Capítulo 2
Vivía a unos quince minutos del centro de Clearbrook, en un vecindario a poca distancia de la escuela primaria donde solía pasar el tiempo soñando despierta. Las calles eran una mezcla de casas grandes y pequeñas y de todos los tamaños intermedios. Mi madre y yo vivíamos en una de las medianas, una que apenas podíamos permitirnos con su salario de agente de seguros. Podríamos habernos mudado a un sitio más pequeño, sobre todo ahora que Lori se había ido a la universidad y yo haría lo mismo al cabo de un año, pero no creía que mi madre estuviera preparada para dejar la casa. Todos los recuerdos y todo lo que debería haber sido en lugar de lo que era.
Probablemente lo mejor para todas nosotras habría sido mudarnos, pero no lo habíamos hecho, y ya era agua pasada.
Accedí al camino de entrada, pasando junto al viejo Kia que mi madre había aparcado en nuestro lado de la calle. Apagué el motor e inspiré el interior con aroma a coco del Lexus plateado de diez años que había pertenecido a mi padre. Mi madre no lo había querido, y Lori tampoco, así que había acabado siendo mío.
No era lo único que me había dejado mi padre.
Tomé mi bolso del asiento del copiloto y salí del coche antes de cerrar silenciosamente la puerta a mis espaldas. Los grillos cantaban y un perro ladraba en algún lugar de la calle, en su mayoría tranquila, mientras yo miraba la gran casa que había junto a la nuestra. Todas las ventanas estaban a oscuras, y las ramas del grueso arce de delante bailaban y agitaban las hojas.
En un año no estaría allí quieta, contemplando la casa de al lado como una auténtica perdedora. Estaría fuera, en la universidad, con suerte en la de Virginia, mi primera elección. Todavía tenía que bombardear con solicitudes a otras universidades en primavera, por si acaso no entraba en la primera convocatoria, pero, fuera como fuera, me habría ido de allí.
Y eso sería para mejor.
Salir de la ciudad. Alejarme de lo mismo de siempre. Poner una muy necesaria distancia entre la casa de al lado y yo.
Aparté la mirada de la casa, caminé por la acera adoquinada y entré. Mi madre ya estaba acostada, así que intenté ser lo más silenciosa posible mientras elegía un refresco de la nevera y subía al piso de arriba para darme una ducha rápida en el cuarto de baño del pasillo. Podría haberme trasladado a la habitación de Lori, en la parte posterior de la casa, cuando se fue a la universidad. Era más grande y tenía baño propio, pero en mi habitación disponía de privacidad y de un increíble balcón con escaleras al que no estaba dispuesta a renunciar por un montón de razones.
Razones en las que no quería pensar demasiado.
Una vez dentro de mi habitación, apoyé el refresco en la mesita de noche y luego dejé caer la toalla junto a la puerta. Saqué mi camiseta para dormir favorita de todos los tiempos de la cómoda y me la pasé por la cabeza. Tras encender la lámpara de la mesita e inundar el dormitorio con una suave luz amarilla, alcé el mando, encendí la televisión y sintonicé el canal de historia con el volumen al mínimo.
Eché un vistazo al mapamundi garabateado de la pared que había sobre mi escritorio. El mapa de todos los lugares que planeaba visitar algún día. Los círculos rojos y azules dibujados en todas partes me arrancaron una sonrisa mientras elegía un libro grueso de tapa dura encuadernado en rojo y negro de mi escritorio, que prácticamente ya solo usaba para dejar libros. Al mudarnos allí por primera vez, mi padre había hecho varios estantes que se alienaban en la pared donde estaban la cómoda y la televisión, pero esas estanterías llevaban años desbordadas. Los libros se encontraban apilados en todos los espacios libres de mi habitación, frente a mi mesilla de noche, a ambos lados de la cómoda y en mi armario, ocupando más espacio que la ropa.
Siempre he sido lectora, y leo mucho, por lo general libros con algún tipo de historia romántica y el clásico «felices para siempre». Lori solía burlarse de mí sin parar, alegando que tenía un gusto cursi para los libros, pero me daba igual. Al menos no tenía un gusto tan pretencioso en libros como ella, y algunas veces solo quería… no sé, escapar de la vida. Ahondar en un mundo que abordaba cuestiones de la vida real para abrir los ojos, o en un mundo diferente, algo totalmente irreal. Uno con faes en guerra o vampiros itinerantes. Quería experimentar cosas nuevas y siempre, siempre, llegar a la última página sintiéndome satisfecha.
Porque a veces el «felices para siempre» tan solo existía en los libros que leía.
Sentada al borde de la cama, estaba a punto de abrir el libro cuando escuché un suave golpe que procedía de las puertas del balcón. Durante una fracción de segundo me quedé inmóvil, mientras mi ritmo cardíaco se disparaba. Entonces me puse de pie de un salto y dejé caer el libro sobre mi cama.
Solo podía ser una persona: Sebastian.
Después de retirar el cerrojo, abrí las puertas y no hubo manera de detener la amplia sonrisa que me inundó el rostro. Por lo visto, tampoco había manera de detener a mi cuerpo, porque me impulsé a través del umbral, moviendo brazos y piernas sin pensarlo.
Choqué con un cuerpo más alto y mucho, mucho más duro. Sebastian gruñó mientras yo abrazaba sus anchos hombros y prácticamente me estampaba contra su pecho. Inhalé el familiar aroma fresco del detergente que su madre usaba siempre.
No hubo ni un momento de vacilación mientras Sebastian me rodeaba con los brazos.
Nunca lo había.
—Lena. —Su voz era profunda, más profunda de lo que recordaba, lo que resultaba extraño, porque solo había estado fuera durante un mes. Pero un mes parecía una eternidad cuando veías a alguien casi cada día de tu vida y luego, de repente, no. Habíamos mantenido el contacto durante el verano, nos mandábamos mensajes de texto e incluso nos llamábamos varias veces, pero no era lo mismo que tenerlo allí.
Sebastian me devolvió el abrazo mientras me levantaba para que mis pies quedaran a unos centímetros del suelo antes de volver a bajarme. Bajó la cabeza mientras su pecho se hinchaba bruscamente contra el mío y mandaba una oleada de calor hasta las puntas de mis pies.
—Me has echado de menos de verdad, ¿eh? —dijo con los dedos enredados en los húmedos mechones de mi pelo.
Sí. Dios, lo había echado de menos. Lo había echado demasiado de menos.
—No. —Mi voz sonaba amortiguada contra su pecho—. Solo creía que eras el chico sexy al que he atendido esta noche.
—Lo que tú digas. —Se rio contra la parte superior de mi cabeza—. No había ningún chico sexy en el restaurante de Joanna.
—¿Cómo lo sabes?
—Por dos motivos. Primero, soy el único chico sexy que entra alguna vez en ese sitio y no he estado allí —dijo.
—Guau. Muy modesto, Sebastian.
—Solo digo la verdad. —Su tono era ligero, burlón—. Y segundo, si creyeras que era otra persona no seguirías pegada a mí como el velcro.
Buen argumento.
Retrocedí mientras dejaba caer los brazos a los lados.
—Cállate.
Él se rio de nuevo. Siempre me habían encantado sus risitas. Eran contagiosas, incluso si estabas de mal humor. No podías evitar sonreír.
—Creía que no volvías hasta el sábado —dije mientras entraba en mi habitación.
Sebastian me siguió.
—Mi padre decidió que tenía que volver para jugar el amistoso de mañana por la noche, aunque no voy a jugar. Pero él ya lo había hablado todo con el entrenador. Ya sabes cómo es.
Su padre encarnaba el estereotipo de padre obsesionado con el fútbol americano que presionaba, presionaba y presionaba a Sebastian en lo referente a jugar al fútbol. Tanto que me había sorprendido francamente que Sebastian anunciara que estarían fuera de la ciudad cuando había entrenamientos de fútbol. Conociendo a su padre, apostaba a que hacía que se levantara al amanecer para salir a correr.
—¿Tu madre está dormida? —preguntó al cerrar las puertas del balcón.
—Sí… —Me giré y le eché un buen vistazo ahora que estaba de pie bajo la luz de mi habitación. Por muy embarazoso que fuese admitirlo, y nunca lo admitiría, perdí completamente el hilo de mis pensamientos.
Sebastian era… Era increíblemente atractivo. No era frecuente poder decir eso de un chico… o de nadie, para ser sinceros.
Su pelo era de un tono entre castaño y negro, corto por los lados y algo más largo por arriba, y caía hacia delante en una ola desordenada que casi le rozaba las oscuras cejas. Sus pestañas eran vergonzosamente espesas y enmarcaban unos ojos del color de los vaqueros más oscuros. Su cara estaba plagada de ángulos, con los pómulos altos, una nariz afilada y una mandíbula dura y definida. Una cicatriz le cortaba el labio superior, justo a la derecha de un arco de Cupido bien definido. Se la había hecho durante nuestro segundo curso en un entrenamiento de fútbol, al recibir un golpe que le había arrancado el casco. Sus hombreras le habían golpeado en la boca y le partieron el labio superior.
Pero la cicatriz le quedaba bien.
No pude apartar la mirada de sus pantalones cortos de baloncesto y la camiseta blanca mientras él examinaba mi habitación. Cuando era más joven, en primaria, había sido alto, todo brazos y piernas, pero ahora había ganado peso en todos los sentidos, con músculos y más músculos, y tan esculpidos que rivalizaría con las estatuas griegas de mármol. Años de jugar al fútbol americano le hacían eso a un cuerpo, imaginaba yo.
Sebastian ya no era simplemente el chico tierno que vivía al lado.
Llevábamos años haciendo aquello, desde que había descubierto que era más fácil que entrar por la puerta delantera. Salía de su casa por la puerta trasera y entraba en nuestro patio a través de la verja, y luego no había mucha distancia hasta los escalones que conducían hacia mi terraza.
Nuestros padres sabían que podía llegar a mi habitación de aquella forma, pero habíamos crecido juntos. Para ellos, y para Sebastian, éramos como hermanos.
Yo también sospechaba que no sabían que las visitas tenían lugar por la noche. Aquello no había empezado hasta que tuvimos trece años, la primera noche después de que mi padre se marchara.
Me apoyé en la puerta y me mordí el interior de la mejilla.
Sebastian Harwell era uno de los chicos más populares del instituto, pero no era sorprendente. No cuando era tan guapo. Talentoso. Gracioso. Inteligente. Amable. Jugaba en su propia liga.
También era uno de mis mejores amigos.
Por razones que no quería examinar detenidamente, él hacía que mi habitación pareciera más pequeña cuando estaba en ella, la cama demasiado enana y el aire demasiado espeso.
—¿Qué diablos estás viendo? —preguntó en voz baja mientras observaba la televisión.
Miré la pantalla. Había un tipo con el pelo castaño espeso y con pinta de loco agitando las manos en el aire.
—Mmm… repeticiones de Alienígenas ancestrales.
—De acuerdo. Supongo que es menos morboso que la serie de forenses que ves. A veces me preocupa… —La voz de Sebastian se fue apagando mientras me miraba. Ladeó la cabeza—. ¿Esa es mi camiseta?
Oh. Oh, Dios mío.
Abrí mucho los ojos al recordar lo que llevaba puesto: su vieja camiseta para entrenar de primer curso. Hacía un par de años se la había dejado allí por alguna razón u otra, y me la había quedado.
Como una acosadora.
Mis mejillas se sonrojaron, y el rubor recorrió la parte delantera de mi cuerpo. Y había mucho cuerpo a la vista. La camiseta se me había resbalado de un hombro, no llevaba sujetador, y luché contra el impulso de tirar del dobladillo de ella.
Me incité a mí misma a no perder los papeles, porque me había visto en bañador más de un millón de veces. Eso no era diferente.
Pero sí que lo era.
—Sí, es mi camiseta. —Las gruesas pestañas se deslizaron hacia abajo, protegiéndole los ojos mientras se sentaba en mi cama—. Me preguntaba a dónde había ido a parar.
No supe qué decir. De repente estaba petrificada, pegada a la puerta. ¿Creía él que dormir con su camiseta puesta era algo raro? Porque sí, era un poco raro. No podía negarlo.
Se tiró sobre mi cama, y luego se incorporó de inmediato.
—Ay. ¿Qué demonios? —Se frotó la espalda y giró sobre la cintura—. Madre mía. —Levantó mi libro y lo sostuvo—. ¿Estás leyendo esto?
Entrecerré los ojos.
—Sí. ¿Qué tiene de malo?
—Podría servir como arma. Podrías golpearme en la cabeza con esto, matarme y luego terminar en uno de esos programas que ves en el canal de investigación.
Puse los ojos en blanco.
—Eres un poco exagerado.
—Como sea. —Lanzó el libro al otro lado de la cama—. ¿Estabas preparándote para irte a dormir?
—Me estaba preparando para leer antes de que me interrumpieran tan groseramente —bromeé. Me obligué a alejarme de la puerta y me deslicé lentamente hacia donde él estaba tendido de lado, acostado allí como si fuera su cama, con la mejilla apoyada en su puño—. Pero alguien, y no miro a nadie, está aquí ocupando mi espacio.
Las comisuras de sus labios se elevaron.
—¿Quieres que me vaya?
—No.
—Eso me parecía. —Dio palmadas en el sitio que quedaba a su lado—. Ven a hablar conmigo. Cuéntame todo lo que me he perdido.
Mientras me ordenaba a mí misma no actuar como una completa idiota, me senté en la cama, lo que no resultó fácil debido a la camiseta. En absoluto quería que me viera nada. O puede que sí que quisiera. Pero él probablemente no.
—No te has perdido mucho —dije, echando un vistazo a la puerta de la habitación. Gracias a Dios que ya la había cerrado—. Keith ha dado un par de fiestas…
—¿Fuiste sin mí? —Colocó la mano sobre su pecho—. Mi corazón. Duele.
Le sonreí mientras estiraba las piernas y las cruzaba por los tobillos.
—Fui con las chicas. No fui sola. Pero ¿y qué si lo hice?
La sonrisa aumentó un poco.
—¿Organizó alguna en el lago?
Negué con la cabeza y tiré del dobladillo de la camiseta mientras movía los dedos de los pies.
—No. Solo en su casa.
—Genial. —Cuando lo miré, pestañeó. Su mano libre descansaba en la cama entre nosotros. Sus dedos eran largos y delgados, con la piel bronceada por pasar tanto tiempo expuesto al sol—. ¿Has hecho algo más? ¿Has salido con alguien?
Dejé de mover los dedos de los pies y volví la cabeza hacia él. Era una pregunta aleatoria.
—No, a decir verdad.
Levantó una ceja al alzar la mirada hacia mí.
Cambié de tema rápidamente.
—Por cierto, adivina quién se ha pasado por el restaurante esta noche y ha preguntado por ti.
—¿Quién no se pasaría a preguntar por mí?
Le lancé una mirada aburrida.
Él sonrió.
—¿Quién?
—Skylar. Por lo visto te ha estado enviando mensajes y has estado ignorándola.
—No la he estado ignorando. —Alargó la mano y se retiró el pelo de la frente—. Simplemente no he contestado.
Fruncí los labios.
—¿Acaso no es lo mismo?
—¿Qué quería? —preguntó en vez de responder.
—Hablar contigo. —Me recosté contra la cabecera y tomé la almohada para colocarla en mi regazo—. Ha dicho… Me ha pedido que te dijera que había preguntado por ti.
—Bueno, mírate, haciendo lo que se te dice. —Hizo una pausa y su sonrisa se volvió más amplia—. Por una vez.
Elegí ignorar ese comentario.
—También ha dicho que cree que romper contigo fue un error.
Él echó la cabeza hacia atrás y la sonrisa se desvaneció.
—¿Eso ha dicho?
El corazón empezó a palpitarme en el pecho. Sonaba sorprendido. ¿Era una buena o una mala sorpresa? ¿Ella todavía le importaba?
—Sí.
Sebastian no se movió durante un segundo y luego sacudió la cabeza.
—Da igual. —Su mano se movió a la velocidad del rayo y me arrebató la almohada del regazo. Se la puso debajo de la cabeza.
—Sírvete tú mismo —murmuré mientras colocaba la camiseta de nuevo sobre mi hombro.
—Acabo de hacerlo. —Me sonrió—. Tienes otra peca.
—¿Qué? —Giré la cabeza hacia él. Desde que tenía memoria, mi cara parecía haber recibido el impacto de un cañón de pecas.
—Como te lo digo. Inclínate. Hasta puedo enseñarte dónde está.
Dudé mientras lo miraba.
—Vamos —me convenció, incitándome con el dedo.
Sin apenas respirar, me incliné hacia él. El pelo se me deslizó por el hombro mientras Sebastian alzaba la mano.
La sonrisa había vuelto, y jugaba con sus labios.
—Justo aquí… —Presionó la yema del dedo en el centro de mi barbilla. Yo inhalé bruscamente. Él bajó las pestañas—. Esta es nueva.
Durante un momento, no pude moverme. Todo lo que pude hacer fue quedarme allí sentada, inclinada hacia él y con su dedo tocándome la barbilla. Era una locura y estúpido, porque solo había sido un roce suave, pero lo sentí en cada célula de mi cuerpo.
Volvió a bajar la mano al hueco que quedaba entre nosotros.
Exhalé temblorosa.
—Eres… Eres muy estúpido.
—Me quieres.
Sí.
Locamente. Profundamente. Irrevocablemente. Se me podrían ocurrir cinco adjetivos más. Llevaba enamorada de Sebastian desde, por Dios, desde que él tenía siete años y me había traído una serpiente negra que había encontrado en el jardín como regalo. No sé por qué había pensado que la querría, pero había cargado con ella y la había dejado caer frente a mí como un gato que le lleva un pájaro muerto a su dueño.
Un regalo verdadera y realmente raro, el tipo de regalo que un muchacho le haría a otro muchacho, y eso resumía más o menos nuestra relación. Yo estaba enamorada de él, de una forma vergonzosa y dolorosa, y él mayormente me trataba como a uno de sus amigos. Siempre lo había hecho y siempre lo haría.
—Apenas te tolero —le dije.
Rodando sobre su espalda, levantó los brazos y se llevó las manos a la cabeza. La camiseta se le subió y reveló su estómago plano y esos dos músculos a ambos lados de sus caderas. No tenía ni idea de cómo los había conseguido.
—Sigue mintiéndote a ti misma —dijo—. Puede que un día llegues a creértelo.
Él no tenía ni idea de cuánto se había acercado a la verdad.
Cuando se trataba de Sebastian y mis sentimientos respecto a él, todo lo que yo hacía era mentir.
Mentir era otro de los regalos que mi padre me había dejado.
Era algo en lo que él también había sido muy, muy bueno.