CAPÍTULO 1
El primer Jesús Sosa
A fines de 1982, un pedazo del país era destruido por la feroz guerrilla del Partido Comunista del Perú. La simple mención de su nombre informal, Sendero Luminoso, producía inquietud, un miedo asociado a imágenes de cuerpos destrozados. Colmado de marxismo-leninismo-maoísmo, su jefe anunciaba la demolición del Viejo Estado «semicolonial, semifeudal, capitalista-burocrático».1 Era Abimael Guzmán, el Pensamiento Guía. En pocos meses se convertiría en Presidente Gonzalo, fundador y primer gobernante de la República Popular de Nueva Democracia.
Desde la clandestinidad Gonzalo pensaba tomar el poder con sucesivos zarpazos. Pero los inquilinos del Viejo Estado, desde el Gobierno hasta la izquierda marxista del Congreso, hacían lo posible por ignorarlo. De todos modos, aquel año los senderistas estaban a punto de adueñarse de Ayacucho, un empobrecido departamento de cuarenta y siete mil kilómetros cuadrados en la sierra central, buena parte de cuyos campesinos soportaban temperaturas bajo cero a cuatro mil metros de altura.
La capital, Huamanga,2 fue invadida el 2 de marzo, cuando Sendero Luminoso asaltó la cárcel y liberó a sus militantes. Centenares de policías estuvieron sitiados en sus locales mientras escapaban los prisioneros. El Gobierno se alarmó, pero no recurrió al Ejército para combatir a quienes todavía tomaba por un puñado de sediciosos. Solo en diciembre el presidente Fernando Belaunde cambió de posición. Las principales autoridades de Huamanga habían sido abaleadas o asesinadas, y pelotones senderistas arrasaban como potros de Atila el campo ayacuchano. Aún no cumplía dos años la insurrección.
La decisión de poner Ayacucho bajo un comando militar no cayó de sorpresa en el complejo de noventa hectáreas conocido como el Pentagonito, en el distrito de San Borja, donde funciona la Comandancia General del Ejército con sus tres comandos administrativos, nueve direcciones generales y más de cien jefaturas y subjefaturas. Desde varios kilómetros a la redonda destaca el edificio principal, en forma de T, cuyos dos últimos pisos, el sexto y el séptimo, ocupaban entonces el comandante general y su equipo de coroneles asesores. Ellos sabían que, tarde o temprano, Belaunde les ordenaría combatir a Sendero Luminoso, pero la organización les era desconocida. Esta guerrilla no tenía nada que ver con la de Luis de la Puente Uceda, apoyada por Cuba y aplastada por el Ejército en 1965. Eran un misterio su estructura, sus líderes, su inextricable maoísmo. Era un misterio, incluso, el grado de su penetración. ¿Hasta qué punto la apoyaban los ayacuchanos?
Para conocer mejor al enemigo, el Servicio de Inteligencia del Ejército (SIE) resolvió crear en Ayacucho un destacamento clandestino con una treintena de agentes. Haciéndose pasar por ciudadanos comunes, estos hombres debían reunir la mayor información posible sobre Sendero Luminoso e infiltrarlo, como objetivo sublime, si estuviera a su alcance. Vivirían al margen de los militares de la zona, reportando a sus jefes en Lima. Por eso arribaron a la zona de guerra separados del contingente regular del Ejército.
El 29 de diciembre se instaló en Huamanga el primer jefe político-militar de Ayacucho, un general de buenas maneras, Clemente Noel. Diez días después llegó a la ciudad, en dos embarradas camionetas Dodge, un grupo de desconocidos con aspecto de haber viajado muchas horas. Eran los agentes de La Fábrica —usual denominación del SIE— llegados para su misión secreta.
En el grupo faltaba el suboficial de segunda Jesús Sosa Saavedra, cuya madre acababa de morir. Llegó el 7 de febrero de 1983. Había egresado hacía tres años de la Escuela de Inteligencia del Ejército. Por primera vez estaba en Ayacucho.
El agente Jesús Sosa pasó su primera noche en Huamanga con los ojos abiertos: estuvo sintiendo miedo, tirado boca arriba en una cama del hotel Arequipa, con una Browning 7.65 en la mano derecha. A los veintitrés años, todavía podía dormir normalmente. Pero desde entonces no volvería a hacerlo como el resto de los hombres. Aun cuando dejara la zona de emergencia y se fuera de vacaciones a su chacra en Motupe, adonde la guerra no llegaba; aun a los treinta y cinco, cuando abandonó el Ejército y ya no hacía operativos en las madrugadas; aun ahora, que lleva varios años desaparecido y nadie consigue dar con su paradero. Dondequiera que esté, en nuestros tiempos de paz, es seguro que espera el amanecer leyendo, o conversando, o fumando, o haciendo cualquier cosa antes que dormir.3
Esa primera noche habría querido descansar. Había viajado veinte horas desde Lima para integrarse al destacamento, y durante el día no tuvo un momento de tranquilidad hasta que entró en su habitación, como a las nueve. Llevaba un par de horas durmiendo cuando lo despertaron detonaciones. Las bombas caseras estallaban continuamente, seguidas de disparos de fusil. Eran explosiones lejanas, al sur de la ciudad, y Jesús Sosa se puso a contarlas mientras imaginaba cadáveres destrozados regando de sangre el cerro Acuchimay, en la zona transitada por Sendero Luminoso.
Uno de los estallidos lo hizo saltar de la cama. Había sonado a pocas cuadras. Escuchó pisadas de gente que corría por la calle Arequipa, después toques enérgicos en el portón del hotel y luego el ingreso al patio de personas que jadeaban y hablaban entre susurros. «Puedo morir», pensó sudando frío en la oscuridad. Entrarían, lo identificarían como militar, hallarían su arma. Lo matarían. En ese momento decidió dispararle al primero que apareciera.
Pero faltaba un mes para que viviera la experiencia de matar, y se quedó con la Browning apuntada hacia la puerta de su cuarto. Los desconocidos cruzaron el patio, siguieron de largo por el pabellón de las habitaciones y desaparecieron en la noche.
Al día siguiente, el portero le confesó que algunas madrugadas los senderistas le tocaban la puerta para cruzar el patio interior y llegar, por la parte trasera del hotel, al jirón Tres Máscaras. El agente no quiso saber más. Recogió sus cosas, pagó la cuenta y se dispuso a buscar un nuevo alojamiento.
Salió a la calle Arequipa y caminó media cuadra hasta la Plaza de Armas para hacer tiempo. A las diez, en el hostal Santiago, debía ver a su contacto, según las instrucciones que en la víspera le dio su jefe, Édgar Paz, el comandante Pato. Paz no había sido muy explícito sobre los procedimientos del trabajo, aunque Sosa sabía que los encargos en inteligencia no son muy explícitos. A uno le dicen: haz tal cosa, fulano te va a dar lo que necesitas, mengano va a ser tu enlace. Punto. En este caso, el comandante le ordenó emplear la cobertura de vendedor ambulante para recoger toda información que permitiera identificar a algún senderista. En la calle ofrecería ropa interior. Le dio dinero para sus gastos de una semana, le asignó al suboficial de tercera Elfer Ñiquén como ayudante, y le dijo que su oficial de control, el capitán Vásquez, recogería sus partes diarios de información.
—¿Alguna pregunta, Bazán? —había añadido Pato, dando por concluida la primera cita entre ambos, en un café del jirón Lima.
—No, mi comandante. Permiso para retirarme.
En 1983 Jesús Sosa era conocido como Bazán, su seudónimo de suboficial en La Fábrica. Los seudónimos eran cambiados todos los años por el Negociado de Planes del Departamento de Búsqueda, o SIE1. Los oficiales recibían apellidos que comenzaban con la misma letra, y los suboficiales con otra inicial común, lo cual era divulgado en el servicio y permitía identificar las jerarquías cuando el personal no se conocía entre sí. Ese año, por ejemplo, todos los oficiales llevaban apellidos que comenzaban con A y los suboficiales con B. Al año siguiente Jesús Sosa recibió el seudónimo de Cuadra, porque los suboficiales habían pasado a usar la C; pero el sistema fallaba cuando alguien se quedaba más de un año sirviendo en la misma dependencia, por aquello que un oficial denominó «inercia seudonominativa» en un alarmado memorándum. De un día para otro tenías que llamar Equis a quien había sido Zeta y Zeta a quien había sido Hache. En realidad, a Jesús Sosa nunca lo conocieron como Cuadra durante 1984. Era Bazán para todo el mundo y lo fue durante toda su carrera en el Ejército, pues en 1985 continuaba en Ayacucho. Y en 1986, y en 1987. Un caso excepcional, porque nadie servía más de dos años en el mismo sitio; menos aún si estaba en zona de enfrentamientos, donde, como saben los entendidos, nadie puede vivir más de seis meses sin empezar a convertirse en otra persona.
Quizá los cinco años continuos que Jesús Sosa tuvo que pasar en Ayacucho pudieran explicar en parte los hechos posteriores. En descargo del Ejército podría decirse que los sucesivos jefes del agente le encontraron cualidades difíciles de remplazar. Mas no nos adelantemos. La cuestión es que Jesús Sosa siguió siendo Bazán aun cuando oficialmente tenía otro seudónimo, y que en algún año hubo mayor confusión porque el Negociado de Planes le puso Bazán al jefe de todo el sistema, el general encargado de la Dirección de Inteligencia del Ejército (DINTE). A la DINTE reportan nada menos que el SIE y todos los G2 y S2 del país, oficiales encargados de los canales de espionaje en las grandes unidades y en las unidades, respectivamente.4 Así pues, las órdenes del poderoso Bazán parecían sugerencias porque se las suponía provenientes del otro Bazán, y los reportes del suboficial podían tomarse como la última palabra del general.
—Bazán dice que se está gastando demasiada gasolina en operativos —le advirtió un capitán a Jesús Sosa, durante una tarde de copas en Huamanga.
—Eso lo he dicho yo, huevón —contestó el Bazán de siempre.
A veces los seudónimos tampoco funcionaban por razones más naturales. Ese era el caso del comandante Paz, cuyo seudónimo era Albarracín, de acuerdo con el Negociado de Planes, pero a quien todos llamaban Pato porque era un poco culón y un poco chueco. Y estaba el ejemplo de su segundo, el mofletudo capitán Néstor Coral, inútilmente apellidado Ascue por el SIE1. Se parecía a Kiko, el personaje infantil de El chavo del ocho,5 como pueden asemejarse dos gotas de agua. Nadie habría podido llamarlo como figuraba en los registros del Negociado de Planes.
Pero a Sosa, de cuando en cuando, también dejaban de llamarlo Bazán. Podían decirle Chato, porque era más bien bajo. En 1978, a los diecinueve años, medía un metro sesenta y cinco centímetros, menos de la altura requerida para ser admitido en el Ejército.6 Cuando quiso enrolarse tuvo que pedirle a un tío suyo, amigo de militares, que intercediera ante un comandante del Fuerte Rímac que iba a decidir su ingreso. «Acéptenlo —le dijo el tío al comandante—. Es un buen pelotero». El oficial pensó un momento, mandó traer un balón de fútbol y le pidió al chico hacer una demostración. Jesús Sosa mantuvo tres minutos la pelota en el aire y se quedó en el cuartel.
Aquella vez se enroló como soldado raso absurdamente, pensando hacer tiempo para postularse a la Escuela de Policía. Había leído un montón de novelas sobre detectives en Motupe, el pueblo del norte donde creció en una de las familias más antiguas del valle, la de los Saavedra, dueña de doscientas hectáreas de algodón y maíz. Guiado por su madre, que era maestra, y vigilado por su padre, un hombre de autoridad, el chico se hizo un estudiante metódico y de pocas palabras. Era un poco rebelde, sin llegar a ser violento. Le interesaba jugar fútbol, cumplir sus deberes escolares y ver Combate en la televisión. Por las noches, mientras la familia dormía, imaginaba que era el sargento Saunders y que salvaba a su patrulla de una muerte segura.
Por entonces también se aficionó a las historietas y a las novelas de Agatha Christie. Cuando acabó la secundaria, segundo en el orden de méritos, tenía en la cabeza la idea de hacerse policía investigador. Pero en Lima, al terminar su servicio como soldado, ingresó a la Escuela de Inteligencia del Ejército. Conjeturó —otro momento absurdo— que en el Ejército realizaría de todas maneras su vocación y que si bien nunca sería un gran detective, podría convertirse acaso en algo mejor: un legendario agente secreto de la República Peruana.
¿En qué momento murió el primer Jesús Sosa? O ¿en qué momento nació el segundo? Un factor, como se ha dicho, pudo ser su continuidad en la zona de guerra. Aunque tal vez habría que mencionar el accidente atroz de su madre, el 3 de enero de 1983, precisamente el día en que iba a viajar a Ayacucho para su primera misión. Irma Saavedra, una maestra ejemplar y una madre cariñosa, una mujer de iglesia y buenas acciones, murió despedazada cuando cayó a un abismo el ómnibus en el que viajaba con alumnos del quinto de media. Los maestros habían querido que los chicos conocieran el Perú profundo antes de abandonar el colegio. Todos terminaron en el fondo de un precipicio de Lucanas, uno de los tantos en el tortuoso camino de Cusco a Lima. El rescate de las víctimas fue un sacrificio que demoró varios días. Había cadáveres perdidos en el despeñadero, cuerpos traspasados por los fierros, manos y piernas que podían ser de alguien querido o de muertos extraños. La podredumbre humana mareaba a los deudos y los hacía vomitar. Entre ellos, un joven recuperaba los restos de su madre con llamativa serenidad. Era la primera vez que Jesús Sosa veía sangre derramada.
Uno podría preguntarse si esta desgracia tuvo algo que ver con la carrera encarnizada de Jesús Sosa en el Ejército. Por un lado, fue la primera revelación de un atributo muchas veces demostrado después. El agente poseía una frialdad sobresaliente para actuar en situaciones de sangre, muerte o violencia. El propio Jesús Sosa le dijo a un oficial —quien habló al respecto para este libro— que lo sorprendió su presencia de ánimo en el rescate del cadáver de su madre y durante las posteriores jornadas, repletas de actividades para la autopsia, declaratoria de defunción y traslado por tierra de los restos a Motupe, donde finalmente fueron sepultados. «Yo sentía que había perdido todo —dijo Sosa—, pues la relación con mi madre era entrañable, pero, ante lo que tenía por hacer, actuaba, actuaba y actuaba, y hasta no recuerdo si me puse a llorar por esos días».
Por otro lado, está el hecho de que el ómnibus que cayó al precipicio no siguió su ruta normal. Tomó un revesado desvío, en cuyo curso se volcó porque Sendero Luminoso dinamitó uno de los puentes del camino. Esta información caló en Jesús Sosa de un modo difícil de analizar. Alguna vez, de servicio en Ayacucho, dijo que odiaba a los senderistas porque dinamitaron ese puente. ¿Realmente los odiaba? ¿Influía en su trabajo este sentimiento? Muchos años después, preguntado al respecto, no lo supo contestar.
El SO3 Elfer Ñiquén esperaba a Jesús Sosa en el hostal Santiago, una fonda de dos pisos en la calle Nazareno, a tres cuadras de la Plaza de Armas. Como el objetivo del SIE era infiltrarse en la población ayacuchana —donde se suponía enquistado a Sendero Luminoso—, los agentes fueron enviados a dormir en distintos hoteles. Más adelante deberían contar con un local propio para desarrollar una vida independiente del cuartel Los Cabitos, donde despachaba el general Noel. En el hostal Santiago, según supo después Jesús Sosa, se alojaban nada menos que siete agentes. Uno de ellos Ñiquén, su contacto, quien resultó ser de Lambayeque como él.
Ñiquén puso a Jesús Sosa al tanto de las noticias en Huamanga. La ciudad estaba conmovida por el asesinato a golpes de siete periodistas, a quienes los comuneros de Uchuraccay confundieron —se decía— con miembros de Sendero Luminoso. El general Noel repetía enérgicos desmentidos públicos a la acusación de que los comuneros fueron manipulados por militares. Algunos de los agentes habían sido metidos en el caso, pero la mayoría continuaba en la venta ambulatoria, recorriendo las calles de Huamanga para el propósito que los llevó allí: hallar la pista de cualquier subversivo.
Los resultados, explicaba Ñiquén, eran desalentadores. La gente los veía como extraños y parecía desconfiar de comerciantes que venían a probar fortuna a una ciudad deprimida, donde se mataba gente un día sí y un día no. Nadie compraba lo que ofrecían. Ñiquén se lamentaba sin amargura porque poseía un humor excelente y estaba decidido a no pasarla mal en Ayacucho. Tenía veinte años y acababa de egresar de la Escuela de Inteligencia.
Jesús Sosa decidió hospedarse con su adjunto en el hostal Santiago. Estaba complacido de tener a un paisano suyo como colaborador en la primera misión importante de su carrera. Quería —chasqueante ilusión— remontar las dificultades descritas por Ñiquén y lograr venderles ropa íntima a los ayacuchanos, con una verosímil caracterización de comerciante. Para ello, como primer paso, debía recoger su mercadería. Ambos agentes fueron por la noche al hostal Lima, donde se alojaba provisionalmente el comandante Pato bajo la cobertura de empresario. Cuando llegaron, Édgar Paz en persona les entregó un fardo cubierto con un plástico azul. Regresaron a su hostal y lo abrieron. Había doce docenas de polos de nailon estampados, e incontables calcetines, calzoncillos y calzones del mismo material.
Al día siguiente comenzó la frustrante experiencia de Jesús Sosa como vendedor callejero. Él y Ñiquén decidieron probar, primero, en el mercado Carlos Vivanco, el principal de Huamanga, entre los jirones 28 de Julio y Grau. Ofrecían las prendas íntimas en el interior del edificio, saliendo al paso, con los calzones en la mano, de quienes compraban comestibles. Pero la gente pasaba de largo, concretamente interesada en lo que había ido a buscar. Después optaron por vender en las afueras del mercado, donde, sobre las calles Vivanco y Grau, decenas de ambulantes invadían las veredas con toldos y entalamaduras, haciendo imposible el tránsito de vehículos. Anunciaban su mercadería a voz en cuello, pero los transeúntes los miraban con indiferencia o, a lo más, se detenían, tocaban las prendas y proseguían su camino. En su mayoría pasaban por allí personas que iban o venían del campo, vestidas con gruesa indumentaria de lana. Jesús Sosa les ofrecía camisetas repitiendo las mismas palabras: «Barato, dos polos por cinco soles». En cambio Ñiquén, que era pícaro y enamorador, ensayaba distintas maneras de convencerlas, siguiéndolas por la calle Grau mientras lanzaba los más disparatados argumentos. «Llévate esto, compadre —les decía a los hombres, mostrando un calzoncillo—, que las mujeres te verán machazo». A las campesinas las interceptaba blandiendo generalmente un calzón rojo:
—Cómpratelo, mamita, para que impresiones a tu papacho.
Después de unas semanas de requiebros inútiles, comprendieron que sus calzones jamás serían comprados por campesinas acostumbradas a otras prendas. Los hombres tampoco picaron.
«Eran unos calzoncillos de mierda», dijo un agente que fungió de vendedor, entrevistado en 1997 para este libro. El exagente llamó la atención sobre el envilecimiento de las prendas íntimas cuando son confeccionadas exclusivamente con nailon, o incorporando algodón solo en una proporción mínima. «Cualquier calzoncillo de nailon puro te hace transpirar como un condenado», dijo, recordando —casi con indignación— sus propias incomodidades cuando tuvo que usar los bombachos del SIE, obligado por las circunstancias. El sudor no solo irruía pese a las bajas temperaturas del clima ayacuchano, sino que precisamente el frío —esto era lo peor— originaba otro sufrimiento imprevisto. La exudación se iba congelando entre las piernas, produciendo un dolor de cojones incongruente, por decir lo menos, con la virilidad exigida a estos hombres a punto de enfrentarse con Sendero Luminoso.
Los agentes lo recuerdan porque, cuando abandonaron las ventas, la mayoría de ellos terminó poniéndose la ropa interior entregada por Édgar Paz. Empezaron a usar y botar las medias, los polos, los calzoncillos. Después, por un dato aparentemente certero, adquirieron la convicción de que esta ropa, culpable de sus testículos inundados, de sus sudores de pies y de sus escaldaduras, era fabricada por una empresa de la esposa del comandante. Pero Paz lo negó categóricamente en una entrevista para este libro.
La experiencia de Jesús Sosa y Elfer Ñiquén en el mercado Vivanco duró unas dos semanas, luego de las cuales decidieron probar suerte en el de Magdalena, un establecimiento mayor, aunque menos concurrido, al noreste de Huamanga. Allí fueron igualmente ignorados por los pobladores.
Los agentes, no obstante, cumplían la misma rutina del resto de comerciantes, llegando a las siete de la mañana y marchándose a las dos de la tarde, pues, al fin y al cabo, lo principal no era tanto que vendieran sino que hicieran relaciones con los verdaderos ambulantes. La situación ideal consistía en tener amigos, gente que tomando unos tragos les dijera: «Miren a ese que pasa por allí: es un senderista». Pero lograr aquello que sus instructores de La Fábrica llamaban «mimetizarse con la población», nunca fue posible. Eran costeños, y tenían muy poco en común con vendedores andinos que hablaban quechua y ofrecían otras mercaderías, cosas útiles en Ayacucho: chompas de lana, zapatos de jebe, sombreros, polleras, blusas de mamacha, una variedad innumerable de objetos de plástico.
De todos modos, Sosa y Ñiquén estaban obligados a escribir diariamente un reporte denominado «Informe de agente», una descripción de hechos tal como los habían visto o escuchado, sin analizarlos ni opinar sobre los mismos. Todos los miembros del SIE en Huamanga practicaban la misma operación al término de su jornada, y un oficial de enlace iba a recoger los papeles de sus alojamientos. La reunión de estos informes permitía al analista del grupo escribir una «Síntesis de información diaria» (SID), que era enviada a las oficinas de La Fábrica en Lima esa misma noche, donde, a su vez, se la hacía ingresar al SIE1, un departamento que licuaba los informes secretos originados durante el día en todo el país. Allí, hasta la madrugada, un agente de servicio los registraba, los clasificaba de acuerdo con su procedencia y naturaleza, y seleccionaba información para redactar otra SID, de cobertura nacional, que a las seis de la mañana era enviada a los altos mandos. Naturalmente, las síntesis informativas podían contener mentiras, piadosas o malévolas. Algunas se debían al deseo del autor de mostrar un trabajo útil a sus superiores, pese a que no era un demérito admitir que no había nada que informar. Se suponía que este mecanismo mantenía adecuadamente informados a los comandantes generales del Ejército, entre otras cosas para que pudierán reunirse en cualquier momento con el presidente de la República y mantener su imagen de sabedores de todo.
Cuando Jesús Sosa empezó a enviar sus reportes, llegaba a su término la etapa organizativa del destacamento, cuyos jefes despachaban desde comienzos de año en una oficina del cuartel Los Cabitos. La mayoría de los agentes había venido de Lima, con el comandante Édgar Paz a la cabeza, en dos camionetas del SIE rebosantes con los fardos de ropa interior y las armas del grupo. El resto llegó en un Hércules de la Fuerza Aérea y en un vuelo comercial. Ni bien pisó Los Cabitos, Paz buscó al capitán Marcos Goytizolo, un oficial recién egresado del Curso Básico de Inteligencia a quien el SIE había enviado un mes antes a Ayacucho para estudiar a Sendero Luminoso. Fue una misión de emergencia, decidida cuando el Pentagonito percibió que en cualquier momento el Gobierno le pediría combatir a la subversión. Había que ir avanzando en la investigación de los senderistas.
El recién llegado Paz se encerró, pues, con Goytizolo, un robusto oficial de mostachos negros. El informe que recibiera iba a ser fundamental para los primeros pasos del destacamento. Cuando lo tuvo, convocó a los agentes y les comunicó sus impresiones:
—La cagada —dijo—. El huevón de Goyti no ha hecho nada.
El año anterior, la desinformación sobre el enemigo había preocupado sobremanera a los generales del Pentagonito. En Lima, el SIE tampoco había buscado información específica sobre Sendero Luminoso. En 1982, en verdad, la inteligencia militar solo tenía ojos y oídos para la guerra de las Malvinas, que absorbía la atención del Pentagonito como un Mundial de Fútbol.7
A comienzos de los años ochenta, La Fábrica estaba dividida en nueve dependencias numeradas, de las cuales el SIE1, o Departamento de Búsqueda, era la principal. Como todos los departamentos de inteligencia, el SIE1 se subdividía en secciones llamadas «Negociados». De estos, el más importante era el Negociado de Política, que espiaba a los partidos políticos, incluido el oficialista de turno, y distribuía a sus hombres en subnegociados denominados de Derecha, de Izquierda, de Ultraizquierda y del Partido de Gobierno. El Negociado Militar estaba interesado en las actividades de los agregados militares extranjeros, y en oficiales peruanos potencialmente conflictivos o emparentados con políticos. El Negociado Económico reportaba los índices de la hacienda pública: hacía un servicio elemental, con un agente dedicado a leer y sintetizar la sección financiera de los diarios. El Negociado de Misceláneas era un cajón de sastre que proveía retazos informativos a pedido sobre cualquier tema que las otras secciones no pudieran cubrir. Por ejemplo, la vida privada de algún nuevo político. Finalmente, el Negociado de Planes seleccionaba el personal idóneo para cada trabajo, llevaba los legajos de producción individual, asignaba los seudónimos en todo el sistema, monitoreaba el presupuesto de las misiones y, en especial, controlaba los puestos de inteligencia: locales clandestinos externos con personal para acciones encubiertas y búsqueda de información. Entre estos agentes y los que trabajaban en el Pentagonito, el SIE1 administraba unas cuarenta personas. Ninguna de ellas había sido comisionada para investigar a Sendero Luminoso.
En cuanto a los demás departamentos de La Fábrica, la guerrilla y el terrorismo estaban muy lejos de sus preocupaciones. De ellos solo hacía espionaje el Departamento de Seguridad y Contrainteligencia, o SIE2, pues los siete restantes de una u otra manera apoyaban al SIE1 y SIE2. La mayoría de estas dependencias ocupa hasta hoy uno de los tres pabellones del SIE, en el ala este del Pentagonito. El primero es el auditorio, construido a manera de una enorme oreja junto a otro, de dos pisos, ocupado arriba por el jefe del SIE y sus ayudantes, y abajo por la Mesa de Partes y la Tesorería, o SIE9. En el tercero, de tres plantas, se halla el colmenar de agentes de inteligencia. En cada piso, este edificio es dividido en el centro por un corredor y, en las mitades resultantes, las oficinas desembocan en pasillos concéntricos en torno a un espacio abierto que ilumina los tres niveles y que les otorga una tímida, paradójica transparencia. Quien se halle pegado a los ventanales de cualquiera de los pasillos puede ver el silencioso movimiento de los intestinos del SIE en todo el edificio, agentes que salen de una oficina e ingresan a otra, comandantes que se dirigen al ascensor con papeles bajo el brazo para descender al primer piso y después cruzar cincuenta metros de un pasadizo de paredes de vidrio rumbo a una entrevista con el Hombre: el coronel jefe del servicio.
Por entonces, en el tercer piso del pabellón principal funcionaban oficinas del SIE3 o Departamento de Apoyo Técnico, cuyos negociados proporcionaban auxilio de todo tipo para el cumplimiento de las misiones. Así, el Negociado de Censura, Cubiertas y Tintas Simpáticas podía abrir cartas sin que su destinatario lo notara, leer y escribir mensajes en tinta invisible y disfrazar a cualquier agente del modo más conveniente. Este último servicio era brindado a medias, por falta de materiales: solo había dos maletines con equipo de cubiertas, cada uno con tres pelucas de distinto color, y bigotes, patillas y barba para una persona. El SIE había recibido seis de estos maletines como parte de los regalos que le hizo el Ejército argentino por su colaboración en el secuestro en Lima de tres montoneros buscados por la dictadura de Jorge Rafael Videla, quienes fueron torturados en el Perú antes de ser entregados a los argentinos en la frontera con Bolivia.8 Por alguna razón desconocida, el SIE no hizo uso pleno de esta gratitud. Cuatro maletines fueron enviados a las regiones militares, quedando solo dos para uso de los agentes, quienes, a decir verdad, los empleaban poco; uno de los maletines viajó el año siguiente a Ayacucho para que pudieran disfrazarse de mendigos los agentes que buscaban información sobre Sendero Luminoso
Por lo demás, en aquel tercer piso el SIE3 administraba el Negociado de Penetraciones Físicas, una especie de taller que proporcionaba personal para abrir cerraduras y cajas fuertes, y controlaba las claves de las cajas de seguridad del sistema. Luego venían secciones del SIE3 para técnicas operativas. El Negociado de Fotografía distribuía cámaras fotográficas. El de Imprenta hacía todo tipo de sellos y documentos falsificados para cubiertas: carnés, certificados, diplomas, cartas, contratos. Por último, el Negociado de Penetraciones Audiofónicas servía para interceptar teléfonos por plazos cortos: solo durante el tiempo que requería el cumplimiento de una misión, pues el chuponeo a lo grande en La Fábrica era un atributo exclusivo del Departamento de Electrónica, que funcionaba parcialmente en el tercer piso y a sus anchas en oficinas de la primera planta.
El segundo piso del SIE era el más poblado. Una mitad la ocupaba el SIE1 con sus nueve negociados. En la otra parte había una oficina para el Departamento de Difusión, o SIE8, otra para el de Instrucción, o SIE7, y otra para el de Criptografía, o SIE4, que cifraba y descifraba mensajes secretos. En el primer piso, hacia un lado del pasillo, se hallaba el Departamento de Seguridad y Contrainteligencia, o SIE2, y hacia el otro el SIE5 y el SIE6, de Personal y Archivo, respectivamente. Al costado de estas oficinas, Electrónica tenía un ambiente para operar sus aparatos de interceptación, un escondrijo desde donde era posible conectarse con todas las troncales telefónicas de la ciudad.
Eso era casi todo. Faltaría mencionar los sótanos, esas habitaciones debajo del SIE2 donde se podía hacer gritar a los detenidos sin el riesgo de que alguien pudiera escuchar arriba. En verdad, viendo el Pentagonito desde la apacible prosperidad de Chacarilla del Estanque, o desde las vecinas alamedas de San Borja, es dable pensar que miles de alaridos no traspasarían las moles de cemento del complejo. El Pentagonito es así. Puede imponer su silencio.
Hasta ese momento, Sendero Luminoso era uno de los extravagantes objetos de estudio de la rama de ultraizquierda del Negociado de Política. Era una subsección exótica, porque la izquierda peruana paría incesantemente desde 1965, y cada nuevo partido mostraba una criptografía ideológica solo comprensible para un experto. En el SIE, un encargado de ese subnegociado era objeto de admiración de sus colegas, alguien en torno al cual la gente se reunía, embobada, para escucharlo hablar sobre las diferentes etapas de la revolución proletaria. Es imposible discernir cuánto de versación o de charlatanería contenían aquellas exhibiciones. Lo cierto es que quien más sabía de la izquierda comunista en el SIE1 era un agente apodado Cebichito: Ruperto Cáceda Vidal, un infiltrado que por esos años hacía carrera en el prosoviético Partido Comunista Peruano. Cáceda era adicto al pescado crudo macerado en limón. Cuando se trataba de almorzar, su propuesta era invariable:
—¿Un cebichito?
Cuando La Fábrica decidió por fin meter a alguien en el tema de Sendero Luminoso, designando para tal efecto al SO Paul Ortega Inocente, Cebichito fue llamado para que fuera su asesor.
A sus treinta y cuatro años, Paul Ortega era un hombre que observaba y escuchaba antes de dar una opinión: parecía consultar un escenario sujeto a variables. Un típico analista, hábil para redactar y evaluar una información. Cuando exponía era persuasivo y convincente, dedicando a sus jefes breves ironías, agudas como la picadura de un alfiler. Había egresado en 1964 de la Escuela de Inteligencia del Ejército, con la especialidad de Agente de Inteligencia Operativo (AIO). Desde entonces deambuló por distintas zonas del sistema, haciendo labores administrativas, hasta que fue destacado al SIE1 en 1982. A fines de noviembre lo llamó a su oficina el jefe del departamento, el comandante Édgar Paz. Sin mayores preámbulos, Paz le dijo que tenía diez días para elaborar un manual sobre Sendero Luminoso que sirviera de orientación al Ejército.
De regreso a su escritorio, Ortega se dijo que le habían dado un encargo imposible. Carecía de conocimientos sobre Sendero Luminoso, y como no existía Negociado de Subversión en el SIE1, tal vez no habría información clasificada. Esta sospecha la confirmó cuando consultó el archivo sin encontrar algo aprovechable. Ortega no tenía que hacer el manual solo, pues el SIE designó un equipo compuesto por el propio comandante Paz, Cebichito, el agente Fernández —otro experto en partidos de izquierda— y el practicante Hernández, un recién egresado de la Escuela de Inteligencia. Pero las expectativas estaban puestas en él. Y él no encontraba la solución.
Sin embargo, diez días más tarde, Paul Ortega estaba encuadernando su manual, impreso en el taller gráfico de La Fábrica. El material fue distribuido de inmediato en Lima y empaquetado para ser enviado a combatir la ignorancia de los militares de Ayacucho.
¿Cómo lo hizo?
Una tarde, el agente cavilaba en El Mandarín, un restaurante de comida china entre La Colmena y Azángaro, en una de las esquinas del Parque Universitario. Luego de haber entibiado su estómago con una sopa de wantanes rellenos de cerdo y pollo, se le ocurrió que su salvación eran las fuentes abiertas, que para el SIE no son otra cosa que todas las formas de información pública. Son fuentes abiertas los diarios, las revistas, los libros y los contenidos de la radio y la televisión. Los servicios de inteligencia recolectan información de estos medios, la analizan y luego archivan la que puede interesar a la seguridad del país. Por supuesto, la razón de ser de los servicios de inteligencia es la obtención de fuentes secretas. Pero, a comienzos de los años ochenta, y por mucho que dijeran lo contrario los balances internos, la inteligencia básica del SIE provenía principalmente de las fuentes abiertas. En ciertos casos las notas de inteligencia presentaban información obtenida de fuentes abiertas como procedente de fuentes secretas, lo que elevaba los méritos del agente e incrementaba, es seguro, su presupuesto personal. Total, los generales no leían todos los periódicos y las revistas.
Esto lo sabía Paul Ortega. De modo que pagó la cuenta, salió al jirón Azángaro y se zambulló en el torrente humano del Parque Universitario. Estuvo unas tres horas estudiando los libros que se ofrecían en las veredas y las librerías contiguas. Eran años izquierdistas: las obras de clásicos y propagandistas del marxismo leninismo se vendían como pan caliente y los puestos de periódicos estaban atiborrados de panfletos maoístas que peleaban entre sí. Al año siguiente sería elegido alcalde de Lima el socialista Alfonso Barrantes, con el apoyo de los partidos marxistas unidos por primera vez electoralmente. Este sector tenía un periódico ideologizado, El Diario de Marka, que vendía sin esfuerzo cuarenta mil ejemplares y era una mina de oro como fuente abierta para el SIE. Ortega buceó en esta literatura sin encontrar lo que buscaba hasta que ingresó a la librería El Caballo Rojo, sobre La Colmena, a media cuadra del parque Universitario. Cuando salió, sonreía ampliamente debajo de sus lentes. Llevaba un ejemplar de El Partido Comunista del Perú: Sendero Luminoso, de Roger Mercado,9 un librillo que contenía todo lo que su trabajo debía decir.
Lo más difícil de la confección del manual fue copiar rápidamente unas ochenta páginas del libro de Mercado en la vieja máquina de escribir Adler del SIE1. El comandante Paz y el jefe del SIE quedaron conformes, y Ortega pasó a ser el primer especialista en Sendero Luminoso del Ejército. En diciembre fue notificado de que integraría el destacamento de inteligencia que el SIE iba a instalar en Huamanga.
Ortega llevó la vieja Adler a Ayacucho, y desde su primer día de labores escribió en ella las «Síntesis de información diaria» para el SIE, basadas, supuestamente, en el trabajo de los agentes recién llegados. Quienes desconocían que Ortega era un hombre de recursos, se preguntaban qué diablos podía estar contándoles a los jefes de Lima si la gente del destacamento recién se ambientaba en Huamanga. Era muy fácil: esperaba los partes de ocurrencias que la Policía estaba obligada a enviar a Los Cabitos, les daba otra forma a los datos, añadía alguna hipótesis de su cosecha, y finalmente presentaba su texto al capitán Kiko, listo para ser enviado al Pentagonito.10
Tres capitanes secundaron a Paz en el naciente destacamento. Uno fue Goytizolo, el oficial de avanzada enviado por el SIE para estudiar a Sendero Luminoso. Algo indefinible parecía distanciar a este capitán del comandante y de lo que se hacía en la zona. El fin de año había participado en operativos en la zona de Chinquintirca que, según algunos agentes, lo marcaron profundamente. Hombre de acción, Goytizolo era alérgico a los trabajos analíticos, hasta el punto de que los agentes no hallaron redactada por él ninguna nota de inteligencia.11 En marzo, cuando aún no cumplía cuatro meses en Ayacucho, logró que el SIE lo regresara a Lima, al término de varias semanas intensas en la base contrasubversiva de Totos. Decir intensas, en verdad, es decir poco. Fueron atroces, según comprobó después Jesús Sosa, quien remplazó al capitán en aquel sangriento destino.
El segundo oficial era Julio Vásquez, encargado del enlace con los agentes. Desde un principio quedó entendido que estos no debían acudir a la sede del destacamento —cuando existiera—, ni al cuartel, ni frecuentar a militares o policías. Vásquez establecería horarios, lugares y modalidades de entrevistas para la entrega de los informes, y transmitiría los pedidos de información del comando a sus espías, todo lo cual se cumplió desastrosamente, pues los contactos externos fallaban por tardanzas, olvidos y otras razones. Al final, el comandante se rindió y dispuso que los informes ya no fueran entregados en las calles. Cada agente lo llevaría a las oficinas del destacamento entre las siete y ocho de la noche. Naturalmente, a fines de 1983 ya no era un misterio en Huamanga la verdadera profesión de los comerciantes de calzones. No cabía duda de que eran militares.
Néstor Coral, el tercero de los oficiales —capitán Kiko para todo el mundo—, había seguido un curso sobre interrogatorios en Colombia, que lo convertía, en cierto modo, en un especialista a punto de debutar. Pero cuando llegó la hora no quiso o no pudo brindar lo mejor de sus conocimientos, a juzgar por la pateadura que le dio al primer detenido del equipo, un joven a quien unos vecinos señalaron como sospechoso. El hombre simplemente daba vueltas por la sede recién estrenada del destacamento, una casa de dos pisos en la urbanización Mariscal Cáceres. Tres agentes lo capturaron y lo metieron al local, donde comenzaron a pegarle furiosamente. Transformado en un líder, el SO2 Gumercindo García Paico, uno de los dos choferes, puso boca abajo al muchacho, le sacó los zapatos, le levantó los pies, y con un palo empezó a golpearle las plantas. Kiko no quiso quedarse atrás y colaboró pateando a la víctima, que gritaba agudamente.
—¡Habla, concha tu madre! —le decía, apaleándolo, García Paico.
Repetía la pregunta y los golpes. El detenido quería hablar.
—¡Sí! ¡Sí! —le imploró—. ¿Qué quiere que le diga?
García Paico no sabía qué preguntarle.
El comandante Pato, que había llegado en medio de la golpiza, ordenó detenerla. Pidió una silla y se puso a conversar con el muchacho. Un momento después dispuso que fuera liberado. Cuando todos se dispersaban, el agente Paul Ortega se volvió hacia Paz:
—Mi comandante, el chofer a qué vino acá: ¿a manejar las camionetas o a interrogar?
Ortega ya era el analista del destacamento. Mejor dicho, hacía el trabajo del capitán Kiko. Empleaba todo el día examinando cada «Informe de agente», descifrando manuscritos senderistas, confeccionando cartas de situación, redactando notas de inteligencia e, invariablemente, preparando la «Síntesis de información diaria» que debía estar lista al caer la noche, que era cuando Kiko se aparecía.
—A ver, Orteguita —decía el capitán—. ¿Ya está la SID?
El aludido casi nunca contestaba. Con un dedo señalaba un papel mecanografiado, encima de su mesa. Coral lo hojeaba mientras caminaba a la oficina del comandante. Unos minutos después regresaba con el informe rubricado por Paz. Y solía decirle a Ortega:
—Oye, hay que enviar esto.
Tenía un aire de haber trabajado mucho, o así lo percibían los agentes. Ortega disponía llevar el documento a Los Cabitos, donde un telefax lo transmitía al SIE.
Así era la división del trabajo en el servicio, y en la búsqueda ocurría algo parecido. Los suboficiales recogían información en la calle, mientras los oficiales los monitoreaban desde la oficina, en los cargos de jefatura. Iba a pasar lo mismo cuando, un tiempo después, se tuviera que matar. Salvo excepciones, a muchos de los interrogados en el destacamento los matarían los agentes con sus propias manos. Poco a poco, estos hombres se volverían expertos en el proceso de buscar-interrogar-ejecutar-enterrar. Al comienzo en el local de Mariscal Cáceres; luego en la Casa Rosada, en la urbanización Villa Jardín; y también en Los Cabitos y en las bases contrasubversivas del departamento.
En enero de 1983 aún eran inocentes. Ninguno de los suboficiales que llevó Édgar Paz a Ayacucho —tenían entre veinte y veinticinco años— había disparado a la cabeza de un hombre maniatado.
La evolución comenzó ese verano. Sobre todo para Jesús Sosa.
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1En 1982, la organización había asumido el maoísmo como componente esencial de la doctrina revolucionaria, junto con el marxismo y el leninismo. Los senderistas eran los únicos en el mundo que se proclamaban marxistas-leninistas-maoístas.
2Su nombre oficial es Ayacucho, pero el original es Huamanga, como la conocen también los nativos de la ciudad. En adelante la denominaremos así.
3Afirmación del 2004, cuando Jesús Sosa estaba prófugo. Fue capturado en el 2008, y cumple sentencia por violación de derechos humanos en un penal de Lima. (nota a la segunda edición).
4Una unidad tiene entre cien y doscientos hombres y es dirigida por un comandante. La gran unidad posee varios centenares y la comanda un general de brigada.
5 Serie cómica de la televisión mexicana.
6Jesús Sosa crecería tres centímetros más en el Ejército.
7Especialmente en el primer semestre, pues la guerra comenzó en abril y terminó en junio de 1982.
8El capítulo 15, «El secuestro de los montoneros», está dedicado a este suceso.
9Lima, Editorial de Cultura Popular, 1982.
10Como en otras partes de este libro, aquí se refleja principalmente la visión de los suboficiales, que es parcial, pero fundamental e ignorada. La información de este capítulo fue proporcionada por cuatro exagentes entrevistados por separado. Pero el comandante Paz, entrevistado en el 2004, dijo que en su destacamento el trabajo de los oficiales era más importante que el operativo de los agentes. «No solo por su nivel —añadió—. Los oficiales habían seguido un curso para ser analistas, y los suboficiales, no». Néstor Coral, coronel en actividad en el 2004, no fue autorizado por el Ejército para ser entrevistado por el autor.
11 Texto en el que se analizan uno o varios hechos verificados.