Siempre he creído que la frase «eso es lo que habría deseado fulano de tal» es una de las cosas más tontas que los vivos dicen de los muertos. En el mejor de los casos se trata de conjeturas; en la mayoría es hubris, no importa lo bien intencionada que sea. Simplemente no hay modo de saberlo. Así que todo lo que puede afirmarse respecto de la publicación de Renacida, el primero de los tres volúmenes que integran una selección de los diarios de Susan Sontag, es que no se trata de un libro que ella misma habría creado, suponiendo en primer lugar que ella siquiera se hubiera decidido a publicarlos. En cambio, la decisión de darlos a la luz, así como la selección, han sido enteramente mías. Incluso si la censura no está en duda, los riesgos literarios y los conflictos morales de semejante empresa son más que evidentes. Caveat lector.
No fue una decisión que hubiera querido adoptar nunca. Pero mi madre murió sin dejar instrucciones sobre el destino de sus archivos o sus escritos dispersos o inconclusos. Esto puede no parecer característico de alguien que se ocupó con tanto empeño de su obra, que se afanó intensamente en las traducciones hasta de idiomas que solo conocía medianamente y que sostenía opiniones informadas y contundentes sobre editores y revistas de todo el mundo. Pero a pesar de la letalidad del síndrome mielodisplásico, el cáncer sanguíneo que la mató el 28 de diciembre de 2004, hasta solo unas cuantas semanas antes de su muerte estaba convencida de que sobreviviría. Así que en lugar de comentar cómo quería que los demás se ocuparan de su obra una vez que no estuviera entre nosotros –como probablemente habría hecho alguien más resignado a la muerte–, se refería enfáticamente a la vuelta a sus trabajos y a todo lo que escribiría una vez que saliera del hospital.
En lo que a mí respecta, ella tenía el derecho absoluto a morir según sus deseos. Nada le debía a la posteridad, y mucho menos a mí, mientras luchaba por su vida. Pero su decisión acarrea consecuencias imprevistas, la más importante de las cuales es, en este caso, que ha recaído sobre mí la decisión de cómo publicar los escritos que legara. En cuanto a sus ensayos, incluidos en Al mismo tiempo dos años después de su muerte, las decisiones fueron más o menos sencillas. A pesar del hecho de que mi madre sin duda habría revisado en profundidad los ensayos para su reimpresión, ya habían sido publicados en vida o pronunciados como discursos. Sus intenciones quedaban de manifiesto.
Estos diarios son asunto enteramente distinto. Los redactó solo para ella, regularmente desde su primera adolescencia hasta los últimos años de su vida, cuando su fascinación por el ordenador y el correo electrónico pareció poner freno a su interés en llevar un diario. Nunca permitió que se publicara una frase siquiera, ni tampoco, como otros diaristas, lo leyó a sus amigos, aunque los más íntimos sabían de su existencia y de su costumbre de, tras llenarlo, colocar un cuaderno junto a los precedentes en el vestidor de su habitación, cerca de otros bienes preciados pero de algún modo esencialmente íntimos, como fotografías de familia y recuerdos de infancia.
Cuando cayó enferma por última vez, en la primavera de 2004, había cerca de un centenar de tales cuadernos. Y otros aparecieron cuando su última asistente, Anne Jump, su amigo más íntimo Paolo Dilonardo y yo organizamos sus pertenencias un año después de su muerte. Yo solo tenía una idea muy imprecisa de su contenido. La única conversación que sostuve con mi madre al respecto fue al principio de su enfermedad y cuando aún no había reavivado su convicción de superar ese cáncer sanguíneo tal como había superado los dos anteriores sufridos a lo largo de su vida. Y consistió en una sola frase murmurada: «Ya sabes dónde están los diarios». Nada me manifestó sobre el destino que deseaba que les diera.
No puedo afirmarlo con certidumbre, pero me inclino a creer que, si hubiera dependido de mí, habría esperado mucho tiempo antes de publicarlos o quizá no los habría divulgado jamás. Por momentos pensé que los quemaría. Pero eran meras fantasías. La realidad, en todo caso, es que los diarios físicos no me pertenecen. Cuando aún gozaba de buena salud, mi madre había vendido sus archivos a la biblioteca de la Universidad de California en Los Ángeles y el contrato estipulaba que ese sería su destino al sobrevenir su muerte, junto con sus documentos y sus libros, como ha sido el caso. Y puesto que el contrato firmado por mi madre no restringía el acceso en ningún sentido importante, pronto me di cuenta de que yo ya había adoptado una decisión. O los organizaba y presentaba o algún otro lo haría. Pareció preferible seguir adelante.
Mis recelos persisten. Afirmar que estos diarios son reveladores es un drástico eufemismo. Opté por incluir muchos de los muy severos juicios de mi madre. Fue una gran «juzgadora». Pero la exposición de esa característica –y estos diarios están repletos de revelaciones semejantes– inevitablemente invita al lector a juzgarla a ella. Uno de los principales dilemas en todo ello ha sido que, al menos en la última etapa de su vida, mi madre no fue en ningún sentido una persona proclive a la confidencia. En particular evitaba hasta donde le era posible, sin negarla, toda referencia a su homosexualidad o todo reconocimiento de su propia ambición. Así que mi decisión sin duda viola su intimidad. No hay otra manera de describirlo con imparcialidad.
En contraste, estos diarios están anclados en el descubrimiento adolescente de su naturaleza sexual, en las prematuras tentativas de una estudiante de dieciséis años durante su primer curso en la Universidad de California en Berkeley, y en las dos relaciones profundas que entabló de joven adulta: primero con Harriet Sohmers Zwerling, a la que primero conoció aquel año en Cal, y con la cual viviría después en París en 1957; y luego con la dramaturga Maria Irene Fornes, a quien mi madre había conocido ese mismo año en París (Fornes y Sohmers habían sido amantes previamente), en Nueva York entre 1959 y 1963, tras el regreso de mi madre a Estados Unidos, el divorcio de mi padre y su traslado a Manhattan.
Una vez adoptada la decisión de publicar sus diarios, nunca me planteé excluir materiales sobre la base de que mi madre apareciera bajo una luz determinada, por su franqueza sexual o por su crueldad con alguien que se menciona en ellos, aunque he optado por omitir los nombres verdaderos de algunas personas. Por el contrario, el criterio de selección fue determinado en parte por mi impresión de que la crudeza y el retrato sin retoques que estos materiales presentan de una Susan Sontag joven, que de modo consciente y con determinación acometió la creación de una identidad que deseaba, era el aspecto más fascinante de los diarios. Por ello decidí titular este volumen Renacida, procedente de una frase que figura al comienzo de los primeros diarios, pues me parece que compendia lo que deparó a mi madre a partir de su infancia.
A ningún otro escritor estadounidense de su generación se le vinculó más con los gustos europeos que a mi madre. Es imposible imaginar que afirmara que debía «contar todo sobre Tucson» o «todo sobre Sherman Oaks, California», del mismo modo en que John Updike afirmó respecto de sus comienzos como escritor que tenía que «contar todo sobre Shillington [Pensilvania]», su pueblo natal. Y aún más imposible imaginar que mi madre volviera a su infancia o a su contexto social o étnico en busca de inspiración, como en efecto habrían de hacer muchos escritores judíos estadounidenses. Su trayectoria –y me parece que esto confirma de nuevo la pertinencia de Renacida como título– es precisamente la opuesta. En muchos aspectos es la misma que la de Lucien de Rubempré, el joven ambicioso de la provincia profunda que quiere convertirse en una personalidad destacada en la capital.
Mi madre, por supuesto, no fue un Rubempré en ningún otro sentido por carácter, temperamento o proyecto. No quería granjearse favores. Al contrario, confiaba en su estrella. Desde su primera adolescencia albergó la convicción de que disfrutaba de dones especiales, de que podía ofrecer una contribución significativa. El infatigable e implacable deseo de profundizar y ampliar constantemente su educación –un proyecto que ocupa muchas páginas en los diarios y que he querido incluir en la misma proporción aquí– fue de algún modo la materialización de esta consciencia de su identidad. Quería ser digna de los escritores, pintores y músicos que veneraba. En este sentido, el mot d’ordre de Isaac Babel, «Debes saberlo todo», podría haber sido asimismo el de Susan Sontag.
Es justamente la manera opuesta en la que pensamos hoy día. La confianza en uno mismo es una constante en la conciencia de quienes destacan en el mundo, pero las formas que adopta esa confianza están determinadas culturalmente y varían considerablemente de un período a otro. La de mi madre era, me parece, una conciencia decimonónica, y el ensimismamiento de estos diarios comparte algo del tono de aquellos grandes «exitosos» egoístas; pienso en Carlyle. Y esto está muy lejos del registro en el cual se expresa la ambición a principios del siglo XXI. El lector que busque ironía no encontrará ninguna. Mi madre se daba cuenta de ello cabalmente. En su ensayo sobre Elias Canetti, el cual, junto con el dedicado a Walter Benjamin, siempre he pensado que es lo más próximo a una incursión en la autobiografía que habría de escribir, citó con beneplácito la reflexión de Canetti: «Trato de imaginar a alguien que le diga a Shakespeare: “¡Relájese!”».
Así pues, insisto, caveat lector. En este diario el arte es visto como una cuestión de vida o muerte, donde se da por supuesto que la ironía es un vicio, no una virtud, y en el que la seriedad es un bien superior. Mi madre exhibió estos rasgos muy pronto. Y nunca le faltó gente que intentaba que se relajara. Solía recordar que su padrastro, un héroe de guerra benevolente y convencional, le había pedido que no leyera tanto, pues eso le impediría encontrar marido. La versión más cultivada y cabal de lo anterior fue el comentario del filósofo Stuart Hampshire, su tutor en Oxford, sobre el cual me contó una vez que, lleno de frustración, había exclamado durante una tutoría: «Vaya, ¡vosotros los estadounidenses! Sois tan serios... ¡Igual que los alemanes!». Lo dijo sin intención de elogiarla, pero mi madre lo consideró una medalla.
Todo esto puede llevar al lector a suponer que mi madre era una «europea natural», en el sentido en que Isaiah Berlin afirmaba que algunos europeos eran estadounidenses «naturales» y algunos estadounidenses, europeos «naturales». Pero me parece que esto no es del todo cierto en el caso de mi madre. Es verdad que para ella la literatura de Estados Unidos estaba en la periferia de las grandes literaturas europeas –sobre todo la alemana–, y sin embargo probablemente su convicción más profunda era que podía reinventarse a sí misma, que todos podemos hacerlo, y que los antecedentes podían echarse por la borda o trascenderse literalmente a voluntad o, más bien, si se tenía la voluntad. Y ¿acaso no es esta la personificación de la observación de Fitzgerald según la cual «no hay segundos actos en las vidas de los estadounidenses»? Como he señalado, en el lecho de muerte que nunca creyó enteramente que sería su lecho de muerte, estaba planeando el siguiente primer acto que protagonizaría una vez que el tratamiento le hubiese concedido un poco más de tiempo.
En esto mi madre fue notablemente coherente. Uno de los aspectos más asombrosos para mí de la lectura de sus diarios fue la impresión de que, desde la juventud hasta la vejez, mi madre combatió sin cesar las mismas batallas tanto con el mundo como con ella misma. El convencimiento de su maestría en las artes, su pasmosa confianza en la razón de sus propios juicios, su extraordinaria avidez –la certeza de que necesitaba escuchar toda pieza musical, contemplar toda obra de arte, ser versada en todas las grandes obras literarias– aparecen ahí desde el principio, cuando hace un listado de los libros que quiere leer y los marca a medida que los concluye. Pero también destaca su sensación de fracaso, su incapacidad para el amor e incluso para el eros. Se sentía tan incómoda con su cuerpo como tranquila con su mente.
Eso me entristece más de lo que soy capaz de transmitir. Cuando mi madre era muy joven viajó a Grecia. Allí asistió a una representación de Medea en un anfiteatro en el sur del Peloponeso. Esa vivencia la conmovió profundamente, porque cuando Medea está a punto de matar a sus hijos algunas personas del público comenzaron a gritar: «¡No, Medea, no lo hagas!». «Aquella gente no sentía que estuviera viendo una obra de arte –me dijo muchas veces–. Todo era real.»
Estos diarios son, asimismo, reales. Y al leerlos sufro una reacción de ansiedad semejante a la de aquellos espectadores griegos a mediados de los cincuenta. Quiero gritar: «No lo hagas» o «No seas tan severa contigo misma» o «No te vanaglories tanto» o «Ten cuidado con ella, no te quiere». Pero, por supuesto, llego demasiado tarde: la obra ya fue interpretada y su protagonista ha salido de escena, al igual que la mayoría, aunque no todos, de los otros personajes.
Lo que queda es el dolor y la ambición. Estos diarios fluctúan entre ambos. ¿Habría querido mi madre que fueran divulgados? Insisto, hay razones de índole práctica tras mi decisión no solo de permitir su publicación, sino de editarlos yo mismo, aunque haya contenidos en ellos que son fuente de dolor para mí, y muchos asuntos sobre los que habría preferido no enterarme y que los otros tampoco se enteraran.
Lo que sí sé es que a mi madre, como lectora y escritora, le apasionaban los diarios y las cartas… cuanto más íntimos mejor. Así que quizá la escritora Susan Sontag habría dado su aprobación a lo que he hecho. En todo caso, eso espero.
David Rieff