Capítulo 1

Lay corrió al patio y tomó una honda bocanada de aire. Había ayudado a su madre en tantas ocasiones anteriores que creía conocer de memoria cualquier maniobra para traer a los niños al mundo. Su madre era la mejor curandera de los alrededores y la mujer más fuerte que conocía. Ella no se intimidaba con nada, su madre observaba con un rostro de impasible sabiduría cualquier emergencia, desde un niño abriendo las carnes íntimas de una mujer hasta la peor herida supurante y maloliente.

Pero Lay estaba muy lejos de poseer tal temple. Sí, podía curar heridas, siempre y cuando no fueran graves como las que tenían extremos de huesos emergiendo de la piel o gusanos comiéndose la carne... Con esos casos se le hacía difícil conseguir controlar el impulso de desmayarse. Era mucho mejor en la preparación de los vendajes y mezclando los ingredientes para las medicinas que su madre utilizaba. Los partos no eran gran cosa; una enorme cantidad de sangre, líquidos mezcla de varios orígenes y de vez en cuando contenidos intestinales derramados sobre la mesa en medio de muchos gritos, antes de un final feliz.

No obstante, cuando se trataba de casos personales como era aquel, con Nehiri, su mejor amiga dando a luz a su primer hijo, sencillamente sentía náuseas.

Había escapado de la habitación que de pronto se había vuelto extremadamente pequeña, antes de terminar vomitando sobre los instrumentos esterilizados de su madre.

—Lay, estás verde. —Atta, la hermana menor de Nehiri, se acercó a ella. Por su rostro, era claro que había estado aguardando afuera de la cabaña en espera de noticias—. ¿Está bien Nehiri? ¿Ya nació el bebé?

—¡Vamos, pequeña, tú puedes! —El grito de Feoni se escuchó desde el interior de la cabaña. Lay se sintió orgullosa de esa fuerte mujer, no solo era la jefa de la aldea, sino también la madre de las cinco chicas que ahora eran sus más cercanas amigas—. ¡Da un empujón fuerte y saca a ese niño de tus entrañas de una buena vez!

El mareo volvió con más fuerza y Lay debió sostenerse del muro de piedra a su lado.

—Mujer, estás verde, verde... —Atta puso una mano en su frente—. No es que haya otro tipo de verde, pero nunca te había visto tan... verde. —Sonrió, divertida, cuando Lay alzó la vista y le dedicó una mirada airada—. ¿No te sientes bien en absoluto, verdad?

—Creo que no... —contestó Lay, inspirando una honda bocanada de aire.

—Por todos los cielos, ¿tan horrible es? —preguntó Lira, otra de las hermanas menores de Nehiri.

—Por supuesto que sí, ¿no lo estás escuchando, Lira? Es como una cámara de tortura. —Rina, un año menor que Nehiri, y próxima a casarse, estaba tan pálida que parecía a punto de desmayarse—. Yo nunca tendré hijos. ¡Nunca!

—Por supuesto que los tendrás, es horrible cuando ocurre, por supuesto, pero después se te olvida y la alegría de tener a tu hijo entre tus brazos compensa cualquier sufrimiento. De otro modo, mamá no nos habría tenido a todas nosotras. —Mandy, hermana mayor de Nehiri y las otras chicas, y voz de la razón, tomó la palabra—. Y mamá no crio a hijas cobardes...

—¡Voy a matarte por hacerme esto, Welor maldito bastardo! —Se escuchó el grito de Nehiri desde el interior de la cabaña.

Las cinco chicas volvieron las cabezas a la vez y fijaron las miradas sobre el nervioso hombre de pie a unos metros de ellas, tan pálido como Rina. Al escuchar las palabras de su esposa palideció aún más, al tiempo que sus ojos se abrían con miedo.

—Tranquilo, Welor, es la... intensidad del momento el que habla en la boca de mi hermana. —Mandy buscó las palabras correctas para dirigirle a su cuñado—. Una vez que tengas a tu hijo en tus brazos, sabrás que todo valió la pena. Muy pronto estarás buscando el segundo. —Sonrió, encantadora.

Welor asintió, aunque todavía lucía bastante nervioso.

—Yo creo que antes de tener un segundo hijo, Nehiri le corta...

—¡Lira, no termines esa frase! —Mandy hizo callar a su hermana—. Si no tienes nada bueno que decir, mejor cierra la boca.

—Qué bien, Leoneth ha ido a hablar con Welor. —Atta observaba fijamente a los hombres reunidos a escasa distancia de ellas—. Espero que tu marido sepa apaciguar sus ánimos, Mandy. O al menos hacerlo reír un poco con alguna anécdota positiva sobre ser padre.

Lay observó al esposo de Mandy acercarse al próximo nuevo padre, aunque dudaba que sirviera de mucha ayuda para calmar al pobre hombre. Leo, como solía llamarlo, lucía tan nervioso como su amigo, sus pasos eran más similares a los de un pato surcando un vado enlodado que a los del gallardo leñador que ella conocía.

—Ojalá le cuente una anécdota agradable sobre ser padre —comentó Lay, notando que las manos de Welor, el marido de Nehiri, temblaban cuando sostuvo su pipa frente a Leo para que él la encendiera con una cerilla, provocando que por poco le prendiera el bigote y la barba.

—Sí, como aquella ocasión en que los pañales de Nico se derramaron sobre las piernas de Leo, cuando él lo sentó en su regazo, y el pobre hombre quedó lleno de mierda...

—Lira, basta ya. —La hizo callar su hermana mayor—. Estoy segura de que Leo sabrá animar a Welor. Ahora son hermanos, después de todo —Mandy habló con una sonrisa de orgullo en su rostro al observar a su marido, llevando en brazos a su pequeño hijo, Nico.

Lay observó la escena con ternura en la mirada. Pero su sonrisa se borró de su rostro cuando un tercer hombre se acercó al grupo. Crozog.

Él parecía no haber notado su presencia, porque se aproximó al grupo de mujeres con una sonrisa alegre en los labios, y cuando sus ojos se toparon con los de Lay, se dio la media vuelta y cambió de dirección para dirigirse al grupo de hombres a unos metros de ellas.

—Ese tipo me cae tan bien como un conjunto de tripas de gato todavía rellenas de su contenido —comentó Lira, posando una mano sobre el brazo de Lay—. No te perdiste nada, Lay. Es mejor estar sola que con escoria como él.

—Aún no entiendo cómo pudo ser tan grosero contigo. Eres una chica tan amable —comentó Mandy, frunciendo el ceño.

—No es importante... Creo que debo volver a entrar a la cabaña —dijo Lay, mirando a las hermanas con una sonrisa fingida—. Mamá debe necesitarme.

—Cariño, eres demasiado tímida y los hombres comunes no saben apreciar la belleza interna de una mujer a la primera impresión. Pero los verdaderos hombres, aquellos que valen la pena, saben reconocer a una joya entre los granos de arroz. Y tú eres una joya, Lay. Cuando ese hombre llegue a tu vida, habrás encontrado tu media naranja —le dijo Mandy, dedicándole un abrazo lleno de cariño a su amiga.

—Eso, o podrías intentar decir alguna palabra cuando te presentemos a un chico —añadió Atta—. Ya sabes, para que sepan con certeza que sabes hablar...

—¡Atta! —La hizo callar Mandy demasiado tarde.

—Está bien, no importa... Yo... debo irme. —Lay sentía las mejillas arderle por la vergüenza.

La verdad es que era muy tímida. Toda su vida lo había sido. En la escuela había sido el centro de las burlas de los chicos por ello, y en la juventud sencillamente se había convertido en un ser ignorado, como si fuera invisible. Su vida yacía en el trabajo que su madre algún día le legaría como la curandera del pueblo. Vivía con la nariz enterrada entre libros, practicando nuevas mezclas medicinales y aprendiendo de la ardua labor de su madre, que nunca terminaba.

La mayoría de las naciones de Dyamart estaban en guerra, los soldados caídos yacían por todas partes, y no era raro que muchos de ellos pasaran por Amardath, el poblado donde vivían, de camino al frente de batalla. Lay y su madre tenían trabajo por montones día y noche, la labor de un médico nunca terminaba, por lo que para Lay detenerse a pensar en la desgraciada vida amorosa que llevaba, o la falta de ella, no era una opción en ese momento. Y a pesar del sabor amargo en la boca que el saber que seguramente terminaría sus días estando sola, y que su corazón nunca sería calentado con la llama del amor, prefería pensar que tenía una labor importante en el mundo y que su existencia estaba marcada por el beneficio de un bien mayor, y no uno personal, como sería el desposar a un hombre y formar una familia.

Después de todo ella era una Atzin. Una habilidad heredada por su madre que les proporcionaba la habilidad de crear agua, y en el caso de su madre, aliviar el dolor con solo posar las manos sobre un ser herido, y en escasas ocasiones, curar.

A pesar de que Lay era una Atzin también, sus habilidades estaban muy reducidas en comparación a las de su madre. Ella nunca había querido que Lay desarrollara sus poderes. Era importante mantener en secreto total lo que ambas eran. Ser una Atzin en ese mundo era peligroso, por ello nadie debía enterarse de la verdad, ni siquiera sus mejores amigas, por más allegadas que fueran a su familia.

No obstante, ser una Atzin también traía responsabilidades, su madre se lo había enseñado toda su vida. Tenían el deber de ayudar con su don, una labor extenuante, sumamente difícil y que muchas veces iba acompañada de la soledad...

—¡Lay! ¡Lay! ¡Henderlay, ¿qué demonios estás haciendo allá afuera?! —le gritó Ilamar, su madre, apareciendo por la puerta de la cabaña—. ¡Necesito que me ayudes, niña!

—Lo siento, mamá. —Lay corrió a su lado y entró a toda prisa en la cabaña.

—¿Has vuelto a marearte? —le preguntó su madre cuando la tuvo ante ella, estudiándola con la mirada.

—Lo siento... Yo...

—Está bien, ya te acostumbrarás. —Su madre sonrió, posando una mano sobre su hombro—. Yo también me mareé la primera vez que vi a mi mejor amiga dar a luz.

Lay sonrió con ella, sintiéndose un poco más aliviada.

—¡Maldición, esto duele...! —Los gritos de Nehiri desde la habitación volvieron a hacer palidecer a Lay. Sin embargo, esta vez inspiró hondo y se dirigió directo a la puerta donde sabía se encontraba su amiga.

—Espera, cariño, lávate bien las manos con agua caliente primero —le recordó su madre—. No queremos infecciones. Se trata de un parto, y las normas son más relajadas, pero no por ello debemos descuidarnos.

—Tienes razón, disculpa... —Se quedó de pie con el ceño fruncido al notar que su madre adoptaba una expresión grave en el rostro. Y al asomarse al balde que usaban para el agua limpia, se dio cuenta del motivo. Estaba vacío.

—Iré por agua —le dijo Lay enseguida, dispuesta a tomar el balde y salir corriendo al bosque, el sitio donde se encontraba el único pozo con agua a la redonda.

La sequía que azotaba la zona había dejado sin agua a todos los riachuelos y pozos en el pueblo, por lo que los habitantes debían ir a tomar agua al único pozo disponible, a un kilómetro de distancia, ubicado dentro de lo más espeso del bosque de abedules.

—No. —Su madre la detuvo antes de que pudiera alejarse—. El pozo está demasiado lejos, y el bebé está por llegar... —Lay miró a su madre con preocupación, sabiendo qué se cruzaba por su mente. Un debate entre el deber y la necesidad de mantener su secreto oculto que muchas veces se había cernido en su cabeza.

—Debes hacerlo —Lay pronunció las palabras que su madre debía estar formulándose interiormente.

Los ojos de Ilamar, de un azul intenso y claro como el agua de montaña, se posaron sobre el rostro consternado de su hija. Y asintió.

—Vigila que nadie esté cerca —le pidió en un susurro.

Lay asintió y se dirigió a la puerta que conducía a la habitación desde donde llegaban los gritos. En el interior, Nehiri seguía luchando con el dolor, mientras Feoni, su madre, se mantenía a su lado, aferrando su mano con decisión a pesar de que sus nudillos estaban tan blancos que parecía que estaba a punto de perder los dedos. Sin embargo, la mujer se mantenía firme y sonriente, dándole ánimos a su hija para continuar, demasiado concentrada en Nehiri como para prestar atención a la puerta cerrándose a su espalda.

—Está todo despejado —le hizo saber Lay a su madre.

La mujer asintió y entonces alzó ambas manos sobre el cubo. De sus dedos, igual como si se tratara de una fuente, emergieron gotas de agua hasta formar un chorro, que llenó enseguida el contenido del cubo con la más pura y cristalina de las aguas.

Ni siquiera deberían hervirla.

—¿Cuándo me enseñarás a hacer eso? —preguntó Lay, mirando a su madre con una sonrisa radiante, llena de orgullo.

—Eres una Atzin, tú puedes hacerlo cuando quieras, lo traes en la sangre. —Su madre le sonrió y enseguida adoptó una expresión seria—. Lo que no quiere decir que debes andar haciéndolo en cualquier momento y en cualquier lugar. Ya sabes que es muy peligroso. Si alguien se entera...

—Lo sé, mamá —Lay la interrumpió. Sabía muy bien las consecuencias de que su secreto fuera descubierto. Su madre llevaba recordándoselo toda la vida.

En un mundo devastado por la sequía y donde el agua era más valiosa que el oro, poseer el poder de una Atzin era tanto una bendición como una maldición.

La gente peleaba por apoderarse de los Atzin que existiesen como si de tesoros valiosos se tratasen, y no personas con sentimientos y capacidad de pensar.

Guerras se habían levantado, la gente comerciaba con personas como ella, del mismo modo como antiguamente se había hecho con los esclavos y los caballos.

Y ya que el valor de un Atzin superaba en millones el valor del oro, a la mirada de tanta gente obsesionada por el poder y la fortuna, de descubrirse su secreto, Lay y su madre serían convertidas en objetos valiosos, que muchos no dudarían en usar para comerciar, dejando al olvido que se trataban de personas.

Y por ese motivo era vital mantener su secreto. Ilamar había enseñado en profundidad a su hija el arte de la curación y la medicina, sin embargo, nunca había deseado otorgarle entrenamiento alguno en cuanto a sus poderes de Atzin.

La magia, cualquiera que fuese, estaba prohibida en Dyamart para todo aquel que no fuera un Kisinkan. Y la magia de las Atzin era la más peligrosa de todas; la magia del agua que podía contrarrestar la del fuego de los dragones Kisinkan.

Su madre le había prohibido usar sus poderes desde que tenía memoria, considerándolo algo sumamente peligroso que podría acarrearle más problemas que beneficios. Algún día le enseñaría, es lo que siempre le repetía, pero ese día aún no llegaba, y Lay dudaba que llegara pronto.

Para su madre el que ella se mantuviera ignorante sobre los talentos de una Atzin era equivalente a protegerla.

Quizá en la cabeza de su madre, mientras ella consiguiera lucir más como un simple humano, gente sin magia ni poderes sobrenaturales, Lay se mezclaría con mayor éxito entre los pueblerinos regulares, pasando desapercibida entre la gente común, y, de ese modo, manteniéndose a salvo.

Muchas veces Lay sintió envidia de los humanos, conformaban la mayor parte de las poblaciones de las naciones de Dyamart, siendo incluso más numerosos que los Kisinkan, sus opresores...

Su madre le había contado que muchos años atrás, antes de que las antiguas naciones cayeran, habían llegado a Dyamart los Kisinkan, la gente dragón. Su poder era tal que antes de arribar a su planeta, habían conquistado a otros cientos o miles de mundos. Dyamart solo era otro más.

En ese entonces las personas solían llamar a su planeta La tierra. Pero al igual que cambiaron el orden de todo, los Kisinkan también cambiaron el nombre del planeta.

Trajeron consigo a cientos de otros como ellos y dominaron su mundo.

Ahora Dyamart estaba dominado y habitado por esos Kisinkan. El mundo que antaño perteneció a los humanos y a seres mágicos como los Atzin había desaparecido por completo.

Solo quedaban dos reinos Atzin, uno en el norte y otro en el sur. Los únicos seres que permanecían siendo en cierta forma independientes del dominio de los dragones y, por lo tanto, protegidos de ellos.

A pesar de ser Atzin, tanto ella como su madre no pertenecían a ninguno de los reinos. No contaban con la protección de nadie. Estaban por su cuenta, corriendo el riesgo de vivir en una tierra hostil, todo con tal de ayudar a otros.

A pesar de ser una Atzin inútil en cuanto al despliegue de sus dones, Lay conocía la importancia de esta creencia de ayudar a otros, inculcada por su madre desde la cuna. Como sabía que, de descubrirse su secreto, su vida como la conocía, terminaría.

Lay podría ser vendida y comprada como una esclava por cualquier rey Kisinkan, en el mejor de los casos, o terminar siendo una prostituta exótica o una concubina de algún jefe de una tribu del desierto, en el peor.

Los Atzin, aunque fueran sin entrenamiento, al igual que un diamante en bruto, eran un tesoro demasiado valioso como para dejarlo pasar.

—¡Ilamar, date prisa, creo que veo su cabeza...! —La voz de Feoni desde el interior de la habitación devolvió a Lay a la realidad.

—Vamos, cariño. —Ilamar dedicó a su hija una mirada de determinación—. Es hora de trabajar.

Lay asintió y la siguió al interior de la habitación. El rostro de Nehiri, rojo y desencajado por el dolor, la recibió.

—Tranquila, todo va a estar bien —le dijo Lay, corriendo a ayudar a su madre—. Ahora es cuando debes reclinarte para que mamá pueda revisar allí abajo y ver cómo va todo.

Notó que su madre tomaba una navaja muy afilada de la bandeja de instrumentos esterilizados y hacía un corte en la piel alrededor de la cabeza del niño, enrojecida y cubierta de sangre. Lay sintió que se mareaba al ver la carne desgarrada, pero tomó una honda bocanada y se forzó por sonreírle a su amiga.

—Es el momento —declaró Ilamar, echando un vistazo al rostro de la joven—. Ahora es cuando debes pujar.

—Vamos, Nehiri. —Lay estrechó con cariño la mano de su amiga—. ¡Puja!

Su amiga dio un grito descomunal al tiempo que pujaba con todas sus fuerzas, y Lay se unió en su grito cuando sintió que los huesos de su mano se convertían en astillas bajo su agarre de oso.

—¡Eso es, Nehiri! —gritó Feoni, pasando un trapo húmedo por la frente sudorosa de su hija—. ¡Lo veo! ¡Veo su cabeza!

—¡Haz que salga ya! —gritó Nehiri, pujando una vez más.

—¡Haz lo que ella dice! —gritó a su vez Lay, intentando en vano soltarse de la mano de su amiga.

Notó que la mano de su madre se posaba en el tobillo de la chica, solo fue un momento, pero bastó para que Lay supiera que la estaba ayudando. Estaba usando su poder de Atzin para aliviar su dolor.

Nehiri gritó una vez más, pero su grito fue más débil, un grito decidido para pujar con fuerza.

Y entonces al fin sucedió.

—Ya está aquí, hemos terminado, Nehiri. Puedes descansar —anunció Ilamar, con voz neutral, como si aquello fuera tan natural como haber terminado de tejer un chal.

Se escuchó el llanto de un recién nacido y el rostro de Nehiri se transformó del dolor a la completa dicha.

—¿Está bien...? —preguntó con voz suave y cansada, estirando el cuello para ver al diminuto bulto rosado que Ilamar tenía entre sus brazos.

Su madre terminó de limpiarle el rostro, la nariz y la boca con un trapo limpio, y envolvió al recién nacido en una sábana antes de entregarlo a su madre.

—Ella está perfecta —le dijo Ilamar, con una sonrisa de satisfacción en los labios—. Felicidades, mamá.

Nehiri sonrió, derramando lágrimas de felicidad, mientras estrechaba a su hija recién nacida entre sus brazos. Feoni, a su lado, no dejaba de llorar.

—Es preciosa, mi cielo, preciosa. —Feoni besó a su hija en la frente, dedicándole una mirada orgullosa a su nueva nieta.

—Por el Creador, me alegra que terminara ya... —Lay soltó un bufido, y su madre le dio una palmadita en el brazo.

—Lo has hecho muy bien. —Ilamar esbozó una sonrisa llena de orgullo a su hija—. Quizá quieras poner un poco de agua helada a esa mano.

Lay se acomodó a su lado, negando con la cabeza.

—Tenemos trabajo por hacer todavía. —Y así era, aún debían esperar a que se desprendiera la placenta y poner puntos en la abertura que había hecho su madre con la navaja. Sintió náuseas una vez más—. Aunque tal vez debería ponerme algún vendaje. Creo que Nehiri me rompió la mano —musitó en voz baja.

Su madre rio entre dientes y negó con la cabeza.

—Deberás habituarte, cariño. Esta será tu vida cuando yo no esté.

La sonrisa se borró del rostro de Lay. Miró a su amiga, sonriendo con su hija recién nacida entre los brazos y pensó que sin duda querría hacer aquello por el resto de su vida. Dar alegría a la gente.

Sin embargo, sabía también que nunca podría hacerlo a menos que llegara a dominar el arte de la curación como lo hacía su madre. Sin ascos, ni náuseas ni vértigo cuando las cosas se pusieran difíciles. Y por encima de todo, debería aprender a utilizar sus poderes de Atzin. Porque de otro modo, no tenía idea de cómo conseguiría realizar aquella labor.