Año 2003.
Rascacielos como larguísimas agujas cosiendo nubes. Nombres comerciales de luces titilantes. Un pálpito acelerado en las calles atosigadas de gente y de autos lujosos. La distancia convertida en gotas de luz diluidas por la negrura. La colosal ciudad de Hong Kong, con su historia de opio recostada a las sombras de su pasado y un burbujeante futuro de brillos en vitrinas con marfil sobre sedas y perlas envueltas en jade.
El taxi se movía, como herida serpiente, entre el grueso nudo del tráfico de aquella hora de la noche. En su interior un hombre, con apariencia de gángster suramericano, camisa y pantalón extravagantes, Rolex en la muñeca y cadena de oro en el cuello, sentado en el asiento trasero, miraba entre tenso y pensativo por la empañada ventanilla medio sucia. Veía rostros asiáticos, iguales, multiplicados, de hombres y mujeres marcados por sus luchas sosegadas. Rostros donde habitaban sueños perdidos, tal vez fácilmente extraviados.
Aferrada fuertemente por él, una maleta negra grande el día anterior recibida de un miembro de la Mafia Yacuzza en la habitación del Sheraton Hong Kong Hotel donde se alojaba.
Había dormido mal, mucho, y la mañana la pasó mirando desde la terracita de su cuarto. En la tarde pidió el servicio de una masajista que lo dejó como nuevo y poco después atendió aquella llamada. La que esperaba con ahínco.
Más exactamente una hora antes de subirse en el taxi que lo transportaba, por teléfono una voz inculta en imperfecto inglés le había pronunciado la clave convenida "Amazonas es una jungla húmeda" para él y la que le contestaría quien lo esperaba “Y bastante peligrosa”.
A partir de ese mismo instante, como tirado por un resorte, Edmundo Jaramillo Bernal se dispuso para llegar a la hora precisa al restaurante que el extraño señaló con mucho sigilo.
El vehículo volteó en una esquina, rodó despacioso un poco más adentro en la congestionada avenida de Natthan Road, que se extendía como trazada con regla en la irregular península de Kowloon, y terminó deteniéndose en el extremo. Un vehículo de la policía en ese instante se estacionó en diagonal. Edmundo se congeló al verlo. Era pura rutina, sin embargo. Arrancó unos segundos después, sin más demora, y se perdió a lo lejos. Jaramillo no estaba armado, no esta vez, pero llevaba una fortuna en la maleta.
El chofer dio en inglés el valor de la carrera y Edmundo Jaramillo asintió, buscó en su billetera de un café desteñido, extrajo un billete de dólar de baja denominación y lo entregó con una sonrisa de cortesía.
—Déjelo así —dijo en inglés.
—Gracias, señor. —El conductor hizo una transición—. Ése —y señaló con el índice— es el restaurante que busca. El Wan Chai.
—Tenga un buen resto de noche, amigo.
Tras despedirse, Edmundo abrió la portezuela, sin dejar de mirar hacia la fachada de arquitectura oriental, descendió lento sosteniendo con fuerza la maleta, cuyo peso parecía realmente enorme, y cerró. El taxi emprendió suave su marcha, ganó velocidad y se hundió raudo en la distancia entre el barullo de la noche.
El hombre experimentó cierto repentino desasosiego al sentirse escrutado por los fríos ojos de dos tipos malencarados, con presencia de árabes, situados muy cerca de la puerta, como vigilantes. Uno de ellos curvó, en el cuadro de su mandíbula, un gesto maquinal que pretendió ser amable y Jaramillo Bernal comprendió que adentro ya lo esperaban. Respiró fuerte y decidido. Ésta era una de sus primeras "vueltas" para su patrón. Caminó el trecho que lo separaba de la puerta, el ceño fruncido, pasó por el lado de los que definió y confirmó en lo profundo de su pensamiento como árabes, un par con algún aire de rufianes capaces de todo, y súbitamente alcanzó a enterarse que con recelo guardaban armas automáticas en las fundas axilares bajo sus chaquetas negras.
Masculló en inglés, sin devolverles la mirada:
—Buenas noches.
No hubo respuestas. Sólo los ojos que lo ataban.
Aparentando normalidad caminó entonces por debajo del nombre del conocido restaurante, formateado con tubos de neón, el Wan Chai, y entró a la defensiva. A su espalda quedaban los dos árabes y los más de seis millones de pobladores de la enigmática Hong Kong, en los que abundaban por doquier adivinos y vendedores de recuerdos.
Ante sus ojos vacilantes se abrió un salón enorme, con ventanales rectangulares por donde se divisaba el horizonte nocturno. Mesas en pequeños compartimentos, ocupadas por gente que comía y reía. Un empleado del restaurante se aproximó sonriendo solícito y le pronunció algo en frases que Jaramillo no comprendió. Pretendió enseguida recibirle la maleta, pero del mismo modo el colombiano lo impidió. El empleado, un muchacho de no más de veinte años, continuaba hablándole y caminando a su lado. Edmundo hizo un ademán con su mano izquierda, el joven lo entendió, se calló y se retiró con una leve venia. Jaramillo Bernal se movió un poco más y se encontró con unos ojos tan helados como los de los sujetos que estaban en la puerta. La mirada pertenecía a un individuo de unos cuarenta años, macizo, bien peluqueado, también ataviado con una chaqueta negra similar a las de quienes estaban afuera. Edmundo se dirigió prácticamente sin vacilar hacia la mesa que ocupaba el hombre, ya servida con abundante licor bajo la oscuridad más espesa. En verdad, un rincón cómodo para hablar de asuntos delicados.
—"Amazonas es una jungla húmeda" —balbuceó al llegar a la mesa.
—“Y bastante peligrosa”. Soy Zalmai Haidari Zekium —agregó el aludido en inglés, con tono seco, metalizado.
Se cruzaban sus miradas, sin signos de amistad. Edmundo corrió un taburete y se sentó, entre tanto el otro sin una sonrisa se llevaba el vaso de licor a sus labios. No demoró en venir una mujer diminuta que habló algo en cantonés, ordenó la mesa, puso un vaso más y sirvió de nuevo con la aquiescencia de quien estaba sentado. De nuevo una venia, y la agraciada chica se retiró con la misma mecánica simpatía. Por primera vez, desde que entrara, Edmundo se percató de la cantidad de cuadros con imágenes de pájaros volando y de plácidos juncos navegantes entre paisajes bucólicos. Se percató también de los jardines con piedras que había más allá de las ventanas, en el interior, y sintió un bochorno inesperado.
—Siempre en Hong Kong y siempre con hombres diferentes —inútilmente comentó para entrar en confianza—. Han sido, con ésta...
—Muchas reuniones —le quitó la frase Zalmai, en inglés, que interrumpió tan hosco como se presumía—. Ésta será la última, señor Jaramillo. Se lo aseguro. A menos que el señor Valdés Fajardo presione nuevas citas. Aunque ya todo está en el punto esperado. No nos cabe duda.
Una pausa, que no fue demasiado extensa y tampoco demasiado corta.
—En la maleta están las esmeraldas, los cheques de viajero en las cantidades pedidas para esta ocasión y los nuevos millones de dólares que exigieron en efectivo con billetes altos. Y a partir de hoy, como se concretó la vez anterior, cada semana, los viernes, tendrán depósitos a las cuentas suministradas por ustedes en distintas partes del planeta, hasta completar lo pactado desde luego para el compromiso de su organización.
—Sabemos plenamente que Gabriel Valdés Fajardo tiene palabra y que nosotros somos los únicos que podemos hacer el trabajo que requiere. Sólo nosotros somos los únicos —repitió con todas las certezas y sonrió por primera vez, enseñando unos dientes disparejos y amarillos.
Y tenía todas las certezas, porque ese nosotros se refería por supuesto al temible y desalmado grupo Al Qaeda.
—Nadie más que ustedes, realmente —confirmó el emisario del narcotraficante más rico y cruel del mundo, asentado en las selvas del Amazonas en Colombia—. Y porque sabemos y conocemos de sus capacidades y alcances, hemos podido cerrar esta negociación que se dilató por tanto tiempo.
—¿Un poco de whisky, señor Jaramillo? —ofreció Zalmai, con su evidente tipología afgana.
Ya le entregaba el vaso que esperaba en la mesa, y enseguida, recogidos de la hielera, ponía también más y suficientes cubitos de hielo en el suyo.
—Debo decirle que el patrón admira la fuerza y contundencia de ustedes. Su inteligencia y su astucia.
—Todo viene de los dones de nuestro líder Osama Bin Laden. Pocos de nosotros tienen acceso a él, y menos con el desespero actual de Estados Unidos por sus frustrados intentos para atraparlo. Por él haremos lo que se tenga que hacer. Esta es una guerra santa, y para ganarla usaremos los recursos que fueren necesarios.
Hubo un silencio, hundido en resonancias. Las últimas palabras de Zalmai quedaron temblando en los oídos de Edmundo Jaramillo Bernal. Ásperas, perentorias.
—Y nosotros confiamos en que, con lo planeado, nos beneficiemos ambas partes. Como lo saben, a raíz de las declaraciones y de la persecución de la DEA y del gobierno americano en Estados Unidos y en Colombia para capturar al patrón y a sus colaboradores, decidió hacerles frente implacablemente. Es un hombre invencible y está seguro por supuesto que será difícil la pelea, pero tiene el convencimiento de que al fin obtendrá la esperada victoria.
Gabriel Valdés Fajardo, nombre falso, era un gélido villano moderno conocido por los suyos como Piraña y cabeza absoluta del denominado Bloque Sur. El más grande sindicato en el planeta para la producción y exportación de heroína y cocaína. Zalmai Haidari Zekium escuchaba con atención. La lengua jugueteando en las secas comisuras. Las manos tamborileando tenuemente en la superficie de la mesa. Los ojos clavados con la sagacidad del águila.
—Hemos profundizado lo necesario —añadió— y como es de conocimiento de ustedes, el plan está listo para ser ejecutado cuanto antes. Sólo precisábamos de esta reunión, la enésima creo —expresó con medido humor—, y de las nuevas cantidades de dinero para poder activarlo todo.
—¿Lograron los planos secretos de la DEA?
—En muy poco su edificio central en Arlington, Virginia, será apenas un recuerdo alimentado por las fotos de los periódicos. Aunque esté tan cerca del Pentágono, no podrán hacer nada. El edificio volará en trizas, será puro fuego en cuestión de segundos. Piense en que los que utilizaremos son los misiles más modernos que existen, los más inteligentes, controlados por computador para un objetivo matemático, los más costosos, imposibles de detectar cuando han sido lanzados. Permiten una exactitud del noventa y nueve por ciento en su blanco. Además, pueden ser disparados desde cualquier distancia en territorio americano y el efecto siempre será el mismo. Son los más destructivos en la historia. Capaces de generar una temperatura de colisión por encima de los ochocientos grados centígrados. No cuentan con eso —suspiró largo, con satisfacción—. Lo tenemos listo todo, absolutamente todo. Los nigerianos saben cómo y en qué condiciones hacerlos detonar. Hemos dado cada paso de acuerdo con lo que se dispuso hace como un año, cuando se dio el primer acercamiento entre nuestras organizaciones..
—¿Ya los nigerianos entraron a Estados Unidos?
—Están en ese proceso, con los misiles —contestó categórico el afgano, y de inmediato mostró en su cara un gesto de satisfacción—. Es el combo más experto de mercenarios. Son de la región de Zafiro Ekanga. Por años nos llevaron escondido uranio de Rusia a Irak, y, no obstante por donde tuvieron que pasar, lugares infectados de controles, jamás pudieron ser interceptados. —Chasqueó los dedos, como celebrando— Los misiles en este instante serán ubicados en la frontera entre Ohio y Pensilvania.
—Le dará mucho gusto al patrón escuchar esto. —Transición— ¿Y lo de la ejecución de los agentes?
Zalmai Haidari Zekium se repantigó en su asiento, sonrió soterradamente, de una manera turbia, como era él en su interior. Sin decir nada más de momento, levantó su vaso en actitud de brindar, y Edmundo Jaramillo Bernal el suyo. Se encontraron los vasos en el aire, sonaron levemente y llegaron a sus labios. Ambos bebieron un trago y finalmente descargaron sus vasos en el tablero de la mesa. El afgano suspiró y de nuevo esbozó algo parecido a una sonrisa, que era más un rictus de odio.
—¿Los agentes? Caerán uno a uno, desde dentro de muy poco. Está perfectamente coordinado, señor Jaramillo. Ustedes no sospechan hasta dónde puede llegar Al Qaeda. Nuestra mano puede meterse bajo la tierra, tocar la última madriguera y sacar de allí lo que buscamos.
Una pausita.
—¿Cuándo empezarán?
—Tenemos identificados a agentes de la DEA en misión en muchos países, como cuarenta, y muy pronto comenzarán a morir en nombre del Bloque Sur.
—Que sea lo antes posible, y con la ferocidad que desea el patrón —Edmundo Jaramillo matizó la palabra ferocidad, como si le otorgara un significado verdaderamente peor.
El hombre de Al Qaeda volvió a sonreír, de aquella manera oscura un tanto impertinente, y la sonrisa se convirtió en una risita baja y realmente espeluznante.
—Será muy rápido. Mucho más de lo que ustedes suponen. Tenemos contratados los más avezados y probados delincuentes internacionales, dispuestos a cualquier cosa por dinero... Incluso a lo más perturbador y riesgoso.
—Queremos los mejores asesinos.
—Ya lo hemos discutido hasta la saciedad —insistió Zalmai con estudiada serenidad—. Lo analizamos con los asesores directos de nuestra organización, y supimos qué puertas tocar y qué hombres conseguir. Los agentes de la DEA en el mundo, caerán uno a uno, sin que nadie pueda detener su fin. —Volvió a reír el miembro de Al Qaeda, con esa risa que fastidiaba, para hablar luego de otra pausa:— Mire, señor Jaramillo, dígale a su jefe que nos une el mismo enemigo, que sabemos bien que Estados Unidos no es un país como se pinta a sí mismo. Dígale que le hemos hallado bastantes huecos a la seguridad americana, abundantes carencias en sus procedimientos militares, y que su filosofía es sólo la de quien aparenta ser el más fuerte, pero que muy fácilmente nosotros poseemos la fórmula para convertirlo en el más débil.
Haidari Zekium bebió otro trago. Jaramillo Bernal lo imitó.
—¿Puedo dar fechas al patrón?
—Basta que le exprese que no despegue sus ojos de la televisión, en apenas cosa de días. Esto, comprenderá usted, es información absolutamente confidencial. Lo esencial se lo he dicho, ya que es uno de sus emisarios de más confianza en este asunto.
Otra pausa.
—Empezaremos eliminando a los agentes, descarnadamente, como él lo exigió, y en el instante en que lo consideremos pertinente continuaremos con la destrucción del edificio de la DEA. Lo que será muy próximo. Momento en el cual debemos tener en nuestro poder el resto de la cifra exacta convenida, consignada en forma fraccionada en las cuentas nuestras en diferentes países, cuyos números tienen ustedes desde hace rato.
—Consignaremos lo acordado en el tiempo determinado.
—Será una de las operaciones más rabiosamente bellas. Se lo garantizo. Una obra única en las artes militares, como todo lo nuestro.
—No lo dudo.
—Tal como ha sucedido en las otras oportunidades —cambió la voz del afgano, adquiriendo un matiz rígido—, y ya que ustedes son ahora nuestros aliados, le recomiendo salga mañana muy temprano de Hong Kong.
—Lo haré en el primer vuelo a Tokio, y de allí a Bruselas.
—Mis hombres y yo saldremos esta misma noche por tierra hacia otra ciudad, donde abordaremos un avión en un aeropuerto privado.
—¿También invierten en China?
—Invertimos en muchos países, especialmente en Estados Unidos. Bajo varios nombres comerciales, claro está, la familia presidencial y nosotros cruzamos intereses económicos que parten de la explotación del petróleo.
—Estados Unidos, China, Latinoamérica... ¿Existe algún rincón donde no tengan presencia?
—El dinero es lo único que nos une a todos, señor Jaramillo, de cualquier tendencia política o religiosa.
Se despidieron unos minutos después de cenar, tras una ráfaga de palabras, tan fríamente como se encontraron. Edmundo Jaramillo Bernal pagó el consumo y dejó de propina un par de dólares más, y Zalmai Haidari Zekium hizo que uno de sus hombres, de los árabes que estaban afuera, recogiera la maleta, cuyo contenido posteriormente sería verificado. Un rito demasiado cotidiano para ellos.
* * *
La alcoba de Michel Dorcel en su enorme mansión de la isla Córcega en el Mediterráneo Una bella casa construida con costosas maderas del Pacífico asiático, decorada con muebles tailandeses y descomunales esculturas birmanas. Afuera, contra el viejo puerto de Bastia, se aposentaba una noche lechosa aunque un tanto transparente sobre el mar indecentemente lamido por vientos suaves. Adentro, vagaba una pálida penumbra.
Michel olió la piel de Uma Gere y se estremeció ante aquella enervante fragancia de flores. Los ojos de la ex espía brillaban con pasiones sueltas entre las medias sombras de la habitación, acaso como los de una tigresa dispuesta a todo. Todavía junto a la puerta recién cerrada, la mano de Dorcel oprimió el seguro de la chapa para que nadie los interrumpiera en cualquier minuto. No presionó el interruptor de las lámparas. Era más romántico entre el velo de la oscuridad, sentía. La misma mano voló ávida al cuerpo femenino, que temblaba, y rozó audazmente los senos turgentes. Estremecían a la mujer el aspecto musculoso del agente de la CIA en sus muchos pies de estatura, sus intimidantes ojos verdes y su comportamiento siempre fino.
—Eres la criatura más hermosa del universo —susurró él en francés encima de los húmedos labios de la neozelandesa de inédita y sublime belleza, y bebió de paso el delicioso aliento de su boca.
—¿A cuántas dices lo mismo? —preguntó ella, también en francés, cerrando los ojos y permitiendo que viniera cualquier suceso.
—Hoy sólo a ti —Michel soltó una sonrisita embriagadora, en tanto empezaba a besarla con una entrega incontenible.
Así, besándola, la empujó tenuemente hacia la cama vestida de blanco. Donde los dos cuerpos rodaron, vibrantes. Las manos de ambos buscándose, hallándose, hurgándose. Los dos eran ahora el mismo pálpito confusamente feliz. Como pudieron, sin protocolo ni espera, con rapidez exaltada, muy ansiosos, se desnudaron mutuamente. Las ropas quedaron tiradas a los lados del lecho impecable, apenas alumbrado por la escasa luz exterior, venida de un faro solitario, que se filtraba calmada por el ventanal. Michel no paraba de probar aquellos labios carnosos, muy excitado, con vehemencia inaudita. Y los brazos de Uma lo ceñían con anhelo palpitante, con desespero tal vez, para que no escaparan esos eróticos instantes que mujer y hombre vivían entre la perplejidad.
La boca masculina comenzó a irse por el cuello, y bajó segura a los erguidos senos, donde se detuvo en los pezones que tanteó con loca intensidad, entreteniéndose salvajemente, mientras la mujer gemía sin recato alguno. Largos y sabrosos minutos posteriormente, la golosa boca masculina avanzó determinante hacia la cintura, hacia el pubis, hacia el líquido sexo, donde la lengua atacó inmisericorde por más rato aún.
Uma Gere estaba perdida en el tiempo, tensa y relajada a la vez, en una mezcla de realidad y fantasía, en éxtasis supremo con ese hombre vehemente que sabía punzar sus puntos más álgidos. No supo cuándo se detuvo él y cuándo sus labios se apropiaron del enorme pene que gustaron incansables, eternos, en una actividad complaciente que parecía no tener fin. Michel se extinguía impotente en la fuerte sensación que lo invadía, que lo aturdía, que lo subyugaba, que lo elevaba y lo sacaba de allí.
Transcurrido lo suficiente, el apuesto agente de la CIA se incrustó en Uma, en los misterios de su sexo, buscando esa primitiva energía femenina, con aquel modo impetuoso tan suyo que fascinaba desmedidamente a las mujeres que caían seducidas en sus brazos.
Entre un ritmo creciente de jadeos, sus cuerpos sudorosos resbalados en sí mismos y en la luz que los acariciaba desde el ventanal, sonó el teléfono negro que estaba sobre la mesita de noche y que únicamente era usado por Greg Kofman desde su apartamento en New York. Un timbre repentino, mínimo, musical, que los amantes simplemente no oyeron, tal vez por sus gemiditos entrecortados y excitantes, quizás por lo concentrados que estaban en robarse esa dosis incontable de felicidad física. Sin embargo hubo unos segundos, donde no se escucharon más los susurros de placer, donde solamente parecía amplificarse el timbre. Hombre y mujer que se retaban de pronto en su pulsión sexual, vida agolpada en acalorada caricia, quedaron en vilo, a la expectativa, súbitos, sin el casi alcanzado orgasmo. El teléfono continuaba sonando, pasmosamente indiferente, como si tuviera un presagio. Cuchilla sin filo que cortaba.
Michel Dorcel se despegó del cuerpo de la mujer, tristemente, volteó el suyo todavía sudoroso sobre el otro lado de la cama y despacioso estiró el brazo tatuado para levantar el auricular. Quedaban sus cuerpos llameantes, fulgurantes, con la promesa de la cúspide de la pasión. La femenina mirada sensual, que resucitaba y quemaba a la vez, igualmente estaba fija en el teléfono. Cuando tuvo la bocina más próxima a su voz, Michel pronunció interrogante el nombre de su amigo.
—¿Greg?
—Hola, Michel —contestó el otro en inglés—. ¿Ocupado? No creo que estés practicando artes marciales a esta hora.
—Pero sí artes corporales.
—Lo siento. Como siempre...
—Lo adivino —interrumpió—. Me esperarás en Washington en un par de días.
—Un par de días no. Necesito que te vengas ya. Esta vez tienes el tiempo realmente medido. En horas tenemos cita en la Sección Siete, con George Shefield y Robert Smith Brown, el director de la DEA. Shefield recibió una orden de último minuto de parte del Gran Jefe en la Isla Paraíso. Estamos citados de urgencia, para una reunión de última hora y máxima importancia en procura de salvaguardar y proteger algo que representa también la seguridad de Estados Unidos de América. Es extremadamente importante. La orden la reconfirmó inmediata la oficina principal de la CIA en Langley.
—Bien —reaccionó.
—Llámame a mi teléfono móvil cuando vayas a abordar el avión en Córcega, que no lo apago como el tuyo. Adiós.
Michel escuchó cuando Greg colgó. Brevemente permaneció sumergido en una pausa, un tanto desilusionado.
—Imagino cuál es el propósito de la llamada —la voz en francés de Uma, la ex espía neozelandesa, lo sacó de su abstracción.
—Debo salir urgentemente hacia Washington. Parece ser un caso de nivel uno. —Botó el aire que tenía en sus pulmones— Pero, ¿por qué precisamente esta noche?
—Así es el mundo de la CIA, Michel Dorcel —replicó ella comprensiva, sobre una sonrisita tibia.
—Me deprime que no hayamos podido vivir ni siquiera una semana de fuego, y que deba marcharme. ¿Cuándo volveremos a vernos?
—Si no lo encuentras inconveniente, digo yo, y ante la exuberancia del paisaje y la amabilidad del anfitrión, me quedaré en Córcega por una temporada. Por nada me perdería un amante de padres franceses, pero nacido en Brasil. ¿Mucho pedir? Estoy segura de que al final de unos días, podremos recontinuar esta prometedora Luna de Miel.
—¿De veras estarías dispuesta a esperar mi regreso?
—Viéndolo bien, si lo admites, el tiempo que sea necesario. Fuera de ti, encuentro aquí dos más de mis mejores pasatiempos. Las mujeres en toda la isla y los libros aquí en tu casa. Las mujeres de Córcega, me quitaron la respiración; lo digo sin timidez; y los libros de tu biblioteca, que recorrí temprano, sé que me atraparán en los restantes momentos.
—Oh.
—Postergaremos el sexo desbocado para tu retorno, querido Michel.
—Simplemente haremos un paréntesis. A mi vuelta, espero que algunas mujeres de Córcega hayan tenido a la más sabia de las profesoras —y sonrió.
La observaba al centro de los ojos y giró hacia ella, otra vez buscando sus besos y su temperatura.
—¿Y esto? —indagó Uma confusa, impersonal.
—Washington puede esperar una noche más —dijo él apasionado, hormonal, con una voz mínima—. Y luego de esto, pasaremos a cenar el steak de calamar gigante salteado con pimienta y jerez preparado para ti por mi chef.
—Sí —musitó aliviada la ex espía, derritiéndose en ese vuelo que era el sexo.
Tiempo más tarde, al día siguiente, temprano, Michel Dorcel llegaba de prisa y sin afeitar al Aeropuerto de Bastia Poretta al norte de la isla y abordaba el primer vuelo disponible para Estados Unidos y en Miami el más inmediato hacia Washington.