A pesar de su carácter huraño, mi padre me fascinó mucho tiempo y yo deseaba complacerlo. Y, sobre todo, ansiaba que me admirase. Brusco, sí; con mal genio, también; y no me quería nada. Pero yo lo admiraba. Seguramente me está costando tanto hablar de él precisamente por eso. Por no justificarlo. Por no condenarlo.
Una de las pocas veces, si no la única, que me dio la razón me dijo muy bien, me parece que tienes razón. Guardo el recuerdo como un tesoro en una cajita. Porque, en general, siempre éramos los demás quienes nos equivocábamos. Entiendo que mi madre viese pasar la vida desde el balcón. Pero yo era pequeño y quería ser el perejil de todas las salsas. Cuando mi padre me ponía objetivos imposibles, en principio me parecía bien. Aunque los principales no se cumplieron. No estudié Derecho; sólo hice una carrera, pero, en cambio, me he pasado la vida estudiando. No he llegado a coleccionar diez o doce lenguas con la intención de batir la marca del pater Levinski de la Gregoriana, pero las he aprendido sin grandes obstáculos y porque me apetecía. Y aunque tengo deudas pendientes con mi padre, no he pretendido que se enorgulleciera dondequiera que se encuentre, es decir, en ninguna parte, porque he heredado su descreimiento en la vida eterna. Tampoco se cumplieron los designios de mi madre, siempre relegados al segundo lugar. Bueno, no es exactamente así. Hasta más tarde no llegué a saber que mi madre tenía planes para mí, pero a espaldas de mi padre.
Es decir, era hijo único y mis padres, ansiosos por presumir de niño inteligente, no me quitaban la vista de encima. He aquí lo que podríamos llamar el resumen de mi infancia: listón alto. Listón alto en todo, hasta en comer con la boca cerrada, sin apoyar los codos en la mesa y sin interrumpir las conversaciones de los mayores, menos cuando explotaba, porque había días que no podía más y ni Carson ni Águila Negra lograban calmarme. Por eso, cada vez que Lola Xica tenía algún recado que hacer en el Barrio Gótico, procuraba aprovechar la ocasión para acompañarla y poder desojarme en la tienda mientras la esperaba.
Cuanto mayor me hacía, más me atraía el desasosiego inquietante que me infundía la tienda. En casa la llamábamos la tienda para simplificar, aunque, más que una tienda, era un universo completo en el que se podía prescindir de la vida de fuera de sus cuatro paredes. La puerta estaba en la calle de la Paja, enfrente de algo parecido a una fachada descuidada de una iglesia de la que no se hacían cargo ni el obispado ni el ayuntamiento. Al abrirla, sonaba una campanilla cuyo tintineo oigo todavía, que avisaba a Cecília o al señor Berenguer. A partir de ahí empezaba a regalarme la vista y el olfato. El tacto no, porque allí no se podía tocar nada, tú, que donde pones el ojo pones la mano, pobre de ti como toques algo. No se toca nada de nada, ¿entiendes…, hum…, niño…, Adrià? Y como no se podía tocar nada de nada, deambulaba por los estrechos espacios de paso con las manos en los bolsillos; miraba un ángel carcomido y policromado que estaba al lado de una palangana dorada de María Antonieta. Y un gong de la dinastía Ming que valía una fortuna y que Adrià quería tocar antes de morirse.
—¿Para qué sirve esto?
El señor Berenguer miró la daga japonesa, luego a mí y sonrió:
—Es una daga Kaiken de las bushi.
Adrià se quedó con la boca abierta. El señor Berenguer miró un momento a Cecília, que estaba abrillantando vasos de bronce, y dijo en voz baja, agachándose hacia el niño y echándole el poco agradable aliento que tenía:
—El puñal con el que se suicidaban las guerreras japonesas. —Lo miró fijamente esperando una reacción, pero como el niño se quedó tan pancho, el hombre añadió secamente—: Época Edo, siglo diecisiete.
Lógicamente, a Adrià le impresionó mucho, pero a los ocho años que debía de tener en esa época, ya sabía disimular las emociones, igual que mi madre cuando mi padre se encerraba en el despacho a mirar manuscritos con la lupa y en casa no se podía dar una voz más alta que otra porque mi padre estaba leyendo en el despacho y vete a saber a qué hora saldrá a cenar.
—No. No pongas la verdura al fuego hasta que dé señales de vida.
Y Lola Xica se iba a la cocina rezongando a éste le enseñaba yo, toda la casa pendiente de su lupa. Y si estaba yo al lado de éste, le oía leer:
A un vassalh aragones. / Be sabetz lo vassalh qui es, / El a nom. N’Amfos de Barbastre. / Ar aujatz, senher, cal desastre / Li avenc per sa gilozia.
—¿Qué es eso?
—La reprensió dels gelosos. Una novelita.
—¿Es catalán antiguo?
—No. Occitano.
—Se parecen.
—Mucho.
—¿Qué quiere decir gelós?
—El autor es Ramon Vidal de Besalú. Siglo trece.
—¡Ahí va, qué antiguo! ¿Qué significa gelós?
—Folio 132 del cancionero provenzal de Karlsruhe. Hay otro en la Biblioteca Nacional de París. Éste es mío. Es tuyo.
Adrià lo tomó como una invitación y alargó la mano. Mi padre me soltó un golpe seco y me hizo mucho daño. Ni se molestó en decir donde pones el ojo pones la mano. Siguió mirando los renglones de uno en uno con la lupa y dijo cuántas alegrías me da la vida últimamente, por qué será.
Daga japonesa con la que se suicidaban las mujeres, resumió Adrià. Y continuó el periplo hasta los recipientes de cerámica. Dejó los grabados y manuscritos para el final, porque le inspiraban mucho respeto.
—A ver cuándo vas a venir a ayudarnos, que aquí hay mucho que hacer.
Adrià miró la solitaria tienda y sonrió educadamente a Cecília.
—Cuando me deje mi padre —dijo.
Ella iba a replicar, pero se echó atrás y se quedó un momento con la boca abierta. Después, con los ojos brillantes, me dijo dame un beso, anda.
Y tuve que obedecer, porque no era cuestión de dar allí el espectáculo. El año anterior estaba colado por ella, pero ahora me empezaba a molestar tanto besuqueo. Aunque todavía era muy jovencito, acababa de entrar por la puerta grande en la etapa de la aversión profunda a los besos, como si tuviera doce o trece años; siempre he sido un niño prodigio para las cosas secundarias. La fiebre antibesos me duró desde los ocho o nueve años que debía de tener entonces hasta…, bueno, ya lo sabes. O quizá no lo sepas todavía. Por cierto, ¿qué significa lo de «he rehecho mi vida», que le dijiste al vendedor de enciclopedias?
Adrià y Cecília se quedaron unos instantes mirando a la gente que pasaba por la calle sin fijarse en el escaparate.
—Siempre hay cosas que hacer —le dijo Cecília como si me hubiera leído el pensamiento—. Mañana vaciamos un piso con biblioteca, ¡menuda la que se prepara!
Volvió a los bronces. A Adrià se le metió el olor del Netol en el cerebro y puso tierra de por medio. Por qué tendrán que suicidarse las mujeres japonesas, pensó.
Ahora tengo la impresión de haber estado pocas veces en la tienda revolviendo las cosas. Lo de revolver es un decir. Lo que más pena me daba era no poder tocar los instrumentos musicales. Una vez, un poco mayor ya, probé un violín, pero al mirar atrás de reojo me encontré con la mirada muda del señor Berenguer y juro que me entró miedo. No volví a intentarlo nunca más. Recuerdo que, aparte de los fiscornos, tubas y trompetas, llegaron a pasar por allí más de doce violines, seis violoncelos, dos violas y tres espinetas, además del gong de la dinastía Ming, un tambor etíope y algo parecido a una serpiente inmensa, inmóvil, que no emitía ningún sonido y que, según me enteré después, se llamaba serpentón. Estoy seguro de que los instrumentos se compraban y se vendían, porque variaban, pero la cantidad solía ser ésa, lo recuerdo. Y hubo una temporada en la que pasaron por allí unos cuantos violinistas del Liceu, que intentaban infructuosamente llegar a un acuerdo para quedarse con algún instrumento. Mi padre no quería clientes músicos, porque siempre andan mal de cuartos: me interesan los coleccionistas, los que desean tanto el objeto que, si no pueden comprarlo, lo roban; ésos son mis clientes.
—¿Por qué?
—Porque pagan lo que les pido y se van satisfechos. Y luego, un día u otro vuelven muertos de ganas de comprar más.
Mi padre sabía mucho.
—Los músicos quieren los instrumentos para tocar con ellos. Cuando lo tienen, tocan con él. A los coleccionistas, en cambio, no les hace falta; pueden tener diez y les pasan la mano por encima, o la vista, y con eso les basta. No tocan con el instrumento, sólo lo tocan.
Mi padre era muy inteligente.
—¿Un músico coleccionista? Un chollo, pero no conozco a ninguno.
Y entonces, ganada cierta confianza, Adrià le dijo que Herr Romeu era más aburrido que una tarde de domingo y él me echó una mirada de las suyas, de las que taladraban y que, a los sesenta años, todavía me agobia.
—¿Qué has dicho?
—Que Herr Romeu…
—No; más aburrido ¿que qué?
—No sé.
—Sí sabes.
—Que una tarde de domingo.
—Está bien.
Mi padre siempre tenía razón. Se quedó callado como si estuviera metiéndose mis palabras en el bolsillo, para su colección. Después de ponerlas a buen recaudo reanudó la conversación.
—¿Por qué es aburrido?
—Siempre me manda estudiar declinaciones y desinencias que me sé de memoria y se pasa el día haciéndome repetir este queso de vaca es muy bueno; ¿dónde lo has comprado? O, si no, yo vivo en Hannover y me llamo Kurt. ¿Y dónde vives tú? ¿Te gusta Berlín?
—¿Y qué quieres aprender a decir?
—No sé. Quiero leer algo divertido. Quiero leer a Karl May en alemán.
—Muy bien, me parece que tienes razón.
Repito: muy bien, me parece que tienes razón. Y lo que es más: fue la única vez en la vida que me dio la razón. Si fuera fetichista habría enmarcado la frase, con el día y la hora del acontecimiento. Y le habría hecho una foto en blanco y negro.
El martes siguiente no hubo clase, porque habían despedido a Herr Romeu. Adrià se creyó muy importante, como si las personas fueran dueñas de su destino. ¡Qué martes de gloria! En esa ocasión me alegré de que mi padre siempre metiera a todo el mundo en cintura. Debía de tener nueve o diez años, pero con el sentido de la dignidad muy desarrollado. O mejor dicho, el del ridículo. Sobre todo ahora, mirando atrás, Adrià Ardèvol comprendió que no había sido niño ni de pequeño. Cogió todas las precocidades posibles igual que otros cogen catarros e infecciones. Hasta me doy pena. Y eso que ignoraba detalles que ahora puedo recomponer, por ejemplo, que, después de abrir la tienda en condiciones muy precarias, con Cecília, que estaba aprendiendo a peinarse para estar guapa, mi padre recibió la visita de un cliente que quería hablarle de un asunto; lo llevó al despacho y el desconocido le dijo señor Ardèvol, no he venido a comprar nada, y mi padre lo miró a los ojos y se puso en guardia.
—Dígame, entonces, a qué ha venido.
—A avisarle de que corre peligro.
—¿Ah, sí? —Sonrisa de mi padre, de estar un poco hasta las narices.
—Sí.
—¿Por qué, si se puede saber?
—Por ejemplo, porque el doctor Montells ha salido de la cárcel, por si no lo sabía.
—No sé a quién se refiere.
—Y nos ha contado cosas.
—¿Quiénes son «nos»?
—Digamos que estamos muy enfadados con usted porque lo denunció por catalanista y comunista.
—¿Yo?
—Usted.
—No soy un chivato. ¿Se le ofrece algo más? —dijo, levantándose.
El desconocido no se levantó. Se arrellanó más en el asiento y, con pericia inusitada, se lió un cigarrillo. Y lo encendió.
—Aquí no fuma nadie.
—Yo, sí. —Lo señaló con la mano del cigarrillo—. Y sabemos que ha denunciado a tres personas más. Todas le envían recuerdos, desde casa o desde la cárcel. A partir de ahora, tenga mucho cuidado con las esquinas; son peligrosas.
Apagó el cigarrillo en la mesa como si de un cenicero enorme se tratara, echó el humo al señor Ardèvol a la cara, se levantó y salió del despacho. Fèlix Ardèvol vio chamuscarse un trocito de madera de la mesa y no hizo nada por evitarlo. Como si fuera su penitencia.
Por la noche, en casa, tal vez para resarcirse del mal cuerpo que le había quedado, me mandó pasar al despacho y, de premio, sobre todo de premio por ser el primero en exigir a los profesores, que eso es lo que tiene que hacer mi hijo, me enseñó un pergamino doblado y escrito por ambas caras, que, al parecer, era el acta fundacional del monasterio de Sant Pere del Burgal, y me dijo mira, hijo (como habíamos establecido una fuerte alianza, me habría gustado que después de mira, hijo, hubiera añadido «en quien tengo puesta toda esperanza»), este documento se redactó hace más de mil años y ahora lo tenemos en las manos… Quieto, quieto, calma, que lo cojo yo. ¿Verdad que es una preciosidad? Es de cuando se fundó este monasterio.
—¿Dónde está?
—En el Pallars. ¿Te acuerdas del urgell del comedor?
—Ése es el monasterio de Santa Maria de Gerri.
—Sí, sí. Burgal está todavía más arriba. A unos veinte kilómetros más hacia el frío. —Refiriéndose al pergamino—: El acta fundacional de Sant Pere del Burgal. Resulta que el abad Deligat pidió al conde Ramon de Tolosa el privilegio de inmunidad para un monasterio que, aun siendo muy pequeño, sobrevivió centenares de años. Me emociona tener tanta historia en las manos.
Me imaginé lo que me decía mi padre y no me costó mucho figurarme que pensara que, para ser Navidad, hacía un día demasiado luminoso y primaveral. Acababan de enterrar al reverendísimo padre prior dom Josep de Sant Bartomeu en el humilde y reducido cementerio de Sant Pere, y la vida, que reventaba en primavera cubriendo la hierba húmeda y tierna de mil botones variopintos, ahora, por el contrario, reposaba adormecida bajo el hielo. Acababan de enterrar al padre prior y, con él, todas las posibilidades de que el monasterio pudiera continuar con las puertas abiertas. En otros tiempos, cuando todavía nevaba en abundancia, Sant Pere del Burgal era una abadía aislada; desde la remota época del abad Deligat, había pasado por avatares de toda índole, momentos de apogeo, cuando una treintena de monjes contemplaban el magnífico panorama que día a día labraban las aguas del Noguera, con el bosque de Poses al fondo, y alababan al Señor, Le daban las gracias por Su obra y maldecían al Demonio por el frío, que causaba estragos en el cuerpo y encogía el alma a toda la comunidad, y, del mismo modo, épocas de penuria, sin grano para el molino, con apenas seis o siete monjes viejos y enfermos, entregados a las labores propias de los monjes desde que ingresan en el monasterio hasta que son trasladados al cementerio, como ese día el padre prior. La cuestión es que no quedaba más que un solo depositario de tanta memoria.
Un responso breve, descarnado, una bendición apresurada y consternada al humilde féretro, y el oficiante circunstancial, el hermano Julià de Sau, hizo una seña a los cinco aldeanos de Escaló que habían acudido a auxiliar al monasterio en el triste acto. Todavía no había rastro de los hermanos de la abadía de Santa Maria de Gerri que debían presentarse para confirmar la clausura del recinto. Llegarían tarde, mal y nunca, como siempre cuando más falta hacían.
El hermano Julià de Sau entró en el pequeño monasterio de Sant Pere. Se adentró en la iglesia. Con lágrimas en los ojos, empuñó el martillo y la escarpa y agujereó el ara del altar mayor, de donde extrajo el diminuto receptáculo de madera que guardaba reliquias de santos. Lo sobrecogió entonces una súbita aprensión: era la primera vez en la vida que estaba solo. Solo. Sin ningún hermano. Los pasos resonaban en el angosto corredor. Echó una mirada al escueto refectorio. Un banco rozaba la pared y desconchaba el sucio enlucido. No se molestó en colocarlo correctamente. Se le escapó una lágrima y se fue en dirección a su celda. Desde allí contempló el amado paisaje que conocía como la palma de la mano, árbol a árbol. En la yacija, el Cofre Sacro que custodiaba el acta fundacional del monasterio y que ahora debería dar cobijo también al receptáculo de las reliquias de los santos desconocidos, que los habían acompañado a lo largo de muchos siglos de misas y cánticos diarios. Y también al cáliz y la patena de la comunidad. Y a las dos únicas llaves de Sant Pere del Burgal: la de la iglesiuca y la del recinto monacal. Tantos años de cánticos al Señor reducidos a una caja de maciza madera de sabina que, a partir de ese día, sería testigo único de la historia del monasterio clausurado. En un extremo del jergón, el pañolón del hatillo con dos piezas de ropa, algo semejante a una bufanda rudimentaria y el libro de horas. Y la bolsita de piñas de abeto y arce que le recordaban la vida anterior y nada añorada, cuando se llamaba fray Miquel y profesaba en la Orden Dominica; cuando, en el palacio de Su Excelencia, lo detuvo cerca de las cocinas la mujer del Bizco de Salt y le dijo tomad, fray Miquel, semillas de pino y abeto y piñas de arce.
—¿Para qué las quiero?
—Es lo único que puedo ofreceros.
—¿Por qué debes ofrecerme algo? —Fray Miquel, impaciente.
La mujer agachó la cabeza y dijo en voz baja, casi imperceptible, Su Excelencia me ha violado y quiero quitarme la vida para que mi marido no lo sepa nunca, porque entonces me mataría él.
Aturdido, fray Miquel tuvo que entrar en el corredor y sentarse en el banco de madera de boj.
—¿Qué dices? —preguntó a la mujer, que lo había seguido y estaba de pie ante él.
La mujer no añadió nada porque ya lo había dicho todo.
—No te creo, mentirosa despreciable. Tú lo que quieres es…
—¿Me creeréis cuando me cuelgue de una viga carcomida? —Lo miró con unos ojos que daban miedo.
—Pero criatura…
—Quiero que me confeséis de mi pecado porque voy a quitarme la vida.
—No soy sacerdote.
—Pero podéis, si queréis… A mí sólo me resta morir. Y como no es culpa mía, creo que Dios me perdonará. ¿Verdad, fray Miquel?
—El suicidio es un pecado. ¡Fuera de aquí! ¡Aléjate!
—¿Dónde queréis que vaya una mujer sola, eh?
En ese momento, fray Miquel deseó encontrarse muy lejos, donde se acaba el mundo, a pesar de los peligros que acechan en los salvajes confines del universo.
En la celda de Sant Pere del Burgal, el hermano Julià se miró la mano tendida, con las semillas que le había dado la mujer desesperada a la que no supo consolar. Al día siguiente la hallaron en el pajar mayor, colgada de una viga carcomida. Se estranguló con el rosario de quince misterios con el que se ceñía el hábito Su Excelencia y que hacía dos días que se le había extraviado. Por orden de Su Excelencia, se negó sepultura en sagrado a la suicida y el Bizco de Salt fue expulsado de palacio por haber permitido que su mujer cometiese un acto que clamaba al cielo. La había encontrado de madrugada el propio Bizco de Salt e intentó romper el rosario con la ilusa esperanza de que la Bizca todavía respirara. Cuando fray Miquel se enteró, lloró amargamente, en contra de las indicaciones de la superioridad, rogó por la salvación del alma de la desesperada infeliz y juró ante el Señor que nunca perdería las semillas y los piñones de abeto, recordatorio eterno de su silencio cobarde. Los miró de nuevo, veinte años después, en la mano tendida, ahora, cuando, por el quiebro que le había dado la vida, empezaría a ser monje de Santa Maria de Gerri. Guardó los piñones en el bolsillo del hábito benedictino. Miró por la ventana. Tal vez estuvieran muy cerca, pero ya no le alcanzaba la vista para avistar movimientos a lo lejos. Ató el pañolón del hatillo al buen tuntún. Esa noche, en el monasterio del Burgal no dormiría ningún monje.
Aferrado al Cofre Sacro, pasó por todas y cada una de las celdas: la de fray Marcel, la de fray Martí, la de fray Adrià, la del padre Ramon, la del padre Basili, la del padre Josep de Sant Bartomeu, y la suya, humilde, al final del angosto pasillo, la más próxima al reducido claustro y a la puerta del monasterio, cuya vigilancia le había sido encomendada prácticamente desde su ingreso. Después se acercó al lavadero, a la modesta sala capitular, a la cocina y de nuevo al refectorio, en el que el banco seguía comiéndose la pared. A continuación salió al claustro y, sin poder evitarlo, brotó la congoja en forma de estallido de llanto hondo, porque no encontraba la forma de aceptar que todo fuese voluntad de Dios. Para serenarse, para despedirse definitivamente de tantos años de vida benedictina, fue a la capilla monacal. Se arrodilló ante el altar sin soltar el Cofre Sacro. Miró por última vez las pinturas del ábside. Los profetas y los arcángeles. San Pedro y San Pablo, San Juan y los demás apóstoles; la Virgen María en actitud de adoración, con los arcángeles, el severo Pantocrátor, y lo desbordó la culpa, la culpa de la extinción del pequeño monasterio de Sant Pere del Burgal. Con la mano libre se golpeó el pecho y dijo confiteor, Domine. Confiteor, mea culpa. Dejó el Cofre Sacro en el suelo y se agachó a besar el suelo que habían pisado tantas generaciones de monjes en loor del Dios Todopoderoso que lo contemplaba impasible.
Se levantó, recogió el Cofre Sacro, miró por última vez las pinturas sagradas y retrocedió de espaldas hasta la puerta. Una vez fuera de la iglesiuca, cerró las dos hojas con gesto seco, echó la llave por última vez y la guardó en el Cofre Sacro. Ninguna mirada humana volvería a posarse sobre las amadas pinturas de la pared de la capilla, hasta que, casi trescientos años después, simplemente empujando con la palma de la mano una hoja carcomida y podrida, abriera la puerta Jachiam de Pardàc.
Entonces, el hermano Julià de Sau se acordó del día en que los pies, ávidos y cansados, inundados todavía de miedo, lo llevaron hasta la puerta de Sant Pere y llamó con el puño cerrado. Vivían a la sazón quince monjes intra muros monasterii. Dios mío, Señor Glorioso, cuánto añoraba, aun careciendo de derecho a sentir nostalgia de una época que no llegó a conocer, los tiempos en los que había una labor para cada monje y un monje para cada labor. El día en que llamó a esa puerta implorando el ingreso, hacía muchos años que había abandonado la seguridad para adentrarse en el reino del miedo, el que acompaña siempre al fugitivo. Y más aún si sospecha que tal vez yerre, porque Jesús nos habló de amor y de bondad y yo no cumplía Su mandamiento. Pero lo cumplía, sí, porque el padre Nicolau Eimeric, el Inquisidor General, era su superior y todo sucedía en el nombre de Dios y por el bien de la Iglesia y de la vera fe, y yo no podía, no podía porque Jesús estaba muy lejos de mí; ¿y quién sois vos, fray Miquel, cabeza de chorlito, fraile lego, para preguntaros dónde está Jesús? Dios Nuestro Señor está en la obediencia ciega, incondicional. Dios está conmigo, fray Miquel. Y quien no está conmigo está contra mí. ¡Miradme a los ojos cuando os hablo! Quien no está conmigo está contra mí. Y fray Miquel prefirió huir, prefirió la incertidumbre y quizá el infierno a la salvación con mala conciencia. Y por eso huyó, se quitó el hábito de dominico e ingresó en el reino del miedo y viajó a Tierra Santa buscando el perdón de todos los pecados, como si fuese posible el perdón en este mundo o en el otro. Si es que eran pecados. Vestido de peregrino, vio muchas desgracias, se arrastró empujado por el arrepentimiento, prometió cosas difíciles de cumplir, pero no halló la paz, porque si se desoye la voz de la salvación el alma jamás encuentra reposo.
—¿Quieres hacer el favor de estarte quieto con las manos?
—Pero padre… Sólo quiero tocar el pergamino. Has dicho que también era mío.
—Con ese dedo. Y ojito.
Tímidamente, Adrià acercó la mano con un dedo extendido y tocó el pergamino. Tuvo la sensación de haber entrado en el monasterio.
—Ya basta, que a lo mejor lo manchas.
—Otro poco, padre.
—¿Es que no sabes lo que quiere decir «basta»? —gritó mi padre.
Y retiré la mano como si el pergamino me diera calambre y por eso, cuando el ex fraile volvió del periplo por Tierra Santa con el alma envejecida, enjuto de cuerpo y curtido de rostro y la mirada endurecida como el diamante, su infierno interior no se había apagado. No se atrevió a acercarse a casa de sus padres, si es que aún vivían; se dedicó a vagar por los caminos ataviado de peregrino, pidiendo limosna y liquidándola en los hostales con las bebidas más ponzoñosas que hubiera a mano, como si tuviese prisa por desaparecer y dejar de recordar recuerdos. También recayó en los pecados de la carne, obsesivamente, buscando el olvido y la redención que le había negado la penitencia. Era una auténtica alma en pena. De súbito, inopinadamente, le iluminó el camino la sonrisa bondadosa del hermano Julià de Carcasona, portero de la abadía benedictina de la Grassa, en la que pidió hospitalidad un invierno friísimo para pasar una noche. La noche de reposo se dilató hasta diez días de plegaria en la iglesia de la abadía, de rodillas, al pie del muro más alejado de la sillería de la comunidad. En Santa Maria de la Grassa oyó hablar por primera vez del Burgal, un cenobio tan perdido que decían que la lluvia llegaba cansada y casi no mojaba la piel. Guardó para sí la sonrisa del hermano Julià, que tal vez fuera de felicidad, como un tesoro secreto y profundo, y emprendió el camino, primero hacia la abadía de Santa Maria de Gerri, como le aconsejaron los monjes de la Grassa. Con lo puesto, el zurrón lleno de vianda de caridad y la secreta sonrisa feliz, emprendió el viaje hacia las montañas de nieves perennes, hacia el mundo del silencio perpetuo donde, tal vez, con un poco de suerte, encontraría la redención. Cruzó valles y montes y pisó con sus sandalias destrozadas el agua gélida de ríos que acababan de brotar de la nieve. Cuando llegó a la abadía de Santa Maria de Gerri le confirmaron que el priorato de Sant Pere del Burgal estaba tan apartado y aislado que no se sabía con certeza si los pensamientos llegaban enteros. Y lo que decida contigo el padre prior de allí —le aseguraron— lo aprobará el padre abad de aquí.
Y así, tras muchas semanas de viaje, envejecido antes de los cuarenta años, llamó vigorosamente a la puerta del monasterio de Sant Pere. Era un atardecer frío y oscuro y los monjes, concluidas las vísperas, se disponían a cenar, si es que un plato de agua caliente se puede considerar cena. Le dieron alojamiento, le preguntaron qué era lo que quería y él imploró que lo admitieran en la reducida comunidad; no les refirió su sufrimiento, sino el deseo que tenía de servir a la Santa Madre Iglesia con una labor humilde y anónima, de ser hermano lego, el último de la casa, pendiente tan sólo de la mirada de Dios Nuestro Señor. El padre Josep de Sant Bartomeu, que ya entonces era el prior, lo miró a los ojos y descubrió el secreto de su alma. Treinta días con sus noches lo hospedaron a la puerta del monasterio, en una cabaña precaria. Pero lo que pedía él era la protección del hábito, el amparo de vivir conforme a la santa regla benedictina, que transforma a las personas y otorga la paz interior a quien la practica. Veintinueve veces imploró que le dejasen ser un monje más y veintinueve veces se lo negó el padre prior mirándolo a los ojos. Hasta que un viernes de lluvia y dicha lo imploró por trigésima vez.
—¡No lo toques, coño! ¡Donde pones la vista pones la mano!
La alianza con mi padre se tambaleaba, si no se había resquebrajado ya.
—Pero si sólo…
—Ni pero ni pera. Ándate con ojo si no quieres llevarte un coscorrón, ¿estamos?
Pasó mucho tiempo desde aquel viernes. Ingresó de postulante en el monasterio del Burgal y al cabo de tres inviernos glaciales profesó de hermano lego con el nombre de Julià, en recuerdo de la sonrisa que lo había transformado. Aprendió a estar en paz con su alma, a serenar el espíritu y a amar la vida. A pesar de las frecuentes incursiones en el valle de los hombres del duque de Cardona o de los del conde Hug Roger, que destrozaban a su paso cuanto no les pertenecía, en el encumbrado monasterio Dios y Su paz estaban más cerca. Con tenacidad, se inició en el camino que lleva a la sabiduría. No avistó la felicidad en el horizonte, pero alcanzó una serenidad total que lo condujo paso a paso al equilibrio y aprendió a sonreír como él sabía. Más de uno de los hermanos llegó a pensar que el humilde hermano Julià andaba en el camino de la santidad.
El sol estaba alto e intentaba calentar en vano. Los hermanos de Santa Maria de Gerri todavía no habían llegado; debían de haber pernoctado en el Soler. A pesar del tímido sol, en el Burgal hacía el mayor frío del mundo. Hacía unas horas que se habían ido los aldeanos de Escaló, con los ojos tristes y sin pedir paga alguna. Cerró la puerta con la gran llave que, en calidad de hermano portero, tenía consigo desde hacía muchos años y que ahora debería entregar al abad. Non sum dignus, repetía, apretando la llave que resumía medio milenio de vida monástica ininterrumpida del Burgal. Se quedó fuera, solo, sentado al pie del nogal, con el Cofre Sacro en las manos, esperando a los hermanos de Gerri. Non sum dignus. ¿Y si quieren pasar la noche en el monasterio? Puesto que la regla de San Benito prohíbe taxativamente que un monje viva solo en un cenobio, al caer enfermo, el padre prior mandó aviso a la abadía de Gerri para que se tomasen las disposiciones necesarias. Ya hacía dieciocho meses que el padre prior y él estaban solos en el Burgal. El padre decía misa y él la oía con devoción, asistían los dos al rezo de las horas, pero ya no las cantaban, porque el gorjeo de los gorriones era más fuerte que la voz desafinada y gastada de los monjes. La víspera, a media tarde, después de dos días de fiebre alta, al morir el venerado padre prior, volvió a quedarse solo en la vida. Non sum dignus.
Alguien se acercaba por el escarpado sendero de Escaló, porque el de Estaron era impracticable en invierno. Por fin. Se levantó, se sacudió el hábito y, aferrado al Cofre Sacro, bajó unos pasos por la cuesta. Se detuvo: ¿tendría que abrir las puertas en señal de hospitalidad? Las instrucciones que le había dado el padre prior en el lecho de muerte eran lo único que sabía a propósito del cierre definitivo de un cenobio con tantos años de historia. Los hermanos de Gerri subían poco a poco, cansinamente. Tres monjes. Con lágrimas en los ojos, dio media vuelta, se despidió del monasterio y emprendió el descenso para ahorrar a sus hermanos el último repecho. Veintiún años en el Burgal, lejos de los recuerdos, morían con ese gesto. Adiós, Sant Pere, adiós, barrancos rumorosos de agua fría. Adiós, montañas heladas que me habéis dado serenidad. Adiós, hermanos de claustro y siglos de cantos y plegarias.
—Hermanos, la paz sea con vosotros en este día de la Natividad del Señor.
—La paz del Señor sea con vos.
—Ya le hemos dado santa sepultura.
Uno de los hermanos se retiró la capucha. Una frente noble, seguramente de un padre profeso o, quizá, del ecónomo o del maestro de novicios, le sonrió con una beatitud semejante a la de otro remoto hermano Julià. No llevaba hábito bajo el manto, sino cota de malla de caballero. Lo acompañaban fray Mateu y fray Maur de Gerri.
—¿Quién es el muerto? —preguntó el caballero.
—El padre prior. El difunto es el padre prior. ¿No os han avisado de que…?
—¿Cómo se llama? ¿Cómo se llamaba?
—Josep de Sant Bartomeu.
—Loado sea Dios. Entonces vos sois fray Miquel de Susqueda.
—Me llamo hermano Julià. Soy el hermano Julià.
—Fray Miquel. El dominico hereje.
—La cena está servida.
Lola Xica asomó la cabeza en el despacho. Mi padre respondió con un gesto displicente y silencioso sin dejar de leer en voz alta los artículos del acta fundacional, incomprensibles a primera vista. A modo de respuesta al requerimiento de Lola Xica:
—Ahora lee lo que falta.
—Es que la letra es muy rara…
—Lee —dijo mi padre, impaciente y decepcionado por tener un hijo tan sosaina. Y Adrià se puso a leer el buen latín medieval del abad Deligat sin entender del todo las palabras y sin dejar de soñar con la otra historia.
—Bien… El nombre de fray Miquel fue en otra vida. Y la orden de Santo Domingo está muy lejos de mi pensamiento. Soy un hombre nuevo, diferente. —Lo miró a los ojos, como hacía el padre prior—. ¿Qué queréis, hermano?
El hombre de la frente noble cayó de hinojos al suelo dando gracias a Dios con una oración breve y silenciosa y se persignó con devoción; los tres monjes se persignaron también respetuosamente. El hombre se puso en pie.
—He tardado muchos años en dar con vos. Un santo fraile inquisidor me ordenó que os ejecutara por hereje.
—Erráis.
—Señores, hermanos —dijo, muy sobresaltado, uno de los monjes acompañantes, fray Mateu tal vez—. Hemos venido a recoger la llave del Burgal y el Cofre Sacro del monasterio y a acompañar a fray Julià a Gerri.
Acordándose de pronto, fray Julià le entregó el Cofre Sacro, que todavía tenía en su poder.
—No será preciso acompañarlo —dijo secamente el de la frente noble. Y al hermano Julià—: No, no yerro. Es obligado que sepáis quién os condena.
—Me llamo hermano Julià de Sau y, como podéis ver, soy monje benedictino.
—Os condena fray Nicolau Eimeric. Me ordenó que os dijese su nombre.
—Erráis.
—Fray Nicolau murió hace mucho tiempo, pero yo sigo con vida y por fin podré dar reposo a mi alma trastornada. En el nombre de Dios.
Ante la mirada estremecida de los dos monjes de Gerri, el último del Burgal, un hombre nuevo, diferente, que tras muchos años de esfuerzo había alcanzado la serenidad espiritual, todavía tuvo tiempo de ver el destello de la daga, antes de que se le hundiera en el pecho, a la luz cada vez más incierta del débil sol del día invernal. Tuvo que tragarse de golpe el rencor antiguo. En cumplimiento de la orden sagrada, con la misma daga le cortó la lengua y la guardó en una caja de marfil, que se tiñó de rojo. En un tono de voz fuerte y resuelto, mientras limpiaba el hierro con hojas secas del nogal, se dirigió a los atemorizados monjes:
—Este hombre no tiene derecho a reposar en tierra sagrada.
Miró alrededor. Fríamente. Señaló la era aneja al claustro.
—Allí. Sin cruz. Es la voluntad del Señor.
Los monjes, petrificados de horror, no reaccionaban y el hombre de la frente noble, plantado ante ellos, casi pisando el cuerpo inerte de fray Julià, gritó con menosprecio:
—¡Enterrad esta carroña!
Y mi padre, después de leer la firma del documento del abad Deligat, lo dobló con esmero y dijo cuando se toca un pergamino como éste se imagina uno la época, ¿a que sí?
Yo, consecuentemente, lo toqué con los cinco ansiosos dedos. Mi padre me soltó un pescozón doloroso y muy humillante. Mientras me esforzaba por no derramar ni una lágrima, mi padre, indiferente, apartó la lupa y guardó el manuscrito en la caja fuerte.
—¡Hala, a cenar! —dijo, en lugar de sellar un pacto con un hijo que sabía leer latín medieval. Tuve que secarme dos lágrimas furtivas antes de llegar al comedor.