1. Nada: la belleza de una novela sencilla

Nada es una novela espléndida, que agarra al lector desde el comienzo, como le pasa a Andrea, su protagonista, con todo lo que sucede en el piso de la calle de Aribau de Barcelona donde vive un año, tal como ella nos lo cuenta.

El 6 de enero de 1945 se fallaba el primer Premio Nadal (1944),1 creado por Ediciones Destino, y el jurado consideró que la mejor novela presentada era la de una jovencísima escritora, Carmen Laforet —nacida en Barcelona en 1921—, con un título tan sencillo como cercano al nombre del galardón. Fue un acierto total: hoy Nada es ya un clásico de la literatura contemporánea y sigue siendo una apasionante aventura literaria para todo aquel que entra en sus páginas.

Habían pasado poco más de cinco años del fin de la terrible guerra civil española, el 1 de abril de 1939, y en España la nueva creación artística apenas asomaba aún. En octubre de 1942, La familia de Pascual Duarte, de Camilo José Cela, había iniciado el camino de lo que iba a ser la novela de posguerra y, en mayo de 1945, Ediciones Destino imprimía en Barcelona el primer premio Nadal: una novela aparentemente sencilla en su composición y en su lenguaje, pero con tal hondura que toda persona que la lee encuentra en sus páginas algún rincón donde instalarse como si le perteneciera.

2. La estructura de la novela

Nada es un relato lineal contado en primera persona desde un momento no precisado que lo sitúa en el tiempo del recuerdo. La narradora es la protagonista, Andrea, que rememora un año de su vida, el que vivió en Barcelona. Existe una cierta distancia entre esos dos yoes, esas dos Andreas: la que vive lo contado y la que lo narra:

La noche de San Juan se había vuelto demasiado extraña para mí. De pie en medio de mi cuarto, con las orejas tendidas a los susurros de la casa, sentí dolerme los tirantes músculos de la garganta. Tenía las manos frías. ¿Quién puede entender los mil hilos que unen las almas de los hombres y el alcance de sus palabras? No una muchacha como era yo entonces.

Al decir la narradora Andrea «No una muchacha como era yo entonces», vemos esa separación entre el tiempo vivido y el momento en que lo cuenta. Un poco más adelante, hablará de la fuerza de su juventud y, por tanto, subrayará también esa lejanía:

En alguna de esas noches calurosas, el hambre, la tristeza y la fuerza de mi juventud me llevaron a un deliquio de sentimiento, a una necesidad física de ternura, ávida y polvorienta como la tierra quemada presintiendo la tempestad.

En cambio, la novelista Carmen Laforet tenía pocos años más que su personaje (escribió la novela entre enero y septiembre de 1944); no se identifica, por tanto, con la narradora, una Andrea que ve su juventud como un tiempo pasado.

La Andrea que llega a Barcelona en otoño para empezar sus estudios de Letras en la Universidad es una joven de dieciocho años, como ella misma dirá: «Yo veía en el espejo, de refilón, la imagen de mis dieciocho años áridos, encerrados en una figura alargada», y recuerda cómo la voz de la madre de Ena le despierta «todos los posos de sentimentalismo y de desbocado romanticismo de mis dieciocho años». Más adelante, al evocar lo que ella consideró traición de Ena a Jaime, atribuirá a su edad la forma de ver entonces el mundo: «Me era imposible creer en la belleza y la verdad de los sentimientos humanos —tal como entonces con mis dieciocho años lo concebía yo— al pensar que todo aquello que reflejaban los ojos de Ena [...] se hubiera desvanecido en un momento, sin dejar rastro». Y volverá también a mencionar esos dieciocho años antes del baile que nunca va a bailar: «Otra vez en el esplendor de la calle, volví a ser una muchacha de dieciocho años que va a bailar con su primer pretendiente».

Desde el comienzo del relato, la Andrea narradora subraya que se trata de una evocación de tiempos pasados que es fruto del recuerdo: «Recuerdo que, en pocos minutos, me quedé sola en la gran acera, porque la gente corría a coger los escasos taxis o luchaba por arracimarse en el tranvía».

A medida que avanza la narración se subraya más su condición de recuerdo, de vuelta atrás, de analepsis: «Me acuerdo de que sentía un hambre extraordinaria cuando tuve el nuevo dinero en mis manos [...]. Me acuerdo de que la arena estaba sucia de algas de los temporales de invierno [...]. Me acuerdo de que en marzo volvíamos cargadas de ramas de almendro florecidas [...]. Me acuerdo de que íbamos por una calleja negra [...]. Me viene ahora el recuerdo de las noches en la calle de Aribau [...]. Me acuerdo de las primeras noches otoñales [...]. Me acuerdo de una noche en que había luna».

Alguna vez subraya el tiempo transcurrido desde entonces diciendo «mucho más tarde»: «Aquella vez la discusión tuvo sus raíces ocultas en mi amistad con Ena. Y mucho más tarde, recordándolo, he pensado que una especie de predestinación unió a Ena desde el principio a la vida de la calle de Aribau, tan impermeable a elementos extraños». Y vemos los dos tiempos verbales que utiliza: el pretérito perfecto simple, «tuvo», que aplica a la discusión narrada, y el pretérito perfecto compuesto, «he pensado», para la reflexión posterior.

Otras veces marca la distancia con lo evocado: «No sé si era un sentimiento bello o mezquino —y entonces no se me hubiera ocurrido analizarlo— [...]». «Este placer, en el que encontraba el gusto de rebeldía que ha sido el vicio —por otra parte vulgar— de mi juventud, se convirtió más tarde en una obsesión». «Yo era neciamente ingenua en aquel tiempo —a pesar de mi pretendido cinismo— en estas cuestiones».

Su evocación acabará al irse de la ciudad en un nuevo otoño para empezar el segundo curso de sus estudios en Madrid, en circunstancias muy distintas. Pero Nada no es sólo el relato del recuerdo de un año vivido por una muchacha en Barcelona, es muchísimo más. Aunque no es fácil llegar a captar dónde reside la atracción, la belleza del relato, iremos viendo cómo las reflexiones aparentemente sencillas de la protagonista van adquiriendo hondura según el lector piensa en ellas: por ejemplo, en esos mil hilos que unen las almas de los hombres, y en el alcance de sus palabras, como comentaba al recordar la noche de San Juan.

Andrea, a lo largo de su relato, apenas nos va a dar unas pinceladas de su vida anterior a su llegada a la ciudad, de tal forma que ese año, intenso y a la vez vacío, vivido en ella va a ser la materia exclusiva de la historia. Es un año de sus memorias, que tiene, por tanto, una estructura abierta, pero sólo aparentemente, porque la novelista manifiesta una voluntad clara de cierre narrativo al repetir los gestos de la protagonista, al dejar que ella lo viva como un período acabado. Y son dos los elementos que abren y cierran ese año que evoca: la maleta atada con cuerdas de Andrea y su mirada a la fachada de la casa de la calle de Aribau. Al llegar a la ciudad, y después al entrar en el piso de su familia, dice:

Mi equipaje era un maletón muy pesado —porque estaba casi lleno de libros— y lo llevaba yo misma con toda la fuerza de mi juventud y de mi ansiosa expectación [...]. Observé que la mujer desgreñada me miraba sonriendo, abobada por el sueño, y miraba también mi maleta con la misma sonrisa. Me obligó a volver la vista en aquella dirección y mi compañera de viaje me pareció un poco conmovedora en su desamparo de pueblerina. Pardusca, amarrada con cuerdas, siendo, a mi lado, el centro de aquella extraña reunión.

Y al iniciar el último capítulo, el XXV, cuando Andrea está preparando su marcha, habla otra vez de la maleta:

Acabé de arreglar mi maleta y de atarla fuertemente con la cuerda, para asegurar las cerraduras rotas [...]. Juan estaba en medio del recibidor, mirando, sin decir una palabra, mis manipulaciones con la maleta para dejarla colocada cerca de la puerta de la calle.

Lo que encierra su maleta es todo lo que tiene.

Y ese pequeñísimo mundo suyo acompaña a su mirada, la que dirige al comienzo a la fachada de la casa en uno de cuyos pisos va a vivir ese año de su vida:

Levanté la cabeza hacia la casa frente a la cual estábamos. Filas de balcones se sucedían iguales con su hierro oscuro, guardando el secreto de las viviendas. Los miré y no pude adivinar cuáles serían aquellos a los que en adelante yo me asomaría.

Y las palabras que cierran la evocación de ese año barcelonés de Andrea recogen la última mirada a esa misma fachada:

Antes de entrar en el auto alcé los ojos hacia la casa donde había vivido un año. Los primeros rayos del sol chocaban contra sus ventanas. Unos momentos después, la calle de Aribau y Barcelona entera quedaban detrás de mí.

Hay una diferencia entre las dos miradas: cuando llega a Barcelona, es de noche; un año después, cuando abandona la ciudad y la casa de la calle de Aribau, amanece. El hierro oscuro de las rejas de los balcones es sustituido por los rayos de sol chocando contra las ventanas. La oscuridad y la luz: la negrura es el símbolo de lo que le esperaba en ese año de vida barcelonesa y la luz representa el futuro esperanzador que el lector desconoce. Al llegar a Barcelona, su maleta le parece a Andrea su pueblerina compañera desvalida; en cambio, al marcharse, sólo es una maleta que ata con cuerdas porque tiene las cerraduras rotas.

Pero esa humilde maleta atada con cuerdas es también un símbolo muy visual de la pobreza del país en la posguerra. ¡Cuántas se veían en los andenes de las estaciones esperando junto a sus dueños los trenes de vapor!

3. Un relato impresionista

Las impresiones de Andrea son las auténticas protagonistas de su relato desde el comienzo. Después de decir que llega a Barcelona a medianoche y que nadie le está esperando porque lo hace en un tren distinto al que había anunciado, empieza a describir sus sensaciones: «Era la primera vez que viajaba sola, pero no estaba asustada; por el contrario, me parecía una aventura agradable y excitante aquella profunda libertad en la noche». Habla de la sonrisa de asombro con la que miraba la gran Estación de Francia, a la que llegaba con tres horas de retraso, y luego insiste en esa percepción subjetiva de lo que ve:

El olor especial, el gran rumor de la gente, las luces siempre tristes tenían para mí un gran encanto, ya que envolvía todas mis impresiones en la maravilla de haber llegado por fin a una ciudad grande, adorada en mis sueños por desconocida.

El verbo «me parecía» se convertirá en presentación habitual de lo que ve y vive, porque Nada es una novela subjetiva, donde todo se describe desde el punto de vista y el estado de ánimo de quien vive la experiencia. Esto se ve muy bien en ese comienzo, porque hay un contraste absoluto entre la alegría de la llegada, del viaje en el viejo coche de caballos por la calle, y lo que ve al abrirse la puerta de la casa de sus parientes.

Describe la belleza que ella percibe en ese breve trayecto: «Corrí aquella noche en el desvencijado vehículo por anchas calles vacías y atravesé el corazón de la ciudad lleno de luz a toda hora, como yo quería que estuviese, en un viaje que me pareció corto y que para mí se cargaba de belleza». Y como un golpe de viento que barre esos momentos felices de descubrimiento de la ciudad, se abre la puerta del piso de la calle de Aribau y Andrea dice: «Luego me pareció todo una pesadilla».

Primero detalla lo que ve:

Lo que estaba delante de mí era un recibidor alumbrado por la única y débil bombilla que quedaba sujeta a uno de los brazos de la lámpara, magnífica y sucia de telarañas, que colgaba del techo. Un fondo oscuro de muebles colocados unos sobre otros como en las mudanzas. Y en primer término la mancha blanquinegra de una viejecita decrépita, en camisón, con una toquilla echada sobre los hombros.

E irán apareciendo otros personajes, y Andrea contará sus sensaciones: «En toda aquella escena había algo angustioso, y en el piso un calor sofocante como si el aire estuviera estancado y podrido».

Carmen Laforet eligió muy bien como lema de su obra el comienzo de un poema de Juan Ramón Jiménez que lleva precisamente por título «Nada», donde lo percibido por los sentidos —en este caso todo es negativo— parece que es la verdad:

A veces un gusto amargo,

Un olor malo, una rara

Luz, un tono desacorde,

Un contacto que desgana,

Como realidades fijas

Nuestros sentidos alcanzan

Y nos parece que son

La verdad no sospechada...2

Lo que los sentidos de Andrea alcanzan a percibir —sus sensaciones— es lo que nos contará años después y nos ofrece como la verdad de lo vivido. Y el resumen de esas impresiones negativas le lleva al balance de no haber conseguido nada en ese año de su vida:

Bajé las escaleras, despacio. Sentía una viva emoción. Recordaba la terrible esperanza, el anhelo de vida con que las había subido por primera vez. Me marchaba ahora sin haber conocido nada de lo que confusamente esperaba: la vida en su plenitud, la alegría, el interés profundo, el amor. De la casa de la calle de Aribau no me llevaba nada. Al menos, así creía yo entonces.

El inventario de lo vivido según sus anhelos es el título de la novela, pero ese espacio para la duda que crea la narradora al decir «así creía yo entonces» da al lector la posibilidad de desmentirlo. Y al mismo tiempo nos está diciendo que el relato es sólo una versión tamizada por la sensibilidad de Andrea, que los hechos están contados desde sus impresiones. Como dice Antonio Vilanova:

Frente a la representación puramente aparencial del comportamiento humano, enfocado desde un punto de vista despersonalizado y objetivo, que años más tarde acabará por imponerse en el campo de nuestra creación novelesca, la rememoración intimista y subjetiva de la joven Andrea nos da una visión extremadamente matizada y compleja de la realidad. Se trata, claro está, de una visión personal e introspectiva, refractada por el temperamento y la sensibilidad de la heroína, y en muchos casos deformada por las vanas ilusiones que interpone entre el deseo y la realidad el vuelo de su fantasía (1995: 170).

No es, por tanto, Nada un relato objetivo, sino todo lo contrario: Andrea es una joven huérfana de dieciocho años, que ha vivido en un pueblo y llega a una gran ciudad a estudiar en la Universidad. Vivirá entre la ruina física y moral de su familia, logrará por un breve tiempo encontrar fuera de ella el apoyo de la amistad, pero ésta se esfumará también, y su soledad y el hambre que pasa condicionarán su punto de vista. La narradora, que es ella en otra época de su vida, no modifica nada de lo evocado, pero sí ofrece al lector la posibilidad de la duda. Es tan apasionante esa sucesión de impresiones, esas vivencias desde la sensibilidad enfermiza, que el lector las hace suyas. Lo único que le discute a Andrea es el balance: no es cierto que no se lleve nada en su equipaje moral.

4. El espacio de la novela

La acción de Nada transcurre en la ciudad de Barcelona, aunque es otro espacio, mucho más reducido, el que tiene el papel protagonista: el piso de los parientes de Andrea en la calle de Aribau, donde ella vive ese año.

4.1. Barcelona en Nada

Carmen Laforet quiso dar una conferencia sobre las descripciones de la ciudad en su novela porque recordaba que en su época de estudiante3 escribía «recuerdos de mis encuentros solitarios con mi ciudad» en los cuadernos que llevaba siempre en su carterón, y precisa que «los encuentros eran mis descubrimientos en mis andanzas solitarias». Al contar sus paseos por la ciudad que tanto amaba, lo hace también desde sus impresiones:

Barcelona tuvo para mí la magia de la primera gran ciudad que pisaban mis zapatos vagabundos. No desbarataba en absoluto la impresión mágica el que Barcelona presentase entonces las cicatrices de la guerra reciente y que el hambre fuese una realidad como la del aire suave, mediterráneo, de sus calles. Ha sido y sigue siendo para mí una ciudad bienamada de asombros y amistades, luces y descubrimientos (Laforet, 1983).

Y, sin embargo, no logra encontrar en la novela los apuntes que iba tomando en sus paseos solitarios:

Así que abrí un ejemplar del libro para señalar esas descripciones... que no existen en Nada. Barcelona allí es un telón de fondo en el que tintinean tranvías y pasan las luces y colores de las estaciones del año. Nada más. No hay autobiografía. Nunca aproveché mis cuadernos juveniles [...] Barcelona, en mi obra, es un fantasma que aparece por sugestión singular a los ojos de algunos lectores y, desde luego, a los míos (Laforet, 1983).

Pero Barcelona sí está en la novela, aunque, como todo, a través de lo vivido por Andrea. Está en su recuerdo feliz, cuando fue a casa de sus abuelos antes de la guerra, y estará en su día a día durante ese año que es la materia del relato, y plasmará el paso del tiempo a través de los cambios que marcan en la ciudad la sucesión de las estaciones.

Cuando se queda sola en la habitación que le destinan, el antiguo salón de la casa, se ahoga con el hedor a porquería de gato, consigue abrir una puerta que aparece entre cortinas de terciopelo y polvo, y ve que «comunicaba con una de esas galerías abiertas que dan tanta luz a las casas barcelonesas». Así, desde el interior de una casa del Ensanche barcelonés verá tres estrellas temblorosas en el cielo negro y ella, a su vez, al apagar la vela temblará «de indefinibles terrores» dentro de la cama, que le parece un ataúd.

Al amanecer, le llega amortiguado el tintineo de un tranvía, que le lleva a recordar la última vez que lo oyó, en su visita a los abuelos cuando tenía siete años. Es una analepsis, una vuelta atrás, la más extensa que hace Andrea en el relato, a partir de ese preciso sonido:

Inmediatamente tuve una percepción nebulosa, pero tan vívida y fresca como si me la trajera el olor de una fruta recién cogida, de lo que era Barcelona en mi recuerdo: este ruido de los primeros tranvías, cuando tía Angustias cruzaba ante mi camita improvisada para cerrar las persianas que dejaban pasar ya demasiada luz. O por las noches, cuando el calor no me dejaba dormir y el traqueteo subía la cuesta de la calle de Aribau, mientras la brisa traía olor a las ramas de los plátanos, verdes y polvorientos, bajo el balcón abierto. Barcelona era también unas aceras anchas húmedas de riego y mucha gente bebiendo refrescos en un café...

La casa de la calle de Aribau, debido a la transformación que Andrea cuenta que había sufrido Barcelona —«casas tan altas como aquélla y más altas aún formaron las espesas y anchas manzanas»—, se queda «encerrada en el corazón de la ciudad», y también va a ser así para la joven ese lugar donde vive, ese piso típico del Ensanche barcelonés, con balcones que dan a la calle y una galería que mira al amplio interior que encierra la manzana de casas.

Verá el paso de las estaciones en Barcelona y así siente la presencia del otoño mientras ve cómo transcurren días sin importancia:

El tiempo era húmedo y aquella mañana tenía olor a nubes y a neumáticos mojados... Las hojas lacias y amarillentas caían en una lenta lluvia desde los árboles. Una mañana de otoño en la ciudad, como yo había soñado durante años que sería en la ciudad el otoño: bello, con la naturaleza enredada en las azoteas de las casas y en los troles de los tranvías; y sin embargo me envolvía la tristeza.

Nuestro tiempo está marcado por ritos, y algunos como la Navidad tienen una presencia tan poderosa que lo invade todo. Andrea, al despertarse ese día, verá la luz del sol en la ciudad, irá a misa con la abuelita y, nada más subir las escaleras del piso, empezará a oír los gritos de su familia. La Navidad está fuera, dentro es un infierno; Andrea acaba el día envuelta en su tristeza y en su soledad:

Aquel día de Navidad, la calle tenía aspecto de una inmensa pastelería dorada, llena de cosas apetecibles [...].

Terminé el día de Navidad en mi cuarto, entre aquella fantasía de muebles en el crepúsculo. Yo estaba sentada sobre la cama turca, envuelta en la manta, con la cabeza apoyada sobre las rodillas dobladas.

Fuera, en las tiendas, se trenzarían chorros de luz y la gente iría cargada de paquetes. Los Belenes armados con todo su aparato de pastores y ovejas estarían encendidos. Cruzarían las calles bombones, ramos de flores, cestas adornadas, felicitaciones y regalos.

Andrea no tiene nada de todo lo anterior. Pero esos días que anuncian el fin del año van a ser también los de la liberación de la joven, porque pronto uno de los habitantes de la casa va a marcharse: Angustias, su controladora. Así acabará la primera parte de su relato, y ella va a lograr vivir en una habitación de la casa, no en el salón, aunque le van a privar de la intimidad de la que habría podido disfrutar si el espacio hubiera sido sólo suyo. No lo es ni siquiera el interior de su maleta, su pobre y pueblerina compañera, registrada por todos.

La segunda parte de la novela comienza de noche: Andrea sale de casa de Ena en Vía Layetana y mira el alto edificio en cuyo último piso vive su amiga. No sabe si ir en dirección al mar, cuyo viento negro llega hasta ella, o hacia las luces de los anuncios de colores del centro de la ciudad:

La misma Vía Layetana, con su suave declive desde la Plaza de Urquinaona, donde el cielo se deslustraba con el color rojo de la luz artificial, hasta el gran edificio de Correos y el puerto, bañados en sombras, argentados por la luz estelar sobre las llamas blancas de los faroles, aumentaba mi perplejidad.

Irá, por fin, al barrio gótico porque quiere ver la catedral «envuelta en el encanto y el misterio de la noche». Llegará hasta la fachada principal «y al levantar mis ojos hacia ella encontré al fin el cumplimiento de lo que deseaba». Andrea funde sus sentimientos, sus anhelos, con lo que le ofrece la ciudad y describe lo que ve desde sus sensaciones:

La catedral se levantaba en una armonía severa, estilizada en formas casi vegetales, hasta la altura del limpio cielo mediterráneo. Una paz, una imponente claridad, se derramaba de la arquitectura maravillosa. En derredor de sus trazos oscuros resaltaba la noche brillante, rodando lentamente al compás de las horas. Dejé que aquel profundo hechizo de las formas me penetrara durante unos minutos.

La ciudad no ofrece a Andrea un decorado, sino imágenes que ella vive hondamente: la atmósfera húmeda que lo envuelve todo, los árboles de las calles, las formas de éstas, torcidas o en declive hacia el mar. Y no es una ciudad anónima, no, sino que es Barcelona.

En primavera vivirá retazos de horas en Montjuich y en el Tibidabo, y las flores y los pinos pintarán unas manchas de bello color en el paisaje:

Desde el Tibidabo, detrás de Barcelona, se veía el mar. Los pinos corrían en una manada espesa y fragante montaña abajo, extendiéndose en grandes bosques hasta que la ciudad empezaba. Lo verde la envolvía, abrazándola.

Pero también entrará en el barrio chino tras su tío Juan, o vivirá horas de aparente bohemia en compañía de Pons y sus amigos en el estudio de Guíxols, junto a Santa María del Mar, en un viejo palacio de la calle Montcada. Subirá hasta la Bonanova, donde está la «torre» de los abuelos de Ena, y será en una elegante casa con jardín en lo alto de la calle Muntaner donde vivirá el fracaso de su interpretación de Cenicienta... Ve y anota la miseria en el barrio chino, así como la riqueza en la zona alta de la ciudad.

Todas sus experiencias tienen un espacio propio en la ciudad, y el lector ve pintarse en el texto el dibujo de sus barrios: desde la miseria de los bajos fondos a la riqueza de las fincas con jardín; y en medio, en el Ensanche, que es donde vive Andrea, una de las familias venidas a menos, arruinadas por la pasada guerra, que deja en muchos lugares —de la ciudad y de la gente que vive en ella— su negra huella de destrucción.

Junto al ambiente asfixiante de la casa de la calle de Aribau, hay en Nada continuos «exteriores» en la ciudad, vividos también intensamente. Barcelona está muy presente en Nada: en sus edificios y en sus calles, con su atmósfera y su belleza.

4.2. La casa de la calle de Aribau

Andrea vive en un piso sucio, lleno de polvo, con sillones destripados, muebles amontonados unos encima de otros, con magníficas lámparas sin bombillas; y, al entrar en él, el aire le parece estancado y podrido. En cada una de sus habitaciones tienen su mundo los seres fantasmales, enloquecidos y destruidos que habitan en ellas. La sombra de la guerra también se proyecta en ese mundo interior. Y arriba, en la buhardilla, tiene su refugio el ser más abyecto, el más perverso, porque vive para azuzar las llamas de la infelicidad en el piso, además de ser también el más inteligente y de lograr a veces ser un seductor: Román. Éste ha creado un espacio atractivo con su violín, su chimenea, sus libros, sus tinteros y su idolillo, porque, como él dice, las cosas se encuentran bien en ese sitio. Pero él sólo goza controlando y destruyendo la vida de los seres que viven en el piso, como le cuenta un día a Andrea:

Y tú no te has dado cuenta siquiera de que yo tengo que saber —de que de hecho sé— todo, absolutamente todo, lo que pasa abajo. Todo lo que siente Gloria, todas las ridículas historias de Angustias, todo lo que sufre Juan... ¿Tú no te has dado cuenta de que yo los manejo a todos, de que dispongo de sus vidas, de que dispongo de sus nervios, de sus pensamientos...?

Su espía incondicional es la criada Antonia, siempre vestida de negro junto a Trueno, el perro de ese mismo color, y quien, desde su reino de la cocina, vive para estar al exclusivo servicio de Román. La pelirroja Gloria, su enloquecido esposo Juan y el niño sin nombre tienen una habitación que parece el «cubil de una fiera», con la cama de matrimonio y la cuna. Tía Angustias tiene el único cuarto limpio y ordenado en el piso y, desde él, controla todos los sonidos de la casa: «El cuarto de Angustias recibía directamente los ruidos de la escalera. Era como una gran oreja en la casa... Cuchicheos, portazos, voces, todo resonaba allí».

Tía Angustias será la que vigilará a Andrea y la guiará por el infierno en que ella misma transforma la ciudad; convierte la religión en azote de los demás y acabará entregada a ella para no asumir ni sus sentimientos ni su culpa. Encarna muy bien la figura represora e inquisitorial que utiliza la fe religiosa para censurar y oprimir a los demás.

No se describe, en cambio, la habitación de la abuelita, el único fantasma bueno de la casa, porque ese lugar, ese limbo, es el refugio de las víctimas de los demás. Ella siempre está dejando algo de lo poco que come para que lo encuentre Andrea, o le da al niño la leche condensada que una vez le regala Román, y, sobre todo, intenta que los demás no se destrocen con sus gritos y golpes; sólo tendrá un momento de furia, al final, y sacará esa fuerza desconocida para proteger a su hijo. Su figura desmedrada, patética, se diluye entre los demás, pero está siempre ahí. Su «¡Picarona! A ver si vuelves pronto a vernos» es su despedida de la nieta, con su deseo de verla de nuevo en el futuro; Andrea, al irse, no va a atreverse a asomarse a su cuarto, para no despertarla.

Las paredes encierran las ruinas de un mundo perdido: los muebles, las cornucopias y las grandes lámparas son restos del naufragio. El tajo de la guerra acabó con la posibilidad de dar un nuevo orden a las cosas, de organizar la vida de los seres que habitan ese espacio, porque están enloquecidos y no pueden hacer otra cosa que seguir destruyéndose. Incluso la víctima de las palizas, la pelirroja Gloria, parece resignarse al continuo y terrible maltrato que sufre y busca rincones vitales para su escondida rebeldía. La vida que empieza, simbolizada por el niño, a menudo asustado por los gritos y las peleas, no tiene aún nombre.

Andrea vivirá primero en un espacio abierto a todo ese mundo podrido, en medio del salón, durmiendo en una cama que el primer día le parece una tumba. Vigilada, espiada, sermoneada, su libertad empezará con la marcha de Angustias, que pone fin a la primera parte del relato. Pero, extrañamente, se siente atraída por esas personas que sobreviven destruyéndose y, observándolas, llega a olvidarse de sí misma. Ya se lo había dicho Román: «Cuando vivas más tiempo aquí, esta casa y su olor, y sus cosas viejas, si eres como yo, te agarrarán la vida».

La segunda parte de la novela empieza fuera del piso de la calle de Aribau: Andrea sale de casa de Ena, «con la impresión de que debía de ser muy tarde», y afirma: «Por primera vez me sentía suelta y libre en la ciudad, sin miedo al fantasma del tiempo». La amistad se abre paso en la vida de la muchacha y, gracias a ella, va a vivir un período de felicidad; es gente rica, aparentemente sin problemas, la que le ofrece un espacio acogedor, lleno de comodidad, a ese ser desvalido que es Andrea. Pero esto va a durarle muy poco, porque Ena va a descubrir a Román, el perverso y seductor controlador de la extraña familia; la primera despedida tras su encuentro se transforma en una escena intensísima en el recuerdo de Andrea:

Ena le tendió la mano y los dos se estuvieron mirando, callados. Los ojos de Ena fosforescían como los de un felino. Me empezó a entrar miedo. Era algo helado sobre la piel. Entonces fue cuando tuve la sensación de que una raya, fina como un cabello, partía mi vida y como a un vaso la quebraba.

Así fue. Arrancarán entonces dos historias muy distintas: la de Juan y Gloria en el barrio chino, con tintes de folletín, en la que Andrea tiene el papel que tan bien representa, el de testigo de los hechos; y la de su incursión en el mundo de esos amigos de Pons, hijos de familias ricas que juegan a ser bohemios, y que culminará con el baile en casa de su amigo, tan esperado por la joven, y que se deshace en la nada, al igual que todo lo que vive como protagonista.

La fusión del espacio de la amistad, el de la rica y hermosa Ena, con el oscuro y cenagoso del piso de Aribau provocará el desenlace de la obra. Sólo que se entremezclarán en ello otras dos historias del pasado: la de la madre de Ena y Román, y la de Román y Gloria. El anuncio del final será esa buhardilla vacía, un lugar sin objetos, sin nada, sin nadie:

Un día subí arriba, al cuartito de la buhardilla. Un día en que no pude aguantar el peso de este sentimiento, vi que lo habían despojado todo miserablemente. Habían desaparecido los libros y las bibliotecas. La cama turca, sin colchón, estaba apoyada de pie contra la pared, con las patas al aire. Ni una graciosa chuchería, de aquellas que Román tenía allí, le había sobrevivido. El armario del violín aparecía abierto y vacío.

Y abajo, el piso de la calle de Aribau se va quedando sin muebles ni cornucopias..., mal vendidos por Gloria para poder darles de comer a todos. Las personas se han ido marchando: Angustias, Román, Antonia y el perro..., pero la locura y los gritos siguen allí. Unas palabras de Juan, que en principio podrían parecer normales, dan el terrible portazo final a esos recuerdos de Andrea del piso barcelonés en el que vivió un año:

—Bueno, ¡que te vaya bien, sobrina! Ya verás cómo, de todas maneras, vivir en una casa extraña no es lo mismo que estar con tu familia, pero conviene que te vayas espabilando. Que aprendas a conocer lo que es la vida...

¡Qué terrible paradoja hay en estas palabras! Como si estar con su familia hubiera significado lo que quiere expresar Juan...

5. El aprendizaje vital de Andrea

Alrededor de Andrea van a pasar muchas cosas: algunas solo las va a observar, mientras que en otras va a participar levemente, aunque en realidad no le pasa nada en ese año que vive en Barcelona, como ella misma piensa al marcharse:

Bajé las escaleras, despacio. Sentía una viva emoción. Recordaba la terrible esperanza, el anhelo de vida con que las había subido por primera vez. Me marchaba ahora sin haber conocido nada de lo que confusamente esperaba: la vida en su plenitud, la alegría, el interés profundo, el amor. De la casa de la calle de Aribau no me llevaba nada. Al menos, así creía yo entonces.

Y es cierto que sus logros personales responden bien a lo que dicen los versos de Juan Ramón: un gusto amargo, un contacto que desgana... Ni su primer beso sabe a ello ni su primer baile llega a existir. No descubre el amor y sólo vive superficialmente sus primeros estudios universitarios, de los que nos da únicamente algunas pinceladas: los apuntes que repasa, los diccionarios de latín y griego que le prestan, el intenso estudio para poder aprobar los exámenes, el hecho de sentarse en la última fila, esa fría Universidad de claustro de piedra que es sólo un escenario.

Sin embargo, ¡cuánto siente!, ¡cuánto ve!, ¡cuánto reflexiona! No sabemos ni sus apellidos, ni casi cómo es físicamente, pero ella está en cada una de las palabras del relato porque su extrema sensibilidad interpreta a su modo lo que observa, lo que le rodea. A menudo enlaza sus sensaciones con una intensa carga poética y surgen sus comparaciones, que abren espacios sugestivos y líricos en el relato.

Aparentemente, al comienzo se olvida de sí misma, abiertos sus ojos y sus oídos a todo lo que sucede en el piso, pero su autoanálisis es continuo, está ahí, en la expresión de sus sensaciones. Como ejemplo, vamos a verla «en un remanso de la vida de abajo», como ella dice, en el estudio de Román, escuchando su música:

En el momento en que, de pie junto a la chimenea, empezaba a pulsar el arco, yo cambiaba completamente. Desaparecían mis reservas, la ligera capa de hostilidad contra todos que se me había ido formando. Mi alma, extendida como mis propias manos juntas, recibía el sonido como una lluvia la tierra áspera [...].

El ventanillo se abría al cielo oscuro de la noche. La lámpara encendida hacía más alto y más inmóvil a Román, sólo respirando en su música. Y a mí llegaban en oleadas, primero, ingenuos recuerdos, sueños, luchas, mi propio presente vacilante, y luego agudas alegrías, tristezas, desesperación, una crispación impotente de la vida y un anegarse en la nada.

Andrea se anega en la nada, pero en ella está la mirada al fondo de su alma, el aprendizaje de convivir consigo misma y con los demás. Lo que le rodea nos llega interpretado, transformado por su punto de vista. Sabemos muy poco de cómo es ella físicamente: ojos azules, piel morena, alta y delgada; pero sabremos muy bien cómo observa, cómo cuenta. Muchas cosas escapan a su total conocimiento y, por tanto, el lector tampoco va a alcanzarlo. En la narración se abren interrogantes que nunca se contestan del todo. Miguel Delibes lo señala muy bien y subraya la novedad de esas «zonas de penumbra»:

La prolijidad, el afán de atar todos los cabos, típico de la novela de anteguerra, no se da ya aquí; es, quizá, el primer chispazo de renovación formal ofrecido por la novela española. Las zonas de penumbra son muchas en esta historia: la relación de la tía Angustias con el jefe de su oficina; la infancia de Andrea; los escarceos amorosos de Román, etc. Al mundo que la narradora crea no le falta nada, pero deliberadamente deja muchos escapes laterales para que la imaginación del lector vuele a su capricho y recree todo aquello que la autora no ha consignado en el texto (1990: 207-208).

Hay muchas cosas que Andrea no averigua y, a veces, ve imágenes que quedan ahí pendientes de resolver y que luego más o menos se justifican. El interés del lector queda prendido de una pincelada de misterio y no se resuelve en ese momento lo que quisiera saber. Así, cuando la joven sale del estudio de Román, él le alumbra con su linterna la escalera a oscuras —la luz sólo puede encenderse desde la portería—, y el primer día tiene la impresión de que, delante de ella, entre las sombras baja alguien. Y así será:

Otro día la impresión fue más viva. De pronto, Román me dejó a oscuras y enfocó la linterna hacia la parte de la escalera en que algo se movía. Y vi clara y fugazmente a Gloria que corría escaleras abajo hacia la portería.

Se sustituye la impresión por una imagen, pero no se resuelve la historia: ¿por qué está ahí Gloria?, ¿qué espía?, ¿qué quiere saber? Gracias a lo que luego averiguará Andrea, este espionaje adquiere cierto sentido, pero nunca se explica por completo.

Y hay mucho más que Andrea ni tan siquiera comenta y que nos lleva a ese río turbio que fluye muchas veces por debajo de lo que vemos. Por ejemplo, esta escena inquietante con la que se cierra el capítulo V:

Román mientras hablaba acariciaba las orejas del perro, que entornaba los ojos de placer. La criada, en la puerta, los acechaba; se secaba las manos en el delantal —aquellas manos aporradas, con las uñas negras— sin saber lo que hacía y miraba, segura, insistente, las manos de Román en las orejas del perro.

Las orejas acariciadas de ese perro, que es como una sombra negra en el piso, dicen mucho sobre los sentimientos de esa espantosa mujer que las acecha, Antonia, y lo harán de nuevo al volver a aparecer en primer plano:

Oí aullar al perro en la escalera, bajando, aterrado, del cuarto de Román. Traía en la oreja la marca roja de un mordisco. Me estremecí. Román llevaba tres días encerrado en su cuarto [...]. La criada, al ver al perro herido por los dientes de Román, empezó a temblar como azogada y le curó casi gimiendo ella también.

Andrea mira en ese momento el calendario y ve que han pasado tres días desde la víspera de San Juan y que faltan otros tres para la fiesta de Pons, y añade: «El alma me latía en la impaciencia de huir. Casi me parecía querer a mi amigo al pensar que él me iba a ayudar a realizar este anhelo desesperado». El lector es el que tiene que enlazar los hechos: ese mordisco fruto de la locura rabiosa por lo que había sucedido la víspera de San Juan con el deseo desesperado de Andrea de abandonar ese lugar asfixiante en el que vive.

El relato de Andrea, como ella misma, parece desasirse de la realidad. A veces nos la acerca y nos la llena de incógnitas, pero en seguida se desentiende de ella y se desplaza a otro lugar, a otro asunto. No se trata de una narración sin unidad porque Andrea a veces recoge elementos dispersos y vuelve a hechos apuntados, aunque nunca queda todo bien trabado; así es la vida, en donde tampoco todo se explica ni quedan los sucesos siempre enlazados.

También su retrato está hecho a retazos, con miradas de otros, hasta que una noche de luna se mira en el espejo de Angustias y se contempla a sí misma:

Al levantarme de la cama vi que en el espejo de Angustias estaba toda mi habitación llena de un color de seda gris y allí mismo, una larga sombra blanca. Me acerqué y el espectro se acercó conmigo. Al fin alcancé a ver mi propia cara desdibujada sobre el camisón de hilo [...]. Era una rareza estarme contemplando así, casi sin verme, con los ojos abiertos. Levanté la mano para tocarme las facciones, que parecían escapárseme, y allí surgieron unos dedos largos, más pálidos que el rostro, siguiendo la línea de las cejas, la nariz, las mejillas conformadas según la estructura de los huesos. De todas maneras, yo misma, Andrea, estaba viviendo entre las sombras y las pasiones que me rodeaban. A veces llegaba a dudarlo.

Es una escena que nos esboza ese año de Andrea en Barcelona, de Nada, un año de aprendizaje de vivir. Vive entre sombras y pasiones, que se resuelven en historias con tintes de folletín: la de Angustias y su jefe; la de Gloria, Román y Juan; la de la madre de Ena y Román; la de Gloria y Juan en el barrio chino... Mientras, Andrea pasa del anhelo a la desilusión, descubre la amistad y, de pronto, ésta se esfuma; cree intuir el amor y era solo un espejismo. En el espejo se refleja una sombra blanca; pero ella, Andrea, es una persona de carne y hueso que descubre lo que es pasar hambre, sentirse sola, oír gritos y ver palizas, vivir en medio de escenas brutales, con seres desquiciados que forman su propia familia. Y a pesar de todo, como la abuelita, cuya bondad sale indemne del caos que la rodea, ella se lleva un equipaje de emociones y recuerdos —un año de su vida—, que con ese título de Nada va a formar ese relato espléndido contado mucho después.

6. Un momento de objetividad y pinceladas líricas

En el capítulo IV, Andrea, medio adormecida por la fiebre que le va subiendo, sin ganas de hacer nada, escucha la conversación entre la abuela y Gloria, que hablan sin cesar: «En mi cabeza, un poco dolorida, se mezclaban las dos voces en una cantinela con fondo de lluvia y me adormecían». Y se reproducen en el texto, en forma de parlamentos teatrales, las palabras de una y otra. Acaba este pasaje, extraño en el texto, con la pregunta de Gloria a Andrea, que repite la que le ha hecho la abuela: «¿Estás dormida, Andrea?». Y explica ella en su relato: «Yo no estaba dormida. Y creo que recuerdo claramente estas historias. Pero la fiebre que me iba subiendo me atontaba».

No se transcriben las palabras como si no las hubiera oído con claridad, sino todo lo contrario, como si las hubiera grabado fielmente en su memoria, incapaz ella de replicar o preguntar algo. Francisco Ynduráin habla de «incertidumbre en el enfoque», «como si hubiera una fluctuación entre lo pasado por una pura subjetividad tensa y casi en trance alucinatorio, y la notación incorporando lo que se nos ofrece como resultado de una toma realística» (1984: 8). Juan Ramón Jiménez, en una carta que escribe a Carmen Laforet en marzo de 1946, le dice del mismo pasaje: «Le quiero señalar, entre lo que considero más completo de Nada, el extraordinario capítulo 4, con su diálogo tan natural y tan revelador, entre la Abuela y Gloria; el 15, que es un cuento absoluto, como lo son también otros» (Jiménez, 1977: 106).

Sea o no un hallazgo narrativo, es una ruptura en la forma de la evocación, del relato, y pretende alejar de ese pasaje el subjetivismo que caracteriza todo el texto. Esa forma de presentar la charla —con los parlamentos teatrales— plasma muy bien la incomunicación de las personas, porque Gloria y la abuela van recordando cada una por su lado el tiempo vivido y apenas se une su charla en algunos momentos. En ese espacio ajeno a Andrea es donde aparece evocado más extensamente el tiempo de la guerra: Gloria habla de la tortura de Román en la checa, de su alto cargo con los rojos y de su papel de espía a favor de los nacionales, de cómo hablaba con Juan de pasarse a ellos, de ese castillo de una aldea con habitaciones devastadas al que llegan cuando Román la llevaba en coche oficial a Barcelona, del dinero en plata que le dio Juan para que lo hiciera. Y también recuerda el final de la guerra: cómo nace su niño cuando entran los nacionales —el 26 de enero de 1939—, la noche de terribles bombardeos en el hospital, la infección que padeció ella, de suerte que, cuando terminó la guerra —el 1 de abril de 1939—, todavía estaba en la cama, sin fuerzas. Cuenta Gloria el regreso de Juan «altísimo y muy flaco», y que Román sale de la cárcel, «como si resucitara otro muerto». También hablan las dos mujeres de que don Jerónimo estuvo escondido en la casa de la calle de Aribau porque iban a matarle, de la comida que tenían Angustias y él, pero que no compartían con los demás; la abuela se acuerda de que un miliciano registró la casa y de lo que le dijo a propósito de los santos que tenía ella. Todo ello se convertirá en confusas imágenes en la duermevela y los sueños de los días de fiebre de Andrea.

Cuando la joven, ya curada, puede levantarse, tiene «la impresión de que al tirar la manta hacia los pies quitaba también de sobre mí aquel ambiente opresivo que me anulaba desde mi llegada a la casa». Y así se esfuma también ese tiempo de guerra, aunque quedarán de él imágenes borrosas y la destrucción moral de los personajes de la casa.

Como contraste, en el relato hay momentos muy líricos, en los que utiliza originales imágenes y comparaciones para transformar la realidad; aunque a veces los cuadros pintados con ellas son expresionistas, porque aparece deformada por una mirada crítica. Así, a las amigas de Angustias que van a despedirse de ella, vestidas de negro y sentadas en su cuarto, las ve «como una bandada de cuervos posados en las ramas del árbol del ahorcado» y el pasaje se cierra cuando «todas rompen a hablar a la vez» diciendo: «La verdad es que eran como pájaros envejecidos y oscuros, con las pechugas palpitantes de haber volado mucho en un trozo de cielo muy pequeño». También animaliza en una ocasión la casa, con sus sonidos, tras cerrar Angustias la puerta: «La casa se quedó llena de eco, gruñendo como un animal viejo». O ve los escaparates de la calle de Aribau, en el crepúsculo, «como una hilera de ojos amarillos o blancos que mirasen desde sus oscuras cuencas».

Una tarde, se sienta en un bar del puerto; ha huido de su casa porque Gloria le ha dicho que esa tarde Ena iba a ir al cuarto de Román, y se ha enfrentado con violencia a sus insinuaciones de que eran amantes, y cuenta:

Estuve allí mucho tiempo... Me dolía la cabeza. Al fin, muy despacio, pesándome en los hombros los sacos de lana de las nubes, volví hacia mi casa. Daba algunas vueltas. Me detenía... Pero parecía que un hilo invisible tiraba de mí, al desenrollarse las horas, desde la calle de Aribau, desde la puerta de entrada, desde el cuarto de Román en lo alto de la casa...

Esa impresión, presentada con el habitual «parecía», se transforma en una expresiva imagen, la de las horas desenrollándose y su hilo tirando de ella. Antes, ha creado una bella metáfora hablando del peso que sentía en los hombros con los sacos de lana de las nubes, que a la vez respondía a su estado de ánimo. En ambos casos, visualiza sus sentimientos con imágenes.

Hay bellas descripciones de paisajes que van cambiando según las estaciones y su estado de ánimo, en cuadros impresionistas:

La ciudad, cuando empieza a envolverse en el calor del verano, tiene una belleza sofocante, un poco triste. A mí me parecía triste Barcelona mirándola desde la ventana del estudio de mis amigos, en el atardecer. Desde allí un panorama de azoteas y tejados se veía envuelto en vapores rojizos y las torres de las iglesias antiguas parecían navegar entre las olas. Por encima, el cielo sin nubes cambiaba sus colores lisos. De un polvoriento azul pasaba a rojo sangre, oro, amatista. Luego llegó la noche.

Todo ello contribuye a ese encanto indefinible que tiene la novela. Nada no es un relato perfecto, pero es sumamente atractivo. Andrea intenta desesperadamente salir de la soledad que la envuelve mientras ve a su alrededor enlazarse historias y estallar pasiones, pero es en vano y lo asume. Tras escapar de casa de Pons, donde, a través de la madre de su amigo, descubrió que seguía con zapatos viejos —¡no eran de cristal como los de Cenicienta!—, baja por la calle de Muntaner hacia la Diagonal, «estaba caminando como si recorriera el propio camino de mi vida, desierto», y luego se sienta en un banco:

Me parecía que de nada vale correr si siempre ha de irse por el mismo camino, cerrado, de nuestra personalidad. Unos seres nacen para vivir, otros para trabajar, otros para mirar la vida. Yo tenía un pequeño y ruin papel de espectadora. Imposible salirme de él. Imposible libertarme.

Ese papel de espectadora —siendo ella la protagonista del relato— es el que le permite ver y contarlo todo. Y el lector siente que está a su lado, viendo lo que ella le ofrece desde su mirada subjetiva.

7. Nada, una novela existencialista

Nada fue escrita por una joven de veintitrés años que se inició como novelista con esta obra; su protagonista es una muchacha de dieciocho que llega a Barcelona para estudiar Letras en la Universidad y que, años más tarde, rememora ese tiempo vivido y lo narra: es, por tanto, también la narradora, una Andrea que ya no es joven. Tres mujeres desempeñan los papeles esenciales del texto y, sin embargo, la obra no responde a los rasgos que podían esperarse en 1944 de una novela femenina. Carmen Martín Gaite ya señaló cómo la novela de Carmen Laforet hacía añicos los estereotipos de la novela rosa, asociada en esos años a la mujer, y así fue (1993: 103).

Llega sola a Barcelona, no la espera nadie, y recuerda que: «Debía parecer una figura extraña con mi aspecto risueño y mi viejo abrigo». La impresión que va a dar a sus compañeros de curso es de una persona distinta: «rara, infrecuente» —como la califica Martín Gaite (1993: 111)—, incluso algo «trastornada», como le dice Ena, quien precisamente por eso quiso ser su amiga: «andabas torpe, abstraída, sin fijarte en nada...». Recuerda la escena de lluvia torrencial en la puerta de la Universidad y cómo Andrea parece no darse cuenta de ello y camina como siempre, hasta que, extrañada por el viento y la lluvia que le alborotaban el pelo y le pegaban los rizos a las mejillas, se arrima a la verja del jardín como a un gran refugio. Ese ensimismamiento de Andrea es uno de los rasgos del retrato que los demás pintan de ella, y responde a menudo a su forma de ser. No es como las demás muchachas, así le confiesa Pons que se lo ha dicho a sus amigos al pedirles que le dejen ir al estudio de Guíxols: «Pero yo he hablado tanto de ti, he dicho que eras distinta»; y luego precisa el problema: «Hasta ahora no ha ido ninguna muchacha allí. Tienen miedo a que se asusten del polvo y que digan tonterías de esas que suelen decir todas. Pero les llamó la atención lo que yo les dije de que tú no te pintabas en absoluto y que tienes la tez muy oscura y los ojos claros».

Andrea, ensimismada y abstraída, es en cambio una observadora agudísima, y, como hemos visto, tiñe lo que ve de sus impresiones. Y es la singularidad de esa percepción de la realidad que le rodea lo que convierte a Nada en una obra insólita cuando aparece y permite calificarla de novela existencialista. Andrea, a raíz de lo que va observando a su alrededor, se va formulando preguntas sobre su vida, sobre la vida, aun sin hacerlo de modo explícito, partiendo de su punto de vista personal, subjetivo, que no se sujeta a clichés ni a obligaciones. Vamos a verla en un momento aparentemente sin importancia, anodino, como es su primera conversación con su tía Angustias:

Yo estaba sentada frente a Angustias en una silla dura que se me iba clavando en los muslos bajo la falda. Estaba además desesperada porque me había dicho que no podría moverme sin su voluntad. Y la juzgaba, sin ninguna compasión, corta de luces y autoritaria. He hecho tantos juicios equivocados en mi vida, que aún no sé si éste era verdadero. Lo cierto es que cuando se puso blanda al hablarme mal de Gloria, mi tía me fue muy antipática. Creo que pensé que tal vez no me iba a resultar desagradable disgustarla un poco, y la empecé a observar de reojo.

Andrea mezcla la molestia que nota por la silla dura en la que está sentada con el desespero que siente al pensar que su tía va a privarle de su libertad —«quiero decirte que no te dejaré dar un paso sin mi permiso», le había dicho antes—; pero al mismo tiempo juzga a su tía «corta de luces y autoritaria», aunque añade la narradora que no sabe si ese juicio era justo o no (dudaba, por tanto, ya al hacerlo); pero de lo que está segura es de que le cae muy antipática al ponerse blanda y hablar mal de Gloria. Con ello está señalando la hipocresía del personaje y en seguida toma una decisión: no le importaba disgustarla un poco; es decir, asoma inmediatamente su rebeldía. Ésa es Andrea en estado puro: inteligente, rebelde, libre.

En ese capítulo II se suceden luego la repentina ofensa de Román a Gloria, el violento enfrentamiento entre Román y Juan, los gritos y, por fin, los insultos de Juan a Gloria —Andrea lo vivirá como algo acostumbrado más adelante—; se cierra con la mirada de la muchacha fija en otra persona que vive en la casa, en Antonia, la criada:

Y entró la criada a poner la mesa para el desayuno. Como la noche anterior, esta mujer se llevó detrás toda mi atención. En su fea cara tenía una mueca desafiante, como de triunfo, y canturreaba provocativa mientras extendía el estropeado mantel y empezaba a colocar las tazas, como si cerrara ella, de esta manera, la discusión.

Andrea se fija en su mueca desafiante —la fealdad queda en segundo plano— y ve en ella el gozo por todo lo que acaba de suceder y ha oído, aunque no estuviera presente: el llanto final de Gloria al recibir los insultos de Juan —que Román escucha divertido— es también una especie de triunfo para ese ser que canturrea siguiendo la provocación inicial del perverso Román. Pero hay algo más: el gesto de poner ella las tazas del desayuno «como si cerrara ella, de esta manera, la discusión», porque es una observación tan original que queda fija en la memoria de los lectores, ¡cuántas veces podremos observar parecido gesto con un significado semejante en otros momentos!

La segunda parte del relato acaba con el desengaño del baile soñado e imposible para Andrea y, antes de ponerse a llorar en un banco de la Diagonal —«en la intimidad que me proporcionaba la indiferencia de la calle»—, reflexiona sobre su vida:

Me parecía que de nada vale correr si siempre ha de irse por el mismo camino, cerrado, de nuestra personalidad. Unos seres nacen para vivir, otros para trabajar, otros para mirar la vida. Yo tenía un pequeño y ruin papel de espectadora. Imposible salirme de él. Imposible libertarme.

Aunque, después del llanto, ella misma se dice: «En realidad, mi pena de chiquilla desilusionada no merecía tanto aparato. Había leído rápidamente una hoja de mi vida que no valía la pena recordar más». ¿Esto lo dice la muchacha de dieciocho años o la narradora Andrea, que mira desde la perspectiva de su madurez lo que hizo cuando tenía esta edad?

Bajará después por la calle de Aribau: «Mezcla de vidas, de calidades, de gustos, eso era la calle de Aribau. Yo misma: un elemento más, pequeño y perdido en ella». Es la Andrea fundida con la nada o con la vida de todos, sin fuerza para recobrar la energía de su propio yo. Pero en seguida la espera un encuentro inesperado: ve salir de su casa a la madre de Ena, que la saluda diciéndole «¡Qué suerte haberla encontrado, Andrea!». ¡La joven existe para alguien...!

Y empieza la segunda parte, el capítulo XIX, sentadas ambas en un café:

Cuando estuvimos frente a frente en el café, en el momento de sentarnos, aún era yo la criatura encogida y amargada a quien le han roto un sueño. Luego me fue invadiendo el deseo de oír lo que la madre de Ena, de un momento a otro, iba a decirme. Me olvidé de mí y al fin encontré la paz.

Andrea se olvida de ella y escucha la confesión de la madre de Ena, Margarita, que le cuenta su historia de amor en el pasado, una pieza que da sentido al presente. Andrea la escucha y curiosamente no siente piedad por lo que le está contando, y dice la narradora:

A mí me estaba dando vergüenza escucharla [...]. Era yo agria e intransigente como la misma juventud, entonces. Todo lo que aquello tenía de fracasado y de ahogado me repelía. El que aquella mujer contase sus miserias en alta voz casi me hacía sentirme enferma.

Esa misma falta de piedad aleja del sentimentalismo la figura de la joven, que se ha olvidado de sí, pero que sigue encerrada en sí misma: escucha, observa, pero lo hace desde dentro de sus propias paredes afectivas. Más tarde, en su cuarto, cuenta cómo «la noche se llenó de inquietudes». Se cierra el capítulo con una de las pinceladas líricas que reflejan su sentir: «Ya de madrugada, un cortejo de nubarrones oscuros como larguísimos dedos empezaron a flotar en el cielo. Al fin, ahogaron la luna».

La mezcla de esos ríos turbios de las historias —pasadas y presentes— que protagonizan las personas que rodean a Andrea y su fracaso en los intentos de vivir experiencias que dejen huella en su tiempo es lo que forma el entramado de Nada. La muchacha es el testigo voluntario o forzado de esos breves folletines, tragedias de pequeño formato, que se entrelazan en el escenario en que le toca vivir ese año. Al final el tajo brutal de la muerte llenará el piso de la calle de Aribau primero de gritos y luego de silencio. A Andrea le quedan como herencia horrendas pesadillas, que intenta ahuyentar saliendo a la calle, recorriendo la ciudad sola, con su traje negro, encogido por el tinte, que cada vez le queda más ancho.

Pero llegará la salvación para ese ser hambriento, angustiado, triste, solo. Y vuelve a sentir la emoción de la esperanza, a ver los rayos de sol chocando contra las ventanas de la casa que va, por fin, a abandonar. Nada es una novela existencialista porque todo lo que en ella sucede los lectores lo viven desde la mirada de esa muchacha de dieciocho años, desde su subjetivismo, desde su forma de ser, desde sus sentimientos.