Capítulo 1
JUEVES 10 DE AGOSTO
—Lo único que voy a decir es que casi te acostaste con eso.
Estrujándome la nariz, miré el teléfono que Darynda Jones, Dary para abreviar, me había plantado en la cara cinco segundos después de entrar en el local de Joanna.
El local de Joanna había sido un sitio esencial en el centro de Clearbrook desde que yo era un renacuajo. El restaurante estaba un poco anclado en el pasado, existía de manera extraña en algún punto entre las bandas con melena y el ascenso de Britney Spears, pero era limpio y acogedor, y prácticamente todo lo que salía de la cocina estaba frito. Además, tenía el mejor té dulce de todo el estado de Virginia.
—Eh, oye —murmuré—. ¿Qué diablos está haciendo?
—¿Qué es lo que parece? —Los ojos de Dary se ensancharon tras sus gafas blancas con montura de plástico—. Básicamente está teniendo sexo con un delfín hinchable.
Fruncí los labios, porque sí, eso era lo que parecía.
Apartó el teléfono de mi cara y ladeó la cabeza hacia un lado.
—¿En qué estabas pensando?
—Es guapo. Era guapo —expliqué sin convicción mientras miraba por encima de mi hombro. Por suerte, nadie más estaba dentro del radio auditivo—. Y no me acosté con él.
Ella puso en blanco sus ojos castaño oscuro.
—Tu boca estaba en su boca, y sus manos…
—Está bien. —Levanté las manos, evitando cualquier cosa que estuviera a punto de añadir—. Lo entiendo. Salir con Cody fue un error. Créeme. Lo sé. Intento borrarlo de mi memoria y no estás ayudando.
Se inclinó sobre el mostrador tras el que yo me encontraba y susurró:
—Nunca te dejaré olvidarlo. —Sonrió cuando entorné los ojos—. Aunque puedo entenderlo. El chico es todo músculo. Es un poco tonto, pero divertido. —Hizo una pausa dramática.
Todo en Dary era dramático, desde las brillantes y horrorosas prendas que se ponía hasta el pelo rizado cortísimo, rapado en los laterales y alborotado en la parte superior. En aquel momento, lo llevaba negro. El mes anterior había sido lavanda. En dos meses probablemente sería rosa.
—Y es amigo de Sebastian.
Sentí que mi estómago se retorcía.
—Esto no tiene nada que ver con Sebastian.
—Ajá.
—Tienes mucha suerte de que me caigas bien de verdad —respondí.
—Lo que tú digas. Me adoras. —Golpeó el mostrador con las manos—. Este fin de semana trabajas, ¿no?
—Sí. ¿Por qué? Creía que te ibas con tu familia a Washington este fin de semana.
Ella suspiró.
—¿Un fin de semana? Vamos a Washington toda la semana. Nos vamos mañana por la mañana. Mi madre está impaciente. Te juro que tiene un itinerario para nosotros: museos que quiere visitar, el tiempo estimado para cada día, y cuándo almorzaremos y cenaremos.
Me temblaron los labios. Su madre era ridículamente organizada, hasta el punto de etiquetar las cestas donde guardaba los guantes y las bufandas.
—Los museos serán divertidos.
—Cómo no ibas a pensar eso. Eres una nerd.
—No tiene sentido negarlo. Tienes razón. —Y no tenía problema en admitirlo. Quería ir a la universidad y estudiar Antropología. La mayoría de la gente se preguntaba qué iba a hacer con un título en algo así, pero ofrecía muchas más oportunidades de las que parecía, como trabajar en medicina forense, presentaciones corporativas, dar clases y muchas opciones más. Lo que más me atraía era la idea de trabajar en algún museo, así que me habría encantado visitar Washington.
—Sí. Sí. —Dary bajó de un salto del taburete de vinilo rojo que se encontraba junto a la barra—. Tengo que irme antes de que mi madre se enfade. Si llego cinco minutos más tarde de mi toque de queda, llamará a la policía convencida de que me han secuestrado.
Sonreí.
—Envíame un mensaje luego, ¿sí?
—Lo haré.
Me despedí, levanté el trapo húmedo y lo pasé por el estrecho mostrador. Desde la cocina llegó el eco de las ollas golpeándose entre ellas, lo que indicaba que se acercaba la hora de cerrar por esa noche.
Estaba impaciente por llegar a casa, ducharme para deshacerme del olor a alitas de pollo fritas y a sopa de tomate quemada, y terminar de leer el último drama en el que se había visto envuelta Feyre en las Cortes Fae. Luego pasaría a la sexy lectura contemporánea de la que todo el mundo hablaba en el club de libros de Facebook por el que merodeaba, algo sobre la realeza y cinco hermanos guapísimos.
Cuenten conmigo.
Podía jurar que la mitad del dinero que ganaba como camarera en el restaurante de Joanna lo empleaba en comprar libros en lugar de llenar mi cuenta de ahorro, pero no podía evitarlo.
Después de limpiar los dispensadores de servilletas, alcé la barbilla y soplé para apartar de mi cara un mechón de pelo castaño que se me había escapado del moño mientras sonaba la campanilla de encima de la puerta y entraba una figura pequeña.
De la sorpresa, dejé caer el trapo con aroma a limón. En ese momento, hasta una pequeña brisa me hubiese tirado al suelo de la impresión.
Por lo general, las raras veces que alguien menor de sesenta años entraba en el local de Joanna solían ser los viernes por la noche después de los partidos de fútbol, y en alguna ocasión los sábados de verano por la noche. Definitivamente, no los jueves a esta hora.
El restaurante de Joanna conseguía su sustento gracias a los miembros certificados de la Asociación Americana de Jubilados, lo cual era una de las razones por las que había empezado a trabajar allí como camarera durante el verano. Era fácil y necesitaba el dinero extra.
El hecho de que Skylar Welch estuviera de pie dentro del local, diez minutos antes de la hora de cerrar, fue toda una sorpresa. Nunca iba allí sola. Nunca.
Las brillantes farolas perforaban la luz en el exterior. Ella había dejado su BMW en marcha, y yo estaba dispuesta a apostar a que el coche estaba lleno de chicas tan guapas y perfectas como ella.
Pero ni de lejos tan simpáticas.
Llevaba una eternidad padeciendo un claro y rabioso caso de celos amargos en lo que se refería a Skylar. Pero lo peor era que ella era genuinamente dulce, por lo que odiarla era un crimen contra la humanidad, los cachorritos y los arcoíris.
Avanzando indecisa, como si esperase que el suelo de linóleo blanco y negro se abriera y se la tragara entera, se colocó el cabello castaño claro y rubio en las puntas sobre el hombro. Incluso bajo las horribles luces fluorescentes, su bronceado de verano era profundo e impecable.
—Hola, Lena.
—Hola. —Me enderecé, deseando que no pidiera nada. Si quería algo de comer, a Bobby no le haría gracia, y yo tendría que pasar cinco minutos convenciéndolo de que cocinase lo que ella quisiera—. ¿Qué te cuentas?
—No mucho. —Se mordió el labio de color rosa brillante. Se detuvo junto a los taburetes de vinilo rojo de la barra y respiró hondo—. Estás a punto de cerrar, ¿verdad?
Asentí con lentitud.
—En unos diez minutos.
—Lo siento. No tardaré mucho. De hecho, no había planeado parar aquí. —En silencio añadí un «¿de verdad?» sarcástico—. Las chicas y yo íbamos al lago. Algunos chicos están dando una fiesta y hemos pasado por aquí con el coche —explicó—. Se me ha ocurrido parar y ver si… si sabías cuándo vuelve Sebastian a casa.
Por supuesto.
Apreté la mandíbula. Debería haberme resultado obvio en el preciso instante en que Skylar había cruzado aquellas puertas que estaba allí por Sebastian, porque ¿por qué otro motivo iba a hablarme? Sí, era dulce como el azúcar, pero en el instituto no nos movíamos en los mismos círculos. La mitad de las veces yo era invisible para ella y sus amigas.
Lo que me parecía bien.
—No lo sé. —Aquello era mentira. Se suponía que Sebastian regresaba de Carolina del Norte el sábado por la mañana. Él y sus padres habían ido a visitar a sus primos durante el verano.
Una punzada me golpeó el pecho, una mezcla de anhelo y pánico, dos sentimientos a los que estaba muy acostumbrada cuando se trataba de Sebastian.
—¿En serio? —La sorpresa impregnaba su tono.
Vacié mi cara de toda expresión.
—Supongo que volverá en algún momento del fin de semana. Quizás.
—Sí, supongo. —Centró su mirada en el mostrador mientras jugueteaba con el dobladillo de su ajustada camiseta negra sin mangas—. Él no ha… No he tenido noticias suyas. Le he escrito y lo he llamado, pero…
Me limpié las manos en los pantalones cortos. No tenía ni idea de qué decir. Aquello era increíblemente incómodo. Una parte de mí quería ser una completa zorra y señalar que, si Sebastian hubiese querido hablar con ella, habría contestado, pero yo no soy así.
Soy la clase de persona que piensa las cosas, pero nunca las dice.
—Creo que ha estado muy ocupado —dije al final—. Su padre quería que visitara algunas de las universidades de la zona y hacía años que no veía a sus primos.
Alguien en el BMW hizo sonar el claxon y Skylar miró por encima de su hombro. Mis cejas se alzaron mientras rezaba en silencio para que quienquiera que estuviera en el coche se quedara en él. Pasó un momento y Skylar se colocó la melena lisa detrás de la oreja mientras se volvía para mirarme.
—¿Puedo preguntarte una cosa más?
—Claro. —No es como si fuera a negarme, incluso a pesar de que me estaba imaginando que un agujero negro aparecía en la cafetería y me succionaba en su vórtice.
Esbozó una débil sonrisa.
—¿Está con otra persona?
La miré, preguntándome si yo había vivido la historia de Sebastian y Skylar de manera diferente.
Desde el preciso momento en que se había mudado a Clearbrook, con un número de habitantes nada destacable, se había unido a sí misma con Sebastian. Nadie podría culparla. Sebastian había salido del útero de su madre asombrando y encandilando a todo el mundo a su alrededor. Habían empezado a salir en el colegio y habían seguido juntos durante todo el instituto; se habían convertido en el rey y la reina de estar en pareja. Me había resignado al hecho de que tendría que obligarme a asistir a su boda en algún momento del futuro.
Pero luego había sucedido lo de la primavera…
—Tú rompiste con él —le recordé tan amablemente como pude—. No intento sonar como una zorra, pero ¿qué te importa si está con otra persona?
Skylar colocó uno de sus esbeltos brazos sobre la cintura.
—Lo sé. Lo sé. Pero me importa. Yo solo… ¿Nunca has cometido un gran error?
—A montones —respondí secamente. La lista era más larga que mi pierna y mi brazo juntos.
—Pues bien, romper con él fue un error para mí. Al menos, eso creo. —Se apartó de la barra—. De todos modos, si lo ves, ¿puedes decirle que me he pasado por aquí?
Eso era lo último que quería hacer, pero asentí porque se lo diría. Porque yo era esa persona.
Claro que lo era.
Entonces Skylar sonrió. Fue algo auténtico, y me hizo sentir que debería ser mejor persona o algo así.
—Gracias —me dijo—. ¿Supongo que te veré en el instituto dentro de una semana más o menos? ¿O en una de las fiestas?
—Sí. —Esbocé una sonrisa un tanto frágil y que probablemente parecía medio enloquecida.
Agitando la mano como despedida, Skylar se dio la vuelta y caminó hacia la puerta. Sujetó la manija, pero se detuvo y miró hacia atrás.
—¿Él sabe lo tuyo?
Las comisuras de mis labios empezaron a bajar. ¿Qué había que saber de mí que Sebastian no supiera ya? Yo era realmente aburrida. Leía más de lo que hablaba con otras personas y estaba obsesionada con el canal de historia y series como Alienígenas ancestrales. Jugaba al vóleibol, a pesar de no ser demasiado buena. Para ser sincera, nunca habría empezado a jugar de no haber sido porque Megan me había engañado cuando estábamos en primero. No es que no me divirtiera, pero en fin, era tan estimulante como el pan blanco.
Literalmente no ocultaba nada ni guardaba secretos que descubrir.
Bueno, les tenía un miedo de muerte a las ardillas. Son como ratas con colas tupidas, y son mezquinas. Nadie lo sabía, porque me resultaba muy embarazoso. Pero dudaba de que Skylar se estuviera refiriendo a eso.
—¿Lena?
Apartada de mis pensamientos, parpadeé.
—¿Qué pasa conmigo?
Ella se quedó callada durante un momento.
—¿Sabe que estás enamorada de él?
Abrí los ojos al mismo tiempo que se me secaba la boca. Sentí cómo mi corazón daba trompicones y luego caía hasta la boca de mi estómago. Los músculos de mi espalda se quedaron rígidos y se me retorcieron las tripas cuando me estrellé contra un muro de pánico. Me obligué a reírme como si fuese una broma.
—No… no estoy enamorada de él. Es como… como el hermano que nunca quise.
Skylar sonrió levemente.
—No intento inmiscuirme en tus asuntos.
Pues parecía que sí.
—Me fijé en cómo lo mirabas cuando estábamos juntos. —No había reproche ni juicio en su tono—. O puede que me equivoque.
—Lo siento, te equivocas —le dije. Me dio la impresión de que soné bastante convincente.
Resulta que había algo que creía que nadie sabía sobre mí. Una verdad oculta que era tan embarazosa como mi miedo a las ardillas, solo que sin ninguna relación entre esos miedos.
Y acababa de mentir sobre ello.