No podía moverme, me dolía todo: sentía la piel demasiado tensa, los músculos me ardían como si estuvieran en llamas y me dolían los huesos hasta lo más profundo de la médula.
La confusión me abrumó. Sentía el cerebro como si estuviera cubierto de niebla y telarañas. Intenté levantar los brazos, pero me pesaban como si estuvieran llenos de plomo y me empujaban hacia abajo.
Creí oír voces y un pitido constante, pero todo parecía estar muy lejos, como si estuviese en el extremo de un túnel y todo lo demás estuviese al otro lado.
No podía hablar. Tenía… tenía algo en la garganta, en el fondo de la garganta. Mi brazo dio una sacudida sin previo aviso, y noté un tirón en el dorso de la mano.
¿Por qué no podía abrir los ojos?
El pánico empezó a invadirme. ¿Por qué no podía moverme?
Algo iba mal. Algo iba muy mal. Solo quería abrir los ojos. Quería…
Te quiero, Lena.
Yo también te quiero.
Las voces resonaron en mi cabeza, una de ellas la mía. Decididamente la mía, y la otra…
—Se está despertando. —Una voz femenina interrumpió mis pensamientos desde algún lugar al otro lado del túnel.
Unos pasos se acercaron y un hombre dijo:
—Voy a suministrarle más analgésicos.
—Es la segunda vez que se despierta —respondió la mujer—. Es toda una luchadora. A su madre le gustará oírlo.
¿Luchadora? No sabía de qué estaban hablando, por qué pensaban que mi madre se alegraría de oírlo…
¿Tal vez debería conducir yo?
El calor me inundó las venas, empezando en la base del cráneo y luego desbordándome entera, cayendo en cascada a través de mi cuerpo, y después no hubo sueños, ni pensamientos, ni voces.