Capítulo 1



Los azules ojos de Joan Crosby mostraban una inusual tensión, al entrar en la confortable oficina del presidente de Estados Unidos.  Una cierta palidez impregnaba su cutis.

—Volveremos a comunicarnos antes de una hora —expresó por teléfono el mandatario y colgó la llamada con Londres, mientras ella lo miraba fijamente.

La mujer avanzó muy despacio al escritorio, detrás del cual el hombre la observaba interrogante.

—¿Consiguieron alguna información nueva, Joan? —preguntó éste a su asistente, ansiosamente, con algo de temor.

Joan terminó de caminar el espacio que todavía la separaba de su jefe, se detuvo notablemente angustiada y ante la expectante mirada que temblaba se descargó en uno de los asientos más próximos.

—Es un hecho lo que sospechamos, señor —murmuró sin voz casi—, de acuerdo con las investigaciones iniciales.

Hubo una breve pausa.  Mike Anderson sintió que aquella noticia era un helado puntillazo que le penetraba el pecho, que lo desgarraba, que lo traspasaba.  Cerró entonces los ojos con fuerza, impotente, mascullando entre dientes:

—¡Santo Dios! —se derrumbó.

—No hay rastros de su hija Emily, señor —confirmó Joan Crosby, atormentada—.  Lo único que se ha podido saber, hasta este minuto al menos, es que evidentemente Emily está desaparecida.

—Necesito hablar urgentemente con el director del FBI —ordenó sin fuerzas el presidente.

—En este instante viene hacia acá —adujo la asistente.

—Suspende mi agenda de la tarde, por favor —pidió en voz baja—.  Quiero serenidad, para pensar y determinar qué hacer.

Se estiró otra pausa, demasiado breve, que punzaba.

—Tras las primeras pesquisas, el rumor se está encendiendo como pólvora.  Las secretarias de la Casa Blanca, están recibiendo incontables llamadas de periodistas que desean un comunicado al respecto.

—Que se diga que es una falsa alarma, y que Emily está vacacionando... Cualquier cosa.


* * *


Sin embargo, ante la desaparición de la hija mayor del presidente con su primera esposa ya fallecida, crecía el desespero como un hervor en toda la Casa Blanca.  

—Inmediatamente pedí una investigación urgente, señor —dijo Walter Hart, el eficiente director del FBI, sentado allí una hora más tarde—.  Tengo en eso a mis mejores hombres, en una vertiginosa averiguación que se extenderá a varios estados.

—¿Algo conducente?  ¿Alguna luz?

El alto oficial suspiró.

—Hasta hace cinco minutos, que pasé a entrevistarme con usted, no habían aparecido pistas concretas.  Ni una siquiera.

Un silencio.  Atroz, grueso, impenetrable.  El presidente se levantó de su asiento, más que dolido aguantaba un desespero contenido, se alejó de su escritorio como si fuera a gritar y se estacionó en una de las ventanas.  Observó a lo lejos con insatisfacción.  Estaba ahí el mismo paisaje de todos los días.  Volteó sobre la mirada tensa del director del FBI, posó sus ojos en la bandera de Estados Unidos y musitó hablando a media voz:

—Me temo lo peor, lo peor.

—Tengamos la paciencia suficiente para un margen de espera que nos permita recibir resultados.

—¿Y si no fuera delincuencia común?

El presidente Anderson se aproximó al director del FBI, con los ojos clavados en los suyos.

—No quiero pensar lo que pasaría si Emily estuviera en manos de un grupo terrorista —respondió Walter Hart, con marcada lentitud, y bajó la mirada—.  No hay informes de inteligencia que nos hagan temer por algo parecido ni hasta ahora se han recibido amenazas al respecto aquí en la Casa Blanca —y devolvió la mirada otra vez.

El mandatario de nuevo recorrió el camino hasta su silla, muy despacio, y se soltó en ella con la mente sacudida y el corazón deshecho.

—A pesar de lo que le insistí —reflexionó—, Emily se negó a usar los escoltas que le destiné cuando llegué a la Casa Blanca.  —Corrieron siete u ocho segundos antes de que volviera a hablar—.  Aunque se divorció no hace tanto, llevaba una vida serena y solitaria.  Ajena a la imagen que genera ser quien es, dedicada por entero a escribir sus novelas de ciencia-ficción que la apasionaban.  —Demoró para seguir hablando—.  Toda su vida residiendo en Los Ángeles.

—Señor Presidente, creo que usted debe emitir un comunicado de prensa y nosotros ofrecer una recompensa por información que nos permita acelerar el hallazgo de su hija.

El mandatario frunció el ceño.

—Está bien.

—Di indicaciones para que interrogaron al ex esposo, a familiares por parte de la madre, a los más cercanos amigos, a los editores...

—Está bien —repitió con desazón el jefe del gobierno.


* * *


Después del comunicado de la Casa Blanca y del anuncio de la recompensa del FBI, sin mayores logros se acumularon los días.  La prensa especulaba sobre la suerte de Emily Anderson, creando un verdadero caos, y la Policía evaluaba una tonelada de datos sin perspectiva de la realidad.  Ni un signo de la existencia de Emily, ni un rastro de violencia en su desaparición, ni registros de emigración por parte del Departamento de Seguridad del Interior, luego de revisar archivos de los ciento quince aeropuertos internacionales de Estados Unidos, de los catorce puertos y de las setenta salidas terrestres.

—Sara... —murmuró el Presidente, insomne, debilitado, descompuesto.

Casi las tres de la mañana.

—Tampoco puedo dormir —respondió su segunda esposa entre las sombras de la habitación—.  Y aunque Emily no nació de mis propias entrañas, Mike, la quiero como si la hubiera parido.

—Lo sé.  No necesitas decirlo.  Ojalá se lo puedas confesar alguna vez.

—Sé lo mal que te sientes.

—Cuando perdí a mi esposa de ese entonces, Emily voló a casarse y a refugiarse enseguida en la escritura de esas novelas futuristas que la han hecho famosa precisamente con el seudónimo de su progenitora.  Adora ese género literario, y yo aprendí de esa atracción.

—Desde que estás en la presidencia, Emily sólo vino a visitarnos en dos oportunidades.  Una de ellas, en tu penúltimo cumpleaños.  ¿Te acuerdas?  —Una pausita—.  Telefoneaba muy de vez en cuando.

—Creo que la perdí desde mucho antes de su desaparición.

—Pero no fuiste un mal padre, y mucho menos un mal esposo para su madre.

—Tengo tranquila mi conciencia, Sara.  —Se deslizó en una transición—.  Lo que más me duele, sin embargo, es este sentimiento de impotencia.

Un silencio, en la que las luces del alba filtraban sus incipientes rayos por los resquicios de las cortinas.

—Insisto, Mike.  Emily no está muerta.  Por eso no aparece su cadáver.

—Podría estar enterrada en las montañas de cualquier estado.

—Mike, Emily está secuestrada y la tienen fuera de Estados Unidos.  Como afirmaba anoche el director del FBI, no obstante, el suyo parece un secuestro con su consentimiento.

—Imposible.  No lo concibo.  En los últimos años era tan exitosa como autora de literatura fantástica, que me niego a creer que admitiera cambiar su vida por algo incierto.  

—Es una teoría, simplemente.

—No sé, no sé —suspiró—.  Ni una llamada reportando la razón, si fuera por una suma de dinero, y si fuera con fines políticos...

—¿No te parece demasiado raro que haya salido de sus amadas gatas sin explicaciones de ninguna índole, que haya regalado hasta el último de sus costosos muebles, que haya vendido su apartamento tan cómodo y que los retiros completos de sus cuentas de banco fueran en efectivo?  Es suficientemente sospechoso.

El presidente demoró en añadir:

—Tengo tan dolida el alma, mi amor, que me siento incapaz incluso de continuar pasando al teléfono a oír las voces de tantos jefes de estado queriendo expresar su maldita solidaridad.  He procurado ser fuerte, pero me doblega cada noche que llega sin una mínima noticia siquiera.

—Para el mundo eres el presidente del país más poderoso, pero únicamente para unos pocos apenas eres un padre despedazado en medio de la incertidumbre y del desvelo.

—¿Para qué sirve tanto poder, Sara —interrogó profundo, desvaídamente—, si con todo ese poder no alcanzó a recuperar la respiración de mi hija?

—Mike —insistió Sara—, te acordarás de mí.  Estoy plenamente segura de que a tu hija Emily la tienen fuera del territorio americano.  Pídele a la CIA que el caso lo asuman los mejores agentes, expertos en eventos similares: Michel Dorcel y Greg Kofman.  Ayer tu asistente Joan me alertó respecto a que ellos fueron los héroes en los sonados rescates de Tony Biddle en poder del Ira, de Jewel Bolt plagiada por un grupo terrorista alemán, y de los diplomáticos Carl Carter y Andrew Taylor secuestrados por delincuentes comunes en Suramérica.  —La joven mujer se incorporó y miró a su esposo con compasión—.  Mike: ellos, por lo visto, son los únicos agentes que pueden localizar a Emily Anderson.  Alguna noche por venir, con ella cenando con nosotros, me dirás que no me equivocaba.  Te lo aseguro.

Mike Anderson por toda respuesta, con los ojos fijos en el techo oscuro, sin pestañear entre la vaga penumbra de la alcoba, despaciosamente llenó de aire sus pulmones y lo expelió con la imagen de su hija bastante precisa abriéndose paso en su mente.  


* * *


Michel Dorcel y Greg Kofman atravesaron sin prisas ni palabras el enorme sótano del edificio en el que se enclavaba el apartamento lujoso de este último.  Se detuvieron ante un Porsche recién estrenado, Greg lo abrió, subió sin dejar de mascar un chicle, se sentó frente al volante, empujó la portezuela derecha a Michel, éste se acomodó y soltó entre sus piernas su pequeña maleta, mientras su compañero puso en marcha el costoso automotor, que se desplazó buscando la rampa de salida.

—Otro caso felizmente archivado —comentó Michel Dorcel, retirando un bombón de sus labios, cuando salían a la nitidez de la Quinta Avenida ahí en Manhattan.

—Éste, del intento de golpe en Grecia por parte del peligroso círculo denominado Célula Roja, pudo haber sido mi último caso.  Estuve a un paso de perder la vida en manos de Halcón, su líder, pero como buen agente me liberaste en los segundos definitivos. 

El vehículo rodaba con dirección al aeropuerto internacional John F. Kennedy, donde Michel Dorcel volaría a descansar unos días a su residencia en su espectacular Isla Paraíso en Brasil.

—En la tarde de ayer, y eso me tiene muy satisfecho, tanto como el dinero que enseguida corrimos a consignar a nuestras cuentas, George Shefield nos hizo la mejor condecoración al reconocer que en la actualidad somos los agentes de la CIA con el mayor número de eventos resueltos.

—Sin que perdamos el equilibro —añadió Greg siempre con la mirada adelante, puesta en la vía—, más exactamente dijo que éramos los mejores agentes del mundo.

—Prefiero no creérmelo, por elegancia claro.  Siempre tendremos dos agentes más, Greg, a los cuales debemos superar: nosotros mismos.

—Oye, ¿te divertiste anoche con la suculenta modelo que te presenté?

—Hace el sexo como ninguna, ¿eh?  Posee una arrebatadora filosofía respecto a los placeres carnales.  No imaginé que pudiera ser tan excesivamente adinerada una actriz de videos para adultos.

—Y muy buscada, créelo o no, especialmente por las estrellas del rock y hasta del cine.

—Aunque anoche las estrellas las pusimos nosotros —rió Greg.

Sonó entonces el teléfono satelital de Michel.  El suave timbre los acosó hasta cuando la activa mano del agente halló el mínimo aparato en un bolsillo interno y lo extrajo para mirar la pantallita y llevarlo ya abierto a su oído.

—¿Señor Shefield?

—Buen día.  Presumo que no ha abandonado todavía New York, Michel.

—Está en lo correcto.  Greg me lleva en este momento hacia el aeropuerto.

—Aborten su salida.  Por pedido expreso del presidente de Estados Unidos, reasignarán a ustedes el caso de la desaparición de Emily Anderson...

—¿La hija desaparecida del señor presidente?  La noticia inundaba en la madrugada los periódicos y la televisión.

—Su hija mayor.  Acabo de recibir la llamada en persona de él y exclusivamente los pidió a ustedes en la investigación.  Así que los espero cuanto antes en mi oficina.  Hasta entonces.

George cortó, Michel cerró el teléfono, lo devolvió a su bolsillo y, sonriente, miró de lado a su amigo Greg.

—Por orden de la Sección Siete, abortaremos mi salida.  El presidente de Estados Unidos nos quiere en el caso de la desaparición de su hija.  Así que volaremos ahora mismo a Washington.

—Si es orden presidencial, mi querido Michel...