EL ARTE DEVELADOR DEL MANTO

«¡Manto, manto, cuántas indiscreciones

se cometen en tu nombre!»

Frou-Frou, La Semana Ilustrada, 1903

El recogimiento femenino fue pensado para desvalorizar el cuerpo mortal y sobrevalorar el alma inmortal. Pero tal política se encontró con un inconveniente inesperado: el ocultamiento del cuerpo permitía disimular, también, los movimientos subrepticios del mismo, es decir, favorecía el anonimato de las acciones personales o grupales realizadas para eludir las prohibiciones que oprimían el cuerpo. Pues, en último término, el ocultamiento fue el camino que comenzaron a recorrer, también, el amor, el sexo, el adulterio y diversas formas que por entonces eran consideradas como pecado y delincuencia.1 La sombra del manto resultó ser, por eso, una ecología primaveral, en la que creció y se multiplicó lo prohibido.

Ante eso, la Iglesia comenzó a fluctuar entre el simple mandato de púlpito (que se llevara manto, por recogimiento) y la grave prohibición canónica (que no se llevara, para no estimular el pecado). Que se llevara en la iglesia, que no se llevara en la calle. Ante ese dilema, las mujeres patricias, pese a ser súbditas del báculo y la corona, no dudaron en ceñirse a la sabia tradición cívica de los pueblos (las comunidades de campesinos y artesanos) posmedievales y coloniales, a saber: la ley monárquica «se obedece, pero no se cumple» (lo cual implicaba privilegiar la soberanía popular). De este modo, el poder del cuerpo, del erotismo y de lo femenino vino a demostrar que era más imperioso que el rey y el papa juntos. La primera prohibición fue fijada por las cortes de Castilla, en 1586:

Ha venido a tal extremo el uso de andar tapadas las mujeres, que de ello han resultado grandes ofensas de Dios y notable daño de la República, a causa de que en aquella forma no conoce el padre a la hija, ni el marido a la mujer, ni el hermano a la hermana: y tienen la libertad, tiempo y lugar, a su voluntad y dan ocasión a que los hombres se atrevan a la hija, o mujer del más principal, como a la del más vil y bajo, lo que no sería yendo descubiertas… Además de lo cual se excusarían grandes maldades y sacrilegios, que los hombres vestidos como mujeres y tapados, sin poder ser conocidos, han hecho y hacen.2

Los hechos indican que en Hispanoamérica las mujeres patricias, tenazmente, se opusieron a cumplir ese dictamen. Los oidores de la Real Audiencia intentaron, pese a ello, implementarlo, aduciendo que «taparse medio ojo» constituía un gesto escandaloso de coquetería femenina. Se amenazó incluso con excomulgar a las mujeres que usaban mantos, sobre todo en las procesiones callejeras de Semana Santa. Según el historiador Rolando Mellafe, «las prohibiciones que atañían a las tapadas fue una de las pocas leyes dictadas para España e Indias que no se cumplieron en lo absoluto».3 Durante el período de la baja colonia —sobre todo durante el siglo XVIII— no solo se mantuvo el uso del manto en lugares públicos, sino que «las ciudades y los campos se llenaron de tapadas, tapados y arrebozados, en España y América».4

¿Cómo se explica que, siendo el recogimiento femenino una norma global incómoda —sobre todo para las mujeres de estirpe patricia—, no se haya aceptado la prohibición de llevar manto en las calles, considerando que aquella, gratuitamente, abría camino al develamiento? ¿No favorecía eso la liberación de lo femenino?

Al parecer, la liberación de lo corporal, lo sexual y del género, trabajada de modo subrepticio bajo las sombras del manto, era, comparativamente, mucho más efectiva que la que permitía la eliminación del mismo. No existiendo en el contexto hispano-colonial otras formas de liberación de la mujer, era preferible mantener el manto como instrumento de lucha y no reemplazarlo por normas impertinentes, que no eran de liberación, sino de mera prohibición. Eso explica la masividad de su uso y la solapada emergencia, bajo su sombra, de la eroticidad y la sensualidad. Así vio este fenómeno, hacia 1850, Benjamín Vicuña Mackenna, quien afirmaba que existían «también mironas, pero estas llamábanse más generalmente tapadas, porque iban a mirar a las ventanas de los bailes debajo de los pliegues de sus mantones y rebozos. Eran unos seres terribles bajo su disfraz y con escudo de su fuero, porque todo lo escudriñaban, todo lo invadían, todo lo devoraban». El oidor Ballesteros, hacia 1800, había complementado esto informando que:

Y es tal la desenvoltura y desvergüenza que a veces, con el mismo disfraz y cubiertas las caras, ocupan los asientos de las cuadras… Y como con el disfraz se cubren todos, se usa de él no solo por la gente plebeya, sino por las clases distinguidas, a quienes mueve o excita la curiosidad…, mujeres y hombres se estrechan de tal modo, que no dan lugar al paso… Las gentes que se ponen en estos aprietos, desde luego no adolecen de escrúpulos, pues no retraen sus cuerpos de estrujones y licencias que no se tomarían los hombres viendo a las mujeres descubiertas en sus trajes y en sitios decentes: ello es que… se permite la disolución o el ultraje… haciéndolas teatro de la disolución y muchas veces de la lascivia, acaso consiguiendo sus torpes fines, que no les sería fácil conseguir de otra manera.5

Debe tomarse en cuenta que, durante el período colonial, el manto —normalmente teñido de negro— era un «pañolón» de gran tamaño, que cubría no solo la cabeza, sino también la totalidad del cuerpo. Y no solo los cuerpos femeninos, como lo exigía la audacia de los involucrados. Por eso, el manto podía dejar en el más perfecto anonimato la identidad de género de su portador o portadora. De modo que los tapados bajo el manto podían infiltrarse en la zona privada de las tapadas, y viceversa. Jorge Juan y Antonio Ulloa, enviados especiales del rey de España, informaron a su monarca, durante la segunda mitad del siglo XVIII, que en Perú y Chile la actividad sexual de hombres y mujeres, de seglares lo mismo que de religiosos, no solo era intensa, sino además semipública, vida escandalosa que apenas encubría la frágil volatilidad de los mantos.6 Por conveniencia (de mero acatamiento o de franca liberación), el manto lo utilizaban no solo las mujeres y hombres patricios, sino que los de toda condición social, de modo que «no solo los domingos, sino todos los días de la semana el centro de Santiago se poblaba en las mañanas de cientos y cientos de figuras femeninas, de todas las edades y condiciones sociales, arrebujadas en su manto». La masividad de su uso lo convirtió de hecho, hacia el 1800 —cuando se le tejía, básicamente, de algodón—, en una «prenda plebeya», extendida también entre las mujeres del bajo pueblo. De este modo, si «el manto se enseñoreaba, en las mañanas, de las calles santiaguinas», en las horas vespertinas y nocturnas también se adhería a los trayectos y movidas de la mayoría de la población.

Las damas de alcurnia y las gentes de la clase media usaban el manto, únicamente, hasta el mediodía. Las que lo usaban por la tarde, o eran pobres mujeres que ocultaban los zurcidos de sus descoloridas vestimentas, o muchachas locas de su cuerpo (como las llamara el clásico), que vivían en las calles atravesadas situadas al sur de la Alameda de las Delicias, y se arrebujaban en el manto para andar por el centro, sin ofender la moral pública, gazmoña e inflexible, de la época.7

Con el correr del tiempo, las mujeres marginales del «bajo fondo» —como se verá más adelante— dejaron de utilizar el manto desde el momento en que se volvió innecesario e inútil para el irrefrenable proceso de abandono y pauperización que las sumió en una desnudez social y corporal.8 Por el contrario, las mujeres patricias lo conservaron, ya no tanto para ocultarse, pues el salón patrimonial donde reinaban vino a exhibir en pleno su belleza, elegancia y cultura oral, sino para dejar de manifiesto, en la vía pública, su buen gusto, su opulencia y su aristocrática diferencia de clase. Haciendo evidente, de paso, el eximio dominio que habían alcanzado del volátil y cambiante viento de «la moda». Por ese camino, el manto devino en una prenda cada vez más aristocratizada, razón por la cual se observó una transformación en la calidad del material, un perfeccionamiento de su diseño y un refinamiento en la forma de llevarlo; de suerte que, durante la segunda mitad del siglo XIX (a Rubén Darío le llama la atención, cuando llega a Santiago, que la mujer va envuelta «en un manto que hace, por contraste, más bello y atrayente el alabastro de los rostros, en que resalta, a sangre viva, la rosa roja de los labios»), quedó convertido en uno de los recursos más letales de la seducción femenina.

Con todo, al pasar de la lanilla al algodón y de este a la seda, y del diseño «recoleto» a las filigranas chinescas, el manto no cambió de color. Se mantuvo, en ese nivel elitario, la severidad del negro, y por eso mismo, devino en símbolo de la verdadera elegancia. Observando eso, Frou-Frou (analista de modas de La Semana Ilustrada) escribió en 1903: «me ha parecido interesante tender una mirada sobre el manto, esta forma obligada de nuestra toilette en la Semana Santa». Según ella, la toilette del manto convirtió «el templo en verdadero cinematógrafo social», pues en los domingos podía presenciarse el desfile de todas las formas, variedades y estilos de mantos, como también de toda la coquetería ligada a él.

Hay soberbios mantos de la China, que ocultan índoles modestas y tules sencillísimos… Anita, que es tan pobre y tan discreta, lleva aquel regio manto sobre una falda de lanilla vieja, porque se lo ha obsequiado una pariente millonaria que no se lo pone porque lo encuentra antiguo. En tanto aquella señora lujosísima, con los dedos cuajados de brillantes, se envuelve en un cresponcillo discreto, que tiene el privilegio de ser único, confeccionado en Europa, para que ella pueda darse el soberano lujo de parecer sencilla siendo derrochadora.

El tipo de manto y la forma de llevarlo no solo revelaban la psicología de su dueña, sino también su forma específica de liberación. «Poseemos —siguió Frou-Frou, implacable— el medio infalible de conocer el carácter, los gustos, las manías, las pretensiones, los sentimientos de todas las mujeres, con un simple vistazo arrojado sobre sus mantos, pues, si la mirada miente y la sonrisa puede ser pérfida, la toilette no engaña». Y agregó:

Desde la beata de profesión… para quien el manto es la etiqueta del oficio… hasta la mundana que, erguida entre sus pliegues ostenta matinalmente su belleza los domingos, las siluetas morales de todas las esferas femeninas se exhiben al desnudo bajo la protectora sombra de sus mantos. La hora en que se lleva, la calidad, el estilo, los prendidos, todo es revelador indicio en este traje… Desconfiemos… de aquellas que exageran la originalidad y tratan de contrastar con las modas usuales y hacen ostentación de sencillez teniendo gran fortuna: desconfiemos de ellas, sobre todo si no son bonitas, son casi siempre coquetas, hipócritas, que ocultan innumerables pretensiones. Desconfiemos de los mantos jansenistas que dibujan el talle como el mejor corsé y velan el semblante con fingido pudor: las que lo llevan son orgullosas, de indomable carácter y pasiones violentas. Los mantos complicados, sobre moños de tres pisos, con veinte mil prendidos y guarnición de encaje, el cuello descubierto, el froufrou de la seda, el borde vistoso de dos o tres enaguas, el cascabeleo de pulseras, cadenas, herretes y colgajos, revelan por regla general un carácter ameno con ribetes de generosidad; las que llevan de esta suerte el manto, son rarísima vez malas, como que las malas son rara vez ridículas…9

Si bien el manto significaba, en sí mismo, una concesión hecha a la ley consuetudinaria del recogimiento femenino, su uso fue una importante arma de seducción y liberación de las mujeres en el espacio público (plaza, calle, portal, iglesia, recova). Se trataba de un ‘arte’ de complicada elaboración e impredecible impacto. En esto concuerdan todos los testigos de su época, sobre todo durante la segunda mitad del siglo XIX. Al respecto, escribió Lautaro García:

Místico y profano a la par, el manto era prenda de difícil postura. Para prenderlo bien había que tener arte. En su complicada tarea se ejercitaba a diario el sentido estético de las santiaguinas… El modelarlo sobre el busto, plegarlo alrededor del cuello, donde se hacían los prendidos principales, y sobre todo darle gracia a los pliegues, ciñendo el rostro… requería, además de buen gusto, dedos ágiles y diestros… A veces, era como un viento materializado en espumoso velo; otras, tenía apariencias de agua nocturna cristalizada por el aire de la mañana.10

Manuel Carmona, por su parte, destacó en 1860 el hecho de que la naturalidad demostrada por las mujeres limeñas y chilenas en el difícil arte del manto se debía a que, desde su nacimiento, debieron relacionarse con él:

El manto y la chilena crecen juntos; son hermanos gemelos. Nace ella, y va a la pila bautismal en los brazos de la madrina, que la vela con su manto… Ya mujer, ese mismo manto la acompaña al templo, que recoje en el silencio sus preces y suspiros… Llega un día en que esa vírjen se halla al pié del altar, y a su derecha un compañero que le sonríe. ¿Qué lleva en su cabeza? Un manto, que ahora viene a presenciar el cumplimiento de su sublime misión.11

Arte y naturalidad. Dialéctica fina. Al captar esto, FrouFrou describió con agudeza, en 1903, lo que sigue:

Se imaginan los profanos que prenderse el manto es obra de un instante…, que esta prenda es sinónimo de la sencillez… ¡Oh, qué inocencia! Basta observar un momento el arte refinado, la coquetería, el sentimiento estético que revela cada uno de los pliegues que dibujan el busto, formando delicado marco a la fisonomía y velando con virginal pudor o acusando con seductora intención las formas femeninas, para darse cuenta de que esta toilette es infinitamente complicada; de que hay tantos mantos cuantos tipos de mujer le visten y de que, como todo lo que imita más perfectamente la naturalidad, esta forma del arte de vestir es una de las que más dista de ella.12

¿Y quién era el receptor de ese ‘arte’ de inspiración individual pero impacto colectivo? Indudablemente —pero no en exclusiva— la población masculina. O la misma imagen femenina, en cuerpo y alma frente al espejo, o ante el ruedo de admiradores en todas las perspectivas del espacio público. Fuese o no expresamente dirigida aquí, la percepción masculina registró en anchura y profundidad el impacto que el manto (mejor dicho, lo femenino que llevaba dentro) era capaz de producir. Por eso, fue allí, exactamente allí, en pleno territorio hegemónico de lo masculino (incluyendo su espacio público) donde el manto, como varita mágica, instaló con firmeza la presencia femenina

El manto se enseñoreaba, en las mañanas, de las calles santiaguinas. Jalonaban galantemente su paso los piropos de la ‘futrería’ de hongo y chaquet que deambulaba por los portales de Sierra Bella de la Plaza de Armas; y el hechizo de los plásticos pliegues, ocultando y sugiriendo al mismo tiempo los encantos femeninos, le inspiró ardientes y a la vez místicas estrofas a más de un bardo de chambergo y melena.13

Atrapados por las sugerencias de ese arte, no pocos varones se sintieron subyugados por el encanto de sus portadoras, conscientes de su poder de seducción. El mismo Ruben Darío afirmaba en su poema «El manto»:

La bella va con el manto

con tal modo y gracia puesto,

que se diría que esto

es el colmo del encanto.

(Santiaguina, por supuesto)…

Con esta faz placentera

esa negrura enamora;

pues le parece a cualquiera

que la noche apareciera

con la cara de la aurora.

¡Qué par de ojos! Son luceros.

¡Qué luceros! Fuegos puros

Con razón hay, caballeros,

compañías de bomberos

y pólizas de seguros.

Tiene ella mucho de santo,

mas despierta cierto anhelo

cuyo velo no levanto;

si no fuera ese recelo

andarían en el cielo

los querubines con manto.14

Otros, atrapados en la atmósfera de misterio que rodeaba a las «tapadas» —sobre todo si eran de estirpe aristocrática—, podían frustrarse hasta la desesperación, pues el recogimiento, el misterio y los pliegues del manto sugerían, a la vez, cercanía y lejanía, en un juego que, al final, las volvía inalcanzables. Rubén Darío registró, en uno de sus célebres «abrojos», el caso de un amigo (poeta como él) que se enamoró perdidamente de una conocida mujer de la elite santiaguina. Estando en un café con otros camaradas, la vieron pasar: «Cuando la vio pasar el pobre mozo / y oyó que le dijeron: ‘es tu amada’… / pidió una copa y se bajó el embozo / ‘¡Que improvise el poeta!’ / Y habló luego / del placer, del amor, de su destino / y al aplaudirle la embriagada tropa / se le rodó una lágrima de fuego / que fue a caer al vaso cristalino / Después tomó su copa / y se bebió la lágrima y el vino».15

Otros, en fin, víctimas acaso de esas mismas subyugaciones, percibieron que el encanto femenino era aparentemente difuso pero, en el fondo, un muy efectivo sistema de «dominación» que permitía a las mujeres controlar, no solo el entorno de su manto, sino su relación con la sociedad. En 1860, un activo colaborador de la Revista del Pacífico dio cuenta de ese dominio y, especialmente, en el caso de las mujeres limeñas. En primer lugar —señaló— ellas «personifican la sociedad entera». Luego, disponen en todo momento de «los irresistibles encantos de la belleza», de modo que los hombres «parecen consagrar su vida a la adoración de la mujer». Dueñas de tales poderes con semejantes resultados, «parecen concentrar en sí mismas todas las fuerzas morales, al punto de ejercer una influencia excesiva y peligrosa», que debilita y hace languidecer al hombre

porque ella posee el secreto de las actitudes románticas, de las sonrisas dulces, de las miradas ardientes, y sobre todo, comprende el arte maravilloso de los atractivos del misterio. Por eso su tipo original y perfecto es la tapada. Bajo ese disfraz despliega todo su poder y revela su carácter. Es así como aparece espiritual, burlona, alegre, altiva, impresionable, ardiente e irresistiblemente tentadora… Vedla en las calles, en las iglesias, en las procesiones, confundiéndose entre los grupos de hombres, soportando impávida el fuego graneado de mil galanterías, sorprendiendo a uno con el nombre de su querida, atormentando a otro con un chiste epigramático, ridiculizando a este con una palabra, burlándose de aquél con una voz fingida, y encantándolos a todos con el brillo del ojo que descubre, y con la morbidez y belleza del brazo que ostenta…, aguardando una cita para fraguar una intriga; ya observando los pasos de un amante de cuya fidelidad duda; acá tendiendo redes para sorprender a un cándido… y a todas horas soñando en amores que llenen su corazón sediento de impresiones… La tapada es en Lima una entidad de poderosísimo influjo. Parece que bajo este traje hubiera una sociedad femenina que estendiese su vigilancia y su acción a todas las clases. Su ojo lo vé todo; su oído escucha todos los secretos; su sombra se encuentra en todas partes.16

Cierto es que el comentarista —que viajaba entre Chile y Perú— dedicó la mayor parte de sus aseveraciones a la mujer limeña, la que, según algunos testimonios, parecía más atrevida que la chilena («la limeña guiña un ojo debajo del manto, se ríe y burla de todos, sin que nadie vea mas que su ojo vivo»). En cambio, la chilena, «mas grave, mas discreta, muestra su faz sonrosada en el fondo oscuro del manto, que le da una noble espresion de melancolía, recato y amabilidad». Sin embargo, sentenció el autor, «ambas forman el amor».17 La melancolía, recato y amabilidad de la chilena no impidió que el impacto del manto en la sensibilidad masculina fuera igualmente profundo y que, incluso, llevara a numerosos varones a cometer embarazosas equivocaciones. Fue lo que sucedió en Talca hacia 1858, según cuenta José Antonio Donoso:

Me encontraba yo en misa en la iglesia de Santo Domingo de Talca. El bello sexo, aunque mas de la mitad nada tenia de bello por estar compuesto de viejas, beatas y sirvientes, llenaba toda la parte superior del templo, dejando un espacio no muy grande en la parte inferior para la otra mitad del género humano… y diré que es perniciosa y por demas mortificante la costumbre de que los hombres oigan misa detrás de las mujeres, por la muy sencilla razón de que nunca la oimos con el respeto debido, pues cada una de entre esa muchedumbre de cabezas envueltas en sus mantones que se alzan delante de nosotros nos intriga, nos desconcierta y nos distrae de tal modo que, cuando tocan el santo, la precipitación con que nos hincamos, semeja a la de un muchacho de escuela distraído en ver volar las moscas… Y todo nuestro empeño es conocer a la persona que solo nos muestra, ya un carrillo, ya la barba, o sus cabellos rubios o negros, y con ese objeto no desprendemos la vista de ella, esperando que un cambio de postura nos presente de lleno su cara.

José Antonio, al terminar la misa y retirarse del templo, vio salir a una mujer que, «seguida de una criada que llevaba la alfombra», lucía una «basquiña de gros y un ancho manto que le cubria casi totalmente la cara». Su silueta denotaba elegancia suma, tanto, que el admirador pensó que no era de Talca, sino de otra parte. Que era una «desconocida», a la cual siguió con la vista «admirando su bello porte, la desenvoltura de su marcha», hasta que ella, al doblar la esquina, tomó un «birlocho de posta embarrado y empolvado», en el que se alejó de la plaza. Él la buscó luego en todos los círculos sociales, perseverantemente, tarea a la que se sumó un amigo suyo, que también se prendó de «la desconocida». Al final, y por obra de la casualidad, el amigo llegó a una casona ubicada cerca de la plaza, donde le fue presentada la misteriosa tapada. Allí estaba ella, sin manto, descubierto su feo rostro, y fue entonces cuando, con mucho embarazo, el amigo se halló delante de su propia mujer…18

Como se dijo, el manto de la mujer patricia fue transformándose en símbolo y pretexto de elegancia. Y la elegancia —excepto el color negro— se sometió a los rápidos cambios de la «moda», efecto implacable de las novedades que, ola tras ola, traían de Europa las compañías comerciales extranjeras.19 La transformación de los materiales, del diseño y aun del mismo arte para usarlo se hizo tan vertiginosa hacia el Primer Centenario, que ‘lo femenino’ se halló, a ratos, oculto de sí mismo; sin posibilidad de hallarse ‘en identidad’ detrás del carrusel de toilettes en que se vio envuelto. Frou-Frou, observadora perspicaz y analista certera, ya observó ese fenómeno a comienzos del siglo XX:

¡Qué paciencia, qué tiempo, qué alfileres les exige este afán! Quien presenciase sus interminables consultas al espejo las creería extremadamente pretenciosas; pero las iniciadas en la psicología del manto lo sabemos: son solo un tanto frívolas y dos tantos serviles: la moda es para ellas una personalidad muy venerable y le rinden respetuoso culto con prescindencia completa de su tipo; en cambio ignoran si son o no son bellas: su espejo les refleja únicamente un maniquí de modas.20

Cuando el espejo comenzó a devolver, ya no ‘lo femenino’ en sí mismo —expresado hasta allí a través del ‘arte’ del manto—, sino «únicamente un maniquí de modas», el manto dejó de ser un adecuado instrumento de liberación. La cambiante «moda» fue despojando a las mujeres de su improvisado ‘arte’ e instalando sobre ellas el artificio industrial. O sea: la ‘manufactura’, que se lucía como un objetivo en sí mismo, como una obra terminada. Definitiva. El triunfo del industrialismo hizo desaparecer la seductora coquetería del manto —siempre creativa— e impuso la mera exhibición de la mercancía comprada (por lo común importada). Fue el momento en que, en todas partes (incluso en las iglesias) apareció y triunfó el sombrero. El avance de la mujer patricia sobre el espacio público, iniciado hacia 1840 con una rebelión de juegos seductores, continuó hacia 1900 con el exhibicionismo de ‘confecciones hechas’, el cual se asumió como la rebeldía simbólica de quien podía ser y, sobre todo, quería mostrarse como mujer moderna.

El manto fue perdiendo poco a poco el dominio de las cabezas femeninas. Las señoras y niñas snobs volvían de Europa asegurando que allá la gente bien iba a misa con sombrero… [A]l fin, el sombrero entró un día, no sin levantar una densa polvareda de agrios comentarios y críticas, a la Catedral de Santiago. Abandonado por las elegantes, substituido en la calle durante sus paseos mañaneros por el sombrero a la moda, arrinconado en los templos ante la dominación de las cabezas tocadas por leves velos, el manto fue poco a poco cayendo en el desuso. Hoy sobrevive llevado por raras viudas vergonzantes y alguna que otra de esas viejecitas humildosas, traginante de los barrios pobres, a las que tapa las cicatrices de la vejez y la miseria y los remiendos de los vestidos de tercera o cuarta mano.21

El creciente triunfo de la moda (parisina, sobre todo) cambió el trayecto de los paseos femeninos por la capital. Si antes las mujeres patricias llevaban su misteriosa feminidad hacia los templos, deteniéndose en el portal Sierra Bella y deslizándose por las calles que llevaban hasta ellos, después de 1900, coronadas ya sus testas de artificiosos sombreros, comenzaron a exhibirse en ciertos lugares determinados: aquellos donde se concentraba el despliegue de la moda europea y el snobismo de la modernidad francesa: la tienda Gath & Chaves, la Casa Francesa, la Casa Muzard, las cafeterías francesas de la calle Huérfanos y, sobre todo, el Club de Santiago, fundado en 1907 como un centro de sociabilidad mixta (en oposición al poderoso Club de la Unión, que era exclusivamente masculino) y de relajada expresión de la cultura europea. Ahí, las mujeres que creían liberarse por adoptar el vestuario y las actitudes, y por visitar los lugares que simbolizaban el modernismo liberal, desplegaron su proyecto a través de una variada gama de ‘gestos elegantes’ (cuyo conjunto configuraba un estilo de vida que denotaba el afrancesado cachet et ton), gestos que necesitaban mostrarse como tales. No se puede negar que andar ostentosamente por la calle con sombrero, ir solas —sin chaperona— a cafeterías de las calles céntricas, asistir desenfadadamente a clubes privados a los que también asistían hombres, constituía una actitud desafiante. Aunque la rebeldía expresada así podía no tener más contenido que la actitud, el desafío público que se planteaba a la moral dominante entonces era manifiesto, rupturista y provocador. De ese modo, la percepción pública fue —acaso por tratarse de una rebeldía más simbólica que real— de poca empatía, aunque no de rechazo. El resultado fue la aparición de un retrato público caricaturesco, pues a esas mujeres se las comenzó a reconocer e identificar con un apelativo que hizo época: «las cachetonas».22

La adopción simbólica y externa del modernismo parisino —bajo la forma de ‘moda’— fue una liberación por aceptación de los dictámenes que ese modernismo disparaba en todas direcciones. En el fondo, no era exactamente liberación, sino sometimiento a una nueva normativa hegemónica del capital mercantil (recargado una y otra vez por las sucesivas revoluciones industriales). Frou-Frou, una publicista que se especializó en el análisis de las ‘novedades’ de la moda, comprendió eso con epigramática claridad, como lo revela el texto transcrito más arriba. A fin de cuentas, era el cuerpo femenino el que, a través de la moda, iba ganando metros al espacio público general, pero también ganándoselos a la ‘razón femenina’, que se retrasaba lidiando en retaguardia contra los severos principios morales que mantenía la Iglesia católica, en su afán de modelar la feminidad ideal. En este sentido, las «cachetonas» constituyeron un grupo rupturista, de avanzada. Una vanguardia que se adelantó, catapultada por la fuerza del snobismo y la elegancia regida por la moda. Pero las «cachetonas» —que llegaron a producir modelos excelsos en esta línea, como fue el caso de Eugenia Huici y Teresa Wilms, entre otras— no estaban en condiciones de poner las notas sustantivas de la liberación femenina patricial, aunque contribuyeron, y no poco, a crear el ambiente en el cual podían desarrollarse otras propuestas más universales de ‘revelación’ de lo femenino.23

La sustantivación del movimiento femenino del siglo XIX no se produjo, pues, al imponerse el sombrero sobre el manto y el mero exhibicionismo sobre el arte femenino de la seducción, aunque este cambio preanunció el advenimiento de procesos más profundos y decisivos. Estos emergieron y se desplegaron cuando las mujeres patricias profundizaron la femenización del catolicismo —poniendo de revés su opuesto: la catolización de lo femenino— y se preocuparon seriamente de autoeducarse para la feminización de la política, movimientos altamente significativos que precedieron, al frisar el Primer Centenario, a su politización convencional. Y cuando, en paralelo, las mujeres del bajo pueblo hicieron valer, en todas direcciones, la dignidad de su pobreza y de su forzada desnudez. En suma, cuando contribuyeron a conformar en Chile una —hasta allí una ‘informe’— sociedad civil.