CAPÍTULO 2
La Retransmisión
¿Contra quiénes pelearía el general Noel? Un año atrás, la noche del 27 de febrero de 1982, buena parte de los que debían ser identificados por los agentes del SIE estaban en una casa de Huamanga, planificando el golpe más audaz de Sendero Luminoso en Ayacucho: el asalto a la cárcel de la ciudad. El grupo escuchaba a César, de veintiocho años, mando militar de la acción.
César era alto y enérgico. Sus maneras expresaban la decisión férrea de atacar el penal, por mucho que pareciera una locura liberar con un puñado de hombres a más de cincuenta detenidos. A su lado, asintiendo con la cabeza, lo observaba la agraciada camarada Clara.
Para la acción, el partido reunió por primera vez a combatientes de los comités zonales de Ayacucho y Cangallo-Fajardo. El teatro central de la guerrilla comprendía los departamentos de Ayacucho, Apurímac, Huancavelica y la provincia de Andahuaylas, en cada uno de los cuales funcionaba un comité zonal. Estos cuatro organismos eran los pilares del Comité Regional Principal (CRP); pero el CRP aún no tenía una directiva que lo representara, y cada zonal reportaba al Comité Central. Sus miembros, salvo los secretarios, no se conocían entre sí.
En el CRP los comités más influyentes eran los del departamento de Ayacucho: el de Cangallo-Fajardo, cuyo secretario era César, y el de Ayacucho, dirigido por Clara. El primero trabajaba en las serranías de mayor pobreza y extensión. El otro, en la capital del departamento y en la provincia de Huanta, contigua a una zona de selva. De los dos dirigentes, Clara tenía mayor rango: pertenecía al Comité Central, al que César aún no llegaba. Ella sería el mando político de la acción, y César, el mando militar. Como tal, este controlaría las operaciones.12
En la noche siguiente, los presos senderistas se amotinarían mientras asaltaba el penal un piquete protegido por francotiradores. Otros atacantes retendrían en sus locales a los policías de la ciudad. Los detenidos reducirían a los guardias penitenciarios y abrirían el portón de acceso. Antes de la fuga, confiscarían todo el armamento.
Todo fue planeado en Lima por Abimael Guzmán. Inclinado ante un croquis, César recordó los pormenores a los asistentes. Un detalle era que el camión del rescate debía llegar a la calle Garcilaso de la Vega. En realidad, César repitió una indicación de Guzmán.
—Qué tal memoria la del camarada Gonzalo —dijo uno de los presentes—. Figúrense, acordarse del nombre de este callejón.
No solo eso. Guzmán recordaba perfectamente las características de la cuadra que daba al frontis de la cárcel, en la calle Maravillas, e indicó las casas donde debían ubicarse los francotiradores.
Los asistentes repasaron el plan. Integrarían piquetes de cinco o seis personas que actuarían en diferentes lugares de Huamanga: Ataque 1, Ataque 2, Contención, Retirada. Estaba claro quiénes tomaban el camión, cómo se atacaba, dónde recogerían a la gente. Todo quedó listo, y César levantó la reunión. El asalto no podía fallar.
Pero falló.
La noche del 1 de marzo, el mismo grupo senderista desarrolló una tensa reunión en una casa de Huamanga. El camarada César se había autocriticado duramente. Clara también lo responsabilizaba.
—César es el mando militar —dijo Clara—. Él debía tener previsto todo, pero vaciló. Aquí fue un problema de vacilación lo que hizo fracasar el brillante plan concebido por la dirección.
Conforme a lo previsto, los presos senderistas se amotinaron mientras afuera los atacantes ocuparon sus posiciones. Pero nunca llegó el camión para rescatar a los prisioneros. Sin vehículo, proseguir la acción era imposible, y César la declaró cancelada. En la cárcel, los policías debelaron el motín. Hubo cuatro senderistas muertos y dos heridos, que fueron llevados al hospital público.
La cólera de Gonzalo fue transmitida a los responsables, a quienes culpó de graves desviaciones. El partido estaba a pocos días de una reunión decisiva, la Segunda Conferencia Nacional, que debía inaugurarse celebrando la liberación del principal contingente de prisioneros.13 Ahora ocurriría lo contrario: el partido iba a quedar en ridículo ante el país y la dirigencia ante los militantes.
Entonces Gonzalo dio una orden definitiva. Lo hizo por teléfono, y los dirigentes de Ayacucho no lo creían. ¿Habían escuchado bien? Guzmán pedía volver a atacar la cárcel de Huamanga. De inmediato. Con el mismo plan y los mismos hombres, y a cualquier precio. Ya habría tiempo de arreglar cuentas con César y Clara.
Los de Ayacucho obedecieron y se organizaron para repetir el intento. Pero antes la autocrítica era fundamental, y dedicaron una hora a discutirla. ¿Por qué fracasó la acción del 28 de febrero? Si el plan era bueno, ¿cómo se explicaba lo del camión? El problema no podía ser la falta de vehículos, la impericia del encargado, o que hubo algo imprevisible. No. El problema, concluyeron, era que César desconfiaba del plan. Lo consideraba muy audaz, militarista.
Esto era común en las discusiones senderistas: los problemas siempre eran de naturaleza política y nunca surgían por otras causas.
En verdad, el plan parecía imposible. Protegían la ciudad más de doscientos policías, asentados en tres locales. El cuartel Los Cabitos, con sus trescientos soldados, quedaba a cuatro kilómetros de la cárcel. A su vez, el penal tenía su propia dotación de guardias. ¿Cómo neutralizar a toda esta fuerza con unos pocos atacantes?
Según sus acusadores, César no confió en el plan, basado en la sorpresa. No lo aplicó bien, y por eso la operación fracasó. La desconfianza en el plan, dijeron, produjo vacilación en el dirigente. Vacilación: aquel era el problema político, la explicación de que el camión no hubiera sido expropiado. Clara fue implacable. El camarada César aceptó haber vacilado por desconfianza en el plan magistral de la dirección, al que juzgó extremo y militarista.
—He perjudicado la moral de la clase —dijo, aludiendo a los efectos del fracaso sobre el ánimo de la militancia—. Heroicos combatientes han muerto por mi culpa.
La sinceridad de César parecía tan inmensa como su arrepentimiento. Añadió que había cambiado de actitud y que demolía sus posiciones equivocadas. Repudiaba, aborrecía su vacilación. Asumiría la excelencia del plan y lo aplicaría dando su sangre en otra acción.
En realidad, la junta no pretendía liquidar a César, sino unir más a los militantes en torno de lo que harían. Era una convocatoria de remoción, en la que, tras ser blanco de las críticas, los equivocados corregían sus posiciones y luego combatían con más entrega y confianza en la dirección. En momentos como aquel, los senderistas podían llegar al clímax de su devoción ideológica.
—Es la hora de la unidad —dijo Clara—. Y recordemos a Lenin: si peligra la moral de la clase, no importa cuántos líderes caigan.14
La noche del 2 de marzo, la acción solo demoró media hora, y fue un éxito. Treinta y tres atacantes liberaron a setenta y ocho senderistas empleando seis fusiles FAL, seis carabinas y quince pistolas ametralladoras. Guzmán tuvo razón: la sorpresa y no el armamento fue lo decisivo. En realidad, a Sendero Luminoso siempre le faltaron medios,15 que obtenía asaltando comisarías o ejecutando policías. Según el Ejército, hasta 1982 arrebató noventa y tres armas a las fuerzas de seguridad de Ayacucho, entre metralletas, pistolas y fusiles.16 Por entonces su arsenal en la zona reunía unas ciento veinte unidades, nada extraordinario. Cada pelotón empleaba uno o dos fusiles y un par de pistolas, aunque hubo más en los años posteriores. En 1985, cuando el número de armas robadas llegó a ciento cincuenta y siete, la guerrilla tendría un total de quinientas unidades, a cargo de doscientos cincuenta mandos calificados.17 Pero lo que tuvo a comienzos de los años ochenta le bastó para aterrorizar a Ayacucho.
El impacto político del asalto fue brutal, y se agravó después de la fuga. En la madrugada siguiente, un grupo de policías mató a tres de los cuatro prisioneros senderistas internados en el hospital público de Huamanga, entre ellos al antecesor de Clara en el Comité Zonal de Ayacucho, Carlos Alcántara.18 La imagen de lo sucedido cambió con esta venganza, que produjo en la población un repudio mayor que la fuga misma. Para Clara, el golpe fue terrible en lo personal: amaba a Alcántara. Era su pareja cuando él cayó detenido ese año.
En Lima, el ministro del Interior, José Gagliardi, se dispuso a renunciar. Lo impulsaba no tanto la imprevisión causante de la fuga sino el crimen cometido por miembros de una institución a sus órdenes. Su predecesor, José María de la Jara, dimitió cuando la Policía mató a un estudiante en Cusco. ¿Acaso no debía imitarlo? Lo disuadió el viceministro, Héctor López Martínez.19
El mayor problema era la humillación infligida por Sendero Luminoso al Gobierno, al demostrarle su poder. El asesinato de los detenidos fue otra derrota moral. Nadie recordaría que en la acción se fugaron ciento ochenta delincuentes comunes y murieron dos policías. En Huamanga, solo un puñado de personas estuvo en el velorio de uno de ellos, Florencio Aronés. Al cadáver del senderista Carlos Alcántara, en cambio, lo acompañó una multitud. La soledad del mártir policial producía lástima cuando los entierros coincidieron en el cementerio.
Seis meses después, la senderista Edith Lagos murió en un enfrentamiento con la Policía. Diez mil personas, algo nunca visto, siguieron el ataúd, envuelto en una bandera roja y escoltado por militantes armados. Es cierto que era ayacuchana y famosa. Pero también era verdad que nadie lloraba así a un muerto del Viejo Estado en la ciudad.
En junio de 1982, el Comité Zonal de Ayacucho realizó la Retransmisión de la Segunda Conferencia Nacional. Dirigentes intermedios, cuadros y combatientes, recibieron —les fue retransmitido— el informe del último Comité Central. Unas cien personas sesionaron durante cinco días. El partido otorgaba la mayor importancia a este tipo de reuniones, destinadas a mostrar lo que pasaba en el corazón y el cerebro de la dirección. Cada comité zonal hacía una para su área de influencia, en una base segura. En este caso, una casa hacienda del distrito de Macachacra, en la provincia de Huanta. El propietario era amigo. Los comuneros también; incluso hicieron vigilancia en los alrededores.
Durante los días previos, un comité improvisó tarimas en las habitaciones —tablones sobre piedras cubiertos con mantas— para que todos tuvieran lecho. Reunió frazadas, adquirió víveres y medicinas, coordinó el servicio de comidas. Cuando los primeros convocados llegaron, nada faltaba, incluida una sala de reuniones en el ambiente mayor de la casona. Allí juntaron mesas en forma de herradura, de modo que los participantes pudieran verse las caras. También dispusieron varias filas de bancas. En una pared se lucían Marx, Lenin y Mao, junto con una gran bandera roja con dos líneas de palabras. La primera decía: «Retransmisión de la Segunda Conferencia Nacional».
La otra: «Batir para avanzar hacia las Bases de Apoyo». Debajo ubicaron la mesa de la dirección. La distinguía una banderita roja con su mástil, su hoz y su martillo.
La noche de la víspera, los militantes departieron en el patio de la casa hacienda, enrojecido por el despliegue de banderas. La reunión comenzó a las ocho de la mañana siguiente, con el ingreso de los líderes precedidos por Clara, la secretaria del comité zonal. Adentro, las ubicaciones dependían de las jerarquías. En la mesa principal, Clara y los mandos. En el resto de la herradura, de mayor a menor cercanía con la dirección, los cuadros probados, los cuadros y los militantes. Los combatientes ocupaban las bancas: eran miembros del Ejército Guerrillero Popular que hacían méritos para ser aceptados en el partido.
En su sitio, todos se mantuvieron de pie. Así cantarían «La Internacional».
Una vez concluido el himno, los asistentes se sentaron, menos uno, que ocupaba la mesa de dirección. Por tratarse de una Retransmisión que reunía a combatientes, quien comenzaba la reunión era Aurelio, subsecretario y mando militar del Comité Zonal de Ayacucho. Si el auditorio hubiera sido de militantes, la primera oradora habría sido Clara, secretaria y mando político. Aurelio debía, pues, dirigirse inicialmente a los asistentes.
—Compañeros —dijo—: en nombre del Partido Comunista del Perú, y por encargo del Comité Central, como mando militar y estando en la conducción de la zona guerrillera, doy inicio a la Retransmisión de la Segunda Conferencia Nacional. Y lo hago con mi incondicional sujeción a la jefatura, al presidente del partido, el camarada Gonzalo...
Este era un rito común en las ceremonias políticas senderistas: una declaración de obediencia y devoción a Gonzalo. Al hacerla, Aurelio movía el brazo derecho de arriba abajo, como dándose cuerda. Su seudónimo en el partido era Gite, pero las fuerzas de base, los campesinos amigos, lo conocían como Aurelio, de acuerdo con la política de doble identidad establecida para reconocerse dentro y fuera de la organización. Años después, Aurelio fue referido a la Policía como Gite, y como tal se quedó en sus archivos. Su intervención fue breve: resaltó la importancia del evento y le pasó la palabra al mando político de la compañía y secretaria del comité zonal.
Se hizo un silencio para escuchar a Clara, hasta que irrumpió su voz grave. Comenzó, también, expresando su sujeción incondicional al camarada Gonzalo. Pero de un modo más laudatorio, más vibrante que el de Aurelio:
—Expreso mi absoluta sujeción a la jefatura; mi total, pleno, cabal, incondicional respaldo al hijo más preclaro de la clase, que condujo magistralmente la Segunda Conferencia Nacional. Mi sujeción a quien dirige la guerra popular en el Perú, al faro luminoso de la revolución mundial.
Y añadiría:
—Mi sujeción plena al partido, mi sujeción plena a nuestra línea política general, mi sujeción plena a nuestra concepción invicta del marxismo-leninismo-maoísmo-pensamiento guía del camarada Gonzalo.20
Al hablar así, marcaba una pauta. En adelante, todos la imitarían, siendo enfáticos y trémulos al referirse a las mismas lealtades.
Clara expuso la agenda. Primer punto, Retransmisión, o sea, el resumen de la Segunda Conferencia. Segundo punto, toma de posición, donde habría espacio para la lucha de dos líneas, el método maoísta para avanzar resolviendo las contradicciones mediante la crítica y la autocrítica. Cada fase era tradicional y lenta. Clara tardó más de un día refiriendo los debates sobre el estado de la lucha de clases y el balance de las acciones del partido. Comenzó analizando el contexto mundial para descender luego a la coyuntura vernácula, precisando, en cada caso, cómo percibía la jefatura los asuntos. De cuando en cuando mencionaba citas de Lenin, Marx y Mao Tse-Tung, y hasta expresiones académicas sobre el arte militar, que repetía fielmente, pues no se permitiría aportes propios o inauténticos. Como, por ejemplo, cuando invitó a los asistentes a considerar las normas sobre el don de mando del general Rommel para aplicarlas en la zona guerrillera: conocer su función, conocerse a sí mismo, dar el ejemplo, actuar con iniciativa, asumir su responsabilidad, conocer a sus hombres, emplearlos según su capacidad, mantenerlos informados, buscar su bienestar, entrenarlos como equipo, asegurarse de que comprendan las tareas, asegurarse de que las cumplan.21 El camarada Gonzalo las había citado de memoria en la Segunda Conferencia.
Del mismo modo, Clara retransmitió las palabras de Gonzalo acerca de las que llamó cuatro cuestiones sobre el poder: cómo conquistarlo, a quién entregarlo, cómo mantenerlo, con quién compartirlo. Había igual número de principios de acción. Uno, el poder era para el partido y la clase, y no para feudos personales. Otro, aniquilar las fuerzas vivas del enemigo para conservar las propias. Los dos restantes reflejaban la ineludible necesidad de aliarse con los campesinos, pero luego de liquidar a su pequeño mundo político: a las autoridades, a los gamonalillos, a los policías, a los delatores, a los campesinos rebeldes. Así, el tercer principio fue batir para avanzar hacia las bases de apoyo. Y el cuarto, crear las bases de apoyo.
Guzmán empleó la palabra batir en su acepción destructiva. «Significa arrasar. Y arrasar es no dejar nada», dijo. De modo que «¡Batir!» fue la exclamación característica en la Segunda Conferencia. Debía destruirse toda representación del Viejo Estado en el campo, donde crecerían, como rosas en jardín burgués, los comités populares del nuevo poder.
Los asistentes tomaban nota de lo que se decía para informar después a las bases. Todavía se escuchaba, nadie debatía. A las doce se sirvió el almuerzo, con un solo plato. Los almuerzos consistirían en frijoles con guiso de carne, tallarines con atún y otras combinaciones basadas en menestras, acompañadas con pan, cancha o mote. Se comenzaba a comer cuando el último plato estaba servido. Al final, un vaso de mate, y luego un descanso hasta la una y media, cuando la sesión continuaba. A las ocho de la noche servían la cena, terminada la cual el patio de la casona se poblaba de contertulios y cantores, de combatientes que caminaban de un lugar a otro como en un cuartel, mientras en el salón algunos dirigentes conversaban.
La parte más picante del informe de Clara era el balance de la lucha revolucionaria. O sea, la situación de las dos colinas, metáfora maoísta alusiva a los bandos enemigos. Por un lado, Clara embestía contra el Gobierno belaundista y su «política hambreadora», ridiculizando sus manotazos de ahogado ante el incontenible curso de la guerra popular. También criticaba a la «colina de acá», pues buena parte de la Segunda Conferencia la dedicó Guzmán a combatir la línea oportunista de derecha «que trata de convertir a la organización en un núcleo de marxistas pequeñoburgueses». Un grupo de dirigentes, encabezado por Nicolás, fue duramente atacado en la lucha de dos líneas. Nicolás era Osmán Morote, durante varios años erróneamente considerado el número dos por la Policía y la prensa. Morote no estuvo de acuerdo con matar autoridades en forma indiscriminada, y perdió su condición de dirigente.22
El balance de Clara fue optimista: el partido crecía, los comités populares surgían, la otra colina tambaleaba. Su informe concluyó al caer el segundo día. En la mañana siguiente comenzaría el debate propiamente dicho, la toma de posición, en el que los oradores previsiblemente apoyarían las conclusiones que la dirección les transmitía a través de Clara. Lo hicieron, siguiendo un orden de jerarquías. Primero los responsables del comité zonal, después los cuadros probados, luego cuadros y militantes y, por último, los combatientes. Así, a Clara la sucedió Aurelio, y a este César, al que siguió Tomás. Y, a continuación, otro César.
Sus exposiciones observaron la misma estructura —el mundo, el Perú, el partido—, destacaron partes específicas del informe y remataron con una rotunda opinión sobre los asuntos internos. En este punto, resaltaron los problemas identificados por Clara, fustigando a quienes los provocaron. Era un adelanto de la forma en que les atizarían después, en la fase más tensa de la lucha de dos líneas. De los cinco miembros de la mesa directiva, Clara, de veintisiete años, desertora de la especialidad de Psicología en la Universidad Nacional Federico Villarreal, era la de mayor preparación y rango, pues pertenecía al Comité Central. Aurelio, de veintidós, también había sido universitario, en la especialidad de Agronomía en la Universidad Nacional San Cristóbal de Huamanga, aunque los trotes por las serranías le dieron una apariencia de campesino ojón y pequeño, de piel oscura. Se llamaba José Arango Huarancca y a la sazón usaba otro seudónimo, Gite, que coincidía con las iniciales de sus padres, Gilberto y Teresa.23 En 1988 moriría sin llegar a ser secretario, en un enfrentamiento en la zona de Chungui. Cayó herido en el río Pampas, que se lo llevó. A su lado estaba Óscar Ramírez Durand, el célebre Feliciano, quien huyó para seguir como el implacable hombre fuerte del Comité Principal.24 En cuanto a César, se trataba de Saturnino Mendieta, un sastre trujillano de veinticuatro años. Era un César distinto al de Cangallo —el mando militar durante el asalto a la cárcel—, siempre sonriente y animado. Pese a ser costeño, se destacaba como gran caminante en las serranías. La Policía no supo de su existencia hasta que, un poco después de la Retransmisión, fue delatado, detenido y enviado a la cárcel de Lurigancho, en Lima. Durante el proceso no pudieron probarle delitos, y salió libre en 1986, poco antes de la famosa matanza de senderistas en el penal. Aún viviría otros seis años, hasta que cayó abatido en un enfrentamiento en Huánuco, en 1992.
A su lado descollaba Tomás, Lleras para las masas, un ayacuchano alto e inflado, responsable de la llamada red territorial, el sistema de apoyo campesino al partido. Su trabajo era político, ajeno a la conducción militar a cargo de Clara, Aurelio y César. Víctor Quintanilla —tal era su nombre— hablaba fluidamente quechua, una cualidad indispensable para el proselitismo rural.
Un quinto dirigente operaba en la ciudad, al mando del comité local de Huamanga. Se llamaba, también, César. Era, pues, un tercer César, conocido como Carlitos por los milicianos, o como Chino en trances más informales. Tenía ascendencia asiática y un aspecto típicamente urbano, el de un estudiante con zapatillas y jeans. Venía de Lima y desapareció junto con Tomás, cuando ambos caminaban por las calles de Huamanga.
Estos dirigentes fueron hablando uno a uno para referirse al informe de Clara. Les siguieron los militantes probados, quienes, sin existir como estamento, tenían liderazgo y antigüedad, y podían remplazar a un miembro muerto o detenido del comité zonal. Se destacaba Carlota Tello Cuti, la pequeña y flamígera senderista que trabajaba con Tomás en la red territorial. Y Ángel, cuyo verdadero nombre era Alfredo Pillpe Huayta, y a quien apodaban Chueco porque tenía la mandíbula torcida. Exestudiante universitario, fue uno de los que se fugaron de la cárcel de Huamanga. Cuando Tomás y el Chino César desaparecieron, él y Tello tomaron sus lugares en el comité zonal. De sus respectivas suertes solo se conoció la de ella —Marcela en el partido, Carla entre las masas—: los diarios la dieron por muerta en un enfrentamiento, a fines de 1984, aunque las circunstancias verdaderas se conocerán más adelante en este libro. Ángel, en cambio, desapareció. Tal vez se fue del partido por sus propios pies.
Intervendrían todos, sin excepciones. Los remates no dejaban dudas de lo que vendría en la lucha de dos líneas. Las críticas apuntarían a Clara y César, los principales dirigentes. Era el ajuste de cuentas por los errores de la fracasada acción del 28 de febrero.
En su informe, al abordar este punto, Clara reseñó las conclusiones del Comité Central sobre su propio comportamiento durante la primera tentativa de ataque al penal de Huamanga. Ella había conciliado con César, el mando militar, cuya vacilación produjo el fracaso de la acción y la muerte de cuatro camaradas. Clara se criticó sin piedad, repitiendo los cargos que le hicieron en la Conferencia.
—Me faltó firmeza comunista. Actué como una celestina —dijo—.
Gonzalo la llamó celestina en la Conferencia. Aunque atacó más duramente a César, dedicó a Clara epítetos rebuscados, que ella, sinceramente avergonzada, aceptó. Pero no entendió una palabra principal, un adjetivo. Según un testigo, durante un receso preguntó a un militante versado qué era una celestina. Este respondió:
—Una alcahueta.
Clara enrojeció de súbito. El testigo la vio llorar.
Como personaje senderista, Clara ha pasado inadvertida hasta la aparición de este libro. En la universidad se hizo maoísta, como miles de jóvenes en los años setenta, pero se integró al grupo más radical, al único que realmente se preparaba para la lucha armada. ¿Por qué? El medio —los compañeros, la familia—, sin duda un factor influyente para abrazar cualquier causa, no explica por sí solo el compromiso de Clara, quien tampoco procedía de Ayacucho, la gran cantera de militantes senderistas. Nació en Huacho, cien kilómetros al norte de Lima, en una familia popular con la que vivió exenta de influencias políticas hasta culminar la secundaria. A los diecisiete se estableció en Lima para estudiar en la Universidad Nacional Federico Villarreal, y se zambulló en la corriente que parecía más revolucionaria. Aún todos la conocían por su nombre verdadero: Elvira Ramírez Aranda.
En la primavera del 2001, su madre dijo para este libro: «Durante toda su niñez, Elvira fue muy responsable y sensible. Nunca nos preocupamos por lo que tendría que estudiar, por sus tareas en el colegio, donde siempre se destacó. Usted puede ir al Mercedes Indacochea y preguntar. Era la primera. Y, por otro lado, sufría mucho por la gente pobre. Un día, cuando estaba en la secundaria, la vi en su cuarto, triste y llorosa, y le pregunté qué le pasaba. Estaba acordándose de una amiguita suya que era muy pobre...».
Rodeando a la madre, asienten el padre y dos hermanos, un hombre y una mujer. Otro hermano varón está en la cárcel, sentenciado por terrorismo. La entrevista se ha desarrollado tristemente en una casa de un piso de los suburbios de Huacho, un chalecito color melón frente a un parque sin flores.
«Cuando se fue a la universidad, se volvió más austera y la veíamos muy poco —continuó la madre, una robusta anciana que dudó antes de hablar—. Vivía en pensiones en Lima. Pero seguía igual de sensible. Una vez vino aquí de vacaciones. Me hablaba de sus compañeros y me dijo: «Si vieras qué pobres son. Varios tienen tuberculosis y, aun así, tienen que estudiar y trabajar de mozos para poder mantenerse». Y la vi otra vez conmovida, al borde de las lágrimas».
En el Perú, por entonces, fracasaba una dictadura militar para los pobres, la revolución de los setenta, cuyas medidas espectaculares fueron la reforma agraria y la expropiación de los diarios. El camino de regreso lo había iniciado, en 1976, el general Francisco Morales Bermúdez, tras deponer al izquierdista Juan Velasco. Mientras desmontaba las medidas socializantes, Morales Bermúdez dispuso un «retiro ordenado» a los cuarteles, que culminaría en 1980, luego de elecciones generales. Además, mantuvo la mano dura contra la oposición, continuó controlando los diarios y las universidades, y decretó despidos, alzas y austeridad fiscal para estabilizar la distorsionada economía. Naturalmente, se quedó sin amigos en la izquierda. El prosoviético Partido Comunista Peruano (PCP), otrora aliado de los velasquistas, pasó a una franca hostilidad, y la central obrera bajo su influencia organizó un exitoso paro nacional. Clara presenció este acto aquel 18 de julio de 1977. Vio temblar el régimen y sintió que el país ardía. Le pareció que era cierta la cercanía de una situación revolucionaria. Paradójicamente, ella se radicalizaba mientras el país se preparaba para la democracia.
Pero ¿elecciones para qué? Según los compañeros de Clara, para reajustar el capitalismo burocrático que dejaban los militares, basado en la función económica estatal. En el campo retornarían los terratenientes, esta vez aliados con los grandes banqueros y el imperialismo norteamericano. Las principales actividades industriales —la minería, la pesca— pasarían a manos de monopolios privados, directamente asociados con las transnacionales. En las ciudades los obreros y la clase media pagarían el enorme peso de la deuda pública con la reducción de sus salarios o con su desempleo. En el Congreso se sentarían nuevamente los partidos del sistema, acompañados por primera vez por toda la izquierda capituladora: la maoísta de Deng Xiaoping, la revisionista, la trotskista, la velasquista, la cristiana, la mariateguista, la provinciana, la miraflorina, la personalista.25 Allí se volverían perritos falderos quienes insultaron a la dictadura en fábricas y universidades. Ellos decían que la lucha de clases se polarizaba, pero no hacían nada para desarrollarla como lucha armada. Estaba visto que traicionarían al movimiento popular listo para estrellarse como un tren sin frenos contra el Viejo Estado. Porque, en las ciudades, estos falsos revolucionarios, una de cuyas figuras era el «encallecido revisionista» Jorge del Prado, secretario general del PCP, aún influían en el proletariado. En el campo, en cambio, millones de campesinos sin tierra permanecían abandonados, carentes de dirección política. Solo un partido estaba dispuesto a organizarlos para tomar el poder: el Partido Comunista del Perú. Solo un dirigente mostraba la férrea voluntad necesaria: Abimael Guzmán.
Así veía Clara las cosas a fines de los setenta. Por entonces se preparaba para la lucha armada, como el resto de militantes de Sendero Luminoso. Ellos sabían que irían hasta el final, a diferencia de los izquierdistas, que pregonaban la lucha armada sin hacerla. ¿Qué había en la base de esta determinación? Sin duda circunstancias personales contribuyen a explicar cada caso —Clara era de quienes buscan una causa para entregarse—, pero esto era lo principal: la ideología reventaba en sus cabezas. A toda hora. En la última instancia de cualquier cosa palpitaba la doctrina de la materia eterna. Esta no solo mostraba el camino para hacer la revolución. Si penetraba hasta los tuétanos, era una herramienta personal contra las atrocidades de la guerra, así como otra idea, la de patria (si penetraba hasta los tuétanos), protegía a los militares de los mismos horrores. La ideología ayudaría a matar, a perder la vida y soportar la tortura, a ver morir seres queridos. El fin lo justificaba. Elvira Ramírez Aranda no vería la sociedad sin clases, el comunismo. Pero por convicción ideológica ofrecería su sangre para regar el camino hasta allá.
El partido cumplía sus metas maravillosamente y en los plazos previstos. En toda circunstancia, el militante sabía por cuál estación transitaba el carro de la revolución. Así, mientras la izquierda sistémica poblaba una Asamblea Constituyente para redactar nuevas reglas de juego burguesas, el partido concluía su Segundo Momento, llamado Reconstitución, que tuvo dieciocho años y encarnizadas etapas de lucha interna —determinación, impulso, aplicación, culminación— previas al Tercer Momento, el de la dirección de la guerra popular.26 Y sobrevendrían nuevas etapas, planes, campañas, olas, con sus fechas y sus rótulos, verbos activos que latían en los cerebros senderistas como la mecha prendida de una dinamita: impulsar, conquistar, consolidar, rematar, batir. Cada verbo a su tiempo, según lo planificado.
Por otra parte, la Reconstitución purificó la ideología. Comenzaron como marxistas-leninistas, y luego, defendiendo la tesis de la lucha armada del campo a la ciudad contra los revisionistas de la vía pacífica —al comienzo dentro del prosoviético PCP—, decidieron recoger los aportes del jefe de la revolución china, y llegaron al marxismo-leninismo-pensamiento Mao Tse-Tung. Más tarde, en los años de la lucha interna entre maoístas, al borde de la muerte como facción, añadirían otro pensamiento guía: el de Mariátegui, cuyos escritos rescataban la importancia del campesinado en la revolución. En sus boletines pusieron un lema: «Por el Sendero Luminoso de Mariátegui». Sin proponérselo, fabricaron el apelativo con el que serían célebres.
El tema de las denominaciones no acabó allí. En 1982, luego de juzgar que el trabajo de Mao contribuyó a la doctrina tanto como el de Marx y Lenin —ya no era pensamiento Mao sino maoísmo, médula de la teoría—, decidieron reconocer los aportes de Guzmán y llamaron a su ideología «marxismo-leninismo-maoísmo-pensamiento Gonzalo». Era la pauta para hacer la revolución en el Perú, y sus cuadrículas reflejaban la milimetrada planificación a la que estaban sometidos, con Gonzalo cronometrando los avances hacia la toma del poder.
Clara creía que las acciones del partido en Ayacucho calzaban en el engranaje dinámico de la lucha de clases. En 1980 se había cumplido el Plan de Inicio, y transcurría la última etapa del Segundo Plan, «Desarrollar la guerra de guerrillas», aplicado en partes denominadas Primera Ola y Gran Ola, las cuales, a su vez, se subdividían en varios momentos y en dos campañas: Batir 1 y Batir 2. En fin, cada campaña se realizaba en las fases diseñadas por el pensamiento Gonzalo: preparación, inicio, desarrollo, remate, complemento. Y con cinco formas de lucha: propaganda y agitación armada, sabotaje, aniquilamiento selectivo, combates guerrilleros y paros armados. El reloj de la historia ponía un límite al Segundo Plan: diciembre de 1982. Durante el Tercer Plan, concebido hasta 1985, la guerrilla debía vencer al Ejército. La camarada Clara no lo ponía en duda mientras dirigía los debates de la Retransmisión.
Después de autocriticarse, Clara arremetió contra César por vacilar durante el fallido asalto a la cárcel. Por su importancia en la acción, César fue mayor blanco de críticas que Clara. Ni siquiera el éxito final del asalto a la cárcel lo libró de ser condenado por Guzmán y la Segunda Conferencia. En la Retransmisión ocurriría lo mismo.
César, nunca identificado hasta hoy, era Óscar Vera Ramos, egresado del Colegio Militar Francisco Bolognesi de Arequipa. En el Anuario de la XIX Promoción, aparece su foto con estas palabras:
«El popular Grone nació en la heroica ciudad de Tacna el 27 de mayo de 1954. Practica el fútbol. Piensa seguir minería». En realidad estudió pesquería, pero no concluyó. Abandonó la carrera para incorporarse a la lucha armada. Luego, en el partido, ascendió resueltamente hasta convertirse en el principal mando militar de Ayacucho.
César no estuvo presente en la Retransmisión, y esta ausencia restó dramatismo a las condenas.27 No es lo mismo ver la cara y la respuesta de quien recibe los ataques, como ocurrió con Héctor, un profesor recientemente sancionado al que Clara acusó de cobarde, electrizando a los asistentes. Los oradores fueron más duros con Héctor que con César. De todos los pecados capitales en una organización militar, la cobardía es acaso el que inspira mayor desprecio.
Un hombre crispado se levantó de su asiento, en una de las bancas de los combatientes —había perdido su condición de dirigente—, y sorprendió al auditorio con una autocrítica por su falta de firmeza durante la toma de la cárcel de Huamanga. Sorprendió no tanto por lo que dijo, sino porque no se esperaba que Héctor —pues era él mismo— estuviera presente. Muy pocos lo conocían. Afirmó que, en efecto, había incurrido en cobardía. Ahora quería demostrar, en la práctica, que esa conducta iba a ser corregida.
Los senderistas encontraron superficial la disculpa y lanzaron sobre él hirientes ataques que lo hicieron palidecer. ¿Esperaba contentarlos con un descargo tan inconsistente? Cuando una ronda de intervenciones rechazó de plano su defensa, Héctor reaccionó y ensayó una justificación más autocrítica. Estaba conmovido, convincentemente sincero. Eso tenía la lucha de dos líneas: removía a los militantes, quienes expulsaban sus culpas como un vómito.
Héctor no satisfizo a sus acusadores, de modo que recibió nuevas, violentas diatribas: desertor, miedoso, cobarde, mequetrefe, traidor a la clase, gallina, renegado, miserable, falso, mentiroso, hipócrita, farsante... Conforme encajaba los golpes, el profesor iba adquiriendo una apariencia de hombre demolido.
Habló por última vez. Viéndolo, nadie podía dudar de que estaba realmente arrepentido. Maldecía su debilidad y quería corregirla.
—Sí, camaradas, huí de la acción. Me parecía un suicidio. Pensé en mi familia. Olvidé que ella también es parte del pueblo, y que cuando nuestros combatientes entregan su vida también mueren por los suyos. Mi lugar estaba allí, en la acción, camaradas, pero yo en este momento les aseguro que de ahora en adelante seré el más decidido combatiente. Quiero la primera fila de los que ataquen la próxima vez. Puedo demostrar con mi sangre que lo que les digo es cierto...
Héctor se detuvo porque las lágrimas le corrían por las mejillas.
—Mírenlo. Llora como una María Magdalena —dijo Carlota Tello.
—Compañeros —cortó Clara—: ya hemos discutido bastante este punto. La lucha de dos líneas nos ha cohesionado.
Cuando la Retransmisión concluyó, Clara se acercó a Héctor y lo abrazó. Era como decirle: «Te creemos, estás con nosotros».
Luego de que se despidieran, Clara ya no lo vería más. Ese mismo año, el 20 de julio, Héctor murió en el ataque al puesto policial de Tambo. Estuvo en la primera fila de los asaltantes, pero el balazo mortal lo alcanzó cuando la acción había concluido. Le disparó un policía herido. Su cadáver se quedó en el lugar, y recién entonces fue reconocido como el profesor Bernabé Rodríguez Ramírez.
Aquel mismo año, César, el otro arrepentido, moriría también en la primera fila de una acción. Óscar Vera recibió un balazo el 22 de agosto, durante el sangriento asalto al puesto policial de Vilcashuamán, en el que fallecieron siete policías y una treintena de senderistas.
Como era el año de «¡Batir!», estaba previsto que la sangre corriera a raudales. A la prefectura de Huamanga llegaban siempre noticias alarmantes: la toma de un poblado, el asesinato de una autoridad, la voladura de un puente. Los policías combatían con la moral por los suelos, y conforme eran atacados abandonaban las comisarías de los poblados pequeños. Hasta julio tuvieron cinco bajas, que llegaron a treinta y tres en diciembre. No redujo víctimas la participación del Ejército en el combate. En 1983 se contaría el doble de muertos con los militares administrando el departamento.
Los alcaldes y gobernadores también eran eliminados. Cuando la guerrilla tomaba un pueblo, llevaba a la principal autoridad a la plaza y la sometía a un juicio popular. Los comuneros podían votar por su muerte o concederle un castigo menor. A veces no había juicio, como cuando culpaban a la víctima de colaboracionismo con la Policía y la ejecución solo era precedida por un discurso acusatorio. En 1982 fueron asesinados tres gobernadores, un teniente gobernador, tres alcaldes, dos dirigentes comunales, un dirigente político y un funcionario. Bien miradas, las cifras no son demasiado altas si se considera el pavor causado por las muertes. Las autoridades empezaron a dimitir en masa, cediendo más territorio a la subversión.
Aquel año Sendero Luminoso controlaba las zonas rurales de Cangallo, Víctor Fajardo, La Mar, Huanta y Huamanga, cinco de las siete provincias de Ayacucho. Allí, quien no colaboraba con la guerrilla por su gusto lo hacía por la fuerza. Los curas ya no oficiaban misa. Los comerciantes cerraban sus negocios. Había lugares donde los campesinos pedían permiso a los senderistas para trasladarse de un lugar a otro. A muchos se les prohibió producir más de lo necesario para su subsistencia y no podían vender alimentos en las ferias dominicales. Los hacendados eran bárbaramente perseguidos: hubo seis asesinatos en 1982 durante el saqueo de diecinueve fundos, cuyo ganado terminó robado o destripado a machetazos.
En las ciudades, nadie expresaba abiertamente su desacuerdo con Sendero Luminoso, ni obstruía sus disposiciones. No por complicidad, sino por prudencia. Por eso los jueces eran magnánimos con los acusados de terrorismo y en algunos colegios los estudiantes cantaban himnos del partido. Un maestro, Rómulo Córdova, se negó a leer una proclama senderista a sus alumnos, sabiendo que podía morir. Su heroísmo no fue reconocido públicamente y ni siquiera existe un retrato suyo en el aula del Centro Educativo 30174 de Pomacocha, un distrito de Vischongo, donde fue asesinado a tiros.
Mientras tanto, Huamanga vivía sobresaltada por continuos asesinatos y por bombas que destruían locales públicos y torres de alta tensión. La Policía ya no patrullaba por las noches: se encerraba en sus oficinas para esperar el día siguiente. Era usual que luego de un estallido la población quedara a oscuras y que un par de cadáveres amaneciera tirado en la acera, con sendos tiros en la cabeza.
El último apagón antes de la intervención militar se produjo la noche del 3 de diciembre, en el cumpleaños de Abimael Guzmán. En el cerro La Picota se vieron las velitas de la torta: una hoz y martillo gigantescos, dibujados a fuego por ardientes antorchas de hojalata. El 11, el alcalde de Huamanga, Víctor Jáuregui, fue acribillado desde una motocicleta, mientras era tomada la ciudad vecina de Huamanguilla y ajusticiados en la plaza el alcalde, un concejal y un campesino. El 20, el subprefecto César del Solar recibió cuatro balazos a doscientos metros del cuartel de la Policía. No murió, pero al día siguiente fue asesinado el director del Instituto Nacional de Cultura, Walter Wong, un hombre que gozaba de gran estimación en el partido de Gobierno.
Recién entonces el presidente Belaunde cedió a las múltiples voces que le pedían llamar a los militares. Sabía lo que significaba. El 22 de diciembre, el general Luis Cisneros, ministro de Guerra, afirmó ante la Comisión de Defensa de la Cámara de Diputados que la intervención del Ejército implicaría una matanza indiscriminada. Lo mismo, con otras palabras, advirtió al Consejo de Defensa Nacional el general Clemente Noel. La Policía había perdido el control territorial de Ayacucho y el cáncer, dijo, avanzaba hacia cinco departamentos: Huancavelica, Apurímac, Junín, Cerro de Paseo y Huánuco. Cuando Noel acabó de exponer, Belaunde decidió la intervención.
El encargo, como escribió después Noel en un libro testimonial, «obligaba a acciones militares de costos sociales importantes».28 Estaba seguro de que Sendero Luminoso tomaría Huamanga el 25 de diciembre, y por eso alistó su inmediato viaje a Ayacucho cuando salió del Palacio de Gobierno. Pero no hubo tal ataque. Desde su escondite en Lima, Abimael Guzmán decidió convocar a una reunión nacional de dirigentes. Quería construir mortíferas bases de apoyo campesino que fueran como un mar infestado de tiburones para los militares.
El ministro de Guerra, en cambio, creía que la experiencia sería pan comido para el Ejército. A Cisneros, apodado El Gaucho porque hizo su carrera en Argentina, se le escapó un comentario porteño:
—Esto será una pavadita —le oyó decir una fuente de este libro.
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12Clara y César eran personajes desconocidos hasta la aparición de este libro, así como los dirigentes del Comité Zonal de Ayacucho que serán identificados más adelante. La preparación de estos capítulos demoró dos años por la escasez de senderistas que a la vez fueran testigos y aceptaran hablar. Muchos dirigentes murieron en enfrentamientos o asesinados sin que se supiera su importancia y a veces hasta su nombre. Algunos dirigentes detenidos colaboraron parcialmente, limitados por la falta de una orden superior o porque no vivieron los hechos. En el 2001, las autoridades penitenciarias no permitieron al autor hablar con Abimael Guzmán, incomunicado desde 1992, quien aceptó por escrito ser entrevistado. La información que se ofrece proviene de fuentes senderistas actuantes en Ayacucho durante 1983 y 1985.
13El gran escape del penal de Huamanga formaba parte de un plan de fugas que debía ejecutarse en diversas cárceles del país y que se cumplió parcialmente.
14«No debemos permitir jamás que la moral de la clase sea mellada, no importa cuántos lideres caigan», dijo Lenin. La expresión reaparecerá en este libro. Destaca la importancia de grandes sacrificios para mantener el espíritu de lucha del proletariado, y Abimael Guzmán lo difundió ampliamente entre los senderistas. En los documentos partidarios, las víctimas de los asesinatos masivos de 1986 y 1992 en las cárceles de Lima cayeron «defendiendo la moral de la clase».
15Medios: armamento en el vocabulario senderista.
16Lucha contrasubversiva de la Subzona de Seguridad Nacional del Centro-5 1983-1985, Segunda Sección del Estado Mayor de la Segunda División de Infantería, 1986. Documento secreto.
17Sendero Luminoso llevaba armamento de un sitio a otro para sus acciones. Las cifras mencionadas concilian información de fuentes militares y senderistas.
18También fueron asesinados Russel Wensjoe y Amílcar Urbay. Alcántara y Wensjoe estaban hospitalizados desde antes del asalto al penal. Un cuarto, Eucario Najarro, dado por muerto, sobrevivió a un intento de estrangulamiento.
19La fuente es un testigo presencial.
20Antes de considerarse maoísta, la doctrina senderista se definía marxista-leninista-pensamiento Mao Tse-Tung. En 1982, fue marxista-Ieninista-maoísta-pensamiento guía del camarada Gonzalo. A comienzos de 1983, Guzmán sería elegido presidente del partido y de la inexistente República Popular, y entonces la composición cambiaría a pensamiento guía del Presidente Gonzalo. Sendero Luminoso nunca llegó a ascender sus aportes al nivel de gonzalismo, o guzmanismo, de modo que pudiera igualarse a los ismos derivados de Marx, Lenin y Mao. Tal vez era un deseo sublime del líder.
21Mención al paso de las normas: son once y merecen una presentación más amplia.
22Visitado en el 2002, en la prisión de Yanamayo (Puno), Morote se negó a revelar al autor detalles de la Segunda Conferencia Nacional.
23Años después, la Policía llegó a descubrir a un Gite en el Comité Regional Principal, pero nunca supo su nombre. En este libro por primera vez son identificados Arango y el resto de miembros del Comité Zonal de Ayacucho entre 1982 y 1984.
24Feliciano dirigió el Comité Zonal de Ayacucho (y el Comité Regional Principal) desde 1985.
25En 1978 había un sinnúmero de grupos izquierdistas, y la mayoría de ellos participó en las elecciones para elegir representantes en la Asamblea Constituyente. El término «izquierda miraflorina» estuvo dedicado originalmente a los clasemedieros defensores del proletariado que vivían en el distrito de Miraflores, en Lima.
26Sendero Luminoso presume haber rescatado del revisionismo la organización de los comunistas, fundada por José Carlos Mariátegui en 1928.
27César, secretario del Comité Zonal de Cangallo-Fajardo, no tenía por qué estar en una Retransmisión del comité que dirigía Clara.
28Ayacucho: testimonio de un soldado, Lima, Publinor, 1989, p. 43.