CAPÍTULO 3

La experiencia de matar

Mientras el Ejército se disponía a perseguir terroristas en Ayacucho, Abimael Guzmán reunió en Lima al Comité Central. Los dirigentes llegaron desde cuatro centros de militancia a varias casas de apoyo, donde pernoctaron un día o dos.29 Un aparato especial los trasladó al lugar de la reunión: una amplia y cómoda vivienda cuya dirección desconocerían, pues en el trayecto tuvieron los ojos vendados.

El evento, denominado Tercera Conferencia Nacional, comenzó los primeros días de enero y culminó en marzo, convirtiéndose en el más largo período de debates en la historia de la organización. Un tema obligado fue la adopción de decisiones estratégicas para enfrentar al Ejército. Los informes iniciales alarmaban: los campesinos habían empezado a matar guerrilleros.

Unas treinta y cinco personas componían el máximo organismo del Partido Comunista del Perú, que deliberaba en un rectángulo de mesas cubiertas con paño rojo. En esta ocasión transcurría una Conferencia Nacional —un evento más amplio que el pleno del Comité Central— con dirigentes de los comités zonales y otros cuadros importantes. En el centro de la sala, los retratos de Marx, Lenin y Mao daban el marco ideológico, encima de una gran bandera roja con la hoz y el martillo y la consigna de la campaña en curso: «¡Conquistar bases de apoyo!». Guzmán encabezaba la reunión, flanqueado por su esposa, Augusta La Torre —la camarada Norah—, y por Elena Iparraguirre —la camarada Miriam—, quien sería su compañera a la muerte de Norah. Hacían una especie de Santísima Trinidad, denominada después Comité Permanente Histórico. En la reunión, Norah haría aprobar la consigna «¡Aprender del camarada Gonzalo! ¡Forjarse a su imagen y semejanza!». Y luego otra que declaraba «pensamiento guía» sus ideas. Miriam la apoyó. En diciembre último, ambas habían patrocinado el nombramiento de Gonzalo como presidente de la República Popular de Nueva Democracia. En esta Tercera Conferencia, los dirigentes ya se dirigían a él como «presidente Gonzalo».

Según testigos, el informe de los comités zonales del Comité Regional Principal acaparó la atención de los presentes. El Comité Zonal de Cangallo-Fajardo lucía un nuevo secretario, Marcial, sucesor de César, quien había muerto en el ataque al puesto policial de Vilcashuamán. Marcial dijo que las semillas de los comités populares estaban a punto de florecer y que los combatientes se preparaban para darle su merecido al Ejército. En cuanto al Comité Zonal de Ayacucho, Clara también fue optimista respecto del curso de la guerra. Advirtió, sin embargo, que las mesnadas, reciente patraña militar, demostraban un atrevimiento inusitado en Huanta. Aliadas con el Ejército, habían atacado al partido en varias comunidades.

Lleras, el dirigente del comité zonal que con Carlota Tello construía la red territorial en aquellas serranías, había sido expulsado de Huaychao durante 1982. Vergonzosamente, con todo su equipo. El fin de año el camarada Martín, un comunista probado, fue muerto a machetazos en Iquicha, conforme narró a los dirigentes zonales, con ojos asustados, el adolescente que lo acompañaba, a quien perdonaron la vida. La propia Carlota Tello acababa de salvarse en Uchuraccay. Un gamonalillo dirigió al grupo que la atrapó en una vivienda de tránsito para entregarla al Ejército. La salvaron los últimos campesinos adeptos que quedaban en la comunidad, quienes tuvieron que escapar con ella por las alturas.

El informe más preocupante procedía de Huaychao. Siete miembros de la compañía de Juan habían sido masacrados horriblemente. Juan no estaba para contarlo. Se hallaba con el resto de sus hombres en las partes altas de Huanta, quizá cercado por el Ejército.

Para la dirección era imprescindible recuperar las alturas de la provincia. Dominándolas, los combatientes podrían pasar libremente hacia otras regiones. Por el norte, a la ceja de selva de los departamentos de Junín y Huánuco, o hacia el noreste, a la zona tropical de Cusco. O también podrían irse, por el noroeste, a Huancavelica. Y todo de bajada, fácilmente. El problema era la resistencia de los iquichanos, el grupo étnico dominante, cuya rebeldía tenía una tradición repleta de enfrentamientos por motivos religiosos, prediales o personales, o si se quiere políticos, pues en el siglo XIX fueron los últimos peruanos en aceptar la independencia de España. No sorprendía que a los camaradas les hicieran hielo en aquel clima helado.

El Comité Central debatía estos asuntos cuando llegó la noticia de la matanza de ocho periodistas en Uchuraccay, la comunidad contigua a Huaychao. Las muertes fueron parecidas: los comuneros asesinaron a los forasteros con sus propias manos.

En Los Cabitos también sorprendió la matanza en Uchuraccay. Para los militares, que campesinos eliminaran terroristas por su cuenta y riesgo, como en Huaychao, era una bendición del cielo, una práctica imitable en otras zonas. Lo de Uchuraccay, sin embargo, tenía otras implicaciones, porque las víctimas eran periodistas. El comandante Pato tuvo que distraer personal para averiguar algunos detalles desconocidos. Por entonces, como sabemos, sus hombres hacían ímprobos esfuerzos para lograr información vendiendo calzones de nailon.

Aunque los agentes del SIE aún no se manchaban las manos con sangre, sí estaban dispuestos a arriesgar el pellejo para luchar contra el cruel enemigo desconocido. De aquello hablaban en sus primeras semanas ayacuchanas desde las seis de la tarde, cuando comenzaba el toque de queda y mataban el tiempo como podían, ya en el cuartel, donde algunos dormían, o en sus hoteles. En el hostal Santiago, como verdaderos comerciantes de paso, los agentes tomaban cerveza en el amplio balcón exterior que daba a la calle Nazareno, y se formaba entre ellos la camaradería de quienes se sienten en un lugar peligroso.

Todos eran suboficiales, que constituyen la masa de La Fábrica en cualquiera de sus tres variedades: Agente de Inteligencia Operativo (AIO), un sabueso en el sentido amplio; Agente de Inteligencia Escucha (AIE), adiestrado para interceptaciones telefónicas; o Agente de Inteligencia Criptólogo (AlC), que descifra mensajes codificados. Una vez egresados de la Escuela de Inteligencia, después de dos años de estudios,30 hacían labores de asistencia en el SIE a cambio de unos ciento cincuenta dólares mensuales; un sueldo flaco pero seguro. Habituados a estrecheces, preferían la pobretería de los suboficiales a ser perseguidos por el desempleo en el mundo de los civiles.

Algunos estaban habituados al Ejército: eran hijos de choferes o mayordomos de generales, o de técnicos, o de suboficiales. Otros continuaron en la institución tras haber cumplido el servicio militar como soldados rasos, algo que ningún joven pudiente hace en el Perú. Y se contaban, desde luego, los que querían ser investigadores, como Jesús Sosa. De acuerdo con sus méritos, los agentes subían desde el grado tercero hasta el primero de suboficial (SO3, SO2, SO1), y luego podían adquirir el título de técnico y subir otros tres niveles, sobre los cuales aún había tres más: técnico jefe, técnico superior y técnico supervisor, una suerte de mariscal de los suboficiales. Sin embargo, todo este recorrido nunca haría que un técnico fuera más que un oficial de la menor graduación en el Ejército.

Al cuarto año de su servicio, el AIO descubría que sus jefes en el SIE eran aves de paso, oficiales que al cabo de un año esperaban ser sacados de allí, donde no mandaban tropa y estaban desubicados para los ascensos.31 Los inquilinos eternos de La Fábrica serían ellos, viendo caer y subir comandantes y coroneles, y conociendo sin curiosidad los incidentes secretos de todos los Gobiernos. Mientras el país se inclinaba a la izquierda —en 1985 el socialdemócrata Alan García disputaría la presidencia con el marxista Alfonso Barrantes— no tenían querencias ni antipatías políticas, y ni siquiera podía decirse que odiaran a los terroristas. Simplemente se disponían a combatirlos y hasta a eliminar a sus desquiciados militantes, a quienes era mejor matar antes de que terminaran con uno.

En el fondo, los agentes sentían un íntimo orgullo al arriesgar sus vidas para librar al Perú de Sendero Luminoso. Estaban satisfechos de ser militares, y a veces lo decían abiertamente, despabilados por un par de cervezas. Aún no se insinuaban los años de catástrofe institucional, la vergüenza. El Ejército permanecía por encima de los políticos, de los ricos, de los curas, de los periodistas, gente que no iba a librar al país del flagelo terrorista. Y de esto se conversaba animadamente en el hostal Santiago mientras transcurría la noche.

Allí conoció Jesús Sosa a quienes serían sus compañeros de matanzas e infortunio, y con quienes aparecería en las fotos de los diarios y en las noticias internacionales. Varios parroquianos del hostal Santiago serían seleccionados nueve años después para integrar un equipo de élite destinado a liquidar terroristas, el famoso Grupo Colina, símbolo de los crímenes de Estado de los noventa. Allí estaban, temerosos de su futuro en la guerra, aún inocentes. Tan joven el extravertido Hugo Coral, que sobrevivió al escándalo y recién dejó el Ejército en 1999. Ángel Pino, antes de especializarse en la interceptación telefónica.32 El futuro delator, Julio Chuqui, uno de los más antiguos entre los que fueron a Ayacucho. El apacible Nelson Carbajal, al que ya apodaban Petete. Y Ángel Sauni Pomaya, siempre asociado públicamente al destacamento, aunque jamás lo integró. En 1993, cuando la prensa descubrió el Grupo Colina, Sauni pasó inadvertido, pero se hizo célebre tres años después, cuando dinamitó un local de Global TV, por entonces filial de la española Antena 3.

Hasta Enrique Martin Rivas, quien sería el jefe prominente del Grupo Colina, hacía en Ayacucho sus pininos como oficial, aquel verano de 1983. Pero no estaba asentado en Huamanga ni tuvo relación con los suboficiales del hostal Santiago. Construía carreteras en Cangallo, como correspondía a su especialidad militar, la ingeniería. En los años siguientes hizo lo mismo en otros lugares, hasta que cayó en el SIE en 1988. Sin embargo, nadie creyó esta parte de su biografía cuando ya era considerado un enemigo público y empezó a defenderse por la televisión. Entonces dijo que nunca fue un militar entrenado para matar, pues lo suyo era la construcción de puentes y caminos y, a lo más, el análisis de inteligencia. Esto era cierto, pero solo hasta 1988. Como veremos después, ese año Jesús Sosa fue a buscarlo para una entrevista que le cambió la existencia.

Pero transcurre 1983, y Jesús Sosa aún no ha matado a nadie ni conoce a Enrique Martin. Está en el hostal Santiago, convenciéndose de la inoperancia de su trabajo como vendedor ambulante. Lo asediaba el desánimo cuando recibió una orden novedosa: averiguar aspectos de la matanza de periodistas en Uchuraccay. La mayoría de víctimas pertenecía a diarios y revistas de Lima.33 Sosa debía indagar en qué circunstancias viajaron a la pobre aldea donde encontraron la muerte. De momento, no parecía un encargo imposible.

A miles de kilómetros de donde se reunía el Comité Central, el camarada Juan se reponía del feroz golpe infligido a su compañía por los comuneros de Huaychao. El 21 de enero siete milicianos habían sido victimados a golpes en el pueblo. Juan, un dirigente con varios años de trabajo en la zona, jamás esperó que los campesinos se comportaran de esa manera. Los sobrevivientes, que huyeron en desbandada, demoraron un par de días en reagruparse, y con ellos sacó dos conclusiones. Primero, lo de Huaychao tenía relación con la rebeldía de la aldea vecina de Uchuraccay, donde el camarada Martín fue asesinado. Segundo, él y su gente corrían grave peligro en las alturas de Huanta, cuyas comunidades concertaron para aniquilarlos. Quizá Uchuraccay y Huaychao coordinaban con el Ejército. Convenía buscar un lugar seguro, junto con campesinos verdaderamente aliados.

Unos veinte milicianos de Juan ocuparon las montañas de Balcón, una comunidad amiga desde donde se podían ver los movimientos de una cabra a dos mil metros a la redonda. Allí descansaban, esperando tiempos mejores, cuando los periodistas que serían asesinados iniciaron su viaje desde Ayacucho hasta Huaychao para investigar la matanza. Desconfiaban de la versión gubernamental, según la cual los comuneros mataron a los senderistas respondiendo a una agresión. Denuncias imprecisas mencionaron a niños entre las víctimas, aunque el propio presidente, en gesto insólito, felicitó a los asesinos.34

Cuando los periodistas aparecieron en el horizonte, un vigía avisó a Juan que se acercaban desconocidos a pie. El dirigente caminó hasta el borde de una quebrada para ver mejor. Después volvió a la cabaña donde se alojaba y dio algunas instrucciones. Su compañía era la única representación del partido en la zona, de modo que si los reporteros querían entrevistar a Sendero Luminoso, como se divulgó después, el encuentro debía producirse en las próximas horas.

¿Sabía Juan que los que venían eran periodistas? ¿Concertó con ellos una entrevista? ¿Qué hizo cuando se acercaron a su posición?

Pocos crímenes fueron tan investigados en el Perú como la matanza de periodistas del 26 de enero. Ningún actor de la guerra lo esperaba, e inicialmente hubo una enorme resistencia para admitir los hechos básicos tal como ocurrieron: que los campesinos decidieron eliminarlos cuando los confundieron con terroristas. Por otra parte, pese al tiempo transcurrido, se mantuvo el enigma de si los periodistas concertaron un encuentro con la guerrilla. Testimonios inéditos iluminarán aquí este episodio, para lo cual volveremos al momento en el que, luego de matar a golpes y machetazos a sus víctimas, los comuneros mostraron a la Policía una bandera roja con hoz y martillo que, según dijeron, traían consigo.

El general Noel declaró que la tela hizo que los comuneros confundieran a los periodistas con subversivos. Según la prensa izquierdista, en cambio, los militares propiciaron los asesinatos para que no se investigaran los crímenes de Huaychao.35 Cuando una comisión presidida por el escritor Mario Vargas Llosa dijo que los uchuraccaínos creyeron haber ejecutado terroristas, una enérgica desaprobación surgió desde los denunciadores de la responsabilidad militar. Parecía imposible que el Ejército no tuviera culpa. Y lo de la bandera era una patraña, una falsa evidencia sembrada por la Policía.

Pero lo cierto es que los reporteros planearon encontrarse con una columna senderista. Muchos años después de los sucesos, el periodista ayacuchano Mauro Montes declaró para este libro que uno de ellos, Octavio Infante, le pidió participar en un viaje para entrevistar al «jefe grandazo». Montes, que escribía en Noticias, el periódico dirigido por Infante, creyó que este alardeaba, y para avisarle su negativa fue a su taller de la calle Bellido. Mientras conversaban, un ayudante salió de una pieza interior descorriendo una cortina. Dejó a la vista, en el suelo, una tela roja similar a la que fue mostrada como pertenencia de las víctimas. Infante reprendió a su ayudante y extendió nuevamente la cortina. Montes cree haber visto la famosa banderola en la víspera del viaje. Guardó silencio para no debilitar la lucha de los deudos, cuya exigencia de una definitiva investigación presupone la culpabilidad de los militares.36

Otro hecho desconocido es que una de las víctimas, Eduardo de la Piniella, del izquierdista El Diario de Marka, gestionó a través de Infante una entrevista exclusiva con Sendero Luminoso. Ricardo Uceda, por entonces jefe de redacción del periódico, hizo los contactos iniciales en Huamanga con un supuesto enlace de los subversivos, el mismísimo Octavio Infante. Infante aceptó relacionar a Uceda con una columna de la zona de San José de Secce, en el área que comprende Uchuraccay y Huaychao. Pero dos días antes del viaje Infante se lesionó la columna vertebral, fue hospitalizado, y Uceda se quedó con las manos vacías.

El siguiente enviado del diario a Ayacucho, Gerardo Torres, tampoco pudo entrevistar a senderistas. La recuperación de Octavio Infante aún no concluía, pero este seguía interesado en hacer el contacto.37 Torres le informó que el reportero que lo remplazara podría lograr el objetivo. Esta fue la misión de De la Piniella, de treinta y tres años, quien viajó con indicaciones de no compartir la fuente. Es un misterio cómo Infante, comprometido con El Diario de Marka, acabó relacionado con tantos periodistas en el viaje a Huaychao y hacia la codiciada entrevista.

¿Era Infante un enlace con Sendero Luminoso? De la Piniella lo creía, a partir de la información de Uceda. Y a Uceda se lo garantizó Félix Gavilán, el impecable corresponsal de El Diario de Marka en Huamanga. Gavilán, quien también murió el 26 de enero, le dijo a Uceda que, aunque desconocía qué tipo de relación tenía Infante con Sendero Luminoso, ella existía «de alguna manera». Lo llevó hasta el taller de Infante, pero no quiso estar en la conversación.

—Lo que acuerden, manéjenlo entre ustedes —le dijo.

En marzo del 2000, el periodista Enrique Infante, hijo de Octavio, admitió al autor de este libro que su padre mantuvo ciertas relaciones políticas con Sendero Luminoso. «Nunca militó —dijo—, pero quizá asumió tareas que desconocíamos».

En realidad, Infante no hizo contacto previo con los senderistas para la expedición. Esto fue corroborado, en tres entrevistas grabadas durante el 2000 y 2001, por una fuente de calidad excepcional: Juan, el jefe de la columna senderista diezmada por los pobladores de Huaychao en 1983. Narró este detalle: sus propios ojos vieron pasar al grupo de periodistas cuando se acercaba a Uchuraccay.

Jesús Sosa indagó poco sobre lo acontecido en Uchuraccay, y lo mismo ocurrió con otros colegas suyos comisionados para esa tarea. Julio Chuqui, por ejemplo, que solía utilizar la cubierta de periodista, dio vueltas sin éxito por el hostal Santa Rosa, el alojamiento de los enviados especiales por aquellos años. En lo esencial, a los militares les interesaba impedir acusaciones en su contra por el caso, tan característico de la gestión de Noel que ocupó la mayor parte de su libro de memorias.38 Para Édgar Paz, en cambio, Uchuraccay solo fue un trabajo de días mientras buscaba local propio. Lo obtuvo a fines de febrero: una casa de dos plantas involucrada en un juicio y cuya custodia fue encargada a la Policía. La usarían prestada, y los agentes por fin podrían dejar el cuartel.

En esta casa empezaron a tener algo de acción. En un viaje para buscar información que Julio Chuqui y Juan Aguilar hicieron a Pampa Cangallo, ambos fueron detenidos y llevados a una comisaría. Chuqui se identificó como periodista, pero los policías le rompieron el carné. Peor aún, los agentes fueron golpeados, y Chuqui fue víctima de una violación con una botella de Coca-Cola. Paz informó a Noel, quien a su vez exigió a la Policía sancionar a los responsables. En qué quedó el asunto, es algo que esta investigación no ha podido determinar.

Otro incidente fue un viaje de Jesús Sosa y Elfer Ñiquén a Ocros, un caserío de pocas casas alrededor de una plaza, camino a Andahuaylas. Días antes los senderistas habían atacado la comisaría. En el campanario de la única iglesia, dejaron una bandera roja con la hoz y el martillo. El comandante Pato quiso saber la forma del ataque, y si la bandera seguía allí, para lo cual envió a los dos agentes como sabuesos, con su consabida cubierta de vendedores ambulantes. Les aconsejó hospedarse en un hotel de la localidad, sin saber que no existía, pues ningún turista había visitado jamás el pueblo. Cuando, después de cuatro horas de camino, el chofer del camión que los llevó les anunció Ocros, vieron una casa al costado del camino, un terreno para jugar fútbol, una escuela, una comisaría abandonada.

—¿Está seguro de que esto es Ocros? —le preguntó Jesús Sosa. Lo era, solo que debían caminar cinco minutos hasta un agrupamiento de casas de adobe y tejas. En la única tienda un anciano dijo que no podrían regresar a Huamanga sino hasta el día siguiente, y que mientras tanto nadie los alojaría. Agregó: «Los cumpas vienen a veces por la noche, y si se enteran de que durmieron extraños aquí, matarán al que los ayudó».

Fueron a la plaza, donde una mujer había dispuesto comestibles en el suelo, en torno al árbol del pueblo. Comieron huevos con queso y papas, y desplegaron a su vez su mercancía: calzoncillos, bombachas, polos multicolores. Por la tarde llegaron otros vendedores, despertando la curiosidad de algunos campesinos. Vendían quesos, granos, cebada, choclos, chicha de molle, carneros. Todos eran lugareños, y ninguno ofrecía lo que ellos. No pudieron vender nada, y quedaron llamativamente intrusos, llamativamente falsos comerciantes.

A las cuatro la feria se despobló. Los agentes se quedaron solos en la plaza. Cerca de allí, unos chicos se pusieron a jugar fútbol. Los agentes entraron al juego para hacer algo. Cuando el partido terminó, otra vez sintieron el vacío, e intentaron convencer al viejo para que los alojara. Anochecía, y en la tienda tres hombres bebían. Delante de ellos el anciano les negó posada. La tienda cerró a las nueve, hora en la que Ocros parece un cementerio. Deambularon, y hallaron una casa abandonada. Entraron y se acomodaron en el suelo.

En la madrugada llegaron los cumpas. Escucharon pasos en la calle, voces de hombres, puertas que se abrían y se cerraban. Abandonaron la casa por una puerta trasera que daba a un descampado, y se ocultaron en matorrales hasta que amaneció. Como a las seis, advirtieron el ruido de un motor en las alturas. Era una camioneta abierta, con campesinos en la tolva, que bajaba de Andahuaylas rumbo a Huamanga. La detuvieron, e imperativamente ordenaron al conductor que retornara el rumbo. Justo a tiempo. Los senderistas aparecieron por una de las esquinas del pueblo y avanzaron hacia el vehículo. Sonaron disparos. Jesús Sosa pudo ver la bandera con la hoz y el martillo flameando en el campanario mientras la camioneta los alejaba de Ocros, dejando una nube de polvo en el camino.

Era una primera experiencia. Fue buena. Ni sangrienta, ni épica, ni insignificante. La necesaria como para que el agente sintiera miedo de verdad, y se convenciera de que en cualquier pueblo y en cualquier momento podía morir. En el destacamento, la historia no impresionó. Así ocurría usualmente. Solo uno mismo, pensó Jesús Sosa, se siente héroe de sus propios sucesos. Y la versión propia que uno se hace del peligro es la que determina el verdadero sentimiento hacia quienes lo amenazan. Cuando llegó a Ayacucho se dijo que existían poblaciones prosenderistas y que allí los militares tendrían pena de muerte. Ahora esto lo sentía en carne propia. El incidente convenció a Sosa, antes que al resto de sus compañeros, de que el Ejército no podría atraer a los campesinos por las buenas: debería atemorizarlos aún más que Sendero Luminoso.

Extrajo una segunda verdad: en el poblador más inocente podía haber un terrorista embozado. Durante muchos días le danzó por la cabeza esta pregunta: ¿era o no el abuelo de la tienda un soplón de los senderistas? Fue el único que los trató afablemente y los mantuvo al tanto de los peligros posibles. Pero el agente desconfiaba de estas apariencias. ¿Por qué? No podría decirlo.

Más tarde, Jesús Sosa llegaría a otra conclusión: era preferible liquidar a los terroristas detenidos.

Fue un razonamiento práctico y no un sentimiento de odio. Le bastó unas pocas semanas en Huamanga para darse cuenta de que los jueces eran benévolos con los acusados de terrorismo, hasta el punto de liberar a militantes conocidos. En muchos casos la investigación había sido documentada deficientemente por la Policía, y esta carencia, ya fuera por ineptitud o falta de pruebas, era un fenómeno que iba a continuar, salvo que se cambiaran las leyes. La Policía, por más ejecuciones que hiciera por su cuenta, servía de puente para que los terroristas fueran a un juicio. Solución: la vía extralegal. El Ejército tenía que reducir a su manera a la población terrorista.

Sin embargo, matar a tal o cual senderista no era cuestión de su incumbencia. Para eso estaba el comandante Paz y más arriba el general Noel, y más alto aún el presidente de la República. Ellos creían exactamente lo mismo: había que eliminar a los terroristas. Según el agente se decía a sí mismo, Belaunde envió un mensaje claro a los militares de Ayacucho cuando felicitó públicamente a los pobladores de Huaychao que ejecutaron a los siete senderistas. Así se defendía la democracia. Con mayor razón, pues, tendría que felicitarlos a ellos cuando limpiaran de enemigos el camino. Era cuestión de que el comando eligiera bien los objetivos.

En eso trabajaban en el destacamento: aprendiendo quién era quién. Jesús Sosa confiaba mucho en el trabajo que haría Paul Ortega como analista del grupo. Ortega leía los informes de agente así como los partes del cuartel y de la Policía. Luego los digería lentamenta antes de convertirlos en documentos e información clasificada.

En el primer local del destacamento, Ortega se instaló en un ambiente de la primera planta que hizo las veces de oficina de planeamiento. Allí recibía y analizaba la información de los agentes, producía las «Síntesis de información diaria» y las notas de inteligencia. Había un escritorio para Ortega, una mesa grande con varias sillas y una radio Thompson. Además, un mapa de Ayacucho que ocupaba toda una pared y se denominaba «Carta de situación», una hoja aerofotogramétrica con las ciudades y poblados de la zona de emergencia. Sobre este documento, Paul Ortega empezó a señalar sus descubrimientos. Las bases contrasubversivas que el Ejército creaba —compañías de unos sesenta hombres, al mando de un capitán— las pinchaba con una bandera azul, el color de las fuerzas amigas. A las zonas enemigas las embanderaba de rojo. Alfileres rojos indicaban las ubicaciones de la guerrilla y sus ataques, de acuerdo con las notas de inteligencia. Con lápices bicolores se trazaban las rutas de cada fuerza y los caminos que conducían de una zona a otra. Registraba, por último, las acciones del Ejército y las de la población amiga. Cuando comenzó, los puntos rojos eran mayoría. Con el paso de los meses el otro color comenzó a dominar el escenario.

Fue a esta casa, en el lote L de la manzana 9, urbanización Mariscal Cáceres, donde algunos detenidos por el Ejército en Ayacucho entraban para no salir. No morirían precisamente en la casa: de allí eran llevados a su lugar de ejecución. La vivienda, por hallarse en un barrio de civiles, no podía ser empleada para interrogatorios violentos ni para nada que produjera ruidos extraños. De modo que los detenidos llegaban poco a poco, en pares o de uno en uno, y se los interrogaba sin hacerles daño, por lo menos en la mayoría de los casos, porque las preguntas importantes ya les habían sido hechas en el cuartel, donde el interesado podía gritar a su antojo. Hasta el mes de mayo —después todo fue distinto— en la casa no hubo una política de ejecutar a sus visitantes. Salvo contadas excepciones.

La primera excepción ocurrió una noche, a comienzos de abril.

El día anterior, el comandante Pato había traído de Los Cabitos a dos detenidos de Seccelambra con el rostro cubierto. En las horas previas, Paz pidió a Jesús Sosa esperarlo con algún agente de su confianza. Sosa no presentía que iba a matar por primera vez. Tampoco sabía que el comandante jamás había vivido la experiencia.

La Tercera Conferencia Nacional decidió darles su merecido a las mesnadas. Durante el resto del año Sendero Luminoso realizó tres sangrientas incursiones en Uchuraccay, en las que murieron unas cincuenta personas. «Hicimos contrarrestablecimiento», dijo en el 2001 para este libro, en la prisión de Aucayama, María Pantoja, la tercera jefa de la organización, refiriéndose al contraataque subversivo de otoño de 1983. A la población de la comunidad la continuaron asesinando en 1984, y sus habitantes desaparecieron durante varios años.39

En el tercer mes de la Conferencia Nacional, el Comité Central también decidió escarmentar a Lucanamarca, una comunidad enemiga que, como Huaychao, mató a militantes del partido. Una horda de senderistas la invadió el 3 de abril, y pasó a cuchillo a cuarenta y cinco de sus pobladores. En 1988, en la célebre «Entrevista del siglo», Abimael Guzmán dijo que la acción fue un error, un exceso. Demasiado tarde: Sendero Luminoso ya se había mostrado ante el país como una cruel organización criminal.

Pero el partido también trataba bien a sus amigos. De regreso de la Tercera Conferencia, Clara accedió a una petición de la viuda de Juan Argumedo, el guía de los periodistas, cuyo cadáver nunca apareció. Cuando el resto de las víctimas ya estaba sepultado y la comisión Vargas Llosa había entregado su informe y los comuneros de Uchuraccay, amontonados en una prisión, esperaban juicio, Julia Aguilar seguía buscando el cuerpo de su marido. Indagaba en la comunidad, en las comisarías, en Los Cabitos. En junio de 1983, cuando la guerrilla hacía contrarrestablecimiento, la viuda habló con un militante en Totora, una aldea de San José de Secce. Le preocupaba que los senderistas la confundieran con una buscona de policías. El senderista, que la conocía, le preguntó:

—¿Qué haces juntándote tanto con los policías?

—Aún busco el cadáver de mi esposo —contestó la mujer—. Quiero enterrarlo. Los policías deben saber algo.

—Espérate —le dijo el hombre—. Ya tendrás noticias.

Algunas semanas después, la buscaron para darle indicaciones: en tal sitio debía encontrar a algunas personas. No lo pensó dos veces y siguió la pista. Llegó a una cabaña resguardada por varios jóvenes, que la hicieron esperar un momento. Luego entró.

La recibió una joven de tez blanca y pelo fino. La descripción que hizo Aguilar para este libro coincide con la apariencia de Clara. La viuda le dijo que buscaba el cadáver de Juan Argumedo.

—Lo buscaremos —dijo la senderista—. Debes tener paciencia.

En noviembre le entregaron el cadáver. En el 2001, Julia Aguilar consideró que ya no era necesario mantener el secreto que le pidieron guardar los senderistas sobre el suceso, y lo narró para este libro:

«Después de hablar con la jefa senderista, esperé y ya no traté con los policías. El 20 de noviembre me buscaron para decirme que habían ubicado dónde estaba Juan. Me dijeron: «Usted escoja la fecha y la hora en las que quiere recoger a su esposo». Nos citamos un día domingo, en la noche, en la capilla de Paria. Yo mandé hacer un cajón y compré aguardiente y galletas para invitarles a ellos. En Paria me dijeron que tales y tales personas iban a acompañarme. Eran unas quince o veinte, la mayoría jóvenes, armados de palos. Caminamos hasta la medianoche. Estaba lloviendo, pero después se despejó bastante, y la luna hacía ver los cerros como si fuera de día. Llegamos a Uchuraccay. Ellos buscaron a un hombre y le preguntaron: «¿Dónde está?». El hombre nos hizo caminar un poco y nos señaló un sitio. «Allí está», dijo. El lugar estaba con espinas, y al comienzo de la excavación no salía nada. El cuerpo estaba a una profundidad de medio metro, boca abajo y enterito. En calzoncillos, sin ropa ni zapatos. El pelo se le había desprendido. Estaba todo sucio de tierra, no le pude ver las heridas. Lo sacamos, lo pusimos en una chacana y emprendimos el regreso. A la madrugada llegamos a mi casa y ese día lo enterré. En el velorio hicieron guardia los de la compañía senderista».

Extractos de un diálogo entre el autor y el camarada Juan, en septiembre del 2001. Temas: Huaychao, Uchuraccay, los campesinos de la zona alta de Huanta.

Ricardo Uceda: ¿Qué cargo tenía en el partido en 1983?

Juan: No lo puedo decir. Debe bastarle saber que dirigí el contingente que fue atacado en Huaychao. Hablemos de Huaychao y Uchuraccay. Lo visto por mí.

Ricardo Uceda: En 1982 ustedes fueron varias veces a la zona de San José de Secce, pero su trabajo político no funcionó. ¿Por qué?

Juan: Efectivamente, hicimos varios intentos, pero era una zona nueva. Nosotros teníamos influencia en la parte baja. Arriba los campesinos eran muy difíciles.

Ricardo Uceda: Ustedes ya habían sido expulsados de Huaychao. Y volvieron. Me llama la atención que regresaran por las buenas. Es decir, sin arrasar.

Juan: En esa zona no matamos gente en 1982. Puede comprobarlo. Después de que los comuneros expulsaran a un grupo de compañeros, volvimos para hacer trabajo político. Queríamos incorporar a los campesinos, ganarlos. Eran reacios, lo único que querían era vivir sin que los molestaran. No tenían ningún nivel de conocimiento de nada. Y cuando les hablabas de comunismo, decían: «Ah, esos son ateos, diablos. Váyanse, no los queremos». También eran manipulables. Con todo, en Uchuraccay e Iquicha habíamos avanzado bastante.

Ricardo Uceda: ¿Qué hicieron al volver a Huaychao?

Juan: Llegábamos, reuníamos a todos y explicábamos en quechua lo que queríamos. A veces Lleras, a veces CarIa, a veces yo. Organizábamos cosas. Había demasiada delincuencia en la zona: campesinos abigeos, ladrones. Iban a las partes bajas, robaban y volvían a subir. Nosotros agarrábamos a algunos delincuentes conocidos, los azotábamos, cinco o seis latigazos, y les rapábamos la cabeza delante de todos. Después decíamos que no íbamos a permitir el robo. También hacíamos propaganda política. Esto los incomodaba. Siempre pasábamos por la zona, pero eran muy reacios con nosotros. Disimulaban. A veces les decíamos que nos prestaran algo de ropa o frazadas para descansar y no nos querían dar. Eran muy distantes, no había unidad ni acogida.

Ricardo Uceda: Sin embargo, no parece que el Ejército controlara esa comunidad a comienzos de 1983. Recién había entrado.

Juan: En esos lugares la mayoría de los jóvenes hacía el servicio militar, porque era una forma de encuentro con la civilización. La escuela no era su referente de civilización, sino el servicio militar. A quien había servido en el Ejército ya se le consideraba una persona educada, que podía asumir de repente un cargo en la comunidad o que podía ser agente, o gobernador. Y a ellos recurrían las demás personas. «Este es licenciado —decían—; ya ha prestado servicio militar: él debe ser autoridad». A través de ellos el Ejército se comienza a preparar. Volvían para seguir trabajando con los militares. Yo tengo la convicción de que el Ejército no comenzó desde cero, sino que tomó como punto de partida a estos licenciados.

Ricardo Uceda: ¿Qué ocurrió el día de la matanza?

Juan: Estábamos en la parte alta de Huanta, y necesitábamos medicinas. Éramos entre cuarenta y cincuenta. Yo bajé a Huanta por las medicinas acompañado por mi grupo de seguridad, y dejé al contingente para que hiciera movilización en Huaychao. Les pedí que no se separaran, que se mantuvieran en grupo. Yo regresaría al día siguiente y seguiríamos nuestro camino.

Ricardo Uceda: ¿Qué significaba movilizar?

Juan: Hablarle a la gente, movilizarla. Ellos bajaron como a las seis de la mañana. Por mi parte, recogí medicinas por la noche y a primera hora del día siguiente inicié el regreso en camioneta hasta Paqchanqa. En el camino un compañero que venía a caballo me interceptó a la altura de San José de Secce. «Han matado a los compañeros», me dijo. «Los han matado y yo me estoy escapando de una matanza». Eran las once o doce del día. Entonces yo me regresé.

Ricardo Uceda: ¿A dónde?

Juan: A Huanta. A un lugar que controlábamos. En la noche y el día siguiente llegó la gente que había escapado. Eran como veinte.

Ricardo Uceda: ¿Y el resto? Porque eran cuarenta...

Juan: Siete murieron, veinte regresaron a Huanta y el resto huyó en otras direcciones, hacia la selva. Se perdieron.

Ricardo Uceda: ¿De qué manera estos campesinos pudieron someter a cuarenta guerrilleros? Parece imposible.

Juan: Los que quedaron en Huaychao se dividieron en dos grupos de veinte. Uno de los grupos bajó y el otro se quedó en las alturas. Abajo mataron a siete, el resto escapó. El grupo de arriba llegó a enfrentarse con los campesinos, que tenían las armas del primer contingente. Hubo un enfrentamiento. Los nuestros se retiraron.

Ricardo Uceda: ¿Cómo sucedieron las muertes?

Juan: A los que bajaron los invitaron a desayunar. Ya estaban preparados. Sabían que nosotros habíamos estado en Uchuraccay, que queda a una hora. Probablemente nos vieron de noche. En todo caso, sabían que llegaríamos en cualquier momento. Los compañeros entraron a una casa, confiados, y dejaron sus armas a un costado. Pero un grupo que venía detrás entró a la casa y los sorprendió. De pronto, uno de los lugareños se acercó a un compañero y le dispara de frente, a la cara. Las mujeres que los atendían les echaron ceniza caliente a los ojos. Los nuestros fueron reducidos. Inmediatamente una multitud sujetó a siete, mientras el resto logró huir como pudo. En ese momento los que estaban arriba se percataron y empezó el tiroteo. Unos ochenta comuneros se lanzaron contra los compañeros con las armas que nos quitaron. Había fusiles y metralletas. Imagínese: ¿un campesino manejando metralletas? No, esos eran exlicenciados. Pero en el enfrentamiento murieron varios de Huaychao.

Ricardo Uceda: ¿Qué edad tenían los que murieron de su contingente?

Juan: No eran niños. Dos eran jóvenes: Tania, que tenía diecisiete años, y otro compañero, que tenía dieciocho. Después había uno como de cuarenta y cinco años, y otro de unos veinticinco años. Había militantes y combatientes. Por ejemplo, el de cuarenta y cinco años era un militante antiguo. Había estado en la guerrilla de Máximo Velando y De la Puente Uceda. No recuerdo su nombre. Era un campesino de Macachacra. Murió junto con su hija, que también estaba incorporada. Ella tendría unos veinticuatro años. Murió también Elena, una dirigente intermedia que había escapado de la cárcel. Murieron dos chicos de San José de Secce. En total, siete.

Ricardo Uceda: ¿Y cómo surgió la versión de los niños muertos?

Juan: Porque Tania era menudita y delgadita. Parecía muy joven.

Ricardo Uceda: ¿Qué pasó después de Huaychao?

Juan: Cuando mataron a los de Huaychao, nosotros nos replegamos. Nos quedamos en las alturas, por Balcón, que era una comunidad amiga. Desde allí podíamos ver todo el campo minado en el que se había convertido el territorio. Luego de lo de Uchuraccay la zona era frecuentada por el Ejército y la Marina, y los helicópteros subían y bajaban todos los días.

Ricardo Uceda: ¿Ellos tuvieron conocimiento de la expedición de los periodistas?

Juan: Sí. Yo los vi.

Ricardo Uceda: ¿Cómo?

Juan: Desde Balcón. Los vi en camino a Uchuraccay.

Ricardo Uceda: ¿Ellos se habían contactado con ustedes?

Juan: No.

Ricardo Uceda: ¿No fue Octavio Infante quien hizo el contacto?

Juan: No. Tendrían que haberme consultado. Yo estaba a cargo de la zona.

Ricardo Uceda: Los periodistas tenían un guía, Juan Argumedo, cuyo cadáver nunca apareció. ¿Él no se puso en contacto con ustedes?

Juan: No. Conocíamos a Argumedo, pero no coordinamos. Un campesino vigía me informó que se acercaban personas. Fui a ver y, efectivamente, había un grupo que pasaba por abajo. Averiguamos. Habían llegado en auto hasta Apacheta y se dirigían a pie a la casa de Argumedo, que queda por allí. Envié a preguntar a la casa de Argumedo. Nos dijeron que eran periodistas y que hacían una investigación. Me dije: «Esto no es con nosotros». Y los dejamos pasar. Dicen que tenían una bandera. Dudo eso. No vi la bandera cuando caminaban a Uchuraccay.

Ricardo Uceda: ¿Cuándo se enteraron de la matanza?

Juan: Al día siguiente. Los campesinos nos contaron que habían matado a ocho arriba, en Uchuraccay. No sabíamos quiénes eran. Nos enteramos de la noticia por la radio.

Los detenidos durmieron una noche en el destacamento. Cuando el comandante Paz se los encargó a Jesús Sosa, diciéndole que eran dos mandos, el agente los subió a la azotea, al cuarto de servicio que hacía de calabozo. En la noche siguiente, Paz dispuso regresarlos al cuartel, y los trasladaron en el auto que compró el comandante para el destacamento, un Volkswagen Passat celeste, de segunda mano. Subieron Paz, el capitán Coral, Sosa y otro agente, luego de meter a los detenidos —que continuaban encapuchados— en la maletera.40

Cuando partieron, Jesús Sosa ya suponía de lo que se trataba. En el auto llevaban dos picos y dos palas. ¿Para qué iba a ser?

Estacionaron en las afueras del cuartel, en una parte que no estaba cercada como ahora. Al norte, Los Cabitos limita con la quebrada de Huatatas, que también flanquea la parte oeste. Había, pues, abismo por dos partes. Al este nacía la pista donde los aviones aterrizaban en Huamanga. Y el lado sur —la zona de ingreso— daba al estacionamiento del aeropuerto. Allí había una tranquera con un sargento y dos soldados. Luego de cruzarla se sucedían, al costado izquierdo, viviendas para los oficiales, y, al derecho, campos de entrenamiento. Al fondo estaba el cuartel propiamente dicho, que lucía muros de adobe grueso y un portón donde el oficial de guardia dirigía la seguridad con veinte soldados.

Paz y sus hombres pasaron la tranquera y se dirigieron a la parte posterior de las viviendas, donde había precarias construcciones para suboficiales y terrenos eriazos próximos a la quebrada, imposibles de divisar en la negra noche. El lugar era óptimo. Buscaron una zona de terreno blando y comenzaron a cavar.

¿Quiénes cavaban? Los suboficiales. Esto, como comprobaría Jesús Sosa después, era moneda corriente en las ejecuciones. Muy contados oficiales daban una mano, cavando o disparando, en estas horas culminantes. Había una cuestión de rangos, y no era del caso que los oficiales hicieran el trabajo manual. Pero en ocasiones algunos ponían el hombro y todo era distinto; se establecía una relación más estrecha y leal entre ellos y los suboficiales. Desde luego, estas cavilaciones las haría Jesús Sosa muchos años más tarde y no aquella vez. Esa noche le pareció lo más natural del mundo que Kiko y Pato se fumaran un cigarrillo mientras él y el otro suboficial preparaban las tumbas de los primeros fiambres de su vida.

Los agentes empezaron a cavar dos fosas, una distante cien metros de la otra. Encontraban piedras, y poco a poco fueron sacándolas a la superficie mientras sus golpes de pala penetraban difícilmente en la tierra. Después el problema ya no fueron las piedras sino la resistencia misma del suelo. Faltaban más hombres para el trabajo. Media hora más tarde, solo habían logrado hoyuelos de cuatro metros de diámetro por medio metro de profundidad. Había sido endemoniadamente difícil hacer un hueco en la tierra pedregosa.

Lograron un par de fosas aceptables al cabo de dos horas. Los oficiales fueron por los supuestos mandos senderistas, que seguían encerrados en la maletera del Passat.

Pato y Kiko caminaron, cada cual con su detenido, con sus pistolas desenfundadas, como en las películas. En eso uno de ellos —el de Kiko, que era alto y fornido— se lanzó a correr a toda velocidad.

El hombre no tuvo buena fortuna. Como estaba vendado, no supo que iba hacia el cuartel, por donde Jesús Sosa daba los últimos toques a su fosa. Al agente le fue fácil, cuando pasó por su lado, ponerle una zancadilla y derribarlo. En cuanto a Kiko, se quejaba con ayes y palabrotas. Había caído de posaderas sobre una tuna, cactácea de recias espinas que terminaron metidas en el trasero del capitán.

El fugitivo, que pudo sacarse la venda, luchó con Sosa. El capitán se repuso y se acercó a los hombres que forcejeaban. Acercó su pistola al detenido y le disparó en la cabeza. Una parte del cráneo estalló, y el rostro del agente resultó salpicado de sangre y sesos.

De inmediato se escucharon gritos. Eran de Paz: el otro detenido y el comandante —apenas ayudado por el segundo agente— luchaban cuerpo a cuerpo encima de una de las fosas. El resto llegó en su auxilio y ahora fue Sosa el que disparó su pistola. Herido de muerte, el detenido cayó sobre su propia tumba.

Fue una decisión instintiva. Cuando lo pensó después, el agente se sorprendió de que la experiencia de matar pudiera ser tan espontánea. Respecto de los oficiales, es preciso decir que no admiten los hechos.41

En el camino de regreso, Jesús Sosa repasó sus conclusiones. Una, cavar es tarea de varios. Otra, los oficiales eran unos idiotas. ¿Cómo se les ocurría ejecutar detenidos sin atarles las manos?

Cuando regresaron al destacamento, era de día. El agente se dispuso a salir al mercado para desayunar. Antes decidió entrar un momento al baño. La puerta no estaba asegurada, y la abrió.

Subido en una banca, con los pantalones caídos, el capitán se miraba el culo en el espejo. Con la punta de los dedos retiraba, delicadamente, espinas clavadas en sus nalgas.

Un gesto de fastidio asomó al rostro de Kiko. El agente preguntó:

—¿Lo ayudo, mi capitán?

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29Provenían del Comité Regional Principal, que abarcaba los departamentos de Ayacucho, Huancavelica, Apurímac y la provincia de Andahuaylas; del Comité Regional del Centro, a cargo de Junín, Cerro de Paseo y Huánuco; del Comité Regional del Sur, correspondiente a Tacna, Arequipa, Puno y Cusco; y del Comité Regional del Norte, que comprendía Huaraz, La Libertad y Cajamarca. Además, desde sus zonales de Lima, asistían los miembros del Comité Metropolitano. Aún no existía el Comité Regional del Huallaga, que surgió en 1984.

30Actualmente la escuela diploma a sus agentes después de tres años de estudios.

31En el SIE había oficiales que hicieron el Curso Básico de Inteligencia (CBI), cuando eran capitanes, y a quienes el trabajo en La Fábrica podía favorecer para un ascenso. Pero no todos habían seguido el CBI.

32En rigor, Pino no estuvo destacado al grupo del comandante Paz, sino a la dotación de Los Cabitos.

33Murieron Eduardo de la Piniella, Pedro Sánchez y Félix Gavilán, de El Diario de Marka; Jorge Luis Mendívil y Willy Retto, de El Observador; Jorge Sedano, de La República; Amador García, de la revista Oiga; y Octavio Infante, del diario Noticias de Ayacucho.

34El 23 de enero, hablando públicamente de los hechos, Belaunde elogió el «patriotismo» de los pobladores.

35El principal vocero de esta posición fue El Diario de Marka, perteneciente a partidos marxistas. La mitad de la redacción pertenecía de alguna manera a estas organizaciones, incluido el autor.

36Entrevista grabada en Huamanga, el 7 de enero del 2004. El de Montes es el único testimonio directo de la existencia de la banderola distinto al de los comuneros, aunque no es concluyente. También es singular la declaración que hizo para este libro Juan Argumedo, cuyo hermano José fue el guía lugareño de los periodistas en la expedición y murió con ellos. Argumedo defiende al mismo tiempo la tesis de la culpabilidad militar y la de la existencia de la banderola. Cuando, avisado de la matanza, se dirigió a Uchuraccay, los comuneros le dijeron que los periodistas traían una bandera, y él les cree. Para otros, sin embargo, la banderola atribuida a los periodistas es la misma que el 27 de enero vino desde Iquicha amarrada al cuello del teniente gobernador Julio Huayta, a quien comuneros de la zona llevaron a Uchuraccay por la fuerza, acusándolo de complicidad con el senderismo.

37En una entrevista para este libro, Torres dijo que habló tres veces con el convaleciente Octavio Infante, quien aseguró que «de todas maneras» Sendero Luminoso brindaría una entrevista a El Diario de Marka.

38Clemente Noel, Ayacucho: testimonio de un soldado, Lima, Publinor, 1989.

39Ver amplia información al respecto en Informe final, tomo V, Lima, Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR), 2003, pp. 124-179.

40Las fuentes no recuerdan sus nombres, pues solo estuvieron veinticuatro horas en la casa de Mariscal Cáceres. Dijeron que el comandante Paz los trajo de Los Cabitos.

41Coral no pudo ser entrevistado por las razones ya expuestas. En cuanto a Paz, dijo que la escena fue inventada por alguien, y que en Ayacucho se desempeñó como un oficial de inteligencia y no como un asesino. Paz consideró contraproducente reproducir historias como las señaladas, no solo porque son falsas, sino porque abrirán más la brecha entre civiles y militares peruanos, y debilitarán el compromiso de estos ante nuevas amenazas subversivas.