Capítulo I
Clic. Clic. Clic. Disparan las cámaras de fotos para captar instantáneas del 44.º presidente de Estados Unidos, Barack Obama, junto a la persona que le va a suceder en el puesto, Donald Trump. El primero viste corbata gris y muestra un cabello plomizo cosechado en dos legislaturas. El segundo ha elegido el rojo del partido Republicano para decorar la camisa y su melena azafranada es conocida por haber protagonizado continuas parodias durante toda la campaña. Es 10 de noviembre de 2016. Ha pasado un día y medio desde las elecciones presidenciales de Estados Unidos y Barack Obama, a pesar del nerviosismo de los que no esperaban la derrota de Hillary Clinton, intenta hablar pausado.
«Como dije anoche, mi prioridad principal para los dos próximos meses es facilitar una transición que asegure el éxito de nuestro presidente electo» señala el mandatario desde la famosa oficina presidencial del Ala Oeste de la Casa Blanca, el Despacho Oval.
Clic. Clic. Clic. Clic. Clic. Las cámaras disparan sin cesar como si fuesen metralletas. Obama gira el rostro de derecha a izquierda para conectar con toda la sala. «Quiero enfatizar, señor presidente electo, que vamos a hacer todo lo que podamos para que tenga éxito. Porque, si tiene éxito, el país tiene éxito». concluye y cede la palabra a Donald Trump, que asiente con gesto serio y cabizbajo, sin separar los dedos de las manos, cuyas yemas se rozan y, a veces, se golpean despacito.
«Muchas gracias, presidente Obama. Ha sido una reunión que iba a durar 10 o 15 minutos para conocernos el uno al otro […] pero la reunión ha durado una hora y media», responde Trump, con una ligera sonrisa de satisfacción. Mira primero a los periodistas y luego a Obama. En una declaración de poco más de 100 palabras, pronuncia «genial» tres veces y «maravilloso», una.
¿Cómo llegó allí? Académicos y periodistas continúan descolocados. Se preguntan qué pasaron por alto. Supo conseguir la atención de los medios de comunicación, pero no le apoyaba su partido, señalan algunos (Yourish; Buchanan; Parlapiano, 2016). Si hubiese ganado las primarias demócratas Bernie Sanders en vez de Hillary Clinton quizás el resultado hubiese sido distinto, dicen otros (Budowsky, 2016). No se prestó suficiente atención a los votantes blancos del interior del país que han perdido sus empleos en fábricas, añaden muchos (Cohn, 2016). En los primeros meses del gobierno de Donald Trump se siguió investigando el nivel de influencia que pudo tener Rusia en los resultados. La mayoría coincide en que, por unos motivos u otros, el desenlace fue una sorpresa.
El proceso de selección del presidente de Estados Unidos se celebra cada cuatro años. Los partidos Demócrata y Republicano eligen a sus candidatos presidenciales a través de caucus y primarias estatales. Este periodo de nominación se desarrolla durante varios meses y en el tiempo, cada vez más extenso, empleado en precampaña. En las primarias los votantes designan a los delegados que acudirán a la Convención Nacional para nominar a su candidato presidencial y vicepresidencial. Los nominados se enfrentan finalmente en las elecciones presidenciales en noviembre. Allí, un Colegio Electoral, elegido por los votantes y formado por el mismo número de senadores y representantes que cada estado tiene en el Congreso, más tres votos del Distrito de Columbia, en total 538, elige al presidente de Estados Unidos.
Una mirada a las elecciones presidenciales de 2016 sirve para comprender algunos de los elementos que la componen; entre ellos los discursos en los que se anuncian oficialmente las candidaturas; los mítines para posibles votantes; los debates televisados; las acciones voluntarias, y las posibles manifestaciones de protesta. En todas las campañas que narra esta obra hubo atributos de este tipo. Por eso, este libro comienza con un diario de campaña de las elecciones de 2016, para luego dedicarse al tema en el que se centra: las apasionantes historias de una serie de candidatos de minorías raciales y étnicas que participaron en las primarias presidenciales de los partidos Demócrata y Republicano de 1972 a 2008.
Durante 2015 y 2016 asistí al discurso de presentación de la candidatura presidencial de Hillary Clinton y a varios de sus mítines en Nueva York. Acudí a eventos del candidato Bernie Sanders en Queens y Manhattan; presencié proyecciones oficiales de debates presidenciales durante las primarias en Nueva York y durante las elecciones presidenciales en Chicago; experimenté las acciones de voluntariado en la campaña de Bernie Sanders; y presencié varias protestas contra Donald Trump en Chicago.
Hillary Clinton anunció su segunda candidatura a la nominación presidencial del partido Demócrata el 12 de abril de 2015. La primera había sido en 2008 y entonces, un joven senador negro, Barack Obama, había ganado las primarias demócratas y se había convertido en presidente. Vi la noticia esa misma mañana en Twitter. Los últimos cinco años los había pasado investigando mi tesis doctoral y, en concreto, las campañas de candidatos de minorías raciales y étnicas a las primarias presidenciales de Estados Unidos. Había defendido mi tesis dos meses antes y las campañas presidenciales me apasionaban. El 13 de junio de 2015, Hillary pronunció el discurso oficial de presentación de su candidatura. El escenario fue Roosevelt Island, una isla en el río Este, entre Manhattan y Queens. Por entonces, yo vivía en Nueva York y pensé que no podía perderme aquel momento histórico. Mi apartamento se encontraba en Long Island City (Queens), en el lugar exacto en el que Pepsi tuvo, anteriormente, una planta embotelladora, y en su memoria se sigue exhibiendo un cartel luminoso rojo de la empresa de bebidas en la fachada. Se trata de una zona «gentrificada»1 que ha pasado de barrio industrial feo a acomodar a jóvenes profesionales que pagan cifras disparatadas por un estudio diminuto. Algunos edificios que antiguamente acogían fábricas aún se conservan, pero su situación frente al río la ha convertido en una zona atractiva para empresas constructoras. Desde el paseo, junto al agua, se puede ver el Empire State, la sede de Naciones Unidas, el edificio Chrysler y el World Trade Center, en una hilera de rascacielos impresionante. También se vislumbra la isla Roosevelt.
A las 8.45 de la mañana del 13 de junio de 2015 me encuentro en la entrada del parque FDR Four Freedoms de la isla. Los candidatos con campañas bien organizadas y con posibilidades de ganar suelen anunciar sus candidaturas con suficiente tiempo para recaudar fondos, obtener apoyos y dar a conocer su propuesta. Esto suele ser un año antes de que empiecen las primarias. Hillary Clinton anunció su primera campaña presidencial con un vídeo el 20 de enero de 2007. Eligió el mismo formato en su segundo intento, solo que entonces lo hizo meses más tarde: el vídeo se publicó el 12 de abril de 2015. Era de sobra conocida y pocos aspirantes parecían tener el interés de competir en las primarias demócratas. Por este motivo el discurso de presentación oficial llegaba aún más tarde, este 13 junio.
En las inmediaciones del lugar del acto, decenas de asistentes caminan en grupos hacia el parque. Una mañana de sábado corriente en la isla Roosevelt no habría más que algún vecino paseando al perro. Esta vez hay visitantes procedentes de todo Nueva York e incluso de fuera del estado. El código de mi entrada es el 13JN3Q. Voluntarios ataviados con camisetas con una «H» de Hillary, que se convierte en flecha, y lectores de códigos de barras en la mano para escanear los tickets dan la bienvenida. Hay sol, hace unos 20 grados Celsius, y se siente el júbilo en la audiencia. Al fondo los fotógrafos tienen gradas reservadas. Tras varias actuaciones musicales, vestida con un traje azul zafiro, Hillary Clinton se adentra en el escenario.
«Es maravilloso poder estar aquí, con todos vosotros», declara con una sonrisa. El atril está situado en el centro de la tarima azul y roja con forma de «H». «Poder estar aquí, en Nueva York, con mi familia, con tantos amigos, incluyendo muchos neoyorquinos que me otorgaron el honor de servirles en el Senado durante ocho años», añade la candidata. Aunque Hillary Clinton nació en Chicago y residió en Arkansas durante los años de Bill Clinton como gobernador, fue senadora por Nueva York de 2000 a 2008 y vive en este estado desde hace tiempo.
El discurso comienza con una referencia a Franklin D. Roosevelt, el presidente que gobernó tras la Gran Depresión bajo el lema del New Deal. El parque lleva el nombre del mandatario y ella busca dirigirse a las familias de clase media. En este momento es la favorita en las primarias del partido Demócrata y se cree que podría convertirse en la primera presidenta de Estados Unidos. Habla de su abuelo, que trabajó en una fábrica de encaje en Scranton (Pensilvania), y de su padre, que tuvo una empresa textil en Chicago. De los ocho años de presidencia de su marido, Bill Clinton, y del presidente con el que fue secretaria de Estado, Barack Obama. Afirma que su plan es trabajar para «cada estadounidense» y hacer que «la economía funcione» para «todos». Mientras tanto, el público camina de una zona a otra para conseguir la mejor posición entre los árboles y, al paso, aplaude y agita las banderitas de Estados Unidos que se han distribuido. Bill Clinton aparece al final, para no robarle el protagonismo, pero sí para demostrar su devoción. El momento parece histórico. Para conmemorarlo, a la salida, se venden insignias, camisetas, tazas de desayuno y otra serie de parafernalia de la campaña que además sirve para recaudar fondos.
Durante los meses previos a las primarias la candidatura de Hillary Clinton se ha tomado como prácticamente invencible. Solo han llegado a estas elecciones del partido Demócrata tres candidatos: Hillary Clinton; el senador por Vermont, Bernie Sanders, y el gobernador de Maryland, Martin O’Malley. Los tres se enfrentan este 17 de enero de 2016 en un debate televisado.
«Los grandiosos debates», como fueron llamados aquellos entre John F. Kennedy y Richard Nixon en 1960, son habituales en las elecciones estadounidenses. Ya sea durante el periodo de primarias o durante el de la elección presidencial, estos eventos se han convertido en determinantes para alzar y hacer caer a candidatos. Desde octubre de 2015 los aspirantes a la nominación presidencial demócrata de 2016 han participado en varios encuentros, con el fin de exponer sus posiciones respecto a los temas de campaña e intentar demostrar porqué los votantes deberían elegirlos a ellos y no a sus contrincantes. El de hoy, 17 de enero, es el cuarto y último antes de que voten los primeros estados. El caucus de Iowa será el 1 de febrero. En la actualidad, Iowa y Nueva Hampshire son dos de los primeros eventos que tienen lugar en el proceso de nominación de las elecciones presidenciales, y eso les otorga una enorme atención por parte de los medios de comunicación.
En los últimos años los candidatos han comenzado a celebrar eventos para visionar debates donde se congregan votantes, se recaudan fondos y se recluta a voluntarios. En esta ocasión el debate se retransmite por televisión desde Charleston (Carolina del Sur), y el equipo de Hillary Clinton organiza un acto gratuito para visionarlo en Nueva York. La cita es en el Stitch Bar & Lounge, en la calle 37 con la Octava Avenida de Manhattan. El establecimiento presume en su web de haber sido votado como «el mejor bar after-work» de la ciudad de Nueva York en Citysearch.com. A las 8.00 de la tarde estoy en la puerta. Junto a la entrada, varios voluntarios de la campaña de Clinton solicitan el nombre a los asistentes.
Se trata de un evento informal, del estilo de una reunión de networking. El bar tiene dos plantas y el acto de la campaña se desarrolla en la baja. La barra está decorada con una serie de lamparitas rojas y cartas con el menú. Se sirve todo tipo de bebidas y algunas llevan nombres especiales en homenaje a Hillary Clinton y Bill Clinton. Las pantallas de televisión, que en otras jornadas proyectan partidos de baloncesto o béisbol, van a retransmitir el debate.
Antes de comenzar el programa el director ejecutivo del partido Demócrata en el estado de Nueva York, Basil Smikle, agradece la participación a los asistentes. La mayoría son jóvenes profesionales que apoyan la campaña de Hillary Clinton. Un estudiante de Derecho de origen filipino me cuenta que ya ha sido admitido para ser voluntario. El lunes irá a la sede de Brooklyn para recoger su camiseta y otros materiales. Me tomo un par de cervezas, charlo con un par de personas, y me marcho unas tres horas más tarde.
A la mañana siguiente los medios de comunicación parecen haber visto a Hillary Clinton como la ganadora de la lucha oratoria. The New York Times (Healy, 2016) titula la noticia «En el debate demócrata, Hillary Clinton desafía a Bernie Sanders sobre sus cambios de políticas». El texto dice que la candidata ha utilizado «su lenguaje más duro» y se ha aproximado ideológicamente a Barack Obama. CNN (Collinson, 2016) es aún más directo: «Hillary Clinton golpea a Bernie Sanders», titula su artículo. Como el anterior, coincide en que la candidata ha decidido continuar el legado de Obama.
Martin O’Malley abandonó su campaña el 1 de febrero de 2016 tras recibir un 0,6 % del voto popular en el estado de Iowa y ningún delegado. Con su salida las primarias demócratas se han convertido en un enfrentamiento de uno contra uno entre Clinton y Sanders. El segundo, desconocido para muchos hasta entonces, ha convertido su voz ronca y su mensaje social en una campaña creíble que podría arrebatar la nominación a su contrincante. Aunque se presenta a la nominación presidencial del partido Demócrata en 2016, Sanders no había estado registrado como miembro del partido hasta un año antes, cuando se inscribió para participar en las elecciones presidenciales, y es el independiente con más años en el Congreso de Estados Unidos. En Iowa, Hillary Clinton y Bernie Sanders quedaron casi empatados. Ella obtuvo un 49,9 % del voto y 23 delegados, y él, un 49,6 % del voto y 21 delegados.
El caso del partido Republicano es aún más sorprendente. Con un Bush —Jeb Bush, exgobernador de Florida, hermano del expresidente George W. Bush e hijo del expresidente George Bush—, y una decena de políticos con experiencia en las primarias, lo que incluye un afroamericano y dos latinos, pocos esperaban que el hombre de negocios, incorrecto y bocazas Donald Trump fuese a tener opciones. Se trata de un acontecimiento inesperado en el partido, pero a finales de marzo, y con buena parte de las primarias ya disputadas, solo quedan tres candidatos republicanos con posibilidades de ganarlas. Donald Trump lidera el trío con 736 delegados frente a los 463 de Tez Cruz y los 143 de John Kasich.
Los candidatos, en primarias, dedican buena parte del tiempo durante las campañas a celebrar mítines de estado en estado: organizan discursos, muestran el respaldo que tienen de los políticos locales y de sus votantes y, si logran el suficiente interés mediático, aparecen en la prensa. Hoy, 2 de marzo de 2016 a las 15.30, en los alrededores del Centro de Convenciones Jacob K. Javits, en Nueva York, se agrupan cientos de personas para asistir a uno de esos actos. Se aprecian grupos con camisetas idénticas de sindicatos y varios voluntarios ayudan a formar una fila ordenada. El edificio se encuentra en la calle 34 con la Avenida Decimoprimera. Muchos han llegado a través de la recién inaugurada estación de la línea 7 del metro, la 34th Street-Hudson Yards. Puede que la línea 7 no funcione a menudo y se encuentre sometida a algún tipo de reparaciones casi todos los sábados, pero en esta ocasión, yo tengo la suerte de que conecte mi casa con el lugar del evento en solo cuatro paradas sin transbordo.
El acto de Hillary Clinton está dirigido a miembros de sindicatos que exhiben su nombre en la vestimenta. Por motivos de seguridad las personas que llevan mochilas se agrupan en una segunda cola, y la espera cansa. Uno de ellos, Tony, de cuarenta y tantos años y raíces mexicanas, me comenta que ha asistido con otros miembros del sindicato, aunque ahora mismo está solo. Lleva una camiseta con el nombre de la asociación que se puede ver en otros asistentes varones. Le gusta su trabajo, aunque su sueño es crear una marca de ropa y vender prendas en Latinoamérica y Europa. Habla con pasión del futuro proyecto, a veces en inglés, otras en español. En las primarias de Nueva York no tiene duda: votará a Hillary Clinton. «Bill Clinton fue un buen presidente y al otro no le conozco», asegura, y con ello da por hecho que la candidata continuará el legado de su marido y que él no se interesará por Bernie Sanders. Paso al auditorio y busco un buen sitio de pie junto al escenario. En las gradas se ven partidarios con carteles que animan el ambiente.
«Se siente tan bien una en casa», dice Hillary Clinton al salir a la tarima. Comienza el discurso como lo hizo en la isla Roosevelt, solo que ahora se aproxima la primaria en el estado de Nueva York. Esta debería ser una victoria asegurada, pero Bernie Sanders está protagonizando más de una sorpresa y no se puede dar nada por seguro. La presencia del alcalde de Nueva York, Bill de Blasio, y del gobernador del estado de Nueva York, Andrew Cuomo, demuestra que en esta primaria están con ella. Al despedirse, varios asistentes se agolpan en las vallas que protegen el escenario para intentar fotografiarse con la candidata. La euforia de una señora mayor me roba la posibilidad de hacerme un selfie con Hillary.
A finales de marzo de 2016, con un Bernie Sanders como candidato revelación, decidí ver cómo eran las actividades de voluntariado de este aspirante demócrata. Encontré el evento en su página web y me inscribí para ser voluntaria en Nueva York. Los voluntarios son los protagonistas de lo que se conoce como estrategia grassroots o «desde las bases». Y su nombre lo tienen bien merecido. A las 11.40 me encuentro a las puertas de una vivienda en la avenida treinta y tantos de Long Island City, que encontré sin dificultad por el cartel azul y blanco en la pared que reza «Bernie 2016». Tras llamar al teléfono que me habían facilitado me reciben en la puerta y entro al domicilio. El propietario, un hombre blanco de unos cuarenta años, alto y robusto, con el cabello corto y claro, y vestido con una camiseta de algodón con la inscripción «Sanders» en el centro, me presenta a las otras dos personas que ya han llegado. A mi derecha se encuentra una señora ya jubilada con una peculiar vestimenta. A mi izquierda, un estudiante universitario de Biología con aspecto de empollón.
—¿Alguna vez habéis hecho voluntariado en una campaña? —nos pregunta el anfitrión.
—No, es la primera vez —respondo sinceramente.
—Es mi segundo día. Ayer tuve mi primera experiencia en Manhattan —dice el futuro biólogo, enérgico, con un inglés refinado—. Fue en la zona de Wall Street y, ya sabéis, por eso resultó un poco difícil —añade. Sonríe porque Bernie Sanders había arremetido contra los inversores financieros durante meses y a él le tocó predicar su programa en la zona donde trabajan muchos de ellos.
—Yo hice campaña hace algunos años —responde la señora, con un hilo de voz agudo, mientras posa su mano en un vestido primaveral por la rodilla, que acompaña con unas zapatillas de estilo estar por casa, calcetines y sombrero.
El dueño del domicilio nos pasa a la sala contigua, la cocina, para explicarnos en qué consistirá nuestro quehacer y distribuirnos los carteles y octavillas que están extendidos en montoncitos sobre la mesa. La misión está clara: cada uno debe coger un puñado de unas 15 papeletas sobre los temas de campaña que más le interesen, y unos cuantos pósteres. Es el primer paso antes de comenzar a llamar puerta por puerta en el vecindario y explicar a los residentes porqué deben votar a Bernie Sanders en la primaria de Nueva York del 19 de abril.
—Apuntad vuestro nombre, email y teléfono en esta hoja de papel —nos indica el organizador mientras atiende a un grupo de cuatro personas que acaba de llegar. Al tiempo, juega con una niña de unos cinco años vestida de princesa que debe de ser su hija.
El futuro biólogo lleva una pluma estilográfica en el bolsillo y, aunque consigo que me la preste tras jurar que sé utilizarla, me mira con ojos amenazantes por si la despunto mientras escribo mi nombre. Los recién llegados son dos chicas blancas rubias con estilo de estudiantes, una señora de entre setenta y ochenta años con el cabello grisáceo corto y un elegante traje azul, y un señor de unos cincuenta, delgado y de vestimenta informal. Los tres primeros nos convertimos finalmente en un grupo y salimos a la calle en una acción de grassroots o, lo que es lo mismo: llamar puerta por puerta en cinco manzanas contiguas.
El estudiante de Biología con un día de experiencia lidera el trío y se autoadjudica la responsabilidad de pulsar los timbres. En las primeras viviendas nadie abre. Son las 12.00 y los vecinos seguramente estén trabajando. Es un día soleado de primavera con una temperatura agradable, por lo que las condiciones meteorológicas —algo que muy a menudo hay que tener en cuenta en Nueva York— no serán un problema. El vecindario lo constituyen en su mayoría viviendas bajas o con pocas plantas de madera y pintadas de colores. Cada portal acoge de uno a diez hogares, si tiene más de uno piso. Una persona abre la primera puerta. Es un señor septuagenario de cabello y barba canosos que nos recibe con gesto escéptico.
—¿Os manda el vecino? Pues que sepáis que ni me gusta él ni voy a votar al partido Demócrata —dice—. Sanders no me gusta. Es comunista —sentencia con un tono tajante—. ¿Dónde os ha reclutado? ¿En Cuba? —añade con sarcasmo, y, por si acaso, decido no abrir la boca para que no note mi acento español—. Dejadme uno de esos panfletos, que se los daré a algún vecino— añade antes de cerrar la puerta. No sabemos si cumplirá su misión o simplemente quiere curiosear.
El razonamiento de nuestro primer interlocutor no es infrecuente entre muchos votantes, especialmente republicanos. Cuba ha sido uno de los enemigos más conocidos del gobierno de Estados Unidos desde que en 1960 el presidente Eisenhower rompió las relaciones diplomáticas, cuando la Revolución Cubana de Fidel Castro llevaba solo un año en el poder. Además, Barack Obama visitó Cuba la semana pasada. Es el primer presidente de Estados Unidos en funciones que viaja a la isla en 88 años y la hazaña ha puesto al país caribeño de moda. En diciembre de 2014 Barack Obama anunció que restablecería las relaciones diplomáticas y en el verano de 2015 ambos países reabrieron sus respectivas embajadas. A pesar de aquellos pasos, tantos años de enemistad y que Raúl Castro esté en el poder, hacen que no sea un reto fácil. Los más conservadores miran las propuestas sociales de Sanders con cuidado. «¡Es comunista!», dice aquel señor de Queens.
Tras un par de viviendas sin nadie, nos abren la puerta de nuevo, lo que recibimos con alegría. Se trata de una señora latina de unos cuarenta años, con cabello corto, rellenita, sonriente y entusiasmada con Bernie Sanders. Le doy ejemplares del material en inglés y en español y, a cambio, nos agradece la labor que hacemos. También nos cuenta que padece cáncer, que la quimioterapia ha sido sumamente dura, pero que se está mejorando.
—Las mujeres somos fuertes —dice. Quizás la propuesta de Bernie Sanders sobre implantar la sanidad universal en Estados Unidos ha sido uno de los factores que la han convencido.
—Puede poner esto en su vivienda— y le entregamos una placa de cartón pluma con la inscripción «Sanders 2016», como la que mostraba en la fachada el anfitrión del evento voluntario.
—Soy republicana, pero prefiero que gane Sanders que la mala de Hillary Clinton —nos suelta una señora en otra de las viviendas—. Puede que algunos de mis vecinos voten al partido Demócrata. Si me dejáis algunos de esos carteles, se los entregaré— asegura. Seguimos de portal en portal y nos lanzamos a parar a viandantes. Uno de ellos, un chico negro de unos treinta años, que camina lentamente mirando su teléfono móvil, nos confiesa una idea que comparten algunos demócratas. —Me gusta Sanders. De veras que me gusta su programa, pero no voy a arriesgar mi voto con alguien que podría perder las elecciones en noviembre y convertir a Donald Trump en presidente —afirma. —¿Crees que voy a ayudar a dar las llaves de nuestro arsenal nuclear al loco de Trump? No puedo hacerlo— dice.
Seguimos tocando timbres y nos encontramos con más vecinos variopintos. Un par de jóvenes que viven puerta con puerta coinciden en decirnos, sin oírse entre ellos, que van a votar a Sanders, pero que en este instante no tienen mucho tiempo para nosotros. Otra chica veinteañera abre en calcetines, ropa deportiva y el pelo recogido en una coleta. Nos confiesa desganada que en estas elecciones no está registrada para votar, pero que se leerá el impreso por si en el futuro se anima. En Estados Unidos es obligatorio registrarse para ejercer el voto en unas elecciones. Aunque se tengan 18 años, la edad mínima, es imposible votar si no se está registrado. En el momento en que hablamos con esta vecina, la fecha límite para hacerlo ya ha pasado y no podrá votar en la primaria de Nueva York.
La tarea debía durar un par de horas y estaba bien programada porque, cuando llega el momento de regresar, ya estamos de nuevo cerca de la oficina de campaña. En ese instante nos encontramos con otros dos grupos de voluntarios. —Yo soy Carlos —dice uno de ellos en inglés. Lleva gorra de béisbol y vaqueros holgados. Descubro que también es de España. Se une a nuestro equipo en la recta final y, mientras subimos escaleras de apartamentos, me cuenta que a su mujer la trasladaron a Nueva York hace un par de años y que por ello él tiene la greencard y ahora trabaja en un hospital.
—Mañana iremos al evento de Sanders en el Bronx —dice Carlos—. Allí actuará el puertorriqueño Residente del grupo Calle 13. Volvemos a la vivienda donde comenzamos. Dejamos el material que no hemos utilizado, conscientes de lo costoso que es imprimir, y el grupo se disuelve. Acciones como esta se repetirán en los próximos días.
La fila para acceder a Washington Square Park me recuerda a la de facturación en un aeropuerto, multiplicada varias veces. Avanzas despacito, a veces nada, y, cuando llegas al frente tienes que girar la curva y continuar el recorrido en forma de serpiente. Por su cercanía a la Universidad de Nueva York (NYU), la plaza y los bares del barrio suelen atraer a estudiantes. Miles de ellos han venido hoy a ver a Bernie Sanders. También hay personas aparentemente más jóvenes, familias y mayores. Es 13 de abril de 2016. Está previsto que las puertas abran a las 17.00 y que el evento comience a las 19.00. Son las 15.50 y las inmediaciones están abarrotadas.
La popularidad de Bernie Sanders se ha incrementado en las últimas semanas. Sus seguidores lo llaman «feel the Bern». El eslogan se inspira en la expresión «feel the burn» o «sentir el dolor», en el que burn se ha sustituido por Bern, el nombre del político. Los asistentes vienen preparados con insignias, camisetas y pancartas. Algunos llevan pelucas o muñecos caseros que emulan a Sanders. Tras casi dos horas esperando puedo pasar a la plaza. Una vez atravesado el detector de metales, estoy dentro.
Washington Square Park se reconoce por su arco del triunfo en honor al presidente George Washington. Se colocó allí para celebrar el centenario del primer presidente de Estados Unidos. Tiene una fuente en el centro y la explanada, en forma de círculo, rodeada por árboles y bancos. Hoy el escenario está junto al arco y los primeros en hacer uso son los miembros de una banda de música, Columbia University Metrones, que comienzan el acto. Un «Viva Bernie», en español, asoma en el fondo, y una careta blanca, como la del grupo Anonymous, se mueve al ritmo de la música. Junto a mí, una estudiante universitaria ha venido con su madre desde Nueva Jersey. Me cuenta que apoya a Bernie Sanders por su postura frente al medioambiente y la educación.
—He estado en España varias veces —me dice al conocer mi nacionalidad y me confiesa que admira el bajo coste de las universidades europeas—. Tengo amigos en los 30 que siguen pagando las deudas por sus estudios y que continuarán pagando cuando tengan 40 —me confiesa—¿Cómo van a costear todo si tienen hijos? —pregunta en voz alta—. Aquí estamos un poco atrasados —concluye. Mientras se produce la conversación, la progenitora sostiene un cartel con el nombre del candidato sobre las rodillas. Reconoce estar aquí por su hija y aún no sabe a quién votará.
Por el escenario pasan una serie de oradores tan diversos como Nueva York. El actor blanco Tim Robbins; la actriz latina Rosario Dawson; la activista palestino-americana Linda Sarsour, y el director de cine negro Spike Lee. «Whats uppppp», grita el cineasta, y le contestan con aplausos. Después de una breve presentación eufórica, cuando el reloj marca las 20.20, aparece Bernie Sanders. Tras días de campaña sin parar la voz del candidato parece aún más cansada. En su discurso el senador se refiere a las encuestas de opinión que dicen que ganaría a Donald Trump en las elecciones presidenciales de noviembre. También insiste en que su campaña es «una revolución política». Habla de racismo y de cambiar el statu quo porque «miles de personas» se han quedado «fuera del sistema». Los organizadores afirman que han asistido 27.000 personas (Sanders, 2016). Había tanta gente que muchos han tenido que quedarse en las inmediaciones de la plaza. La expectación se había previsto y para ellos se montaron pantallas.
El 19 de abril Hillary Clinton ganó la primaria de Nueva York, y el 26 de abril, las de Delaware, Maryland, Pensilvania y Connecticut. En esa fecha Bernie Sanders solo obtuvo el estado de Rhode Islands. Aunque decidió seguir en la campaña hasta el final, cada vez tenía menos posibilidades. La Convención Nacional Demócrata se celebró del 25 al 28 de julio de 2016 en Filadelfia (Pensilvania). Allí se nominó a Hillary Clinton candidata presidencial del partido Demócrata y al senador de Virginia, Tim Kanie, candidato a vicepresidente.
La Convención Nacional Republicana había sido unos días antes, del 18 al 21 de julio, en Cleveland (Ohio). En ella se nominaron a Donald Trump y a Mike Pence candidatos a presidente y vicepresidente, respectivamente.
Hillary Clinton se enfrentará al republicano Donald Trump en las elecciones presidenciales del martes 8 de noviembre de 2016. Hoy, 19 de octubre de 2016, es el último debate televisado. Me encuentro en Chicago y he decidido asistir a un evento de proyección del debate similar al que presencié en Nueva York durante las primarias. Hay varios programados en la ciudad y me he decantado por el del Tradition Gastro Pub porque es el más cercano a mi domicilio. El local se encuentra en la calle Franklin con Randolph, a dos calles del río Chicago, en el centro de la ciudad.
El evento comenzó a las 19.30, aunque no he podido llegar hasta una hora más tarde. En la entrada dos voluntarias me solicitan el ticket electrónico y me dan la bienvenida. Los organizadores son filipino-americanos por Hillary; surasiáticos por Hillary; musulmanes por Hillary; la asociación demócrata filipino-americana del condado Cook, y la organización demócrata de indoamericanos. El público es heterogéneo y en las mesas reservadas, junto a paredes de ladrillo rojo, se ven carteles que indican el diferente grupo étnico que representan sus comensales. En este momento todas están ocupadas y los demás aguardamos de pie.
Los seguidores de la campaña de Hillary Clinton ocupan un tercio del bar. En el cuarto restante, al fondo, se ven varios corros de aficionados al béisbol. Hay pantallas en cada esquina. En la zona de Hillary proyectan el debate y en las del fondo, un partido. La pasión por el béisbol en esta ciudad es imponente. Cuando juegan los Cubs, el equipo local, es algo así como cuando lo hacen el Real Madrid o el Barcelona en España. Esta noche hay competición y el bar no puede dejar a sus parroquianos sin verla, aunque se esté decidiendo la presidencia del país.
Hillary Clinton aparece en televisión con chaqueta y pantalón blanco. Trump, con traje azul marino y corbata roja. El debate tiene lugar en la Universidad de Nevada, en Las Vegas, y se retransmite en directo. Los candidatos se enfrentan durante una hora y media. El formato es de seis partes de 15 minutos cada una. Los asistentes a la proyección en Chicago beben cerveza, refrescos y algunos cenan hamburguesas y nachos. Unos miran a las pantallas atentos, otros charlan. Cuando termina, vuelvo a casa caminando. Al día siguiente, medios de comunicación como CNN (Agiesta, 2016) dicen que Hillary Clinton parece haber ganado este último encuentro.
El empresario neoyorquino que prometió «Hacer América grande otra vez», Donald Trump, ha sido elegido presidente de Estados Unidos. Hillary Clinton no será la primera mandataria en la Casa Blanca. El país despierta con la realidad, y millones de personas que se dieron por aludidos con sus comentarios despectivos se sienten decepcionados. Llega la tarde, y luego la noche, y decido comprobar cómo se lo han tomado los opositores a Trump en Chicago. A las 21.00 en la avenida Michigan, una multitud canta «que le den a Trump»; «sí se puede» —en español—, «las vidas negras importan», y hasta se habla del poder de los genitales femeninos. Tras ocho años de gobierno del primer presidente negro, Barack Obama, la victoria la ha obtenido un candidato que durante más de un año de campaña ha ridiculizado a personas con discapacidad; ha amenazado con deportaciones a inmigrantes y con construir una muralla con México; ha asegurado que los musulmanes lo tendrán difícil para entrar al país, y ha lanzado más de un comentario misógino. Los manifestantes representan a todos estos grupos y más.
La protesta había comenzado frente al International Trump Tower, un rascacielos de cristal, de uso hotelero y residencial, en el centro de Chicago. Un día cualquiera atrae a vecinos y visitantes, la mayoría para tomarse una cerveza o un vino a 15 dólares en el rooftop, y a unos pocos turistas adinerados para hospedarse. En esta ocasión se han congregado cientos de personas a sus puertas para protestar por el resultado de las elecciones. «No Donald Trump, no KKK», es uno de los cánticos contra un candidato, ahora presidente, cuya campaña había apoyado el antiguo líder del Ku Klux Klan, David Duke. Los manifestantes son blancos, negros, latinos, de diferentes religiones y edades, y hasta personas con discapacidad. Una chica de unos veintitantos en silla de ruedas fotografía con valentía la torre. No es la única, en las calles se suman más personas sin movilidad, y varios manifestantes llegan en sillas de ruedas o incluso caminando con muletas. El mensaje es uno: «no queremos a un prejuicioso electo», se canta. «Trump no es mi presidente», se repite. «La gente unida jamás será vencida», continúan. La escena se reitera en Nueva York, Los Ángeles, Oakland, Washington D.C., Pittsburgh y Portland, entre otras ciudades. Son las primeras 24 horas tras la elección de Donald Trump. Las protestas continuaron en jornadas posteriores.
El sentimiento de división que se vive al comienzo del mandato de Donald Trump difiere del júbilo en el campo de las relaciones raciales que trajo la victoria de Barack Obama como primer presidente negro. Hay que mirar hacia atrás para comprender el significado del triunfo de uno y otro. Comenzaremos en 1972. En ese año, una mujer negra y otra asiática decidieron ser candidatas en las primarias presidenciales del partido Demócrata y, con ello, hacer historia.
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1. Gentrification, en inglés, «gentrificación» en español, acuñado por la socióloga británica Ruth Glass, es, según el diccionario de Cambridge, «el proceso por el que un barrio pobre de una ciudad lo cambian personas con dinero, lo que incluye la mejora y sustitución de edificios». Este fenómeno suele provocar consecuencias positivas y negativas. Aunque produce la mejora de las infraestructuras y apertura de negocios, también puede causar el desplazamiento de vecinos que históricamente vivían allí y que tienen que trasladarse a otras zonas porque no pueden costear las nuevas viviendas, cuyos precios tienden a ser más elevados. Por este motivo, muchos no se benefician de los aspectos positivos que trae la gentrificación, sino que lo hacen los nuevos habitantes, que suelen tener mayor poder adquisitivo.