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Il mondo, de Jimmy Fontana

Julieta

Los Moreno fuimos al mismo colegio. Desesperante. No había manera de perder de vista a mis tres hermanos mayores y el demonio de pelo oscuro que ejercía su función de acompañante a jornada completa. Daba igual lo que me escondiese, los metros que separaban el patio de un extremo a otro o que, por pura supervivencia, estuviese empeñada en desarrollar instintos extrasensoriales. Ellos aparecían, hacían el mal y se marchaban como si nada.

Gracias a su presencia constante, me llevé berrinches innecesarios, rasguños en las rodillas y aprendí mucho en el arte de la guerra pasiva. Paciencia. No me consideraba una persona rencorosa, pero necesitaba vengarme de esos trogloditas predecibles. El sabor de la victoria era… como ver llover pepitas de chocolate con la boca abierta y los bolsillos vacíos, o saltar sobre una nube y descubrir que están hechas de algodón suave.

—Una dola, tela, catola, quile quilete, estaba la reina en su gabinete…

Mis compañeras cantaban al unísono. Belén y Tamara estaban a ambos extremos de la comba, dándole movimiento, y Susana emitió un gritito antes de ponerse a saltar. El latigazo de la cuerda contra el suelo era la señal para que ella se impulsase hacia delante y otra más entrase en esa semicircunferencia. Teníamos un récord bastante digno en el juego. Seis personas, ocho saltos perfectos, una brecha.

—Vino Gil y apagó el candil. Candil candilón…

Me preparé para entrar en el momento perfecto y que no tuviésemos que volver empezar como las cuatro veces anteriores. Ser la última tenía sus ventajas (menos cansancio) y sus inconvenientes (mayor responsabilidad). Me quité la molesta diadema con un lazo a un lado que me había puesto mi madre y asumí que, de nuevo, su selección de vestidos vaporosos como vestuario oficial de la temporada de primavera tendría como consecuencia que más de la mitad de mis compañeros se conociesen mis bragas de memoria. Me encogí de hombros, cerré los puños y…

—Julieta, ¿ese al que están pegando no es tu hermano y su amigo? —Belén señaló a mi espalda y escuché a una de las niñas susurrar «la hemos perdido».

Giré sobre mis talones con lentitud, parpadeé para que el sol no se interpusiese entre mi posición y la zona del recreo donde estaban los mayores y descubrí el jaleo que acompaña a las peleas. Gritos que se balanceaban entre el nerviosismo y la emoción, personas que se acercaban ante la expectación que genera la sangre ajena y en el medio un cuatro a dos desproporcionado. ¿Quiénes perdían? Marco y Rodrigo, que pasarían a la historia como los peores alumnos de matemáticas del colegio Félix Rodríguez de la Fuente de Salamanca.

Levanté el puño y chillé.

—¿Qué hace? —dijo una de las niñas conforme la comba se detenía.

—Va a defender a sus hermanos.

—¡Podrán con ella!

—¿Un consejo? Nunca intentes comprender a los Moreno.

Dejé la conversación atrás, bastante tenía con correr con los zapatos de charol y colarme por debajo de los brazos de la gente. Fue mientras hacía eso, pasar rozando con la cabeza un sobaco que no había conocido el jabón, cuando me topé con Fer y Alberto, quienes, en lugar de ayudar, parecían bastante entretenidos abriendo una especie de puja de apuestas de golosinas y cromos.

—¿No es esa vuestra hermana? —preguntó una de las chicas mayores que los acompañaban. Pobre…, se quedó perpleja al ver a los gemelos saludarme mientras pasaba a toda velocidad, sonreír e incluirme en el combo.

—¿Alguna apuesta a favor de la dama? ¡Se pagan al triple! —Les conocía lo suficiente para no sorprenderme y casi me sentí halagada al ver algunas manos levantándose.

Les estaban repartiendo de lo lindo. Tiempo después, me enteraría de que un colérico Marco había provocado la situación al interpretar mal las risas que había escuchado a su paso. Nadie se burló de que no se quitase la chaqueta de su padre fallecido, pero él no podía convivir en un mundo en el que las carcajadas fueran libres y necesitaba silenciarlas. Poner en pausa la felicidad, porque los días soleados, las flores desplegando los pétalos y las calles repletas de personas no ayudaban a que esos días, los de luto y dolor, recibiesen el nombre oficial de tristes.

No pregunté si estaba invitada. Solo yo tenía el derecho de darles patadas voladoras. Es más, solo yo podía pelearme con ellos, porque los Moreno teníamos un secreto: asegurábamos que nos odiábamos con toda nuestra alma y, a pesar de todo, nos defendíamos con uñas, garras, lealtad y ese sentimiento que no pronunciábamos porque nos parecía demasiado cursi y, aun así, circulaba por nuestras venas. Algo llamado «amor».

Tenía que actuar rápido. Evalué la situación para decantarme por uno de los dos y el nombre de Marco salió ganador. Fui práctica. Rodrigo estaba rojo, tenía los ojos cerrados y disparaba en todas las direcciones. Podía darme. Por el contrario, el chico del pelo revuelto se dejaba hacer, quieto, provocando cuando se detenían, en busca de una violencia que eclipsase lo demás. Me lancé contra el que más fuerte le golpeaba y clavé mis dientes en su brazo.

—¿Qué…? —Le pilló desprevenido y me dio un codazo. No fue excesivamente fuerte, pero lo suficientemente potente para tirarme al suelo y arrancarme el diente de leche que se me movía.

En el pavimento, noté el sabor metálico de la sangre. Tosí del asco y salpiqué mi vestido de gotas púrpuras, lo que provocó que el morbo soltase a los estudiantes y los profesores acelerasen el proceso de detener la bronca infantil. El cuerpo docente me miró con angustia, gritaron a los culpables y Rodrigo me enseñó el pulgar satisfecho con mi intervención, a la vez que se colocaba al lado de Marco para seguir protegiéndole ante un peligro inexistente. Sonreí, mi hermano negó con la cabeza y entendí que había llegado el momento de fingir unas lágrimas que no llegaban, pero gracias a mi laboriosa acción de frotarme los ojos algunos juraban que habían visto.

No se cortaron en la reprimenda antes de llamar a los padres de todos los involucrados y la tía del chico de los ojos oscuros abandonados. A mí me llevaron a la enfermería, me envolvieron el diente en una gasa en la que dibujaron mariposas y me regalaron una piruleta. Luego, me tocó esperar con mamá y Elle sentadas frente al despacho del director haciendo tiempo hasta que las dejasen entrar. Los pies me colgaban, mi madre le quitó el plástico al dulce y di lametazos mientras las escuchaba hablar.

—No te preocupes. —Mamá trató de calmar a Elle al percatarse de cómo se bajaba la manga de la camisa para taparse los tatuajes.

—Se han peleado.

—Nos han citado aquí y no en el hospital. Están mejor de lo que se merecen por darnos este susto.

—Marco antes no hacía estas cosas. —Se mordió los padrastros de la uña.

—Tampoco tenía que enfrentarse a una situación traumática. —Carraspeó y se transformó en la profesora de Psicología de la Pontificia—. El duelo nos saca de nuestro camino, pero conocemos el sendero de vuelta y tarde o temprano regresamos. Todos lo hemos hecho o lo haremos.

—No es solo en el colegio. —Bajó el volumen—. En casa, parece el fantasma de un niño que quiere vivir en el pasado y no tengo ni idea de cómo traerle de vuelta aquí, al presente. Supongo que ayudaría aprender algunas nociones básicas de cómo ser una puñetera madre.

—Bienvenida al club. Repite conmigo. —Esperó a que la mirase y los ojos de la tía del moreno me parecieron hojas, césped y la bola que brillaba en el anillo de la abuela—. Ya voy…

—Ya voy… —Frunció el ceño.

—Bien. Ahora, ¡no lo digo más veces! —Puso su voz de autoridad absoluta y la pelirroja pegó un brinco—. El tono es crucial. —Señaló—. Y añadiría: ¡no lo digo más veces! ¿Vale? —Le sonrió y la instó a imitarla.

—¡No lo digo más veces! ¿Vale?

—Tienes que trabajar en la expresión facial, más tipo bruja.

—¿Qué estamos haciendo, Anne?

—Te doy las frases clave para guiar, si le sumas «cómete eso», ya casi lo tendremos. Vamos, estás a un paso. —La observó perpleja para saber si iba en serio, mamá asintió y ella se dejó llevar.

—¡Cómete eso! —gritó y, por si acaso, le di un mordisco a mi piruleta.

—Bien. Muy bien. Mejoras a pasos agigantados. Ahora repite todo del revés. —La tía de Marco se quedó pensativa y mamá se echó a reír con ganas—. Es broma, mujer. Lo único que tienes que hacer es cargarte de paciencia, intentar recordar lo que era tener su edad y ponerte muy seria cuando entremos allí dentro. —La silueta del director en movimiento se intuyó a través de la cristalera—. Y podrías dejarle venir a dormir esta noche a casa con los chicos… —carraspeé— y la chica, por supuesto. Los niños tienen una magia que se nos escapa a los adultos y, no le preguntes a una psicóloga por qué, pero suelen ser una medicina muy efectiva.

Durante la espera, me dejaron pintar. Ya casi había terminado el collage de círculos sin sentido cuando mi hermano y su amigo salieron seguidos de las dos adultas que lucían una línea recta por boca. Rodrigo no perdió el tiempo y empleó su extenso abanico de excusas, decenas de quejas pobres resumidas en culpabilizar al contrario. Marco aguantó el chaparrón con las manos metidas en los bolsillos de la cazadora, que le venía enorme, la mandíbula apretada y ninguna disculpa que pronunciar. Elle se frustró porque pensaba que a su sobrino no le importaba la épica bronca ni la lista de castigos que acabaría olvidando. A mí me preocupó que su pasividad provocase que la tormenta de sentimientos que ocultaba con paso firme se le quedase demasiado dentro y nunca parase de llover.

Conocía muchas versiones de Marco. El molesto. El pesado. El empeñado en hacerme la vida imposible. Prefería todas a la que tenía delante, la que todavía no había intentado robarme el dulce por el placer de escuchar cómo le insultaba con los labios y la mente. Nada cambió en el gesto de ese extraño que había ocupado el cuerpo del niño hasta que le anunciaron que se quedaba en nuestra casa y mostró una ligera sorpresa que se esfumó como si fuera una burbuja de jabón flotando que alguien roza.

Intenté activarle con todos los medios a mi alcance. Aparté su silla cuando se iba a sentar. Le enseñé la comida masticando exageradamente en el momento que sus ojos aterrizaron en los míos. Y me escurrí para darle patadas por debajo de la mesa, con la mala suerte de que una rozó a los gemelos y mi cara se libró por los pelos de nadar en la salsa de tomate con la que acompañaba a los san jacobos. Nada. No contraatacaba y me puse nerviosa. Llegó la hora de usar su punto débil.

Si existía algo que Marco no podía rechazar era la pasta de dientes. Contenerse de pringarme con la masa blanquecina mentolada era superior a sus fuerzas. Le tenté. Anuncié una decena de veces que iba al servicio y, por si el cebo no estaba del todo logrado, dejé la puerta abierta. Una invitación en toda regla. Cogí el cepillo y sujeté el bote, prevenida.

—No va a venir —adivinó Rodrigo, asomando por detrás del espejo—. Se ha ido a la cama—. Me obligó a hacerme a un lado de malas maneras, escupí y me enjuagué.

—¿Y la noche de pruebas?

—Parece que pasa. —Mi hermano estaba enrarecido, lo más parecido a triste que recuerdo. Aprovechó mi perplejidad para quitarme el bote y poner un poco de pasta para hacer el barrido rápido de rigor sobre la dentadura.

—¡No puede negarse! —berreé.

—Oblígale. —Le cruzó un rayo de esperanza.

—Voy.

Cuando Marco dormía allí, nuestros padres dejaban que nos quedásemos hasta más tarde y los gemelos preparaban una yincana repleta de pruebas. Era la ganadora invicta y no quería abandonar la tradición. Sabía que estas nunca volvían si las dejabas atrás, como cuando dijimos adiós a la gallinita ciega, el escondite inglés o la zapatilla por detrás.

Ni suplicar ni ofrecerle un discurso ante el que fuese imposible negarse. A decir verdad, pensaba estirarle el brazo y que no le quedase más remedio que ceder o revolverse. Ambas opciones me servían. Llegué decidida a utilizar la fuerza como recurso aceptable. Entonces le vi y me desinflé como un globo. Marco miraba por la ventana. Marco ocultaba el temblor de sus hombros. Marco estaba mal y, de entre todos mis defectos, siempre destacó el de no soportar su tristeza. Me dolía. Me duele…

—Quiero pelear como el Power Ranger rojo. —Cambié el rumbo de la conversación. Acompañé la frase con una llave que pretendía ser ninja y un idioma basado en ruidos inventados del que me sentí bastante orgullosa.

—¿No te aburres de decir tonterías? —No me dejó explicarle a qué me refería. Se dio la vuelta y, sinceramente, no tengo ni idea de si ya tenía ese aire rebelde de mis recuerdos o son tantos los momentos que hemos compartido que tiendo a mezclar sus posturas, sus sonrisas, sus labios y su olor con el paso del tiempo. El caso es que pensé que se trataba de un cumplido y me reí.

—Nunca.

—Estoy cansado, vete. —Agarré uno de mis cochecitos y se lo lancé. Rebotó contra su espalda y se agachó para recogerlo. No hubo réplica, solo suspiró cansado y noté la mano de Rodrigo tirando para que dejase a su amigo en paz.

¿Le habíamos perdido?

Los gemelos crearon una de sus yincanas más logradas. La cuerda que cruzaba la terraza y pasó a mejor vida al colgarnos da fe de ello. Sin embargo, no me divertí. No como podría haberlo hecho si mi rival más digno hubiese salido. Ni siquiera el Flash de fresa que mamá nos dejó tomar antes de irnos a la cama lo mejoró. La noche parecía estar destinada al fracaso o, lo que es lo mismo en cuanto al tiempo se refiere, al olvido.

Compartía una de las tres habitaciones de la casa con Rodrigo y pasamos de puntillas con la luz apagada para no despertar a nuestro amigo cuando nos fuimos a dormir. Mi hermano sucumbió pronto agotado de tanta actividad. Yo no podía, así de sencillo. Mi cuerpo daba casi tantas vueltas como mi cabeza y, por más que lo intentase, mis ojos se negaban a echar el telón.

En mitad del silencio, escuchaba la respiración irregular de Marco. Estaba en la cama baja que salía de la de mi hermano, en el medio, entre los dos. Me asomé para comprobar que se encontraba bien y me topé con las olas de un pecho que se agitaba debajo de las sábanas y la lluvia de unos ojos que eran nubes.

—No me has visto llorar —amenazó con lo que le quedaba de su voz rota.

—No sé de qué me hablas. La luz está apagada. Solo hay sombras —susurré, encogiéndome de hombros. Bajé de mi cama, aterricé en su colchón e hice equilibrios hasta plantarme descalza en el frío parqué.

—¿Dónde vas?

—Lo descubrirás si me sigues.

—Buena suerte. —Llegué hasta la puerta entornada y, cuando me volví para animarle, se cubrió la cabeza con la sábana. Tuve una idea.

—Tú te lo pierdes. Averiguaré si soy capaz de volar sola…

—Espera… —Se incorporó sobre los codos—. ¿No estarás pensando en…?

Salí corriendo por el pasillo antes de que terminase. Las cabezas de Fer y Alberto asomaron con curiosidad y, conforme oí un bufido y pasos apresurados persiguiéndome, les hice un gesto para que volviesen dentro. Sabía cómo conseguirlo. Tenía la fórmula para que el mejor amigo de Rodrigo despertase.

Efectué la primera parada técnica en el despacho de mis padres. Era una salita secundaria decorada con estanterías repletas de manuales de mamá, donde ella corregía los exámenes, los gemelos intentaban ligar en el chat de Terra y que albergaba el sitio favorito de papá, un sofá pegado a la ventana en el que poder escuchar los vinilos con una copa de vino blanco cuando volvía de pilotar un avión desde otro país, puede que desde otro continente.

Marco apareció cuando estaba abriendo el primer cajón.

—Ni se te ocurra saltar por la ventana o lo que sea que se te haya ocurrido. ¡Los dibujos animados son mentira! —El pijama se intuía debajo de la cazadora—. Si te caes te… —Evitó decir la palabra, igual que huía de pronunciar el nombre de sus padres.

—Soy más lista de lo que te piensas. —Recogí lo que había ido a buscar y lo guardé debajo de la camiseta de ardillas para que no lo viese.

—Lo dudo…

—Te he engañado para que estés aquí, ¿no? —Abrió la boca para contradecirme y la cerró irritado al percatarse de que llevaba razón.

—¿Qué escondes?

—En la terraza. —Me cortó el paso para que no pudiera salir y levanté la barbilla desafiándole.

—No deberías robar las cosas de tus padres.

—Las he cogido prestadas.

—Seguirá sin hacerles gracia.

—¿Tienes miedo?

—¿Te recuerdo que casi estoy castigado con no respirar?

—Entonces no tienes de qué preocuparte, ¿verdad?

Aproveché su duda para colarme por debajo de su brazo y comencé una nueva carrera. Pudo regresar al cuarto y sospecho que no lo hizo porque no se creía del todo que no fuera a desplegar los brazos, pedir a una estrella que los convirtiese en alas y saltar por si me había concedido el deseo. Por aquel entonces, ya tenía la fama de que algo no funcionaba bien en mi cabeza.

Pasé de largo la barbacoa, las sillas de plástico esparcidas por la terraza después del juego y le esperé sentada tranquilamente en el balancín. Marco tenía los ojos rojizos y cara de pocos amigos al dejarse caer a mi lado. Apoyé un pie y empujé.

—¿Me has obligado a salir de la cama para columpiarnos? —Parecía ofendido.

—No estabas dormido —me defendí.

—¿Vas a cantarme una nana?

—No canto tan mal.

—¿Es necesario que te conteste a eso?

Nos quedamos en silencio y enredé los dedos en los cables que llevaba debajo del pijama. Cogí una bocanada de aire.

—Tu tía cree que echas mucho de menos a tus padres y te gustaría regresar a cuando ellos estaban vivos… —Se irguió, tenso, con esa manía tan suya de atrapar los sentimientos hasta que le consumían.

—¿Hago una lista de todas las cosas en las que se equivoca diariamente o…?

—Es posible, Marco. Se puede volver atrás. —Me coloqué de lado y él soltó una carcajada sarcástica a la vez que sus ojos reflejaban esperanza. Ganas de confiar. Miré hacia arriba tratando de ver por encima de la capa luminosa de la ciudad. Rememoré la voz de mi abuelo y crucé los dedos para reproducir sus palabras—. Mi abuelo dice que el cielo que vemos es el del pasado y que es bonito pensar que en el futuro nuestras noches volverán a existir, no mueren como las personas, y eso hace que su existencia no se haya evaporado. Siguen. Seguirán. Es lo más cerca que estaremos de ser siempre.

—¿Tienes algo que no sea un cuento infantil memorizado? —dijo con sarcasmo para ocultar que tragaba saliva, compungido.

—Sus canciones. —Saqué el walkman de mi padre. Contenía su selección favorita de temas y deseé que al tener la misma edad también fueran las preferidas de los padres de Marco, aunque nunca nos lo pudiesen confirmar, aunque tuviésemos que inventar las anécdotas que acompañaban a las notas.

No sabía si funcionaría, si tendría el mismo efecto que cuando ellos las escuchaban, la cara les cambiaba, se buscaban con las manos y parecían más jóvenes y con menos preocupaciones. En otro sitio. Atrás. En una escena memorizada de su película a la que regresar con años sobre la espalda y el mismo espíritu.

Marco me quitó los cascos antes de que le pudiese explicar el motivo de mi elección. Pulsó el botón de play y sonó la voz melosa de un hombre que cantaba en otro idioma. Casi cuatro minutos tejidos bajo una melodía que no reconocía y, aun así, me agradaba que bañase mi piel con lentitud.

—¿Por qué querías pelear como el Power Ranger rojo? —preguntó en la subida del tema.

—Porque es lo que vas a hacer a partir de ahora. Estar enfadado y pegarte, ¿no? Como hoy con esos niños. —Bajé el volumen—. Necesito aprender para poder protegerte.

—¿No me odiabas?

—Mucho. —Levanté la vista para resguardarme en las estrellas—. Pero no puedo permitir que te hagan daño.

—¿Por qué?

—No lo sé. Es algo que… nace.

Una ráfaga de aire se coló entre la suave brisa y me froté los brazos descubiertos. El balancín adquirió velocidad cuando él se removió para quitarse la chaqueta y ponerla por encima de mis hombros como si fuera una manta. Colocó un dedo sobre mi barbilla y me obligó a mirarle.

—No voy a pegarme más.

—¿Ya no estás enfadado? —Sonreí ilusionada.

—Esta sensación no desaparecerá nunca. —Palmeó su pecho—. Pero no volveré a pelear. No quiero que pierdas más dientes, los que siguen a los de leche no tienen recambios. —Mis mejillas se ensancharon mostrando el hueco por el que asomó la lengua—. Lo haré por ti, Julieta, y ese será nuestro secreto.

—¿Como que te he visto llorar?

—Como que nunca lo has hecho. —Me guiñó un ojo, sus labios se curvaron, la chispa volvió y algo raro provocó que mi piel se erizase.

Si pudiese reescribir nuestra historia viajaría a este momento, le devolvería la cazadora, pediría a los gemelos que me hiciesen un hueco en su cama y acabaría con ese instante. Con todos los que nos unieron. Uno a uno. Borrándolos. Años. Latidos. Vida. Una relación que, en realidad, nunca existió ni tuvo inicio y, para mi desgracia, es la realidad que revuelve mis entrañas. Pero cómo iba a sospechar esa niña que apoyó la cabeza en su hombro, se hizo un ovillo y se durmió a su lado escuchando Il mondo, de Jimmy Fontana, que estaba ante el futuro hombre que provocaría que cada vez que me cruzase con su olor sintiese ganas de gritar, llorar y amar como hizo la noche que puso un nombre a un camino estrellado que pertenecía al pasado, allí donde se quedó sin corazón.

Maldito Marco.