CAPÍTULO 2

LA ESPAÑA MEDIEVAL DE ISABEL LA CATÓLICA

No se sabe cuáles son los ecos del mundo que llegan hasta el joven Hernán. Pero lo cierto es que el mundo medieval agoniza ante sus ojos y no puede dejar de sentir el sismo cultural que sacude a aquel final del siglo XV. Los historiadores, desde hace mucho tiempo, ubican el fin de la Edad Media en 1453. En efecto, en ese año, Constantinopla cae en manos del sultán Mahoma II y el imperio bizantino desaparece. Aunque tales fechas, cuya arbitrariedad se intuye, constituyen un parteaguas y pueden tener un interés clasificatorio; se permite, no obstante, discutir la legitimidad de esa cesura. Personalmente, tiendo a pensar que el Renacimiento, con todo lo que implica de cambio y modernidad, no se manifiesta antes del periodo 1515-1520. Regresaremos a esto más adelante, puesto que esta mutación del mundo, que es una consecuencia del descubrimiento de América, ocurre precisamente cuando Cortés emprende la Conquista de México. Por el momento, demos un vistazo a la España de esta segunda mitad del siglo XV, que es todavía completamente medieval.

LA CASTILLA ENTRE PORTUGAL Y ARAGÓN

En primer lugar, España está en busca de su propio territorio. Se sabe que los moros ocuparon la península desde el siglo VIII. La reconquista, la guerra de liberación emprendida por los herederos de los visigodos cristianos, comienza en el siglo XI. Es en esta lucha cuando aparece el Cid, el famoso Rodrigo (Roderic) Díaz de Vivar. En el siglo XIII, después del decisivo éxito obtenido por los cristianos en Las Navas de Tolosa en 1212, los musulmanes abandonan sus posiciones, con la notable excepción del reino de Granada, al sur de España. Desde esa época, existe entre los príncipes cristianos de España el sueño todavía lejano de una Hispania unida. Pero por el momento todavía reina la división. La Península Ibérica está fraccionada en tres bloques principales: Portugal, al oeste, con las fronteras que conservó después; Castilla, en el centro, y Aragón al este. La España unificada y poderosa del siglo XVI nacerá de la voluntad de una mujer: Isabel de Castilla.

Desde 1454, Castilla es patrimonio del rey Enrique IV, el Impotente. No es posible comprender el sentido de las gestiones de Isabel la Católica si no nos detenemos un instante en este personaje desconcertante. Enrique IV, al ser el único hijo sobreviviente del primer matrimonio del rey Juan II de Castilla con María de Aragón, sube al trono a la muerte de su padre; tenía entonces treinta años. Como era fruto de una sucesión de matrimonios consanguíneos, sufre de varias degeneraciones: independientemente de su fealdad, que se ha convertido en legendaria, heredó la abulia de su padre, por lo que durante toda su vida será incapaz de tomar una decisión. En torno a él, dos favoritos no cesarán de luchar por tener el control de su persona. Beltrán de la Cueva, su valido, y Juan Pacheco, marqués de Villena. Muy joven, Enrique había sido casado con Blanca de Navarra, pero no había podido consumar el matrimonio. Una vez convertido en rey, sus consejeros, animados por la preocupación de que tuviera descendencia, lo incitaron a repudiar a la inmaculada Blanca, quien había permanecido virgen, y a buscar otra alianza. Se casó entonces en segundas nupcias con Juana de Portugal, hermana del rey lusitano Alfonso V, en Córdoba, el 21 de mayo de 1455. Pero la hermosa Juana, de ojos de brasa, tampoco tuvo éxito. Una vez más, el rey Enrique, al ser impotente y profesar un vivo disgusto por las mujeres, tampoco pudo consumar el matrimonio.

Rodeado por una especie de guardia pretoriana mora, llevaba con gusto un turbante para ocultar sus cabellos rojos y se negaba a cazar y a hacer la guerra. Enrique IV de Castilla se entregó a los placeres, en contra de la sensibilidad de la nobleza, que sólo esperaba un pretexto para rebelarse. El incidente ocurrió en 1462, cuando la reina dio a luz una niña a la que llamó Juana. De notoriedad pública, el genitor no era otro que el favorito del rey, Beltrán de la Cueva, aparentemente bisexual. La pequeña Juana fue llamada de inmediato la Beltraneja y ya no fue conocida más que por ese nombre. El hecho de que el rey Enrique IV reconociera a esa niña ilegítima como heredera al trono de Castilla hizo estallar el polvorín. El descontento de una parte de la nobleza se transformó en guerra larvada después de que en Ávila, el 5 de junio de 1465, la efigie del rey fuera públicamente quemada. En el trono vacante, los insurgentes instalaron simbólicamente a Alfonso, medio hermano del rey. Juan II de Castilla, quien había procreado a Enrique en su primer matrimonio, se había vuelto a casar, después de quedar viudo, con Isabel de Portugal, quien antes de morir loca en Arévalo le había dado dos hijos: Isabel, nacida en 1451 y Alfonso, nacido en 1453.

Bajo presión, Enrique acepta designar a Alfonso como heredero al reino. Alfonso era, ciertamente, más legítimo que la Beltraneja, sin embargo, no era presentable. Sufría graves taras y un defecto mayor en la motricidad maxilar que le impedía hablar. No era quizá el rey con el que algunos soñaban. El veneno hizo entonces su efecto: el joven Alfonso, a la edad de quince años, murió tan súbita como providencialmente el 5 de julio de 1468 en Cardeñosa. La vía estaba libre para la entrada de Isabel a escena. El marqués de Villena logró arrojar de la corte a su rival Beltrán de la Cueva y obligó al rey Enrique a reconocer a Isabel como heredera de la Corona de Castilla; luego de un encuentro entre los dos protagonistas, el rey y su media hermana firmaron, el 19 de septiembre de 1468, el pacto de Los Toros de Guisando.1 El rey renunciaba a sostener los derechos de la Beltraneja, designaba a Isabel como heredera al trono y ofrecía el perdón a todos los nobles que habían tomado las armas contra él. La única condición impuesta a Isabel era que no se casara sin el consentimiento de su hermano. La paz volvió a Castilla.

En los meses que siguieron, el marqués de Villena fue obligado a mostrar sus cartas. Fascinado por la riqueza de Portugal, que se estaba convirtiendo en la mayor potencia marítima del mundo y, al mismo tiempo, hostil al reino de Aragón, que consideraba amenazante para Castilla, Pacheco decidió unir definitivamente a Castilla con Portugal. Concibió entonces casar a Isabel con el rey Alfonso V de Portugal, mientras que la Beltraneja —que aún no cumplía siete años— se uniría a su hijo, el príncipe heredero de la Corona portuguesa. En ese escenario demasiado perfecto, la competencia entre los partidarios de Isabel y los de la Beltraneja se resolvía a espaldas de Aragón.

Pero no contaban con la personalidad de Isabel y la determinación de sus consejeros, el poderoso Alfonso Carillo, arzobispo de Toledo, y Alonso de Cárdenas, alto dignatario de la orden de Santiago. Con la fuerza de su título de princesa heredera y desde la altivez de sus dieciocho años, con la complicidad de su encanto, de sus ojos verdosos y sus cabellos rubios, Isabel decidió prescindir de la tutela de su hermano y rechazó el matrimonio con el portugués, así como había rechazado hasta entonces a todos sus pretendientes, llegando incluso a mandar a asesinar a uno de ellos —al propio hermano del marqués de Villena— para estar segura de no tener que casarse con él.2 Sabiendo que ella rompía el pacto de Los Toros de Guisando, lo que reencendería la guerra civil, Isabel decidió casarse con Fernando, el príncipe heredero de Aragón, menor que ella por un año. Las negociaciones, iniciadas con el mayor secreto, fueron descubiertas y Pacheco, furioso, hizo cerrar la frontera con Aragón. Después de innumerables peripecias en las que el futuro rey tuvo que disfrazarse de arriero y dormir en la paja de los establos para escapar de los servicios de información del rey Enrique IV, Fernando logró llegar a Valladolid donde lo esperaba Isabel.

La boda se celebró a continuación en la semiclandestinidad el 18 de octubre de 1469, en un palacio de la ciudad. Según el deseo de Isabel, Castilla y Aragón se habían unido, pero el destino de España se balanceaba todavía. Al caducar los acuerdos de Guisando, Pacheco aguijoneó al rey Enrique IV para intentar una alianza con Francia y contrarrestar la alianza de Isabel con Aragón. Ella fue desheredada. La Beltraneja recuperó su estatus de princesa heredera y fue casada —por poder— con el duque de Guyena, hermano de Luis XI. Pero el duque de Guyena, por lo demás completamente degenerado, fue envenenado en Burdeos en 1472. El país caía en la desolación: los nobles, divididos entre el partido isabelino y el partido de la Beltraneja, se enfrentaban en una guerra indecisa; las ciudades desdeñaban a la corte y la anarquía reinaba.

LA GUERRA CIVIL: ISABEL CONTRA LA BELTRANEJA

Tres muertes providenciales apresuran la salida del coma español. Primero la del papa Pablo II, en 1471: al negarse a firmar la bula que autorizaba el matrimonio consanguíneo de Isabel y Fernando, el papa había nulificado esa unión, ¡lo que empañaba la legitimidad de los jóvenes reales desposados! Su sucesor, Sixto IV, embaucado por los emisarios de Isabel, aceptó de inmediato regularizar tal matrimonio. Isabel tenía ahora el apoyo del papado. Después, Juan Pacheco, marqués de Villena y mayordomo del palacio de Enrique IV, gran maestre de la orden de Santiago, expiró el 14 de octubre de 1474. Su sucesión a la cabeza de la orden, el cargo mejor remunerado del reino, provocó inmediatamente el desgarramiento de la nobleza. En el colmo de la anarquía, el rey murió en condiciones sospechosas, probablemente envenenado con arsénico, el 11 de diciembre de 1474, con lo que terminó un reinado desastroso.

Dos días después, sin permitir a la oposición organizarse, Isabel, que se encontraba en Segovia, se hizo proclamar “reina propietaria del reino de Castilla” y prestó juramento. Esta proclamación no tuvo lugar, como se dice a veces, en el Alcázar, que es un palacio y una fortaleza, sino en el atrio de la iglesia de San Miguel. Con esto Isabel quería simbolizar desde el principio que su poder estaba bajo la protección de la Iglesia. Poderosamente apoyada por la casa de Aragón, tomó ventaja sobre Juana, la Beltraneja, quien gozaba, a su vez, del apoyo del rey de Portugal, su tío. A los 23 años, Isabel sube al trono de Castilla pagando el precio de una guerra civil entre los partidarios de la alianza con Aragón y los que prefieren la alianza con Portugal. España se edificará finalmente con la unión de Castilla y Aragón, aunque después de cuatro años de luchas épicas. La actitud autoritaria de Isabel impulsó a algunos de sus antiguos aliados a pasarse a la oposición: el arzobispo de Toledo, el orgulloso Carillo, el gran maestre de la orden de Alcántara, Monroy, se unieron a la hija de Juan Pacheco en el clan portugués, mientras Beltrán de la Cueva abandonaba el partido de su hija para apoyar a Isabel. En ese entrecruzamiento y cambios de alianzas, las tropas de Alfonso V invaden Castilla el 25 de mayo de 1475. El rey portugués se instala en Plasencia, donde se casa con la Beltraneja, su sobrina, todavía impúber. Alfonso de Portual y la pequeña Juana se hacen proclamar reyes de Castilla y León. Las tropas portuguesas toman Toro, Zamora y luego Burgos. Segovia, que había llevado a la reina Isabel al trono dos años antes, se rebela a su vez. El poder de Isabel se tambalea, a pesar de su generosa política de distribución de títulos nobiliarios. Portugal está a punto de anexarse Castilla.

Al final, Fernando, valiente y perseverante jefe de guerra, a la cabeza de las tropas aragonesas hará la diferencia. Poco a poco toma ventaja sobre los ejércitos portugueses y logra expulsar a Alfonso V y a la Beltraneja. El conflicto militar termina en Extremadura con la batalla de La Albuera, cerca de Mérida, el 24 de febrero de 1479: las fuerzas fieles a Isabel triunfan entonces definitivamente.

¿Dónde se encuentra el último reducto de la oposición a Isabel? ¡En Medellín! La batalla de Mérida, conocida con el nombre de batalla de La Albuera, ve en efecto enfrentarse a Cárdenas, gran maestre de la orden de Santiago, a la cabeza del ejército isabelino, y a Monroy, gran maestre de la orden de Alcántara, apoyado por las tropas portuguesas conducidas por el obispo de Evora. Es de hecho la condesa de Medellín, Beatriz Pacheco, hija del valido del rey Enrique IV, quien anima el conflicto. Después de su derrota, el obispo de Evora irá a refugiarse a Medellín, al castillo de la condesa. Mientras empezaban las negociaciones de paz en Alcántara desde el mes de marzo de 1479, Medellín seguía resistiendo. La ciudad se rindió hasta después de cinco meses de sitio y cuando obtuvo garantías de que no habría represalias, cuidadosamente escritas sobre el papel en el tratado de Alcaçovas.3 En la práctica, a pesar de sus compromisos, Isabel confiscó los bienes de los nobles que la habían combatido. Como Martín Cortés se encuentra en el último extremo de los opositores, no se excluye que haya tenido que pagar un tributo bastante alto por haber pertenecido al partido de los perdedores. Esos elementos pueden explicar, por una parte, las alusiones de López de Gómara respecto a la modicidad del tren de vida de los Cortés a finales de siglo y, por otra parte, la distancia de Hernán respecto de un poder real que percibirá siempre como resultado de componendas perfectamente aleatorias. De hecho, en esas horas turbulentas de 1474 a 1479, la suerte de España estuvo a dos pasos de volcarse del lado de Portugal.

EL VIRAJE DE 1479

El gran viraje ocurre entonces en aquel año de 1479. El tratado de Alcaçovas, firmado en septiembre entre las dos potencias belicosas, acuerda la división de la Península Ibérica en dos entidades en lo sucesivo prometidas a destinos diferentes. A cambio de toda pretensión territorial sobre Castilla, Alfonso V obtuvo para Portugal un fructuoso reparto de mares: aunque las Canarias regresan a Castilla, la soberanía portuguesa sobre Madeira y las Azores es reconocida; el rey lusitano obtiene de Castilla, por otra parte, ésta respete el monopolio del comercio africano que fue concedido a Portugal por una bula del papa Nicolás V, en 1455. La Beltraneja, rehén político, que se debate en un juego de poder desgastante, preferirá tomar los hábitos y se retirará al convento de Santa Clara en Coimbra.

Casi simultáneamente, a la muerte del rey Juan II,4 su hijo Fernando, “legítimo esposo” de Isabel, accede al trono de Aragón y las dos Coronas se reúnen. La Corona de Aragón comprende, alrededor del reino de Aragón propiamente dicho, centrado en Zaragoza, a Cataluña, el antiguo reino de Valencia, las Baleares y Sicilia. Este conjunto de un millón de habitantes viene a unirse a la inmensa Castilla que, en 1479, sin Granada ni Navarra, cuenta aproximadamente con cuatro millones de habitantes.5 La nueva entidad europea que es la España de Fernando e Isabel resulta todavía poca cosa en relación con Francia que, gracias a sus trece o catorce millones de habitantes, figura como gran potencia. Pero España puede ya rivalizar con Italia del norte (5.5 a seis millones de habitantes), Inglaterra (tres millones) o los Países Bajos (2.5 a tres millones). Alemania en ese tiempo no es demográficamente mucho más importante que Portugal (aproximadamente un millón de habitantes).

Si bien la España moderna, surgida de un matrimonio, de una herencia y de una guerra civil, está inscrita en el papel desde 1479, ¡en ese momento, sigue siendo una realidad cercana a la abstracción! Aragón y Castilla conservan sus instituciones respectivas y, en el interior de esas “fronteras”, cada región construye su especificidad. En Castilla coexisten Galicia, Asturias, las Provincias Vascas, León, Extremadura, Andalucía, Córdoba, Jaén, Murcia y Toledo, que forman alrededor de Burgos, capital histórica de la vieja Castilla, una constelación muy heterogénea. Aragón no está mejor distribuido: el particularismo catalán es celosamente cultivado mientras que Valencia, caracterizada por una fuerte concentración de moros, nutre impulsos insurreccionales. A eso se añaden la independencia de espíritu y la potencia militar de los nobles que reinaban en sus feudos, el poder económico de las órdenes militares, los fueros concedidos a las ciudades, los privilegios eclesiásticos, las franquicias universitarias y la impunidad de los salteadores de caminos que pululaban... ¿Qué queda entonces a fin de cuentas del poder real?

Fernando e Isabel se encuentran entonces ante un desafío: necesitan unir a un país fraccionado al máximo por una historia deshilvanada y una organización política medieval. La idea de Isabel es simple: la religión debe servir de base para la unidad de España.

¿Cuáles son los motivos que impulsan a Isabel por este camino? ¿Por qué en el fondo, tomando en cuenta sus orígenes, la biznieta del rey de Portugal, Juan I, no adopta la opción de la alianza con el vecino lusitano? En esa época, en Portugal se habla un dialecto que no se ha separado formalmente del castellano, por lo que ya no hay más distancia entre Castilla y Portugal que la que existe con las posesiones aragonesas mucho más heterogéneas. No se puede descuidar la fracción de consejeros políticos que estimaban la fachada mediterránea catalana y valenciana indispensable para contrarrestar el poderío creciente de la marina musulmana que empezaba a preocupar a Europa. Pero el verdadero resorte de la política de Isabel no parece surgir del estricto ámbito de la racionalidad. La conducta de la reina de Castilla es dictada por su yo interno, y se puede adivinar cómo se forjaron las convicciones y los reflejos psicológicos de Isabel: se trata de su medio hermano, el funesto rey Enrique IV, a quien toma como contramodelo absoluto. Enrique era afeminado, ella será viril. Él era liberal y pródigo; ella se interesará en el dinero. Él era sucio, ella se lavará. Él de una fealdad repugnante, ella cuidará su físico y cultivará su encanto. Él apreciaba a los judíos y a los moros; ella los perseguirá. Él era tolerante, ella será sectaria. Si él era abúlico, ella decidirá. Desenfrenado él, ella será virtuosa. Enrique no era en absoluto devoto, ella será católica. Él no soportaba ver la sangre; ella hará la guerra. Él dejó que se desarrollara la anarquía; ella hará reinar el orden. Él apoyaba a Portugal; ella escogerá unirse con Aragón.

La religión católica se convertirá entonces en el motor y el instrumento de la política unificadora de Fernando e Isabel. Los primeros signos de esta estrategia resultan concomitantes con su toma de poder: la Inquisición se instala en 1480 y, al año siguiente, la Corona revitalizarará el espíritu de la cruzada y terminará la reconquista, lanzando la primera ofensiva contra los moros de Granada.

LA INQUISICIÓN

La Inquisición española, sobre la que mucho se ha escrito, encuentra su origen en la voluntad política de la reina Isabel de extirpar el judaísmo de Castilla. Esta voluntad fue puesta en marcha por el desvío simple y llano de una institución pontificia imaginada en 1233 por el papa Gregorio IX, para luchar contra la herejía cátara después de la derrota militar de los albigenses (1229). La Santa Inquisición, confiada a los dominicos, fue concebida al principio como una especie de vigilancia ideológica destinada a impedir el resurgimiento de los cátaros en el sur de Francia, después de la cruzada de los albigenses que había terminado con la victoria del rey de Francia. Aprovechando sus buenas relaciones con Sixto IV, que había validado su matrimonio por afinidad política, Isabel obtuvo que el papa permitiera que un tribunal del Santo Oficio de la Inquisición fuera instaurado en Castilla y que fuera ella, como reina de Castilla, quien designara a sus miembros.

La bula papal que autorizaba la nueva institución está fechada el 1 de noviembre de 1478. Pero Castilla está todavía en plena guerra civil y el poder de Isabel no está garantizado. La bula no tiene efecto de inmediato, sino hasta el 27 de septiembre de 1480, cuando la reina puede actuar; nombra entonces a los tres inquisidores del primer tribunal, que se instala en Sevilla. Se está lejos de la vocación institucional que le dio origen. Aquí en Castilla, con el pretexto de acosar a los judíos falsamente convertidos, la Inquisición se vuelve una herramienta oficial de persecución del judaísmo y una implacable maquinaria para apropiarse de sus bienes. Isabel persigue entonces dos objetivos: imponer el catolicismo como religión de Estado y sacar a flote los cofres vacíos del tesoro real.

A la iniquidad de la persecución, a la abyección del procedimiento —donde los acusados son convocados arbitrariamente y se les obliga a confesar bajo las más abominables torturas— se agrega la inmoralidad de la sanción que es, en todos los casos, la confiscación de los bienes de los condenados. Los inquisidores eran los primeros en servirse —cobraban oficialmente los gastos de funcionamiento del tribunal—, el resto era destinado a la Corona. Tomando en cuenta la alta posición social de los judíos ibéricos del siglo XV, había allí para la reina una mina al alcance de la mano. Cuando el filón se agotaba, ¡no se dudaba en procesar a los muertos a fin de confiscar los bienes de sus hijos!

El primer auto de fe tiene lugar en Sevilla el 6 de febrero de 1481. Dos años más tarde, Isabel estructura la institución inquisitorial creando el famoso “Consejo de la Suprema”, cuyo nombre completo es “Consejo de la Suprema y General Inquisición”, compuesto por cuatro miembros y presidido por el inquisidor general. El primero en ocupar este cargo fue el dominicano Tomás de Torquemada, judío que se había convertido en un católico fanático. Es interesante ver hasta qué punto la Inquisición, desde el principio, se integra al dispositivo del gobierno de la Corona. Los Consejos son, en efecto, los órganos consultivos del rey; en esa época existían dos clases: unos eran territoriales (hay un Consejo de Castilla, un Consejo de Aragón, un Consejo de Flandes; los otros eran temáticos (Consejo de Estado, Consejo de guerra, Consejo de finanzas, Consejo de órdenes militares). Que la Inquisición se estructure como un consejo indica claramente que los asuntos religiosos pertenecen, de ahora en adelante, a la esfera del Estado y se derivan del poder del rey, que nombra y revoca a los consejeros a su gusto. En ese mismo año, 1483, después de muchos titubeos, el papa Sixto IV accede al deseo de Fernando de instalar un tribunal inquisitorial en Aragón. Torquemada es inmediatamente nombrado inquisidor general de Aragón. Es un claro ejemplo de que, por medio de la Inquisición, la religión católica funciona efectivamente como un incentivo de la unificación territorial de España.

Los tribunales inquisitoriales regionales pronto se multiplican y el fuego de las hogueras se vuelve devorador. Impulsada por el éxito de la reconquista, Isabel firma el decreto de la expulsión de los judíos de España el 31 de marzo de 1492. Éstos son obligados a huir o a convertirse en un plazo de cuatro meses. Muy pocos se convierten y la medida inicial, que preveía que los judíos que eligieran el exilio podrían vender sus bienes y llevarse su dinero, es sustituida. Se prohíbe toda exportación de metal precioso y se organiza el proceso confiscatorio. En ese contexto, aquéllos que eligen convertirse son objeto de todas las sospechas. Un año más tarde, más de veinte tribunales, repartidos por toda la península, se ponen en marcha para acosar a los neoconvertidos: so pretexto de desenmascarar las prácticas judaizantes, la Inquisición se dedicará rápidamente a estudiar la cuestión de la limpieza de sangre de los españoles. El hecho de tener antepasados judíos llegará a ser, si no un delito en sí, al menos un estigma que justificará la persecución.

En ese clima de intolerancia, nace Cortés: esa nueva mentalidad, impuesta por la reina Isabel a España, será sin duda alguna uno de los factores determinantes en la vocación ultramarina del joven Hernán y de muchos de sus compañeros.

LA CAÍDA DE GRANADA

La lógica de la religión de Estado obligó asimismo a Isabel la Católica a reducir el último enclave moro de la península. Luego de la reconquista del siglo XIII, el pequeño reino de Granada era el único emirato musulmán todavía inserto en el territorio castellano. Fundado en 1238 por Mohamad ibn al Ahmar, en el momento de la derrota de los musulmanes de España, el emirato de Granada, con sus vergeles y sus jardines admirablemente situados al pie de la Sierra Nevada, había sabido preservar su carácter árabe al precio de un arreglo: su fundador había aceptado ser vasallo del rey de Castilla, pagar tributo y mantener buenas relaciones con los cristianos instalados en la frontera de ese estado de treinta mil kilómetros cuadrados.

Durante más de dos siglos, la Corona de Castilla no tuvo en verdad ninguna preocupación con ese territorio, minado desde el interior por incesantes rivalidades entre clanes. Sin embargo, en 1476, al ver a los cristianos empeñados en una guerra civil que parecía ponerlos fuera del alcance de los ejércitos de Castilla, el emir de la época, un cierto Abul Hassan Alí, se negó a pagar el tributo. Desde ese instante, Isabel tenía un pretexto para llevar a cabo su última cruzada. Envalentonado por la falta de réplica de los castellanos, Abul Hassan Alí organizó en 1481 un asalto a la pequeña ciudad cristiana de Zahara, capturando a todos los habitantes para venderlos como esclavos en Granada. Esa ruptura del pacto de buena conducta provocó esta vez una réplica en buena y debida forma. Fernando, en ese momento, se alistaba para disputar militarmente Cerdeña y el Rosellón a Francia, pero Isabel lo obligó a cambiar su fusil de hombro y a dedicarse al frente musulmán.

A pesar de algunos reveses iniciales, la campaña militar del rey fue muy eficaz. Sitio tras sitio cayeron las plazas fuertes de los musulmanes. Hay que decir que las discordias al interior del campo árabe ayudaron mucho a los españoles. La historia del fin de la dinastía nazarí se ha convertido en un clásico tema novelesco. El famoso Abul Hassan Alí estaba casado con la sultana Aix, con quien tenía dos hijos varones, de los cuales Boabdil era el mayor. En el ocaso de su vida se había casado con una joven cautiva noble y cristiana, la rubia Isabel de Solís, quien se había convertido al islam y había adoptado el nombre de Soraya, “luz del alba”. Ella también le había dado un hijo. Como el viejo sultán pensaba confiar su sucesión al hijo de su última mujer, Aïcha urdió una conspiración contra su marido. Con sus hijos escapó del encierro en la Alhambra y luego derrocó al viejo sultán, que huyó a Málaga en 1483. Dos facciones se opusieron entonces: la de Boabdil, instalado en el trono por Aïcha, y la de Al Zagal, hermano del rey depuesto, sostenida por Soraya. Esta desunión precipitará la derrota musulmana. Después de haber dado a luz a dos hijos, la reina Isabel se unió personalmente a la campaña: así llevó a cabo el sitio de Málaga, que se rindió en agosto de 1487. Ella ya no abandonaría el terreno de maniobra.

La toma de Málaga ilustra bien la nueva disposición de espíritu de la reina Isabel, quien entra con armadura en la ciudad conquistada, al lado de Fernando, en un formidable despliegue de tropas y de estandartes. No hubo negociación alguna. La rendición es incondicional. Toda la población es sometida a la esclavitud. Un tercio es intercambiado por cristianos cautivos retenidos en África, otro tercio es entregado a los combatientes en agradecimiento por sus servicios prestados; el último tercio es reservado a la venta a fin de recuperar la liquidez para proseguir la ofensiva. Isabel lleva a cabo una guerra total.

El frente se desplaza al este: los ejércitos de Castilla sitian Baza, que cae en 1489; Al Zagal, que no puede defender Almería, último puerto en manos de los musulmanes, lo entrega a Fernando a cambio de su propia libertad. Poco tiempo después se le permite huir al Magreb con su oro y sus tesoros. En lo sucesivo, Boabdil está solo, encerrado en Granada, que ha perdido todos sus territorios. Fernando e Isabel inician el sitio tras las murallas de la ciudad en abril de 1491. En julio, un incendio en la tienda de campaña de la reina destruye poco a poco casi todo el campamento de los ejércitos españoles. Isabel decide entonces edificar una verdadera ciudad que, en ochenta días, se erige tras los muros de Granada ante los sorprendidos ojos de sus habitantes: Isabel la llama Santa Fe. La esperanza abandona a los cincuenta mil moros aglutinados en la ciudad sitiada y se inician las pláticas para establecer las condiciones de la rendición.

El acuerdo obtenido por Gonzalo Fernández de Córdoba concluyó el 28 de noviembre. Es un acuerdo al parecer magnánimo, pero se trata de un engaño: oficialmente, Boabdil recibe un micro Estado independiente en Las Alpujarras, al este de la Sierra Nevada y los habitantes de Granada quedan libres para emigrar hacia el Magreb con sus riquezas transportables o permanecer en la ciudad; se concede a los musulmanes el respeto a sus bienes, a su lengua y a su religión. En la práctica, Boabdil no tardará en revender a la Corona sus minúsculas posesiones en Las Alpujarras y exilarse en Marruecos, imitado por todas las elites musulmanas granadinas. Una vez consumado ese flujo migratorio, las medidas de tolerancia serán rescindidas en 1499. Cisneros hará quemar el Corán y el islam será prohibido.

Así, al entrar a caballo y con gran pompa a Granada el 2 de enero de 1492, para recibir las llaves de la última ciudad musulmana de España, Isabel sabe que el catolicismo es en lo sucesivo el cimiento perdurable de su autoridad política. No obstante, ella reina en ese momento sobre una entidad virtual o, más bien, sobre la nada: la Corona está arruinada; al finalizar el año, Castilla habrá perdido a sus banqueros, sus comerciantes, sus elites cultas, sus médicos, sus juristas; la sangría migratoria de los moros y de los moriscos contribuirá a vaciar los campos de una buena parte de su mano de obra. Pero el destino tiene sus caprichos: en esa ciudad de guarnición, Santa Fe, asistiendo discretamente al triunfo de la reina, se encuentra un cierto Cristóbal Colón. Ese intrigante, seductor y cínico, obtendrá, el 17 de abril de ese mismo año, la firma de la reina Isabel al pie de un contrato legendario que modificará profundamente el curso de los acontecimientos. El descubrimiento de América transformaría la historia de España, desviando de sus primeros objetivos el proyecto político de Isabel, en su inicio concebido exclusivamente para las necesidades internas del reino de Castilla.