En la penumbra de las tres de la madrugada, abro los ojos. Me muero de calor pero no me atrevo a levantarme para abrir un poco más la ventana. Estoy acostada en su cama, en ese dormitorio que tan bien conozco, junto a su cuerpo dormido al fin tras una larga lucha contra las angustias que todo lo consumen, la cabeza, el vientre y el corazón. Habíamos estado hablando mucho para alejarlas, repelerlas hasta las fronteras de la noche, hicimos el amor y le acaricié el cuerpo para apaciguarlo. Dejé que mi mano fuera bajando por sus hombros, y luego por sus brazos, me había acurrucado pegada a su espalda y pasé mucho rato hiñendo la carne tierna de las nalgas. Estuve acechando su respiración, esperando a que el aliento pasara de jadeante a leve, a que los hipidos del llanto se espaciaran y a que la paz encontrase por fin el camino.
Qué calor hace en este cuarto. Me gustaría moverme un poco, notar el aire en la cara. Pero su cuerpo está tocando el mío, tiene la mano en mi brazo, y si me muevo me arriesgo a que se tambalee el edificio que he tardado tanto en construir. Su sueño es como un castillo de arena. Un movimiento y se pega el batacazo. Un movimiento y los ojos como platos. Un movimiento y vuelta a empezar. Escucho el ronroneo de su aliento cargado de sueño, me dan ganas de reírme de gusto, con la alegría que al fin he recuperado, por un instante. Me gustaría dejar la noche en suspenso y pasarme horas y horas, días y días escuchando ese zumbido, porque un zumbido significa «estoy viva», significa «existo», significa «estoy aquí». Y yo también estoy aquí, a su lado.
Dejo mi cuerpo achicharrado completamente inmóvil. Si para que el castillo de arena de su sueño no se desmorone hay que morirse de calor, estoy dispuesta a morirme de calor. Fuera, en esa oscuridad grisácea que vislumbro por la ventana, cantan los pájaros. Parece que son miles, gorjeando a más y mejor, surcando el aire por doquier, como los pilotos más hábiles del mundo. Esta noche de bochorno es como si celebraran su 14 de Julio, se lanzan entusiasmados a hacer acrobacias aéreas, inventándose figuras a cuál más peligrosa. En los árboles lejanos, unas tórtolas arrabaleras saludan la alborada con estridentes arrullos. Miro cómo se deslizan sus sombras raudas contra el cielo sucio. Estoy muerta de calor. Espero.
Vuelvo el rostro hacia su cuerpo quieto, tumbado de espaldas, completamente desnudo. Me fijo en la delicadeza de los tobillos, en los huesos puntiagudos de las caderas, en el vientre flexible y la esbeltez de los brazos, y en la prominencia de los labios en los que se posa una sonrisa muy leve. Observo los estragos de la enfermedad en ese cuerpo al que tanto quiero, los puntitos negros, en el vientre, de pinchazos y más pinchazos, la cicatriz cerca de la axila y el agujero debajo de la clavícula. Miro el rostro sosegado, completamente sosegado, la barbilla orgullosa aun cuando está dormida, las mejillas aterciopeladas, la línea brusca y sorprendente que forma la nariz, los párpados color malva cerrados al fin. En la penumbra de las tres de la madrugada, la miro dormir.
No logro, en esta noche de calor húmedo, despegar los ojos de su cuerpo desnudo ni de su cabeza como de cera. De su perfil de muerta.