Introducción

¡No escribas ese libro!

Era inevitable. Después de lanzar El engaño populista (Deusto, Barcelona, 2016) y Cómo hablar con un progre (Deusto, Barcelona, 2017), el público más favorable a las ideas socialistas en toda América Latina empezó a arrinconarme en esa esquina de los «indeseables», reservada para los exponentes del racismo, la xenofobia, la homofobia, el antiecologismo y lo que ellos identifican como «la derecha más rancia»: Adolf Hitler, Augusto Pinochet, Marine Le Pen, Donald Trump, etc. (aunque todos estos tienen bastante de colectivistas, si se analizan sus propuestas).

«¿Por qué sólo hay líderes socialistas en la portada?»; «¿Acaso la derecha no ha cometido errores?»; «¿Y los países donde no hay socialismo del siglo XXI?; ¿No ves cómo nos tiene el libre mercado que tanto defiendes?».

Para responder a estos y otros ataques, productos de la falacia del falso dilema donde, si uno no es del Real Madrid, obviamente es porque es del Barcelona y viceversa —algo lógico en una región donde vemos el fútbol con el mismo fanatismo que la política, pero con menor intermitencia—, poco importaba que explicara que la cronología de la entrada del populismo a América Latina en los años noventa arranca con los padres fundadores del socialismo del siglo XXI en el Foro de São Paulo; que de ahí la lógica de la portada, o que somos presos de mercantilismos estatales y que en América Latina no existe el libre mercado.

Nada de eso era suficiente para que se diferenciara el ideario liberal del libre mercado, del gobierno limitado y del respeto irrestricto a los proyectos de vida ajenos —como describiría Alberto Benegas Lynch el liberalismo— de las nefastas realidades latinoamericanas, presas simultáneamente de un mercantilismo conservador y el socialismo del siglo XXI.

Lo que fue más eficaz para hacerles notar que había una diferencia clara entre el pensamiento liberal y el conservador fue publicar constantemente artículos e intervenir en programas de radio y televisión para explicar mi postura sobre la legalización de las drogas, el aborto, la prostitución, los derechos de matrimonio y adopción para los homosexuales, la venta voluntaria de órganos, la eutanasia y demás.

Cada vez que me pronunciaba sobre estos temas, los progres se quedaban perplejos y, con su silencio y el cese de sus ataques, daban a entender que en esto estaban de acuerdo conmigo. Otros socialistas, por desconocimiento de la filosofía liberal o libertaria, me llamaban incongruente y me seguían tildando de «facha».

Pero lo mejor de todo ocurría cuando, dentro de las mismas filas liberales, empecé a recibir ataques, como «marxista cultural», de aquellos individuos a quienes me gusta denominar «lobos conservadores disfrazados de ovejas liberales».

Esto lo viví cuando fui al programa de ultraderecha española «El Cascabel», donde me tildaron de «radical» por oponerme a cualquier intervención del Estado en la economía. Mi respuesta fue: «Sí. Radical significa ir a la raíz. Y nosotros, los liberales, somos los únicos que vamos a la raíz del problema al comprender que la única forma de acabar con la corrupción es separar radicalmente la economía y la educación del Estado».

Lo vi también en 2017 cuando fui a España a la Feria del Libro de Madrid con mi gran amiga María Blanco. Estos mismos lobos la tacharon, en ambos lados del charco, de «socialista desenmascarada» por su obra Afrodita desenmascarada: Una defensa del feminismo liberal (Deusto, Barcelona, 2017).

Empezaba a notar que, ante el marxismo cultural que raptaba las mentes de las juventudes latinoamericanas, había un cisma en la forma de proceder ante él: los conservadores no querían hacer nada, pues eso sería «hacerles el juego a esos sucios marxistas», mientras que del lado liberal destacábamos quienes, como María y yo, estábamos dispuestos a dar la batalla de las ideas. Lorenzo Bernaldo de Quirós había escrito Por una derecha liberal: Un razonamiento de por qué la derecha española debe alejarse del conservadurismo (Deusto, Barcelona, 2015); Juan Bendfeldt había recopilado Ecohisteria y sentido común: Un rescate al medio ambiente desde la propiedad privada (CEES, Guatemala, 1996); Jeffrey Tucker y Deirdre MacCloskey ya habían escrito Right-Wing Collectivism: The Other Threat to Liberty. Axel Kaiser había osado escribir El papa y el capitalismo (El Mercurio, Santiago de Chile, 2018); y José Benegas había desenmascarado a estos lobos con su obra Lo impensable: El curioso caso de liberales mutando al fascismo. Hace ya más de medio siglo que Friedrich Hayek escribió las razones por las cuales él no era un conservador en su famoso ensayo; mientras que Ayn Rand había escrito el «Obituario del conservadurismo» en Capitalismo: el ideal desconocido (Grito Sagrado, Buenos Aires, 2009). Casi dos siglos antes, Thomas Paine había cuestionado al mismísimo Edmund Burke —considerado el fundador del conservadurismo— varios de sus postulados conservadores en las cartas que intercambiaron sobre la Revolución francesa, al mismo tiempo que los padres fundadores de Estados Unidos defendían las ideas liberales por encima de las conservadoras en los Federalist Papers.

Por mi parte, no era la primera vez que me topaba con la inquisición conservadora dentro de los movimientos liberales.

«¿Por qué tienes que poner que eres atea en tus redes sociales?» era una pregunta obligada de todos y cada uno de mis jefes y de la mayoría de mis colegas en mis diversos puestos de trabajo y colaboraciones en medios. «Tienes mucho apoyo dentro de la derecha. Con estos comentarios los asustas y los alejas. Recuerda que ellos son tus aliados».

Empezaba a darme cuenta de que, mientras fuera a los socialistas a quienes incomodara con mis postulados económicos, todo estaba bien. Pero, si en cambio, daba a conocer mis posturas en defensa de la libertad individual o mi rechazo a todos los dioses inventados por todas las religiones inventadas a lo largo de la historia de la humanidad por los mismos humanos, entonces la cosa ya no estaba tan bien y me infundían el miedo de que me iba «a quedar sola»: sin aliados ni público.

En mis diez años en las redes sociales, he recibido cientos de comentarios como: «¿Por qué no te limitas a hablar de política?», «¿Qué sabes tú de religión?», «¡No te metas con Dios!», «No hables de familia si no eres madre» o «Eres una inmoral que quieres la autodestrucción de la sociedad con eso de legalizar las drogas y la prostitución».

Recibí una ola de comentarios de este tipo por compartir una foto en el desfile de diversidad sexual celebrado en México el 23 de junio de 2018, al cual asistí con el grupo liberal Se Busca Gente Libre con una camiseta con una frase de mi autoría: Straightly Supporting Sexual Diversity, cuya traducción literal es: «Apoyando heterosexualmente la diversidad sexual». Después llegó otra ola igual de intensa cuando celebramos un debate sobre legalización y liberalización del aborto con el movimiento liberal de México, donde me acusaron de asesina marxista, entre muchas otras cosas.

Y quizá porque, a pesar de las constantes amenazas, el público ha seguido creciendo, o porque la situación se está radicalizando cada vez más con el marxismo cultural, o porque tengo la firme creencia de que las ideas liberales van a permear mejor que las conservadoras el siglo XXI, decidí, contra la recomendación de muchos, escribir este libro que hoy está en tus manos.

No ha sido un trabajo fácil. De mis tres obras, sin duda ésta ha sido el mayo reto. El engaño populista era un reto de recopilación histórica y propuesta pragmática. Cómo hablar con un progre era un reto de recopilación de anécdotas y experiencias desde el punto de vista del humor y la burla a la incongruencia de quienes, desde su smartphone, defienden el comunismo.

Pero hablar de las diferencias entre conservadores y liberales supuso el reto de tocar y transgredir fibras muy profundas, consideradas incluso sagradas e incuestionables por quienes las defienden. Temas que, para los conservadores, son de seriedad delicada. Aquí no se está tratando con la incongruencia de quienes predican un modo y viven de otro. Aunque admitámoslo: en esta región del mundo sobran los hipócritas morales que pecan y luego rezan sin lograr nunca empatar. Si la religión fuera realmente una brújula moral, las naciones ateas serían las más asesinas, ladronas y corruptas. Y los índices demuestran, de hecho, lo contrario.

Este libro supone meterse con aspectos que genuinamente infunden miedo, fe, estabilidad emocional, social y hasta económica en aquellos que no conciben otra forma de vivir su vida. Y mi objetivo aquí, más que denunciar incongruencias (que considero que las hay), es demostrar cómo el liberalismo es una filosofía política superior al conservadurismo en los retos que nos presenta el siglo XXI como humanidad.

Como dijo Hayek en Los fundamentos de la libertad (Unidad Editorial, Madrid, 2008): «Uno de los rasgos fundamentales de un conservador es el miedo al cambio, una tímida desconfianza hacia lo nuevo [...] y la inclinación a usar los poderes del gobierno para evitar el cambio».

Bajo este postulado, como diría el ingeniero guatemalteco Manuel Ayau al inaugurar mi alma mater, la Universidad Francisco Marroquín: que pase adelante quien ame la libertad por encima de la tradición y quien genuinamente crea en la batalla de las ideas como la única vía para transformar nuestra realidad.