ZAGUÁN

Ésta es la historia de un grupo de militantes que pretendieron ser la vanguardia de una clase trabajadora, y no lo lograron. Es también la historia de un espejismo, el de la Revolución rusa vista en el Valle de Anáhuac, cuando se encontraba realmente a millares de kilómetros de distancia. Es, por tanto, una historia claramente marginal. Aquí se habla de un millar de ciudadanos, la mayor parte de ellos obreros y campesinos, de los cuales un par de centenares tienen nombre, apellido, trayectorias, manías, vocaciones heroicas o ridículas, pasiones y gustos. Por lo tanto, es casi una historia familiar.

El autor no siente que debe apesadumbrarse por eso. Durante años en México se ha venido haciendo pasar por historia global una serie de noticias e informes sobre los actos, los aciertos, los engaños, las habilidades y la pericia de los caudillos y su poder. Esta pretendida historia social, falsificada en los reductos de la aristocracia de la historia mexicana desde el sur de la Ciudad de México, ha sido la usual moneda falsa con la que se ha traficado en el terreno de la historia posrevolucionaria de nuestro país.

En este sentido, tan marginal es esta historia como aquéllas, con la diferencia de que ésta no pretende ser otra cosa.

Mi amigo Rogelio Vizcaíno, cuando hojeaba fragmentos del manuscrito que luego habría de convertirse en este libro, me previno sobre los peligros de intentar hacer una mala historia del movimiento obrero mexicano de 1919 a 1925, so pretexto de hacer una historia de los orígenes del Partido Comunista mexicano. He tratado de evitarlo.

Por eso, el hilo conductor de lo que aquí se narra no es el de las grandes huelgas, ni las condiciones de vida y trabajo o los desarrollos organizativos del movimiento obrero, sino los fracasos de Sen Katayama como dirigente comunista en país ajeno y sus triunfos en la manufactura de hotcakes, las penurias de Ferrer Aldana y su imprenta de pedal, los apuros del agente norteamericano y secretario general Allen para jugar con dos barajas, los abnegados esfuerzos de la juventud comunista para hacerse con la dirección del movimiento inquilinario en México y Veracruz, y cosas como ésas.

En favor de este anecdotario (muy significativo para el que lo lea cuidadosamente) y su abundancia, se han perdido elementos contextuales. La pérdida ha sido voluntaria. Por un lado, el autor pretendía obviar la mayor cantidad de información que no aportara directamente al desarrollo de la historia y, por otro, quería reducir el contexto a una situación de realidad. Se trataba de ver al país desde la perspectiva de los comunistas mexicanos y la influencia que sobre ellos pesaba, y de ver a la Internacional Comunista como un reflejo distante, del que a veces llegaban consignas, a veces mentiras, a veces silencios.

No sé si esto se habrá logrado. De buenas voluntades están empedrados los caminos que llevan a las librerías de viejo.

No era posible hacer una historia del comunismo mexicano en sus años de origen sin abrirse paso en la selva espesa y tupida de la desinformación, que varias decenas de colegas habían montado a partir de los años cincuenta. Difícilmente podrá encontrarse otra etapa en la que la desinformación haya abundado de tal manera. No sólo se trata de fraudes tendenciosos de falsificadores de la historia, discípulos de los maestros rusos; también de profesionales desprofesionalizados a los que la urgente voluntad de interpretar abrumaba y les hacía olvidar la necesidad de investigar e informar al lector. Por último, hay anticomunistas de oficio cuya tendenciosa mirada sólo ve la conspiración internacional que sus patrones les piden que muestren. Mucho había de todo esto, y mucho sigue habiendo.

Es sorprendente que el Colegio de México haya avalado en 1953 el trabajo de H. Bernstein, que reúne en 10 páginas decenas de errores, y lo haya dejado ahí como el material básico sobre la historia del comunismo en su primera etapa durante varios años. No menos sorprendente es que la única historia del PC que existió durante muchos años fuera la de Márquez y Araujo, que ya en sus primeras páginas está saturada de informaciones equivocadas. No mucho mejores han sido los trabajos producidos por historiadores afines al Partido Comunista mexicano, si exceptuamos el trabajo de Arnoldo Martínez Verdugo, que corrige multitud de errores existentes en la historiografía comunista. De estos materiales se da abundante reseña en las notas a pie de página de este libro, y no se insiste más, para no desviar la atención de los lectores de la historia que se cuenta hacia la forma como esta historia había sido contada. Poco se salva de la quema. Probablemente el material más valioso producido (con un enfoque global, puesto que hay multitud de trabajos parciales muy importantes escritos por jóvenes historiadores mexicanos) sea el texto de Barry Carr, «Marxists, Communists and Anarchists in the Mexican Labor Movement», y es que Carr es un historiador meticuloso que avanza sobre la historia sin prejuicios y sin vocación de intérprete.

En ese sentido, la mayor parte de este libro es un intento por reconstruir lo que pasó, y poco espacio queda para contar por qué pasó, tarea que queda para otros compañeros que prosigan la investigación. Hay una voluntad constante de reconstruir los hechos, de buscar que las informaciones existentes se ajusten, que el mapa de los sucesos se establezca, cediéndole espacio al lector para interpretarlo. Entre los buenos deseos del autor, se encuentra éste de buscar para el lector una aproximación más libre, menos condicionada por las hipótesis o las tesis. Esto no implica que frecuentemente el autor haya tratado de ordenar la información de cierta manera, o de ofrecer una explicación sobre cierto fenómeno. El vicio es grande, los pecadores abundamos.

El autor pretendió contar la historia del partido como una serie de trabajos de un puñado de militantes influidos por la acción del movimiento social y por las consignas que les llegaban de su Meca, llamada Moscú, la cuna de la primera revolución socialista triunfante en el planeta. Lejos está, pues, de la visión que compara el deber ser del partido («la obligada vanguardia de la clase») con su triste realidad, y encuentra la razón de su fracaso en no cumplir el papel que «la historia» le asigna, en los pecados de los dirigentes, los errores de las líneas políticas, la represión estatal o la voluntad del partido. La historia no es un director escénico que ande asignando papeles, ni el historiador es un crítico de teatro callejero y social.

En este sentido, se desvalorizaron los largos documentos que por pocos fueron leídos (según confiesan los escritos internos del propio partido) y se prestó particular interés a las consignas, las experiencias directas, las lecturas más inmediatas que los comunistas hicieron de la realidad. En cambio, no se olvidó que el movimiento social era un contrapunto del accionar político de la secta. Un marco obligado, a veces silencioso, pero omnipresente, y así trató de vérsele.

Dificultades superiores encontró el autor en esclarecer el concepto de vanguardia. En ese terreno, prefirió dejar a otros el debate teórico y limitarse a matizar lo artificial de las situaciones de las vanguardias (entendiendo a los que dirigían temporalmente uno u otro movimiento, y no a los que se autoproclamaban como tales) y sus cambiantes relaciones con el movimiento de masas.

Los comunistas mexicanos del inicio de la década de los veinte son vistos por el autor con simpatía. Reconoce aquí públicamente que profesa un curioso saber, que hace que sienta como propias las experiencias de cualquier sector del movimiento popular y que no reniegue de ninguna por motivos de membrete ideológico. Así, se acerca al puñado de militantes comunistas sin prejuicios, lo que le permite tratarlos indiscriminadamente y encariñarse con algunos, burlarse de otros o estimar profundamente a unos terceros. Sus penurias y errores son los nuestros.

De esta manera, algunos resultarán policías o agentes norteamericanos, sin que por ello el partido sea «el partido de los tiras», y otros locos y visionarios, sin que el partido, en su conjunto, necesite adoptar los adjetivos, y los más, heroicos y abnegados, y los más, también, sectarios y bastante dogmáticos; y habrá burócratas y oportunistas, y dirigentes y dirigidos, y escaladores de la pequeña pirámide del poder partidario, y fieles servidores de la causa. Habrá personas, pues, aunque también habrá partido, y habrá una línea central y sus desviaciones, discrepancias conscientes e inconscientes y aciertos y errores compartidos en el eterno problema de organizar a las clases oprimidas contra sus opresores y acompañarlas en el camino de la revolución.

Los comunistas mexicanos vivieron en crisis; la crisis fue su fiel compañera. Nunca se pudieron despegar de ella. El autor desea advertir al lector que cuando en el texto se habla de crisis, se refiere a la crisis dentro de la crisis.

Los comunistas mexicanos, en sus años de origen, no fueron marxistas. Marx no se conoció en los ámbitos partidarios mexicanos hasta 1925 (el Manifiesto comunista se edita seis años después de haber nacido el PC). En el santoral comunista siempre aparecen primero Lenin y Trotsky (a veces incluso Bujarin) antes que Marx, y esto se hace porque así se estilaba en otros lados, y no porque se les tuviese particular aprecio en México. No hay en este núcleo de militantes ninguna estima por las leyes de la economía política o el debate dialéctico. Lo que de Marx tienen les llega filtrado por el jacobinismo socialdemócrata de Lenin. El partido, en este sentido, es más bien bolchevique que marxista. Sus puntos de referencia ideológicos son de carácter histórico y se remontan no más allá y únicamente a la Revolución rusa. Quiero, pues, advertir que ése es el sentido que se le da a la usadísima palabra bolchevique a lo largo del texto.

El autor deplora la falta de experimentación formal en la manufactura del libro. Reconoce su miedo a meterse en la búsqueda de nuevas formas de contar la historia, de nuevos enfoques narrativos, y sabe que no haberlo hecho va en perjuicio de la lectura más amena o más fluida que hubiera deseado. Pero cuando lo que se narra implica la necesidad de polemizar con tantos, cuando la desinformación existente lo obliga a trabajar sus materiales de una manera puntillosa, probatoria… poco se puede hacer.

Un prólogo, como repito frecuentemente, es siempre un intento fallido de mejorar un libro.

PIT II

México, D. F., 1982 — Ahuatepec, 1984 — Ciudad de México, 2018