz trágico a sus historias. Aunque es una novelista de gran potencia, Annie E. Proulx es, por encima de todo, cuentista. Cuando vio por primera vez los vastos espacios de Wyoming experimentó una profunda conmoción, y escribió un ciclo de relatos que reunió en tres volúmenes En terreno vedado (1999), Tierra maldita (2004) y Todo perfecto tal como está (2008). El más conocido, aunque no el mejor de sus relatos, es «Brokeback Mountain». Publicado originalmente en The New Yorker, fue llevado al cine y ganó un Óscar. Su novela más reciente, El bosque infinito (2016), cuenta la historia de dos pioneros franceses que emigraron a Nueva Francia en el siglo XVII. Proulx es una narradora extraordinaria, de talento comparable al de Morrison. En cuanto a lo que piensa de considerar a las «mujeres escritoras» un grupo aparte, resulta reveladora una anécdota. En una ocasión en que la nombraron finalista de un premio, cuando supo que sólo podían optar a él mujeres arremetió con fuerza contra la idea de que pudiera haber encuentros, concursos o antologías en los que sólo tuvieran cabida mujeres, afirmando que lo único que hay es individuos cuyo oficio es la escritura, lo cual debiera servir para resaltar también la artificialidad de este cuarteto.
El rasgo más destacado del perfil de Joyce Carol Oates (1938) es lo prolífico de su producción, rayana en lo monstruoso: un centenar de títulos de ficción entre novelas y colecciones de relatos, a los que hay que sumar innumerables incursiones en todos los géneros literarios, incluidos la poesía, el teatro y el ensayo. Aunque su talento es irregular y sus obras están plagadas de defectos, el conjunto de su producción nos ofrece una imagen sumamente certera, y sobre todo devastadora, de la sociedad norteamericana. Nacida en el seno de una familia pobre de raza blanca, Oates conoció de cerca la violencia. Ha explorado toda suerte de registros como novelista, desde el género gótico hasta la experimentación posmoderna (por ejemplo en ellos, novela publicada en 1969 que mereció encendidos elogios por parte de Harold Bloom y obtuvo el National Book Award), pasando por la ciencia ficción. En sus manos, la utilización de recursos propios de la literatura popular resulta particularmente eficaz a la hora de examinar las terribles lacras de la sociedad norteamericana. Oates explora los mecanismos internos de la violencia, mostrando el fondo animal del ser humano, capaz de perpetrar actos de una maldad gratuita que desconoce límites. Su obra se ha descrito como un gran guiñol en el que se exhibe toda forma imaginable de violencia física, psicológica y sexual. A Oates le interesa de manera especial el mundo de la clase trabajadora, urbana o rural; la desesperación en la que viven los marginados, que palian recurriendo al alcohol o las drogas; las circunstancias en que se ven obligadas a vivir las mujeres, de manera particular las adolescentes. Muchas de sus narraciones capturan la realidad de la sociedad americana en sus enclaves más remotos y abandonados, donde los individuos, obligados a reinventar sus vidas una y otra vez, ven en el crimen la única salida a su situación. Su visión de las relaciones familiares, que conducen con frecuencia a sus miembros a cometer actos abominables, es devastadora. Con frecuencia, sus libros se basan en hechos reales, como la historia de Marilyn Monroe, el incidente de Chappaquiddick, o los crímenes perpetrados por violadores o asesinos en serie. La visión que nos ofrece de las vidas que examina resulta escalofriante. De manera indefectible, las situaciones a las que arrastra a sus personajes son de una violencia y tensión extremas, aunque en realidad el panorama que ofrece de las vidas que examina en sus obras no se encuentra demasiado lejos de las visiones de Annie Proulx o Marilynne Robinson (cuya obra comentaré a continuación), y en cierto modo incluso Toni Morrison. Su énfasis en la presencia ubicua de la violencia no difiere demasiado de lo que, cada uno desde su poética, han hecho autores como el Capote de A sangre fría, el Mailer de La canción del verdugo o el DeLillo que da cuenta de los crímenes perpetrados por el asesino de la autopista de Texas en Submundo. La violencia que retrata Oates en sus obras es una realidad omnipresente en la sociedad americana, con las masacres colectivas y los crímenes perpetrados por asesinos en serie, cuyas acciones despiertan a la vez que el horror la fascinación del público. Es hacia esa sociedad profundamente enferma hacia donde Oates vuelve la mirada, de manera parecida a como lo hacen el cine o las series de televisión.
Marilynne Robinson (1943) explora aspectos muy profundos de la sociedad y la cultura americanas de manera diferente a como lo hace Proulx, aunque hay puntos de contacto entre las dos. Muy poco prolíficas ambas, la escritura que cultivan es en extremo íntima y minuciosa. En sus novelas, Robinson lleva a cabo un meticuloso escrutinio de la vida interior de los personajes, cuya existencia disecciona con dolorosa precisión. Su proyecto narrativo está presidido por inquietudes intelectuales de orden metafísico y teológico. Lo que hace de ella un caso insólito es que, pese a que en la raíz de lo que hace late un sentimiento religioso, logra misteriosamente conectar con lectores ajenos a ese orden de preocupaciones. Su prosa, densa y delicada, nos ofrece una visión muy certera de Estados Unidos, incidiendo, como Hawthorne, en el peso de la herencia calvinista, sin el que no se puede entender el carácter del país. Como en el caso de Proulx, el sentimiento de la vastedad del paisaje americano es un elemento esencial de su escritura. Casi todas sus novelas transcurren en el pueblo imaginario de Gilead, lugar mental en el que viven atrapados sus personajes. Con su primera novela, Vida hogareña (1980), Robinson se estableció como una de las voces más firmes de la narrativa estadounidense. Gilead, su siguiente novela, apareció veinticuatro años después y obtuvo el National Book Award y el Pulitzer, refrendando su prestigio y convirtiéndose en uno de los referentes de la literatura imaginativa de su país. En las novelas de Robinson no hay sucesos, sólo las inflexiones de unas vidas cuyas trayectorias discurren en la intimidad. Por medio de una prosa de una limpidez y refinamiento sobrecogedores, alcanza un doloroso nivel de tensión emocional. El conjunto de su obra es una honda meditación acerca de la condición humana con la historia de Estados Unidos como trasfondo. Leer a Marilynne Robinson es una experiencia extraña. Hay un elemento fuertemente espiritual en lo que escribe. Para ella el mundo tiene un carácter sagrado al que los seres humanos han olvidado cómo abrirse. Lo asombroso es que aun siendo ajenos, a veces incluso refractarios, a la raíz religiosa de sus inquietudes, la manera que tiene la escritora de tratar sus preocupaciones, situándolas contra un trasfondo ético, estético y emocional de alcance universal, que aborda sin apelar a ningún tipo de pretensiones doctrinarias, consigue arrastrar a los lectores a su mundo, presidido por el signo de la incertidumbre.
Al llegar a los alrededores del presente y con ello el momento de decidir la composición del cuarteto que sirva de cierre a nuestra aproximación a la literatura estadounidense actual, me doy cuenta de que, más que irrealizable, se trata de una tarea inadecuada. Como punto de partida tengo dos nombres sólidos: David Foster Wallace y Jonathan Franzen. El primero representa el punto de llegada natural de la trayectoria histórica seguida por los autores de la dificultad y en ese sentido nos remite a los orígenes de nuestra indagación, a propósito de nuestro primer cuarteto. La idea de literatura que tiene David Foster Wallace es opuesta a la que representa Jonathan Franzen, y la tensión entre sus maneras de ver la creación literaria es la cristalización de la idea de la doble hélice en el contexto de la actual coyuntura histórica. Franzen y Wallace constituyen lo que denominé en una breve nota periodística, cuya tesis central exploro con detenimiento en el ensayo que sigue a éste, «los dos polos de la literatura norteamericana», en cuanto que representan la tensión entre una manera de abordar la creación literaria que responde a motivaciones estrictamente artísticas y otra que tiene en cuenta las exigencias del mercado, cuya influencia sobre la creación literaria es peligrosamente decisiva. La idea de «los dos polos de la literatura norteamericana» surgió de manera espontánea cuando se me pidió que escribiera un breve comentario a modo de acompañamiento de la reseña de La historia del amor (2005), novela más bien mediocre de Nicole Krauss. Al hacerlo, agrupé alrededor del nombre de Krauss el de los autores más relevantes de su generación, como Jennifer Egan, Sherman Alexie, Junot Díaz, Chang-rae Lee, Colson Whitehead, Dave Eggers, A. M. Homes, Colum McCann, Rick Moody, Aleksandar Hemon y Teju Cole. Soy consciente de que una mera enumeración de nombres no conduce por sí sola a nada, pero lo hago de manera deliberada porque se trata de autores que han hecho considerable ruido en los medios de comunicación y tienen relevancia literaria. Obviamente, el paso del tiempo determinará cuáles tienen verdadera valía, lo cual es uno de los objetivos de esta indagación. La dificultad en este caso estriba en la cercanía de estos autores a nosotros en el tiempo, sobre todo teniendo en cuenta que aun siendo considerablemente extensa, en la lista seguía habiendo ausencias significativas, entre ellas las de George Saunders, Michael Chabon, Amy Tan, T. Coraghessan Boyle, Chuck Palahniuk y Gary Shteyngart… Los puntos suspensivos obedecen a la necesidad de señalar que siguen faltando nombres. Lo subsanaré en parte enumerando a algunos de los escritores que, como los anteriores, hicieron de algún modo mella en la cultura de su tiempo cuando aparecieron: Jonathan Safran Foer, Rachel Kushner, Ben Lerner, Jonathan Lethem, Chad Harbach, Nathan Englander, Jeffrey Eugenides, Ann Patchett, Chimamanda Ngozi Adichie, Garth Risk Hallberg, Paul Beatty… Y suma y sigue… Dejémoslo aquí en aras de la cordura. La configuración de lo que denomino los alrededores del presente es un territorio movedizo que resulta imposible acotar. Continuamente salen a la luz obras y autores cuyo valor es difícil de calibrar en un contexto dominado por las leyes del mercado, la presión editorial y el poder de las agencias literarias. Lo único que podría contrarrestar el influjo de estas fuerzas sería una crítica literaria rigurosa e independiente, cosa que se da con mucha menos frecuencia de lo necesario, lo cual deja al lector interesado sumido en un piélago de incertidumbres, aplastado por lo excesivo de la oferta. Llegados a este punto conviene hacer una precisión: todos los nombres que he citado, sin excepción, escriben lo que la industria editorial califica como «ficción de calidad». Las obras supuestamente literarias cuya finalidad es entretener quedan fuera de nuestra exploración. Se trata, parafraseando a Raymond Carver, de saber de qué hablamos cuando hablamos de literatura. Volviendo a la configuración de lo que sería nuestro último cuarteto: entre los numerosos narradores estadounidenses activos no hay, en mi opinión, ninguno con peso específico suficiente como para que pueda figurar junto a Foster Wallace y Jonathan Franzen, e incluso éstos son, más que nada, síntomas de la estructura del presente. Me ocupo del asunto en el ensayo que viene a continuación de éste, al que he puesto el título kafkiano de «Descripción de una lucha». Veamos qué ha ocurrido antes de llegar ahí.
El recorrido que hemos trazado comenzó, por razones históricas, con los autores de la Escuela de la Dificultad, concepto que, como quedó claro, no es sinónimo ni garantía de calidad, pues son muchos los autores de valía e interés cuyas novelas no cabe caracterizar como difíciles, al menos desde el punto de vista formal. Tampoco cabe decir que la alta literatura ha de revestir necesariamente un carácter antirrealista, ya que son innumerables los autores que se mueven, de uno u otro modo, dentro de los parámetros del realismo, cuestión que nos llevó a abrir los límites dentro de los que opera la doble hélice del genoma de la literatura norteamericana. Tratar de orientarse en el presente exige prestar atención a varios tipos de tensiones. Una de ellas es la oposición entre literatura convencional y vanguardia, en términos genéricos. Otra es la que enfrenta literatura y entretenimiento. Con respecto a esto, muchas veces los límites que separan las dos categorías son difusos. En el caso de una autora como Joyce Carol Oates, con frecuencia se da en sus obras una pulsión que las aleja de la literatura de calidad, acercándolas a la esfera del entretenimiento, algo que sucede de manera espontánea, más que deliberada. Por el contrario, en algunas obras de un autor tan popular como Stephen King se percibe un movimiento de signo contrario: su escritura, firmemente anclada en el ámbito del entretenimiento puro, se acerca en ocasiones a la literatura de calidad, sin llegar nunca a alcanzarla. Son muchos los escritores que se mueven en esta zona intermedia, llegando con frecuencia a dar gato por liebre, gracias a la connivencia de instituciones de prestigio, como ocurrió con Donna Tartt, cuya habilidad en el manejo de los resortes narrativos propios de la literatura de entretenimiento (pasados por un tamiz de raigambre dickensiana) logró que una novela tan blanda y sentimentaloide como El jilguero se alzara con el Premio Pulitzer. Nada de lo que ha escrito Tartt se puede considerar en rigor literatura en el sentido pleno de la palabra. La puntualización es importante. La industria editorial, cuyo objetivo prioritario son las ventas, se sacó de la manga hace tiempo una etiqueta cuya misión es distinguir entre novelas comerciales y las que se supone que se escriben con propósitos artísticos, para las que se reserva la singular denominación de «novelas literarias». Son este tipo de consideraciones lo que me lleva a pensar que sería irrelevante determinar la composición de un último cuarteto representativo de la literatura del presente. En lugar de ello, situaré la producción literaria de nuestro tiempo según su relación con las posturas extremas que representan, simbólicamente, o si se prefiere como síntomas del estado general de cosas, DFW y JF. La cuestión no se reduce a su relación con las posibilidades comerciales de la literatura, sino que además subraya la continuidad histórica de la tensión subyacente a la figura de la doble hélice. La idea de que ésta es algo presente en el desarrollo histórico de la literatura norteamericana desde sus orígenes la exploraré sucintamente en «Crónicas de motel», la coda que cierra la primera parte de este libro, en la cual me propongo llevar a cabo una especie de viaje a lo largo de la historia de la literatura norteamericana efectuando paradas simbólicas en algunos de los nombres y títulos fundamentales de su genealogía. Al final del recorrido retomaré la cuestión de si procede o no establecer la configuración de un cuarteto de nombres que refleje adecuadamente la estructura del tiempo presente.