INTRODUCCIÓN

DOS SIGLOS ENTRE LA GUERRA Y LA PAZ

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UN GUERRILLERO EN MI CUARTO

Es uno de mis primeros recuerdos de infancia. Ocurrió a fines de 1956 o comienzos de 1957, cuando tenía cinco años de edad, en la casa de mi abuelo paterno en Bogotá.

Yo acostumbraba dormir a veces donde mi abuelo, a quien siempre estuve muy apegado, y esa noche en particular me quedé en una habitación con dos camas. Estaba dormido cuando sentí que abrieron la puerta y vi la sombra de un hombre que, sigilosamente, se acostó en la cama de al lado. No pregunté ni dije nada, seguí durmiendo y, al otro día, cuando desperté ya se había ido.

Años después fue mi propio abuelo, Enrique Santos Montejo, un periodista, librepensador, anticlerical, el más influyente columnista que tenía el país, conocido por su seudónimo Calibán, quien me contó que el personaje que compartió conmigo esa noche era un famoso guerrillero liberal conocido como Guadalupe Salcedo, a quien él a veces hospedaba cuando estaba en la capital.

Guadalupe era un verdadero mito, símbolo de una época terrible de confrontaciones armadas entre los seguidores de los dos partidos históricos de Colombia: el Liberal y el Conservador.

Desde esa lejana memoria, mi vida —como la de todos los colombianos— estuvo cerca, a veces a centímetros, de la experiencia de la guerra. Cuando viajábamos por carretera a la finca de un tío en una población de tierra caliente llamada Ambalema, en el departamento del Tolima en el centro del país, preguntaba por qué en los caminos y los campos había tantos soldados patrullando. “Es por la violencia”, me explicaban. “Para cuidarnos de los bandoleros”. Allí, en el Tolima, operaban guerrillas liberales, varias de ellas convertidas en simples grupos de bandoleros, comandadas por hombres recios y crueles cuyos alias —Sangrenegra, Chispas, Desquite, Tarzán— formaban parte de la leyenda popular.

Así supe, desde cuando tuve conciencia, que no vivía en un país normal. Que la guerra era una sombra que nos acompañaba a todos los colombianos y con la cual teníamos que acostumbrarnos a vivir.

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UNA NACIÓN EN GUERRA

Colombia ha sido una nación signada por la violencia desde su mismo nacimiento republicano, hace más de dos siglos. No acabábamos de dar el Grito de Independencia del imperio español, en 1810, cuando nuestros líderes ya estaban trenzados en guerras por sus diferencias sobre qué modelo de Estado seguir: centralista o federalista.

Cuando las tropas de la reconquista española llegaron a nuestro territorio en 1815 encontraron un pueblo dividido, con múltiples gobiernos regionales, lo que facilitó volver a someterlo a su mandato y a su régimen de terror.

Luego de nuestra independencia definitiva —sellada en la Batalla de Boyacá por las tropas dirigidas por Bolívar y Santander, el 7 de agosto de 1819—, el panorama no cambió mucho. El siglo XIX se caracterizó por una sucesión casi ininterrumpida de guerras civiles, que nos dejó el penoso récord de ser la nación de América Latina que tuvo más guerras internas en dicha centuria.

Cualquier motivo era bueno para una guerra: bolivarianos contra santanderistas, centralistas contra federalistas, librecambistas contra artesanos, clericales contra anticlericales. Así se nos fue pasando el tiempo en rencillas domésticas que nos alejaban del tren del progreso y que terminaban con la expedición de nuevas constituciones. Estas apenas regían por unos años, hasta la siguiente guerra.

En la transición entre el siglo XIX y el siglo XX sufrimos la peor confrontación de todas, conocida como la Guerra de los Mil Días. Los dos partidos tradicionales —el Liberal y el Conservador— se embarcaron en una disputa, con verdaderas batallas campales, que dejó cerca de cien mil muertos en un país que apenas superaba los cuatro millones de habitantes. Y nos dejó algo más: la separación de Panamá en 1903, propiciada en forma descarada por el presidente de Estados Unidos Teodoro Roosevelt para construir el canal, a la que poco pudimos resistirnos en medio de las cenizas de la confrontación.

Colombia, adolorida, vivió a partir de entonces una época de relativa calma política y de orden público, en la que los conservadores mantuvieron el poder hasta 1930 y los liberales desde ahí hasta 1946. Durante esa primera mitad del siglo XX —por fin sin guerras internas—, el país comenzó a desarrollar su industria, a modernizar su infraestructura y se convirtió en una potencia cafetera.

Ese ha sido el mayor periodo de paz que hemos conocido durante nuestra vida republicana, pero fue apenas eso: un interregno.

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LA VIOLENCIA

En 1946, una división en las filas del partido Liberal permitió que regresara al poder el partido Conservador, en cabeza del presidente Mariano Ospina Pérez. Así llegaron a su fin más de cuatro décadas de relativa tranquilidad en el país. Las tropas, y en particular la policía del gobierno conservador, se ensañaron con la población liberal, y esta respondió con igual encono contra sus compatriotas conservadores. Durante más de diez años, conservadores y liberales se mataron en los pueblos y campos de Colombia por el simple hecho de seguir una bandera azul o una roja, alcanzando niveles de sevicia e inhumanidad jamás vistos antes.

Un hecho en particular exasperó más esa ola de violencia sin precedentes: el asesinato, en pleno centro de Bogotá, del líder liberal y populista Jorge Eliécer Gaitán, un caudillo que se perfilaba como el próximo presidente del país. Su oratoria apasionada y su discurso contra las oligarquías le habían generado cientos de miles de seguidores, que el día de su muerte, el 9 de abril de 1948, vieron desfallecer una esperanza y nacer la rabia en sus corazones.

Nunca se esclareció quién mandó a matar a Gaitán o si el asesino obró por motivos personales, pero lo cierto es que ese día el pueblo liberal se levantó iracundo y, en su indignación, arrasó con buena parte del centro de Bogotá. A partir de ahí comenzó una espiral de venganza contra los conservadores, a quienes responsabilizaban del magnicidio, a lo largo y ancho del país. Muchos señalan esa fecha como el inicio del viacrucis de violencia —continuado luego por el conflicto interno armado con las guerrillas— que ha recorrido Colombia desde entonces y hasta nuestros días.

Ese periodo desolador de nuestra historia, en que liberales y conservadores se enfrentaron como enemigos mortales, es conocido como La Violencia. Se calcula que, en solo una década, murieron entre doscientos y trescientos mil colombianos en los campos y pueblos del país.

En 1953, bajo el gobierno conservador de Roberto Urdaneta —quien gobernaba en reemplazo de Laureano Gómez, aquejado por problemas de salud—, el país seguía consumiéndose en las llamas del fuego partidista. Entonces, un golpe de Estado, apoyado por amplios sectores de la sociedad civil, dio un vuelco a la situación. El general Gustavo Rojas Pinilla, acompañado por algunos líderes liberales y conservadores, inició un proceso de pacificación y amnistía que llevó al desmantelamiento de buena parte de las guerrillas liberales. El proceso incluyó a la más temida de todas, la que dirigía Guadalupe Salcedo —mi accidental compañero de cuarto— en los Llanos Orientales del país.

Guadalupe y sus hombres firmaron la paz y se desmovilizaron en septiembre de 1953. Ya era un hombre libre y amnistiado cuando pasaba algunas noches en la casa de mi abuelo, así como en las de otros líderes liberales que lo acogían como un héroe de la resistencia. Para otros, sin embargo, parados en el lado opuesto de la historia, no era más que un bandolero sanguinario. En junio de 1957, cayó abaleado en Bogotá en circunstancias confusas. Guadalupe acababa de salir de una cena que habían organizado en su honor, en el restaurante Bella Suiza, un grupo de aguerridas mujeres liberales denominado “Las Policarpas”, del que formaban parte, entre otras, mi madre, mi tía Helena y María Paulina Nieto —abuela de Sergio Jaramillo, quien sería mi comisionado para la paz—. La versión oficial fue que Guadalupe, alicorado, disparó unos tiros al aire y por eso fue abatido por la Policía, pero mi madre nunca la creyó.

El general Rojas, que había comandado el golpe militar para pacificar la nación, con el apoyo casi unánime de la dirigencia política, cayó en esa maldita tentación de los caudillos de querer perpetuarse en el poder. Como todo dictador, acudió a la represión y a la censura de la prensa. De hecho, cerró el diario más importante del país, El Tiempo, de propiedad de mi familia. Estas acciones cayeron muy mal en las mismas élites que lo habían apoyado para tomarse la presidencia. En 1957, los líderes de los partidos Liberal y Conservador —enemigos por más de un siglo— pactaron una alianza para sacar a Rojas del poder y regresar a la democracia.

Y así fue. Cayó Rojas por la presión de la sociedad civil y, luego de un plebiscito, comenzó un periodo de dieciséis años de alternación política entre los dos partidos tradicionales, conocido como el Frente Nacional. El pacto lo forjaron el líder conservador Laureano Gómez, exiliado en España, y el dirigente liberal Alberto Lleras Camargo. Entre 1958 y 1974, durante cuatro periodos presidenciales, la jefatura de Estado se alternó entre los dos partidos, lo que generó una era de estabilidad y calma política que acabó definitivamente con la violencia partidista.

Sin embargo, el Frente Nacional tuvo también consecuencias adversas pues, al limitar el acceso al poder tan solo a los liberales y conservadores, dejó por fuera a otras agrupaciones políticas minoritarias como el partido Comunista. Además, produjo una sensación de inmovilidad política que, en la década del sesenta, fue caldo de cultivo para rebeliones estudiantiles y para el inicio de guerrillas ya no partidistas sino revolucionarias.

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NACEN LAS GUERRILLAS

Con la pacificación emprendida por Rojas Pinilla se desmantelaron gran parte de las guerrillas liberales y conservadoras, pero no todas. Algunos grupos no estuvieron de acuerdo con la entrega de armas y siguieron manteniendo focos de resistencia en zonas rurales aisladas del país.

A comienzos de los años sesenta, las guerrillas campesinas encontraron un sustento ideológico para su lucha en la triunfante Revolución Cubana y el apogeo de la Guerra Fría, con el muro de Berlín y la crisis de los misiles. El partido Comunista, por su parte, había declarado desde 1961 la posibilidad de acudir a la combinación de todas las formas de lucha, incluyendo la lucha armada.

En ese contexto, un antiguo guerrillero liberal, Pedro Antonio Marín, alias Manuel Marulanda o Tirofijo, lideraba en Marquetalia, una escarpada zona montañosa al sur del departamento del Tolima, un grupo de autodefensa campesina que reivindicaba el derecho sobre la tierra de pequeños agricultores desplazados por la violencia de los años recientes. Marquetalia y otras zonas similares en lugares alejados de los centros urbanos fueron denunciadas por el senador conservador Álvaro Gómez Hurtado, hijo de Laureano Gómez, como “repúblicas independientes” en las que el Estado no ejercía ningún control. Y se convirtieron en un objetivo militar.

En mayo de 1964, bajo el gobierno del también conservador Guillermo León Valencia, el Ejército lanzó una operación para acabar con el reducto revolucionario campesino en Marquetalia, pero el tiro les salió por la culata. A pesar de su inferioridad numérica, Marulanda y la mayoría de sus hombres lograron escapar al cerco militar.

A las pocas semanas, redactaron su Programa Agrario y constituyeron el Bloque Sur, con lo que nació la primera guerrilla revolucionaria —no partidista— de Colombia. Dos años después, en 1966, dicho grupo se constituyó oficialmente como las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, Farc, si bien siempre ubicaron su nacimiento en la fallida operación de Marquetalia.

Las Farc pronto adoptaron un programa comunista de inspiración marxista-leninista, liderado por su ideólogo Jacobo Arenas que tenía fuertes vínculos con el partido Comunista. Entre tanto, en medio de la efervescencia de los años sesenta surgieron otros grupos guerrilleros.

También en 1964 nació el Ejército de Liberación Nacional, ELN, de inspiración guevarista —seguidores del Che Guevara y de la Revolución Cubana— y muy cercano a los postulados de la Teología de la Liberación, una corriente de la Iglesia católica que proclamaba la opción preferencial por los pobres y la necesidad de tomar acciones directas en la sociedad para hacerla realidad.

Tal vez el más popular de los integrantes del ELN —así hubiera pasado menos de un año en esa guerrilla y nunca hubiera tenido una posición de mando— fue el sacerdote y sociólogo bogotano Camilo Torres, con quien tengo vínculos familiares por parte de mi mamá. Torres abrazó la causa revolucionaria y cayó muerto, a sus 37 años, en la primera acción armada en que participó, en febrero de 1966. Cuando yo tenía unos once años y él era capellán de la Universidad Nacional, serví —junto con Luis Fernando Botero, compañero del Colegio Anglo Colombiano— como monaguillo en el matrimonio que ofició entre mi prima Marsha Wilkie Calderón y Édgar Gutiérrez. Este último luego sería ministro de Hacienda en el gobierno de Belisario Betancur. Después de Guadalupe Salcedo, el padre Camilo fue el segundo “guerrillero” famoso con quien tuve contacto —aunque en ese entonces aún no lo era—, esta vez bajo el olor del incienso y el sonido de la música sacra.

A comienzos de 1967 surgió un tercer grupo guerrillero denominado Ejército Popular de Liberación, EPL, de inspiración maoísta, con influencia en algunas zonas del Caribe colombiano y del norte del departamento de Antioquia.

En 1970, cuando el depuesto dictador, el general Gustavo Rojas Pinilla, ya rehabilitado en sus derechos políticos se postuló para la presidencia y perdió por un mínimo margen frente al candidato conservador del Frente Nacional, Misael Pastrana, las sospechas de fraude generaron la indignación de sus seguidores. Un grupo de estos crearon una cuarta guerrilla, de inspiración populista y nacionalista, a la que llamaron Movimiento 19 de Abril, M-19, en recuerdo de la fecha de las elecciones que consideraban les habían robado.

Otras guerrillas menores —como el Movimiento Armado Quintín Lame, de origen indígena, y el Partido Revolucionario de los Trabajadores, PRT— fueron creadas a comienzos de la década del ochenta.

De las organizaciones guerrilleras mencionadas, las Farc no solo fueron las primeras, sino las que llegaron a concentrar la mayor cantidad de integrantes y a representar una mayor amenaza para la institucionalidad del país. Sin embargo, en sus primeros años, prácticamente hasta 1980, no pasaron de ser un movimiento aislado con menos de mil combatientes. Pronto esta situación habría de cambiar.

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LOS SETENTA: UNA DÉCADA DE TRANSICIÓN

A fines de la década del sesenta, cuando estudiaba el bachillerato en el Colegio San Carlos de Bogotá, decidí ingresar a la Escuela Naval de Cadetes, en Cartagena, y terminar allá mis estudios. Fueron dos años largos que transformaron mi vida, me enseñaron la disciplina y la mística de la vida militar, y me permitieron conocer la inmensidad de nuestra geografía y la riqueza de nuestra diversidad cultural, representada en las regiones de donde venían mis compañeros cadetes.

En la Escuela Naval aprendí a navegar, una lección muy importante porque quien navega debe saber adónde se dirige, debe tener un puerto de destino. Allí también consolidé mis conocimientos de matemáticas, y estudié las tácticas y estrategias de la guerra. Sin embargo, el tema de las guerrillas recién formadas no era considerado todavía —al menos no en las aulas de clase— una amenaza grave para nuestras instituciones. Más nos preocupaban la defensa de nuestros mares y nuestra soberanía frente a hipotéticas confrontaciones con países vecinos.

Mientras yo portaba el uniforme militar, mi hermano mayor, Enrique —que había iniciado su camino ideológico hacia la izquierda en la facultad de filosofía de la Universidad de los Andes, de donde se graduó—, hacía una especialización en ciencias políticas en Munich y pasaba temporadas en París, donde vivió las revueltas de mayo del 68. En Europa acabó de impregnarse de las ideas revolucionarias y socialistas que atraían a tantos estudiantes en el mundo. Así terminó fundando, unos años después junto con Gabriel García Márquez y otros intelectuales de izquierda, la revista Alternativa. Fue un medio no solo de oposición a los gobiernos de turno sino al sistema, y en abierta contraposición a las ideas liberales, pero moderadas, y a la institucionalidad que defendía El Tiempo. Así, en nuestra familia, experimentamos a nivel doméstico lo que se vivía también en el país: mientras unos seguíamos la tradición y defendíamos las instituciones y el orden establecido, otros, contagiados por el espíritu de la época, se unían a los movimientos de protesta y rebeldía.

Una vez graduado de la Escuela Naval, decidí estudiar economía y administración de empresas en la Universidad de Kansas. Mi hermano Luis Fernando —el segundo de cuatro hermanos; yo era el tercero, Felipe el menor— estudiaba en la famosa escuela de periodismo William Allen White de esa universidad y me convenció de ensayarla. “Si no le gusta se transfiere a otra”, me dijo. Me gustó, me quedé y me gradué.

Volví al país a trabajar en la Federación Nacional de Cafeteros. No quise entrar al periódico de mi familia, como pretendía mi padre, pues quería mi independencia y pensaba que si aspiraba a ser un buen economista en Colombia, tenía que aprender de café, para ese entonces nuestro principal producto de exportación.

Mi sueño como economista era estudiar en la famosa Escuela de Economía de Londres a la que presenté la solicitud de ingreso sin muchas ilusiones. Fue grande mi sorpresa cuando me recibieron y fue mayor mi suerte cuando el gerente de la Federación me ofreció trabajar para los cafeteros de Colombia en Londres y estudiar al mismo tiempo. Viajé entonces a Inglaterra, donde viví prácticamente toda la década del setenta. Allí trabajé como representante de la Federación —y de Colombia— ante la Organización Mundial del Café e hice estudios de posgrado en el London School of Economics. De Inglaterra salí para Boston, donde fui becario Fulbright y obtuve otro posgrado en la Escuela Kennedy de Gobierno de Harvard. Finalmente, regresé a Colombia en 1982 a asumir la subdirección de El Tiempo, la empresa familiar.

Mientras tanto, los grupos guerrilleros en Colombia se mantenían en pie de lucha, si bien su campo de acción todavía era limitado. Las Fuerzas Armadas los combatían con los escasos recursos a su alcance, y ellos golpeaban y se retiraban, en el clásico combate de guerrillas, derivando sus propios recursos principalmente del secuestro y la extorsión.

Entre 1978 y 1982 el gobierno del liberal Julio César Turbay optó por una política de dura represión contra las guerrillas y sus simpatizantes, amparado por el Estatuto de Seguridad, una legislación draconiana que daba amplias facultades a los militares y policías para perseguir a los ilegales. Eran tiempos de dictaduras en casi toda América Latina. Nosotros teníamos una democracia, pero los métodos de nuestras Fuerzas Armadas eran los mismos que aprendían los coroneles y generales de todo el continente en la llamada Escuela de las Américas, de Estados Unidos. Allí eran adoctrinados bajo los parámetros de la Guerra Fría para luchar contra la amenaza comunista y enfrentar, a menudo con procedimientos cuestionables, no solo a los subversivos sino también a los movimientos sociales afines a la izquierda.

Paradójicamente, en los últimos meses de ese gobierno de mano dura se constituyó la primera comisión de paz del país, destinada a explorar caminos para la terminación del conflicto de las guerrillas. La comisión, encabezada por el expresidente Carlos Lleras Restrepo, y compuesta por diversas personalidades, incluyendo el entonces comandante de las Fuerzas Militares y un alto prelado de la Iglesia católica, se instaló en noviembre de 1981.

Dicha comisión se disolvió en el primer semestre de 1982, por la renuncia de varios de sus integrantes —incluido el expresidente Lleras—, que no encontraron en el gobierno de Turbay respaldo a sus propuestas.

La comisión de paz fue reconstituida por el siguiente presidente, esta vez conservador, Belisario Betancur, elegido para el periodo 1982-1986, quien quiso consagrarse como el presidente de la paz. Bajo su administración se lanzó el primer gran proceso de diálogo con las guerrillas que se habían formado casi veinte años atrás.

Sin embargo, las guerrillas ya no eran las mismas de la década del setenta. El narcotráfico, un fenómeno nuevo y arrasador, había multiplicado sus ingresos, propiciando su fortalecimiento y crecimiento. Este negocio ilícito, con recursos incalculables, llegó al país a finales de los sesenta —se dice que el primer cargamento de marihuana desde Colombia fue enviado en 1968 por excombatientes de la guerra del Vietnam en una embarcación sueca—, y cobró particular protagonismo a partir de los ochenta, con una expansión que fue funesta para el país. Los narcotraficantes vieron en la cocaína un negocio mucho más rentable que la marihuana y, como ya tenían las rutas, se apoderaron del mercado. Desde entonces, Colombia es el mayor exportador de cocaína a los mercados mundiales, a un costo descomunal en materia de violencia, corrupción y desinstitucionalización.

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EL PROCESO DE PAZ DE BETANCUR: DE LA PALOMA AL HOLOCAUSTO

Belisario Betancur, un humanista e intelectual de origen humilde —hijo de un arriero paisa que engendró veintidós hijos con su esposa—, subió al poder bajo la promesa de buscar la paz. Su consigna de campaña “Sí se puede” llenó de esperanza a los colombianos, y las palomas de la paz se pintaban en plazas y paredes del país.

Las Farc, entre tanto, habían iniciado un proceso de expansión que tuvo su punto de inflexión en su séptima conferencia, celebrada en 1982, cuando sus dos líderes —Manuel Marulanda, el estratega, y Jacobo Arenas, el ideólogo— marcaron un nuevo rumbo para esa organización que hasta entonces había tenido un lento crecimiento.

En dicha conferencia las Farc decidieron fortalecer su poderío de combate, duplicar el número de frentes en todo el país (de 24 a 48), y se fijaron la meta de poner fin, en un término de ocho años, al régimen político imperante para constituir un gobierno provisional. Como la prueba fehaciente de su determinación, agregaron a su nombre la sigla EP (Ejército del Pueblo), y desde entonces se conocieron como las Farc-EP.

El reciente triunfo de la revolución sandinista en Nicaragua, que terminó con la dictadura de los Somoza, le dio un nuevo aire a las guerrillas en Colombia, que reafirmaron su convicción de que era posible llegar al poder por las armas.

Betancur volvió a convocar la comisión de paz, más amplia que la del gobierno Turbay. Además, impulsó una generosa ley de amnistía para los integrantes de los grupos insurgentes.

Así comenzó un proceso de paz con las Farc, el EPL y el M-19. Solo el ELN —salvo un par de sus destacamentos que sí negociaron— se abstuvo de formar parte de las conversaciones. En 1984 se pactó un cese al fuego con dichas organizaciones, que era muy precario pues no había concentración de tropas ni tenía mecanismos adecuados de verificación. Por primera vez en décadas, los colombianos volvimos a creer que la paz era alcanzable.

Como ocurre siempre en estos procesos, una parte de la sociedad y no pocas fuerzas oscuras que sacan provecho de la guerra atacaron los esfuerzos de diálogo. Tanto así que el entonces presidente de la comisión de la paz, Otto Morales Benítez, renunció bajo el argumento de que había “enemigos agazapados de la paz” tanto dentro como fuera del Gobierno.

En abril de 1984, mientras el gobierno de Betancur acordaba el cese al fuego con las diferentes guerrillas, un sicario del narcotráfico asesinó al ministro de Justicia Rodrigo Lara, quien estaba dando una valiente batalla contra los capos de la droga, en particular contra Pablo Escobar, el temido criminal al mando del Cartel de Medellín.

La respuesta del presidente Betancur fue autorizar la extradición de narcotraficantes a Estados Unidos, lo que desencadenó una guerra frontal entre el Estado y los carteles de la droga. Una guerra en la que Colombia perdió a sus más valiosos hombres y mujeres, desde candidatos presidenciales, políticos, jueces y periodistas, hasta soldados, policías y gente del común que cayó en atentados terroristas cometidos por la mafia.

La época del narcoterrorismo llevó a Colombia a tener el triste récord de ser el país con el mayor índice de homicidios en el mundo, y convirtió a ciudades como Medellín —hoy ejemplo de pujanza, modernidad y turismo— en símbolos del crimen. Ninguna nación del mundo ha pagado un costo tan alto en la guerra contra el narcotráfico, una guerra declarada por las propias Naciones Unidas hace más de medio siglo que, infortunadamente, no se ha ganado.

Los narcotraficantes, con su dinero manchado de sangre, terminaron por financiar y potenciar a los dos extremos de la violencia.

Por una parte, en la medida en que decidieron convertir a Colombia en el mayor productor y exportador de coca del mundo, se aliaron con las guerrillas en las zonas selváticas y fronterizas del país para que estas protegieran los cultivos ilícitos. Así comenzó el vínculo de la guerrilla, principalmente de las Farc, con el negocio de las drogas, algo que disparó sus recursos económicos y, por consiguiente, su capacidad de combate. No tengo duda de que sin el dinero del narcotráfico las Farc hubieran sido derrotadas o hubieran negociado la paz mucho antes de cuando lo hicieron finalmente.

Por otro lado, algunos capos de la droga, que habían sufrido el secuestro de sus familiares por la guerrilla, crearon o financiaron grupos de autodefensa, que a la postre se convirtieron en comandos de exterminio, no solo de guerrilleros sino de líderes de la izquierda democrática. Estos grupos fueron el germen de organizaciones paramilitares que, bajo el pretexto de defender a la sociedad de la subversión, extorsionaron, ejecutaron masacres y despojaron de sus tierras a millones de campesinos.

De esta forma, la confrontación entre el Estado y la guerrilla, que se había mantenido en un nivel relativamente moderado desde los años sesenta hasta inicios de los ochenta, se convirtió en una guerra inmensamente compleja por la aparición de dos nuevos factores: el narcotráfico y el paramilitarismo.

En medio de esta difícil situación, el presidente Betancur siguió impulsando su proceso de paz, que colapsó de una manera terrible con el M-19: el 6 de noviembre de 1985 esta guerrilla se tomó a sangre y fuego el Palacio de Justicia, una acción temeraria que concluyó, luego de la retoma por parte de las Fuerzas Militares, en un verdadero holocausto. Murieron un centenar de personas, incluida la mayor parte de los magistrados de la Corte Suprema de Justicia. Importantes expedientes judiciales, dentro de los que estaban los procesos de extradición de los narcotraficantes, acabaron reducidos a cenizas.

Fue una catástrofe que quedó grabada, con imágenes de dolor y de asombro, en la memoria del país, y que demostró que la paz no estaba tan cerca como se creía.

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TIEMPOS OSCUROS, TIEMPOS DE ZOZOBRA

Todos estos fenómenos los atestigüé y los analicé como columnista y como subdirector de El Tiempo, en una época que también fue especialmente difícil para la prensa, por la amenaza que pendía sobre todo aquel que se atreviera a defender la extradición de narcotraficantes. Guillermo Cano, director de El Espectador, el otro gran periódico de circulación nacional, fue asesinado por la mafia a fines de 1986. Como él, cayeron otros valientes periodistas que prefirieron exponer sus vidas a sacrificar los valores de la verdad y la libertad.

Recuerdo muy bien que a mi oficina llegó un locuaz personaje, Carlos Náder, amigo de mi hermano Enrique, pero también de los hermanos Ochoa, del Cartel de Medellín, a advertirnos que se estaba planeando un ataque a las instalaciones de El Tiempo por vía aérea. Dijo que podía ser una bomba o inclusive un kamikaze. Mi hermano y yo quedamos aterrados, pero aparte de reportarlo a las autoridades, era poco lo que podíamos hacer.

Eran tiempos oscuros, sin duda; tiempos de zozobra.

El presidente Betancur dejó vivo un frágil cese al fuego con las Farc, que fue ratificado en marzo de 1986, con un documento firmado, entre otros comandantes guerrilleros, por alias Timochenko, el mismo que treinta años después suscribiría conmigo el acuerdo que puso fin al conflicto con esa guerrilla. Sin embargo, el cese no duró mucho más, y se rompió a mediados del año siguiente.

Betancur terminó su mandato con la impopularidad y la incomprensión que fatalmente acompaña a quienes buscan la paz.1 No por nada, Georges Clemenceau, el primer ministro de Francia durante la Primera Guerra Mundial, acuñó una frase que muchos hemos constatado en carne propia: “Es más fácil hacer la guerra que hacer la paz”.

A Betancur le sucedió el ingeniero liberal Virgilio Barco, un hombre pragmático bajo cuyo gobierno (1986-1990) no hubo nuevos avances con las Farc, pero sí con la guerrilla del M-19, con la que se firmó un acuerdo de paz y se logró su desmovilización y entrega de armas en marzo de 1990.

Aquí tuvimos un ejemplo de reinserción en la sociedad, en el que los antiguos combatientes regresaron a la vida civil y política, y jugaron de inmediato un papel esencial y constructivo. Su comandante, Carlos Pizarro, fue candidato a la alcaldía de Bogotá el mismo mes de su desmovilización y obtuvo la tercera votación. Luego lanzó su candidatura presidencial, que fue truncada por su asesinato en un avión a manos de un sicario del paramilitarismo, en abril del mismo año.

La muerte de Pizarro despertó la solidaridad de un gran sector del pueblo colombiano con el grupo que acababa de desmovilizarse, al punto de que, a fines de 1990, en los comicios para elegir los miembros de la Asamblea Constituyente que daría una nueva carta política al país, obtuvieron un tercio de la votación. Uno de los antiguos líderes del M-19, Antonio Navarro, fue copresidente de esta asamblea y luego ministro, congresista, alcalde y gobernador. Otros exguerrilleros han ocupado, desde entonces, importantes posiciones nacionales o regionales, incluida la alcaldía de Bogotá.

En el cuatrienio de Virgilio Barco la violencia de narcos y paramilitares alcanzó niveles sin precedentes. No solo asesinaron a Carlos Pizarro, sino a otros dos candidatos presidenciales: Luis Carlos Galán, del partido Liberal, y Bernardo Jaramillo, de la Unión Patriótica.

El caso de la Unión Patriótica merece mención aparte. En 1985, en medio del proceso de paz que adelantaba el presidente Betancur con las guerrillas, varios grupos de izquierda constituyeron el partido Unión Patriótica como una forma de ir ambientando la eventual llegada de las Farc a la política. Algunos miembros de las Farc, ya amnistiados, ingresaron a este partido, al igual que varios sindicalistas, comunistas y otras personas afines al ideario de izquierda.

La Unión Patriótica fue una especie de laboratorio para experimentar cómo sería la reinserción política de las Farc. Y no salió bien. El nuevo partido alcanzó a elegir varios congresistas, alcaldes, diputados a las asambleas departamentales y concejales municipales a lo largo y ancho del país. Pero pronto comenzó un proceso sistemático de asesinato de sus miembros, que llevó a su virtual exterminio, y al regreso al monte de los guerrilleros que habían comenzado su trabajo político dentro de las instituciones.

Fuerzas oscuras, lideradas por narcotraficantes y paramilitares, que en ocasiones obraban con la complicidad o la indiferencia de organismos del Estado, llevaron a cabo en los últimos años de la década del ochenta una campaña de asesinatos selectivos de miembros de la Unión Patriótica, que acabó con la vida de su presidente y excandidato presidencial, Jaime Pardo; de su candidato Bernardo Jaramillo; de congresistas, diputados, concejales y alcaldes afiliados a esta organización política, y de cerca de tres mil de sus militantes.

La tragedia de la Unión Patriótica fue también una tragedia y un inmenso retroceso para la paz de Colombia, porque reafirmó en las Farc la convicción de que no era posible una salida política a sus pretensiones.

Más de un cuarto de siglo después, en septiembre de 2016, como presidente, me reuní con los líderes sobrevivientes de la Unión Patriótica en el palacio presidencial, y allí les dije:

Nosotros, como Gobierno, tenemos que cumplir con el compromiso de asegurar que nadie que participe en política sea víctima de las armas y, muy especialmente, que ningún miembro de ningún partido, incluido el nuevo movimiento político que surja del tránsito de las Farc a la vida civil, sea víctima de la violencia.

Es en este momento histórico de nuestro país, cuando encaramos el futuro con tanta esperanza, en el que tenemos que mirar hacia atrás y recordar y reconocer la tragedia de la Unión Patriótica, que el Consejo de Estado ha calificado como exterminio.

Porque la persecución de los miembros de la UP fue eso: una tragedia que conllevó su desaparición como organización política y causó un daño indecible a miles de familias y a nuestra democracia.

(…) Es responsabilidad del Estado dar todas las garantías posibles para que eso no vuelva a ocurrir, incluyendo la garantía de que sus agentes y la sociedad en general se abstengan de la estigmatización que tanto contribuyó a la violencia contra la UP.

Me comprometo solemnemente hoy ante ustedes a tomar todas las medidas necesarias y a dar todas las garantías para que nunca más en Colombia una organización política vuelva a enfrentar lo que sufrió la UP.

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LA CONSTITUCIÓN COMO TRATADO DE PAZ

En 1990 asumió la presidencia el economista liberal César Gaviria, quien recogió las banderas del inmolado candidato Luis Carlos Galán luego de que su hijo mayor, en el mismo cementerio donde se celebraba el funeral, lo señalara como el sucesor de su padre. Gaviria encontró un país convulsionado que exigía un cambio estructural en sus instituciones, y ese cambio se llevó a cabo a través de una Asamblea Nacional Constituyente que se convocó gracias a la presión y la iniciativa de los jóvenes universitarios de Colombia.

Como subdirector de El Tiempo apoyé este proceso desde su comienzo a través de editoriales y columnas, consciente de que nuestro país necesitaba con urgencia un timonazo que le permitiera recobrar el rumbo y la esperanza, luego de la oleada de violencia que habíamos vivido en la difícil década del ochenta. La iniciativa estudiantil se hizo realidad gracias a la llamada séptima papeleta: una papeleta adicional que se introdujo en las urnas en las elecciones parlamentarias de marzo de 1990. Muchas de esas papeletas que cambiarían el rumbo del país se imprimieron con mi autorización en las rotativas del periódico.

La Asamblea Constituyente —con participación de los partidos tradicionales, de la organización política nacida del desmovilizado M-19, de la academia y de representantes de otros estamentos de la sociedad— concluyó con la expedición el 4 de julio de 1991 de una nueva constitución, que reemplazó la que estaba vigente desde 1886.

A la Constitución de 1991 se le ha llamado un tratado de paz; y sin duda lo fue. En ella terminó de sellarse la paz con el M-19, y fue la puerta que facilitó que otros grupos armados abandonaran también la ilegalidad y regresaran a la vida civil. Tanto así que, aparte de los setenta constituyentes elegidos, participaron en la Asamblea, con voz pero sin voto, cuatro delegatarios pertenecientes a esos grupos en proceso de desmovilización.

La Constitución de 1991 es una carta política de avanzada que declaró a Colombia como un Estado social de derecho, amplió las garantías fundamentales de los colombianos, y estableció mecanismos novedosos, como la tutela, para que los mismos ciudadanos puedan exigir del Estado el cumplimiento de sus derechos.

En su artículo 22 consagró un mandato incuestionable, que ha sido desde entonces el sustento de todo esfuerzo de paz en el país: “La paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento”.

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DIÁLOGOS EN MEDIO DEL FUEGO

En el gobierno de Gaviria no solo se promulgó una nueva Constitución sino que se logró la desmovilización de la mayor parte del Ejército Popular de Liberación, EPL; de otras guerrillas más recientes, como el Movimiento Armado Quintín Lame y el partido Revolucionario de los Trabajadores, PRT, y de la Corriente de Renovación Socialista, una disidencia del ELN.

Así las cosas, en la práctica solo quedaban en la ilegalidad y combatiendo al Estado, las Farc y el ELN, las dos mayores guerrillas y las más antiguas. Y el desafío con estas era creciente.

Estas dos organizaciones habían expresado abiertamente su deseo de participar en la Asamblea Constituyente, pero no se concretó por las exigencias del gobierno de que previamente liberaran a los secuestrados, cesaran sus actividades ofensivas y manifestaran su voluntad de desmovilizarse. Una comisión de miembros de la Unión Patriótica, autorizada por Gaviria, se reunió con los dirigentes de las Farc, a comienzos de noviembre de 1990, para tratar por última vez la posibilidad de esta participación. No se obtuvo una respuesta positiva y un mes después, el 9 de diciembre, el mismo día en que se celebraban en todo el país las elecciones de los delegatarios a la Asamblea Constituyente, el Gobierno lanzó una operación militar sorpresiva contra la cúpula de las Farc que se concentraba en el municipio de La Uribe, en la región de los Llanos Orientales, en un campamento mítico denominado Casa Verde.

Los bombardeos destruyeron el lugar, pero los máximos comandantes de las Farc escaparon indemnes, tal como lo habían hecho en Marquetalia más de un cuarto de siglo atrás. Fue una estrepitosa derrota para los militares. El número de soldados muertos fue mucho mayor al que se informó. La guerra, como era de esperarse, arreció.

En medio de esta confrontación, y de una profunda desconfianza entre las partes, el gobierno de Gaviria intentó el diálogo con las guerrillas, que por esta vez obraron de forma conjunta, agrupadas en la llamada Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar. Allí estaban las Farc, el ELN y la fracción remanente del EPL.

Estas conversaciones tuvieron lugar en tres etapas, que se cumplieron en medio del conflicto, es decir, sin cese el fuego ni disminución de las hostilidades: la primera, de carácter exploratorio, fue en mayo de 1991, en el municipio de Cravo Norte, departamento de Arauca, en el noroeste del país, muy cerca de la frontera con Venezuela; la segunda etapa se cumplió en Caracas a partir de junio de 1991, y la tercera etapa se realizó en Tlaxcala, México, a comienzos de 1992, pero se suspendió por el asesinato del exministro Argelino Durán Quintero a manos del EPL, que lo tenía secuestrado. Finalmente, los diálogos se cerraron sin resultados en octubre de ese año.

La guerrilla se había fortalecido militar y operativamente gracias a los ingentes recursos que recibía por el negocio del narcotráfico. Si accedieron a negociar en ese momento, no era tanto por la presión militar sino porque veían cómo el M-19, ya desmovilizado, ocupaba los espacios de la izquierda en el sentimiento popular.

El paso del M-19 de las armas a la política no ha sido un caso aislado en el mundo, donde muchos grupos ilegales han llegado a la arena democrática luego de procesos de paz. Así ocurrió con la Resistencia Nacional Mozambiqueña —Renamo—, en Mozambique; el Congreso Nacional Africano, en Sudáfrica; la Unión Nacional para la Independencia Total de Angola — Unita—, en ese país africano; el partido Comunista Unificado, en Nepal; la Unidad Nacional Revolucionaria Guatemalteca, en Guatemala; el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional —FMLN— en El Salvador, y el Sinn Féin, en Irlanda del Norte, entre otros varios.

Sin embargo, en nuestro país, a comienzos de los noventa, parecía haberse agotado el margen para la negociación con las guerrillas. La sociedad colombiana, que aplaudía la decisión del M-19 y de otros grupos de dejar las armas, ya no tenía paciencia con aquellos que continuaban en la ilegalidad. Y las Farc, en particular, tenían todas las razones para desconfiar del Estado luego de la eliminación de miles de militantes de la Unión Patriótica. La consecuencia natural fue la declaración de “guerra integral” del Estado contra las insurgencias y una profundización del conflicto.

Nada resume más la tragedia de la guerra que la frase que Alfonso Cano, entonces negociador de las Farc, dijo en Tlaxcala al levantarse la mesa de conversaciones: “Nos vemos dentro de diez mil muertos”. No sé si lo dijo con tristeza o con cinismo, pero resumió muy bien las consecuencias que tiene renunciar a la vía negociada para lograr la paz: muertos, muchos más muertos. Y su anuncio, trágicamente, se hizo realidad.

Levantados los diálogos, las Farc realizaron, en abril de 1993, su octava conferencia, la primera desde 1982, y allí tomaron dos decisiones fundamentales: por un lado, incrementar la capacidad militar y su presencia en el país mediante la creación de cinco bloques regionales que agruparan los diferentes frentes, comandados cada uno por miembros del secretariado, el órgano máximo de la agrupación. Por otro lado, aprobaron una plataforma política, es decir, una agenda pormenorizada de los temas que aspiraban a cambiar si llegaban al poder e instauraban un “gobierno de reconstrucción y reconciliación nacional”.

La búsqueda de la paz había llegado a un punto muerto, del cual sería muy difícil salir.

1  Belisario Betancur falleció el 7 de diciembre de 2018, a sus 95 años de edad, con el unánime reconocimiento de haber sido el primer mandatario en apostarle a una salida dialogada al conflicto armado con las guerrillas. Fue un hombre de paz y un verdadero humanista.