1. Miguel Delibes: hombre de fidelidades

Miguel Delibes nace en Valladolid el 17 de octubre de 1920 en el seno de una familia de clase media. Crece desde niño en un ambiente liberal y cristiano. Cursa los estudios de bachillerato en el Colegio de los Hermanos de la Salle. A uno de sus profesores le debemos la primera aproximación al carácter del autor: «Tiene la mirada lánguida y un poco tristona y es, sin embargo, Miguel, el más alegre y juguetón del grupo» (Alonso de los Ríos, 1993: 40). Esa mirada lánguida ocultaba desde muy temprano la angustia y el miedo ante la muerte, «el amargo problema del desasimiento: el dejar o ser dejado» (42). Ése será el tema de su primera novela, La sombra del ciprés es alargada, con la que obtuvo el Premio Nadal de 1947, al poco tiempo de contraer matrimonio con su mujer Ángeles y de ser padre de Miguel, el primero de sus siete hijos. Se trata de una novela de iniciación, de la formación del carácter del adolescente Pedro, quien experimentará la soledad que le produce la muerte de su único amigo Alfredo, con el que convive en casa del preceptor de ambos en la sombría y mística ciudad de Ávila.

En 1949 publica Aún es de día, una novela muy galdosiana, considerada por su autor como «precipitada y tosca» y, en cierta medida, malograda por la censura. A partir de estos tanteos iniciales, la andadura narrativa de Delibes seguirá un curso de calidad creciente, fiel a unos principios éticos-estéticos inquebrantables que darán progresivamente sus mejores frutos.

En este proceso, varias novelas suponen un punto de inflexión estética-cualitativa, tal es el caso de El camino, muy bien acogida por la crítica, que la calificó como representante del «realismo poético» y la relacionó con El poney colorado (1932), de Steinbeck (Vilanova, 1951: 15), y de la que Carmen Laforet escribió: «Yo deseo a este libro la suerte de caer en manos acostumbradas a manejar libros para que puedan apreciar su fuerza y su belleza» (Laforet, 1951: 9). Con esta novela, Delibes encuentra su verdadero camino al apostar por una sencillez y una naturalidad teñidas de cordial ironía y por la búsqueda de la autenticidad.

Durante estos primeros años, la trayectoria literaria de Miguel Delibes, profesor en la Escuela de Comercio, se desarrolló en dos ámbitos complementarios: la redacción de El Norte de Castilla, periódico liberal de Valladolid, y la escritura de novelas. Sin ir más lejos, en 1942, mientras preparaba Mi idolatrado hijo Sisí (1953), es nombrado subdirector de dicho periódico. Esta obra presenta ciertas innovaciones técnicas, como la inclusión en la trama de noticias de prensa para situar la acción en un momento histórico concreto (1917-1938), un recurso que recuerda el procedimiento de John Dos Passos en Manhattan Transfer (1925).

En 1955 Delibes asciende a director del periódico vallisoletano y publica Diario de un cazador —Premio Nacional de Literatura—, seguido poco después por su secuela, Diario de un emigrante (1958), ambas novelas con Lorenzo, el joven bedel de un instituto vallisoletano, como protagonista. La primera refleja con exactitud tanto la pasión de su autor por la caza y la vida al aire libre como la fidelidad al lenguaje popular y castizo de Castilla, mientras que la segunda narra el viaje fracasado del protagonista a Chile para «hacer plata». En buena medida, esta segunda novela es un trasunto literario de las impresiones de viaje que Delibes recogió en Un novelista descubre América (1956). Tras los diarios, ve la luz La hoja roja (1959), una novela sobre el sentimiento de soledad radical de un funcionario jubilado que siente la proximidad de la muerte. El título, metáfora de la proximidad de la muerte, hace referencia a la hoja roja que aparecía en las cajetillas de papel de fumar para advertir que sólo quedaba una.

En 1962 se le otorga el Premio de la Crítica por Las ratas, una novela de ambiente rural protagonizada por Nini, un niño cuya sabiduría y familiaridad con la naturaleza tienen una dimensión simbólica. Con esta novela, el autor amplía su radio de preocupaciones, ya que pasa de la preocupación por el hombre a la preocupación por las cuestiones sociales, que se materializa en la denuncia de unas condiciones de vida en el medio rural muy primitivas, míseras y brutales.

La publicación en 1966 de Cinco horas con Mario «fue un aldabonazo en la conciencia literaria del momento» (García Posada, 1992: 115). El conflicto de mentalidades expuesto a través de cinco horas de soliloquio torrencial y desordenado de Carmen ante el cadáver de Mario, su marido, da pie a un certero análisis de la falta de comunicación entre la pareja a la vez que describe de forma magistral las frustraciones de la clase media de la posguerra y el conflicto ideológico entre las dos Españas.

Tras la acentuación crítica y la renovación técnica que supuso la utilización en aquella novela del soliloquio o «conversación manca» (Sobejano, 1975), Delibes publica Parábola del náufrago (1969), una alegoría de la degradación y aniquilación del individuo bajo la presión de un sistema totalitario. La gestación de esta novela hay que vincularla al viaje del autor por Checoslovaquia poco antes de la invasión de los tanques rusos en la primavera de 1968. De dicha experiencia surgió inicialmente una serie de crónicas publicadas en la revista Triunfo, que fueron más tarde recogidas en libro con el título de La primavera de Praga (1968).

La década de los años setenta se inicia con la publicación de El príncipe destronado (1973), una novela que llevaba escrita desde 1964, pero que no había gozado en un primer momento de la aceptación del editor de Destino, Josep Vergés. La tesis de la novela consiste en mostrar la pequeña tragedia, los celos, de un niño de tres años que, tras el nacimiento de su hermana, se siente desplazado e incomprendido, cuando no ignorado, por los adultos que forman su núcleo familiar. La obra, además, presenta de forma realista la cotidianeidad de una familia de clase media en la posguerra española, en la que aún son muy visibles las secuelas de la guerra civil.

Ese mismo año el escritor vallisoletano será elegido miembro de la Real Academia de la Lengua Española, en la que ingresará dos años después, el 25 de mayo de 1975, con un discurso titulado «Un mundo que agoniza. El sentido del progreso desde mi obra», en el que aborda su personalísima y en aquellos momentos revolucionaria visión del progreso tecnológico: «No necesito decir que el actual sentido del progreso no me va, esto es, me desazona tanto que el desarrollo técnico se persiga a costa del hombre como que se plantee la ecuación Técnica-Naturaleza en régimen de competencia». Estas ideas lo convierten en un avanzado ecologista por su defensa de la naturaleza frente a un progreso mal entendido, porque «el hombre, nos guste o no, tiene sus raíces en la naturaleza y al desarraigarlo con el señuelo de la técnica, lo hemos despojado de su esencia» (Delibes, 1975: 76). Conviene tener presente estas ideas en el análisis de El camino o Las ratas.

Poco antes de la lectura del mencionado discurso, fallece Ángeles, su mujer, quien Delibes había definido como «su equilibrio». El hecho crucial de la muerte, tantas veces presentido y temido desde la infancia, se convierte en trágica realidad en la vida del autor. Por ello, desde la coherencia profunda entre vida y literatura, Delibes pronuncia unas emotivas palabras preliminares en recuerdo de Ángeles, «cuya sola presencia aligeraba la pesadumbre de vivir»:

Soy, pues, consciente de con su desaparición ha muerto la mejor mitad de mí mismo. Objetaréis, tal vez, que al faltarme el punto de referencia mi presencia aquí esta tarde no pasa de ser un acto gratuito, carente de sentido, y así sería si yo no estuviera convencido de que al leer este discurso me estoy plegando a uno de sus más fervientes deseos y, en consecuencia, que ella ahora, en algún lugar y de alguna manera, aplaude esta decisión mía (Delibes, 1975: 13).

Tras la publicación ese mismo año de Las guerras de nuestros antepasados, confesión desde la cárcel de Pacífico Pérez, una víctima de la violencia atávica de sus familiares y del primitivismo del medio rural en el que vive, hasta la aparición de El disputado voto del señor Cayo (1978) transcurren tres años de duelo, depresión y angustia que le impiden concentrarse y escribir, experiencia que recreará años más tarde en la novela autobiográfica Señora de rojo sobre fondo gris (1991).

En 1982 recibe el Premio Príncipe de Asturias de las Letras junto a Gonzalo Torrente Ballester. En esta década de los ochenta, ven la luz Los santos inocentes (1981), Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso (1985), El tesoro (1985) y 377A, madera de héroe —Premio Ciudad de Barcelona 1987—. En dos de estas obras, sin olvidar la dimensión crítica, Delibes acentúa su carácter autobiográfico. De este modo es preciso valorar Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso, una novela epistolar protagonizada por el periodista de un imaginario rotativo de provincias, El Correo de Castilla. También con una fuerte carga autobiográfica publica 377A, madera de héroe, novela de aprendizaje, en la que el conflicto bélico desempeña una función determinante en la formación del carácter del protagonista. El número que figura en el título corresponde al asignado a Miguel Delibes cuando se alistó en la Marina durante la guerra civil. Sin embargo, la gran novela de este período es, sin duda, Los santos inocentes. Delibes sólo necesitó poner en boca de Azarías dos palabras, «milana bonita», para transmitir al lector toda la ternura y compasión ante los débiles y la rebeldía frente a los abusos de los poderosos. Nunca dos palabras significaron tanto en una novela. Respeto a la naturaleza, al paisaje, ternura con la niña chica y rebeldía y venganza frente a la prepotencia del señorito de escopeta y cortijo. Es junto con El camino, ambientada en Santander, una excepción en las novelas de Miguel Delibes, ubicadas siempre en Castilla, ya que, por su temática, se vio obligado a situarla en la raya con Extremadura, donde son mucho más frecuentes el latifundio y las formas de vida que se reflejan en la novela.

A comienzos de los años noventa, el Ministerio de Cultura le concedió el Premio Nacional de las Letras Españolas, poco antes de publicar Señora de rojo sobre fondo gris (1991), relato testimonial, elegía y homenaje a la memoria de Ángeles, su mujer. La técnica literaria de esta novela es en cierto sentido complementaria de la de Cinco horas con Mario. Si en esta última es la voz de Carmen la que evoca, en un soliloquio lleno de resentimiento, los años de vida junto a Mario, en Señora de rojo sobre fondo gris la voz desolada del protagonista, el alter ego de Delibes, es quien recuerda con serena tristeza los años vividos junto a su mujer. En 1995 el autor quiso cerrar con Diario de un jubilado su experiencia como diarista a través de uno de sus personajes más queridos, Lorenzo, cazador, emigrante y ahora jubilado. La fecunda trayectoria de Miguel Delibes se cierra en 1998 con El hereje, novela ambientada en Valladolid durante el reinado de Felipe II. Con una solida documentación histórica sobre el luteranismo y las luchas religiosas en Castilla, Delibes narra en ella la peripecia existencial de Cipriano Salcedo, un luterano honesto y convencido, cuya profunda fidelidad a dicha doctrina le llevará a la hoguera víctima de los tribunales de la Inquisición.

Además de estas novelas, Delibes escribió un buen número de cuentos recogidos en La partida (1954), Siestas con viento Sur (1957), La milana (1966) —relato embrión de Los santos inocentes— y La mortaja (1970). A partir de los años sesenta, comienza a publicar también una serie de libros de viaje, caza, crónicas y reportajes entre los que cabe destacar los más autobiográficos: Un año de mi vida (1972), Mi vida al aire libre (1989), Pegar la hebra (1990) y He dicho (1996).

El Premio Cervantes, concedido en 1994, a un «hombre auténtico de veras», en palabras de Jorge Guillén, vino a recompensar merecidamente su fecunda trayectoria literaria como dignísimo heredero del arte cervantino en lo que éste tiene de sensibilidad afectiva, realismo y piadosa ironía.

Tras una vida dedicada a la literatura, Miguel Delibes falleció en Valladolid, su ciudad natal, el 12 de marzo de 2010.

2. ¿Cómo se escribe una novela?

Miguel Delibes mostró siempre interés por las cuestiones relacionadas con la escritura y la construcción de la novela, es decir, por encontrar en cada caso la fórmula adecuada para contar una historia. Sus ideas, dispersas en libros, artículos, entrevistas y conferencias, constituyen una verdadera poética de la novela que no ha sido debidamente sistematizada. Por ello, antes de enfrentarnos a la lectura de sus obras, es conveniente, aunque sea de forma muy sintética, tener en cuenta las ideas del autor sobre su tarea como novelista que, siguiendo los postulados de Ortega, interpreta como tender un puente entre el autor y el lector. «La forma del puente importa un comino, lo que importa es que el puente sea seguro y que el lector se avenga a franquearlo atraído por la perspectiva del otro lado» (Alonso de los Ríos, 1993: 103).

A esta primera afirmación es necesario añadir qué elementos valoraba Delibes en la construcción de la novela. Para él era fundamental contar una historia y, por ello, en repetidas ocasiones, criticará el nouveau roman francés porque a su juicio el tipo de novelas adscritas a esa corriente no contaban nada:

Yo entiendo que novelar o fabular es narrar una anécdota, contar una historia. Para ello se manejan una serie de elementos: personajes, tiempo, construcción, enfoque, estilo. A mi ver, con esos elementos se pueden hacer todas las experiencias que nos dé la gana..., todas menos destruirlos, porque entonces destruiríamos la novela. El margen de experimentación es inmenso, pero tiene un límite: que se cuente algo (Alonso de los Ríos, 1993: 111).

También en múltiples reflexiones sobre su poética narrativa, Delibes sostiene que los ingredientes necesarios en toda novela se reducen a tres: «un hombre, un paisaje y una pasión», que Francisco Umbral interpretó como «el personaje, el conflicto y la tierra». De esos tres elementos, más allá de la importancia concedida a la historia y al tono, el elemento fundamental es siempre el personaje. Delibes, como Unamuno, era un gran creador de personajes vivos, en buena medida prolongaciones de su propio yo. Personajes intrahistóricos que, además, nacen de su capacidad de observación de la realidad y de sus extraordinarias dotes para reproducir el lenguaje, de su mundo interior, sus inquietudes, sus miedos, sus obsesiones y también de sus inquebrantables fidelidades. En este sentido, las reiteradas reflexiones del escritor dejan constancia de ello:

Crear tipos vivos, he ahí el principal deber del novelista. Unos personajes que vivan de verdad pueden hacer verosímil un absurdo argumento, relegar hasta diluir su importancia, la arquitectura novelesca y hacer del estilo un vehículo expositivo cuya existencia a penas se percibe. Poner en pie unos personajes de carne y hueso e infundirles aliento a lo largo de doscientas páginas es, creo yo, la operación más importante de cuantas el novelista realiza [...]. Visto desde este ángulo, el personaje se convierte en eje de la novela y su carácter prioritario se manifiesta desde el momento en que el resto de los elementos que integran la ficción deben plegarse a sus exigencias (Delibes, 1980: 5).

Tal como se desprende del párrafo anterior, la importancia capital que el novelista vallisoletano concedía a la factura del personaje en la arquitectura de la novela tenía que ver indudablemente con su extraordinaria capacidad para ponerse en la piel del otro, para situarse en el punto de vista del personaje, esto es, su capacidad de desdoblamiento autobiográfico, de la que dan fe los personajes de sus numerosas novelas y cuentos. Un desdoblamiento autobiográfico que el escritor reconoció en múltiples ocasiones a lo largo de su dilatada trayectoria literaria:

El novelista auténtico tiene dentro de sí no un personaje, sino cientos de personajes. De aquí que lo primero que el novelista debe observar es su interior. En este sentido, toda novela, todo protagonista de novela lleva dentro de sí mucho de la vida del autor. Vivir es un constante determinarse entre diversas alternativas. Mas, ante las cuartillas vírgenes, el novelista debe tener la imaginación suficiente para recular y rehacer su vida conforme otro itinerario, que anteriormente desdeñó. Por aquí concluiremos que por encima de la potencia imaginativa y el don de la observación, debe contar el novelista con la facultad de desdoblamiento: no soy así pero pude ser así (Delibes, 3 de diciembre de 1970: 92-93).

Y el personaje, como su autor, aparece siempre ligado estrechamente al paisaje castellano, porque Miguel Delibes, como Josep Pla, como Álvaro Cunqueiro o como William Faulkner, era un escritor con territorio, hasta el punto de que se puede hablar de la Castilla de Miguel Delibes como del Ampurdán de Pla, la Galicia de Cunqueiro o el sur americano de Faulkner. Además, en el caso del novelista castellano, el paisaje, sobre todo en las novelas de ambiente rural, es el verdadero maestro del hombre, confirmando la frase de Ortega en su artículo «La pedagogía del paisaje»: «dime el paisaje en que vives y te diré quién eres».

Por otro lado, a Delibes, sumado a la importancia concedida al personaje y a contar una historia, le preocupaba especialmente encontrar la fórmula adecuada y más eficaz de contar, de narrar la historia. De esta cuestión se han derivado múltiples reflexiones e, incluso en algún caso, como en Cinco horas con Mario, el cambio de enfoque y el punto de vista desde el que finalmente se cuenta la historia:

Cada novela requiere una técnica y un estilo. No puede narrarse de la misma manera el problema de un pueblo en la agonía (Las ratas), que el problema de un hombre acosado por la mediocridad y la estulticia (Cinco horas con Mario). El primer quehacer del novelista, una vez elegido el tema es, pues, acertar con la fórmula, y el segundo, coger el tono [...]. Resueltos estos problemas, la temperatura de creación —que algunos llamaron musa, e inspiración otros— no puede negársenos. En ese momento han de entrar en juego recursos selectivos del novelista para eliminar lo accesorio (Delibes, 1972: 98).

De este modo, cabe precisar hasta qué punto, una vez resueltas estas cuestiones, la importancia no radica, según Delibes, en escribir una novela más o menos larga, sino en decir aquello que se quiere decir con el menor número de palabras posibles, una herencia de sus inicios como periodista y una tarea que el escritor vallisoletano consideraba su verdadera escuela de escritor. También conviene subrayar la importancia que el autor concede a los mecanismos selectivos precisamente a partir de El camino, puesto que, frente a la infinidad de detalles accesorios de las dos primeras novelas, Delibes va seleccionando, puliendo y eliminando de forma consciente todo aquello que considera secundario. Este procedimiento explica las diferentes técnicas empleadas en novelas como El camino, Cinco horas con Mario, El príncipe destronado o Los santos inocentes, una verdadera obra maestra en la que no falta ni sobra nada.

Por último, dado que la novela es un género que se populariza en la segunda mitad del siglo XIX y que va dirigido a un público eminentemente burgués, que se convierte en protagonista y en juez del mismo, Miguel Delibes se pronuncia sobre la ética y el ineludible compromiso del escritor a lo largo del siglo XX:

La novela no puede permanecer anclada en su antigua misión de entretener a la burguesía. [...] La novela hoy, antes que divertir —para esto ya están el cine comercial y la televisión— debe inquietar. Es, tal vez, el instrumento más directo de que disponemos para barrenar la oronda seguridad de una burguesía satisfecha (Delibes, 1972: 134).

Para comprobar que Miguel Delibes, hombre de fidelidades, fue coherente con todas estas ideas, basta con realizar una lectura atenta de sus obras.

3. El camino: génesis, tema y argumento

Yo he querido evocar, novelándola, la única etapa que, a mi parecer, transcurre sin fastidios: la infancia. Lo terrible es que es una edad en que no nos damos cuenta de nuestra felicidad, tan grande es nuestra impaciencia de volvernos hombres. Durante todo el tiempo en que escribía El camino, dejé de pensar totalmente en nuestra época para revivir en plena conciencia todas las felices impresiones de mi infancia. Mi intención era despertar en el espíritu de mis lectores el recuerdo de los años que tan rápidamente pasan y constituyen el valor supremo de nuestra existencia («Miguel Delibes à Paris», Les Lettres Françaises, n.º 772, 7-13 de mayo de 1959).

Las palabras que anteceden resumen claramente el objetivo de El camino, novela publicada en diciembre de 1950 con unas sencillas ilustraciones del autor y cuya escritura, tal como Miguel Delibes ha comentado en más de una ocasión, fue una tarea fluida y gratificante. Fue también la primera novela que él consideró realmente bien resuelta, después de las dos primeras que, por motivos diversos, habían sido de aprendizaje:

Cuando escribí La sombra del ciprés lo hice en tal estado de virginidad literaria que entendía que la literatura debía ser engolada, grandilocuente [...]. A raíz del Nadal empiezo a leer un poco más obras de ficción y entonces llego al convencimiento de que, abandonando la retórica y escribiendo como hablo, tal vez pueda mejorar la cosa. Así fue como entré en este cambio de lenguaje, o de técnica narrativa, o de ambas cosas, que los críticos detectaron en El camino. En El camino me despojé por primera vez de lo postizo y salí a cuerpo limpio [...]. Es cuando me doy cuenta de que es más fácil ser fiel a uno mismo, escribir como se es (Alonso de los Ríos, 1993: 96-97).

Los veintiún capítulos que forman El camino fueron escritos con gran fluidez, a capítulo por día, y el cambio con respecto a las dos novelas anteriores fue total y decisivo, no sólo en el estilo y el lenguaje, sino también en el tema, en la construcción de la novela y en la factura de los personajes, que «eran completamente opuestos a los argumentos trascendentes y de cierto corte existencialista que había barajado en mis dos anteriores novelas» (García Domínguez, 2000: XI).

El novelista reconoció que este cambio no fue una cuestión muy meditada, sino que surgió espontáneamente. Le bastó con engarzar una serie de vivencias y de personajes entrañables que había conocido de primera mano durante los veraneos de su infancia en Molledo-Portolín (Santander), el pueblo donde está ambientada la acción de la novela.

El tema fundamental es la resistencia de Daniel, el Mochuelo, a abandonar su pueblo para ir a estudiar a la ciudad. La acción se concentra en una sola noche, la última que Daniel pasa en su casa sin poder dormir y que da pie a la evocación de sus once años de vida en el pueblo en contacto directo con la naturaleza del valle, un espejo de los estados anímicos del personaje. Además de la infancia y la naturaleza, la muerte también está presente en El camino, puesto que, tal y como el propio Delibes reconocía, ésta no sólo era una constante, sino una obsesión en sus obras.

La trama argumental consiste en un mosaico de anécdotas sobre personajes y asuntos diversos relacionados con sus vidas y oficios, que adquieren coherencia y unidad al ser presentados como recuerdos de un personaje, el Mochuelo, en su última noche en el pueblo antes de partir hacia la ciudad. De todas estas anécdotas, cobran especial relevancia la historia de la cicatriz de Roque, el Moñigo (cap. IX); la historia de la fuga de la Guindilla menor con Don Dimas, el del Banco (cap. XI); la historia de los amores de Quino, el Manco, y la Guindilla mayor (cap. XVIII); el episodio del gato (cap. XIV); la historia de don Moisés y la Sara (cap. XV); el episodio del coro de voces puras y el de la cucaña (cap. XVII) o la muerte accidental de Germán, el Tiñoso (cap. XIX), entre otras que forman parte de la historia de Daniel y del valle.

4. Estructura, espacio y tiempo

La novela tiene una estructura circular. Empieza con Daniel desvelado recordando en la cama sus once años de vida en el valle y presintiendo angustiado que no va a poder contener las lágrimas en el momento de la partida: «A Daniel, el Mochuelo, le pareció que le faltaba el aire y respiró con ansia dos o tres veces. Presintió la escena de la partida y pensó que no sabría contener las lágrimas» (cap. I). Y termina al amanecer, con las primeras luces del día y la proximidad de la hora de coger el tren, cuando Daniel toma conciencia de que debe abandonar el valle y el temido llanto del principio cierra la novela:

Y se retiró de la ventana violentamente, porque sabía que iba a llorar y no quería que la Uca-uca le viese. Y cuando empezó a vestirse le invadió una sensación muy vívida y muy clara de que tomaba un camino distinto del que el Señor le había marcado. Y lloró, al fin (cap. XXI).

Tanto en el espacio como en el tiempo de la novela, es preciso distinguir entre la dimensión real y la evocada. El espacio real se circunscribe únicamente a la habitación de Daniel, en el segundo piso de la humilde casa de sus padres. Desde aquella habitación con un «camastro de hierro», en el que va a transcurrir la última noche en el pueblo, Daniel puede contemplar por la rendija del suelo «el hogar, la mesa de pino, las banquetas, el entremijo y todos los útiles de la quesería» (cap. I), y también puede percibir con nitidez el olor ácido que impregna todas las estancias de la casa. Asimismo, desde la ventana de su habitación, puede observar la cresta del Pico Rando, el elemento más característico y simbólico del paisaje del valle. Desde ese espacio real, Daniel evocará una multiplicidad de espacios presentes en su memoria, las casas y las calles del pueblo y el cambiante paisaje del valle rodeado de montañas, que él nunca había franqueado:

El valle... Aquel valle significaba mucho para Daniel, el Mochuelo. Bien mirado, significaba todo para él. En el valle había nacido y, en once años, jamás franqueó la cadena de altas montañas que lo circuían. Ni experimentó la necesidad de hacerlo siquiera (cap. III).

Una evocación que siempre va acompañada de las sensaciones que el Mochuelo experimenta ante aquel paisaje familiar donde había transcurrido toda su infancia y que es evocado en simbiosis con una serie de aventuras vividas por el niño en un período crucial de su vida, el tránsito de la niñez a la pubertad:

Le gustaba al Mochuelo sentir sobre sí la quietud serena y reposada del valle, contemplar el conglomerado de prados, divididos en parcelas, y salpicados de caseríos dispersos. Y, de vez en cuando, las manchas oscuras y espesas de los bosques de castaños o la tonalidad clara y mate de las aglomeraciones de eucaliptos. A lo lejos, por todas partes, las montañas que, según la estación y el clima, alteraban su contextura, pasando de una extraña ingravidez vegetal a una solidez densa, mineral y plomiza en los días oscuros (cap. III).

Y a renglón seguido el narrador subraya la íntima relación y las sensaciones que experimentan Daniel y sus amigos ante el paisaje del valle:

Al Mochuelo le agradaba aquello más que nada, quizá, también, porque no conocía otra cosa. Le agradaba constatar el paralizado estupor de los campos y el verdor frenético del valle y las rachas de ruido y velocidad que la civilización enviaba de cuando en cuando, con una exactitud casi cronométrica.

Muchas tardes, ante la inmovilidad y el silencio de la naturaleza, perdían el sentido del tiempo y la noche se les echaba encima. La bóveda del firmamento iba poblándose de estrellas y Roque, el Moñigo, se sobrecogía bajo una especie de pánico astral (cap. III).

En cuanto al pueblo descrito en la novela, tal y como se ha dicho más arriba, es trasunto de Molledo-Portolín, el pueblo en el que Delibes pasaba los veranos de su infancia, dado que, anteriormente, su abuelo, Federico Delibes, de origen francés, se había trasladado allí para construir el ferrocarril y se había quedado a vivir. Delibes evocó con nostalgia la huella de esos años felices de su infancia, que son claramente el sustrato autobiográfico de la novela:

Hasta los ocho años, más o menos, veraneaba en ese pueblo, en una casa que nos dejaba una tía, tía Sofía, pues todavía teníamos familia allí. A mí, aquel cambio de Castilla a la Montaña me seducía.

Ser montañés imprime carácter. En Molledo, aquel ambiente de prados y montañas me causaba, no sé muy bien por qué, un impacto, quizá por el contraste con el cielo alto y azul de Castilla la llana. Y así empecé a sentir una especial atracción por la Montaña que luego cuajaría en El camino (Respuesta de Delibes a Javier Goñi).

En el capítulo III de El camino, se describe con precisión dicho pueblo, que en la novela es el de Daniel y que, como tantos otros pueblos, cuenta con su iglesia, la escuela, la botica, la pequeña tienda en la que se vende un poco de todo, la oficina de teléfonos, la taberna y la casa del indiano:

Era, el suyo, un pueblecito pequeño y retraído y vulgar. Las casas eran de piedra, con galerías abiertas y colgantes de madera, generalmente pintadas de azul. Esa tonalidad contrastaba, en primavera y verano, con el verde y rojo de los geranios que infestaban galerías y balcones.

La primera casa, a mano izquierda, era la botica [...]. Siguiendo varga arriba, se topaba con el palacio de don Antonino, el marqués, preservado por una alta tapia de piedra, lisa e inexpugnable; el tallercito del zapatero; el Ayuntamiento, con un arcaico escudo en el frontis; la tienda de las Guindillas y su escaparate recompuesto y variado [...].

Por la derecha, frente a la botica, se hallaba la finca de Gerardo, el Indiano, cuyos árboles producían los mejores frutos de la comarca; la cuadra de Pancho, el Sindiós, [...] la taberna del Chano, la fragua de Paco, el herrero; las oficinas de Teléfonos, que regentaban las Lepóridas; el bazar de Antonio, el Buche, y la casa de don José, el cura, que tenía la rectoría en la planta baja (cap. III).

A partir de la descripción minuciosa y plástica del pueblo como una cartografía sentimental que el Mochuelo conservará siempre en su memoria, el narrador pasa a la pintura de los hombres que lo habitan y lo habitaron, que son realmente para Delibes, por boca de Daniel, quienes configuran el pueblo en su sentido más auténtico. Es, de nuevo, otra forma más de resaltar la importancia de los personajes:

Con frecuencia, Daniel, el Mochuelo, se detenía a contemplar las sinuosas callejas, la plaza llena de boñigas y guijarros, los penosos edificios, concebidos tan sólo bajo un sentido utilitario. Pero esto no le entristecía en absoluto. Las calles, la plaza y los edificios no hacían un pueblo, ni tan siquiera le daban fisonomía. A un pueblo lo hacían sus hombres y su historia. Y Daniel, el Mochuelo, sabía que por aquellas calles cubiertas de pastosas boñigas y por las casas que las flanqueaban pasaron hombres honorables, que hoy eran sombras, pero que dieron al pueblo y al valle un sentido, una armonía, unas costumbres, un ritmo, un modo propio y peculiar de vivir (cap. III).

Esta descripción, como otras del valle y del pueblo, responde al estado anímico de Daniel y evidencia la nostalgia que tiñe su evocación. Así, al amanecer del día de la partida, Daniel se identifica una vez más con el paisaje del valle cuando lo contempla por última vez desde la ventana de su habitación:

Lanzó su mirada a través de la ventana y la posó en la bravía y aguda cresta del Pico Rando. Sintió entonces que la vitalidad del valle le penetraba desordenada e íntegra y que él entregaba la suya al valle en un vehemente deseo de fusión, de compenetración íntima y total (cap. XXI).

También en el aspecto temporal es preciso hacer una distinción entre el tiempo real y el tiempo evocado. El tiempo real, o tiempo del discurso, abarca la última noche que Daniel pasa desvelado en su cama antes de partir hacia la ciudad. Tenemos constancia de ello al inicio de la novela:

Daniel, el Mochuelo, se revolvió en el lecho y los muelles de su camastro de hierro chirriaron desapaciblemente. Que él recordase, era ésta la primera vez que no se dormía tan pronto como caía en la cama. Pero esta noche tenía muchas cosas en que pensar. Mañana, tal vez, no fuese ya tiempo. Por la mañana, a las nueve en punto, tomaría el rápido ascendente y se despediría del pueblo hasta las Navidades (cap. I).

Y en el pasaje con el que se abre el último capítulo:

En torno a Daniel, el Mochuelo, se hacía la luz de un modo imperceptible. Se borraban las estrellas del cuadro de cielo delimitado por el marco de la ventana y sobre el fondo blanquecino del firmamento la cumbre del Pico Rando comenzaba a verdear [...].

Entonces se dio cuenta Daniel, el Mochuelo, de que no había pegado un ojo en toda la noche. De que la pequeña y próxima historia del valle se reconstruía en su mente con un sorprendente lujo de pormenores (cap. XXI).

En ambos casos se hace referencia a la última noche. En el primero, además, el fragmento contiene una frase clave: «tenía muchas cosas en que pensar». La evocación de todas aquellas cosas dará paso al desarrollo del tiempo de la historia, o tiempo evocado, a través de una serie de analepsis que contienen un mosaico de historias que se entrecruzan entre sí, al azar de enlaces fortuitos y de un orden eminentemente subjetivo.

Los recuerdos de esas historias comprenden los once años de Daniel, incluso algunas cosas que sucedieron antes de que él naciera y que le han contado. Sin embargo, estas vivencias no se presentan siguiendo un orden cronológico, sino ligadas a sucesivas anécdotas de forma un tanto imprecisa. Así ocurre en diferentes momentos de la novela, como en la historia protagonizada por las tres Guindillas: «Un invierno, la del medio, Elena, murió. Se apagó una mañana fosca y lluviosa de diciembre» (cap. V). La referencia temporal es vaga e imprecisa, como lo es también la que hace referencia a la fuga de Irene, la menor de las Guindillas, con don Dimas, el del Banco: «Por aquel entonces se estableció en el pueblo la pequeña sucursal del Banco que ahora remataba uno de los costados de la plaza. Con el director arribó un oficialito apuesto y bien vestido al que sólo por verle la cara de cerca, a través de la ventanilla, le llevaban sus ahorros las vecinas de la calle» (cap. V). En cambio, algunas anécdotas contienen referencias temporales más concretas que permiten seguir la evolución del protagonista: «Doña Lola, la Guindilla mayor, tenía treinta y nueve años cuando Daniel, el Mochuelo, nació» (cap. V); «Daniel, el Mochuelo, y Germán, el Tiñoso, se enteraron, al fin, de lo que significaba tener el vientre seco y de lo que era un aborto. Tenían entonces siete y ocho años respectivamente» (cap. VII).

Además de este tiempo de la historia o tiempo evocado en que se suceden todas las anécdotas y vivencias de Daniel, en el capítulo X de El camino aparece una referencia histórica concreta que nos permite situar con precisión el tiempo en que trascurre la acción de la novela. Se trata de la cicatriz de Roque, el Moñigo, de la que presume ante sus amigos y que Daniel envidia por su significado heroico y de valentía:

A Daniel, el Mochuelo, le contristó el rumbo que tomaba la conversación. Sabía que aquellos prolegómenos degenerarían en una controversia sobre cicatrices. Y lo que más abochornaba a Daniel, el Mochuelo, a los ocho años, era no tener en el cuerpo ni una sola cicatriz que poder parangonar con las de sus amigos. Él hubiera dado diez años de su vida por tener en la carne una buena cicatriz. La carencia de ella le hacía pensar que era menos hombre que sus compañeros que poseían varias cicatrices en el cuerpo. [...]

La historia de la cicatriz de Roque, el Moñigo, se la sabían de memoria. Había ocurrido cinco años atrás, durante la guerra (cap. X).

En este caso la cicatriz de Roque permite situar la acción de la novela en los años de la inmediata posguerra, entre 1941 y 1944, según si tomamos como referencia el comienzo de la guerra civil española en 1936 o su fin en 1939.

Tal y como hemos dicho, la evocación de Daniel es eminentemente subjetiva y a la vez panorámica, pues presenta un verdadero retablo de tipos y costumbres del pueblo. La historia de Paco, el herrero; Quino, el Manco; Germán, el Tiñoso, las tres Guindillas: la de Sara y el maestro o la de Uca-uca, entre otras, están en mayor o en menor grado supeditadas a la historia principal —la de Daniel, el Mochuelo— a través de unos motivos ligados que giran en torno al descubrimiento del origen de la vida, el sexo, el amor, la virilidad, la amistad y la conciencia de la muerte. Siguiendo dicha estrategia narrativa, el capítulo II se abre con una críptica referencia al origen de la vida: «Ahora Daniel, el Mochuelo, ya sabía lo que era tener el vientre seco y lo que era un aborto» (cap. II). Y, posteriormente, el capítulo VI comienza con la misma referencia:

Pero Daniel, el Mochuelo, sí sabía ahora lo que era tener el vientre seco y lo que era un aborto. Estas cosas se hacen sencillas y comprensibles a determinada edad. [...]

Mas también Germán, el Tiñoso, el hijo del zapatero, sabía lo que era un vientre seco y lo que era un aborto (cap. VI).

Finalmente, el enigma se desvela en el capítulo VII. Será Roque, el Moñigo, el verdadero líder de la pandilla, quien desvele a sus compañeros el significado de la enigmática frase «tener el vientre seco»:

—¡Mirad! —chilló el Mochuelo—. Seguramente será la cigüeña que espera la maestra de La Cullera. Va en esa dirección.

Cortó el Tiñoso:

—No es una cigüeña; es una grulla.

El Moñigo se sentó en la hierba frunciendo los labios en un gesto hosco y enfurruñado. Daniel, el Mochuelo, contempló con envidia cómo se inflaba y se desinflaba su enorme tórax.

—¿Qué demonio de cigüeña espera la maestra? ¿Así andáis todavía? —dijo el Moñigo.

El Mochuelo y el Tiñoso se incorporaron también, sentándose en la hierba. Ambos miraban anhelantes al Moñigo; intuían que algo iba a decir de «eso». El Tiñoso le dio pie.

—¿Quién trae los niños, entonces? —dijo.

Roque, el Moñigo, se mantenía serio, consciente de su superioridad en aquel instante.

—El parir —dijo, seco, rotundo (cap. VII).

La espontaneidad y el desparpajo del diálogo infantil se cierran con una breve reflexión de Germán, el Tiñoso, miembro de la larga prole de hijos del zapatero, ante el descubrimiento de que, tal como afirmaba con rotundidad el Moñigo, los niños venían del «parir»:

—La cigüeña no trae los niños entonces, ¿verdad? Ya me parecía raro a mí —explicó—. Yo me decía, ¿por qué mi padre va a tener diez visitas de la cigüeña y la Chata, la vecina, ninguna y está deseando tener un hijo y mi padre no quería tantos? (cap. VII).

En otros casos, los engarces narrativos se producen entre el final de un capítulo y el comienzo del siguiente. Tal es el caso del final del segundo capítulo, que concluye con una referencia a Paco, el herrero, como «el hombre más vigoroso del valle», para comenzar el siguiente con una evocación sentimental del valle, cuya descripción ocupa una parte importante: «El valle... Aquel valle significaba mucho para Daniel, el Mochuelo. Bien mirado, significaba todo para él» (cap. III). Y de nuevo en el capítulo IX, siguiendo la estrategia narrativa ya descrita de la alternancia entre el plano actual —la última noche de Daniel en su casa— y el plano evocado, el valle reaparece arropando sus recuerdos con una fuerza avasalladora:

Comprendía Daniel, el Mochuelo, que ya no le sería fácil dormirse. Su cabeza, desbocada hacia los recuerdos, en una febril excitación, era un hervidero apasionado, sin un momento de reposo [...].

La pequeña historia del valle se reconstruía ante su mirada interna, ante los ojos de su alma, y los silbidos distantes de los trenes, los soñolientos mugidos de las vacas, los gritos lúgubres de los sapos bajo las piedras, los aromas húmedos y difusos de la tierra avivaban su nostalgia, ponían en sus recuerdos una nota de palpitante realidad (cap. IX).

Otras veces, la dosificación de una historia en diferentes secuencias es la que sirve de unión al aparente desorden de la evocación de Daniel, como sucede con la historia de «las Guindillas». Se puede ver el proceso en los siguientes capítulos: la alusión al mote de Lola, la Guindilla mayor, al final del capítulo IV. Su retrato caricaturesco acompañado de la estampa de las tres hermanas, que «caminaban tiesas y erguidas, las tres, hiciera frío, lloviera o tronase», la muerte de Elena, la Guindilla del medio, para finalizar con la fuga de la menor, Irene, con Dimas, el oficialito del Banco, que obliga a la Guindilla mayor a poner en la puerta de la tienda el insólito cartel de «Cerrado por deshonra». Un cartel que funciona como anticipo del desenlace de la historia de la Guindilla menor en el capítulo VIII. Y, por último, en el capítulo XVIII, se retoma de nuevo la historia de las Guindillas, pero, esta vez, para relatar el sorprendente enamoramiento de Lola, la Guindilla mayor, con Quino, el Manco, padre de la Uca-uca.

Todas estas estrategias narrativas demuestran que El camino es una obra sencilla sólo en apariencia, pues en su estructura está todo perfectamente calculado y el personaje de Daniel, el Mochuelo, es quien dota de coherencia al conjunto de la narración.

5. El narrador y el punto de vista

Tal y como han señalado los críticos que se han ocupado del estudio de la novela (Rey, 1975; Villanueva, 1994), Daniel es quien recuerda y quien ve lo que le rodea. Sin embargo, no es él quien cuenta la novela, sino un narrador solidario con su punto de vista, aunque al lector no siempre le sea fácil percibirlo. Ese narrador solidario sabe más que el personaje y es quien emplea palabras que no parecen propias del bagaje lingüístico de un niño de once años. Además, Daniel no recuerda en primera persona, ni todo lo que se cuenta en la novela pueden ser recuerdos suyos. En este sentido, en El camino se distinguen varios planos: aquellas experiencias vividas y realmente recordadas por Daniel, el Mochuelo, que son fundamentalmente las vividas con sus dos amigos Roque y Germán; aquellas otras anécdotas que pertenecen a la historia colectiva del pueblo y del valle y que, tal y como indica el narrador, él no las ha vivido, pero las oído contar; y, finalmente, toda una serie de datos que Daniel no ha podido conocer y que hacen referencia a los sentimientos de algunos personajes, a las confesiones de la Guindilla a don José, el cura, así como la utilización de un vocabulario más complejo, impropio del niño, entre otras cuestiones menores (Medina Bocos, 1988: 34).

En otras palabras, en El camino tenemos un narrador omnisciente en tercera persona que, sin embargo, lo narra todo desde la perspectiva de Daniel, el protagonista. Precisamente la complejidad de la novela deriva de la novelización del punto de vista del protagonista (Rey, 1975: 69) y la habilidad extraordinaria de Miguel Delibes consiste en hacer creer al lector que todo lo que se cuenta es fruto de los recuerdos de Daniel, el Mochuelo.

Teniendo en cuenta que en la novela hay, en realidad, dos narradores, el estilo indirecto libre se convierte en el medio más adecuado para dar la voz al personaje de Daniel. Esta dualidad se pone de manifiesto desde el comienzo de la novela. El estilo indirecto libre permite reflejar, de forma convincente y vivaz, el pensamiento del personaje sin prescindir de la tercera persona del narrador. Como marcas lingüísticas de su presencia encontramos el uso del imperfecto de indicativo, la reconversión de la primera persona «yo» en la tercera persona «él», la afectividad expresiva proporcionada por exclamaciones, interrogaciones, coloquialismos, etc., así como la ausencia de los verba dicendi (Villanueva, 1989: 188). El primer capítulo es un buen ejemplo de cómo Delibes quiere situar siempre la narración desde la perspectiva del protagonista:

Pero a Daniel, el Mochuelo, le bullían muchas dudas en la cabeza a este respecto. Él creía saber cuanto puede saber un hombre. Leía de corrido, escribía para entenderse y conocía y sabía aplicar las cuatro reglas. Bien mirado, pocas cosas más cabían en un cerebro normalmente desarrollado (cap. I, la cursiva es mía).

De este modo, a la vez que el narrador omnisciente suministra los datos necesarios para conocer las circunstancias en que se desarrolla la historia, Daniel, el Mochuelo, manifiesta los sentimientos y sensaciones que experimenta al verse obligado a partir del pueblo. Por ello, a lo largo de todo este primer capítulo, se observa cómo Daniel se rebela interiormente contra la idea de su padre de abandonar el pueblo para estudiar en la ciudad y, en consecuencia, experimenta una profunda melancolía que justifica la evocación de los recuerdos que constituyen su memoria afectiva y, en definitiva, la materia de la novela.

La misma estrategia narrativa recorre toda la novela y, a partir de ella, nos es fácil percibir su mundo interior: conocemos su admiración por su amigo Roque, el Moñigo, por Paco, el herrero, sus sentimientos hacia la Mica, la hija del Indiano, su antipatía hacia la Guindilla mayor o el afecto sincero hacia don José, el cura. Cada vez que el relato se adentra en la intimidad del protagonista es él, y no el narrador omnisciente, quien habla gracias a este recurso narratológico. En definitiva, todo lo que es manifestación espontánea del protagonista, revelación de su estado anímico, expresión de su sensibilidad o de su particular visión del mundo está casi siempre reflejado por medio del estilo indirecto libre (Rey, 1975: 81).

6. Los personajes: «pasé la vida disfrazándome de otros»

Ya ha quedado dicho en el segundo apartado de este estudio introductorio la importancia capital que concedía Miguel Delibes a la construcción de los personajes. En los últimos años de su vida, en conversaciones con García Domínguez, comentaba lo siguiente a propósito de los modelos vivos de la obra que nos ocupa:

Los tipos de El camino eran reales, muchos de ellos incluso físicamente. Si recorremos los personajes de la novela uno a uno, el sesenta por ciento son tipos de carne y hueso, con sus características, incluso con su oficio. Sin ir más lejos, fíjate qué curioso, alguien me comentó el verano pasado que la Uca-uca iba a casar a una hija y que tenía nietos. Lo que hago a veces con algunos personajes es disociarlos, hacer dos de uno, quiero decir. Por ejemplo, las «Guindillas» y las «Lepóridas» eran unas únicas hermanas, pero reales, nada de inventadas (García Domínguez, 2005: XII).

Además, es evidente que los personajes no sólo se corresponden con modelos vivos, sino que son producto del hábil desdoblamiento autobiográfico del autor, capaz de convertir sus vivencias y experiencias personales en ficción novelesca:

No creo que exista una sola novela en la que el autor no haya puesto alguna experiencia o vivencia personal, un rasgo autobiográfico, un personaje basado en alguien que conoce, una anécdota o un caso que le ha ocurrido y que considera digno de ser contado [...]. Pero todo eso lo transforma el novelista, lo recrea, lo «envuelve» en su propia personalidad, y lo convierte en carne literaria (Corral Castanedo, 1986).

Esta misma idea es corroborada por Delibes en el discurso de recepción del Premio Miguel Cervantes, donde sostiene hasta qué punto su vida ha sido un continuo ejercicio de desdoblamiento autobiográfico en su intento de vivir una vida más rica y variada:

Pasé la vida disfrazándome de otros, imaginando, ingenuamente, que este juego de máscaras ampliaba mi existencia, facilitaba nuevos horizontes, hacía aquélla más rica y variada. Disfrazarse era el juego mágico del hombre que se entregaba fruitivamente a la creación sin advertir cuánto de su propia vida se le iba en cada desdoblamiento. La vida, en realidad, no se ampliaba con los disfraces, antes al contrario, dejaba de vivirse, se convertía en una entelequia cuya única realidad era el cambio sucesivo de personajes (Delibes, 1996: 214).

Desde estas reflexiones, hay que analizar los personajes que pueblan la novela, la mayoría de ellos definidos por un apodo que subraya un rasgo físico o psicológico distintivo: Daniel, el Mochuelo; Roque, el Moñigo; Germán, el Tiñoso; Quino, el Manco; Gerardo, el Indiano; Pancho, el Sindiós; Lola, la Guindilla mayor; Catalina, la Lepórida, o, en otros casos, el oficio que desempeñan: Cuco, el factor; Paco, el herrero; don José, el cura; don Moisés, el maestro, apodado el Peón, y tantos otros. Otras veces la caracterización del personaje se resuelve mediante una aposición que comprende toda una frase en la que se subraya un rasgo característico del personaje: «Andrés, el hombre que de perfil no se le ve», o bien a través de diversas aposiciones: «Rafaela, la Chancha, la mujer del Cuco, el factor».

Si bien es cierto que el apodo contribuye a la caracterización, los personajes principales están más elaborados psicológicamente. Tal es el caso del protagonista Daniel, el Mochuelo, y sus amigos el Moñigo y el Tiñoso. Y entre los personajes secundarios, Lola, la Guindilla mayor, o Quino, el Manco, por citar dos ejemplos. La Guindilla, con evidentes rasgos caricaturescos y Quino, desde un realismo lírico y poético.

El protagonista de El camino es Daniel. Su nombre, de cariz simbólico, lo decidió su padre porque admiraba el valor del profeta Daniel y la fuerza de su mirada, que bastaba para mantener a raya a los leones en la historia bíblica. Sin embargo, a Daniel poco le durará su nombre de pila porque como dice el narrador: «aquel pueblo administraba el sacramento del bautismo con una pródiga y mordaz desconsideración» (cap. III). Y a Daniel pronto se le conocerá sencillamente por el mote de Mochuelo, que se le ocurre a su amigo Germán, experto en pájaros, precisamente por su forma de mirar «atento, concienzudo e insaciable»:

Germán, el hijo del zapatero, fue quien primero reparó en su modo de mirar las cosas. Un modo de mirar las cosas atento, concienzudo e insaciable.

—Fijaos —dijo—, lo mira todo como si le asustase.

Y todos le miraron con mortificante detenimiento.

—Y tiene los ojos verdes y redondos como los gatos —añadió un sobrino lejano de don Antonio, el marqués.

Otro precisó aún más y fue el que dio en el calvo:

Mira lo mismo que un mochuelo.

Y con Mochuelo se quedó, pese a su padre y pese al profeta Daniel y pese a los diez leones encerrados con él en una jaula y pese al poder hipnótico de los ojos del profeta. La mirada de Daniel, el Mochuelo, por encima de los deseos de su padre, el quesero, no servía siquiera para apaciguar a una jauría de chiquillos. Daniel se quedó para usos domésticos. Fuera de casa sólo se le llamaba Mochuelo (cap. IV, la cursiva es mía).

Daniel es un niño de once años obligado por su padre a trasladarse a la ciudad para estudiar. Sin embargo, Daniel no comprende la decisión de su padre y aspira a quedarse en el valle con sus amigos, con las gentes del pueblo y en contacto con la naturaleza, porque intuye que ése es su verdadero camino. Sus deseos y aspiraciones se ajustan a las palabras de don José, el cura, cuando en el sermón dominical exhorta a las gentes del pueblo en la conformidad cristiana con el destino de cada uno:

—Hijos, en realidad, todos tenemos un camino marcado en la vida. Debemos seguir siempre nuestro camino, sin renegar de él —decía don José—. Algunos pensaréis que eso es bien fácil, pero, en realidad, no es así. A veces el camino que nos señala el Señor es áspero y duro [...].

La felicidad —concluyó— no está, en realidad, en lo más alto, en lo más grande, en lo más apetitoso, en lo más excelso; está en acomodar nuestros pasos al camino que el Señor nos ha señalado en la tierra. Aunque sea humilde (cap. XVII).

Se trata, por lo tanto, de un camino de conformidad, pero tal y como observó Gonzalo Sobejano, «Daniel no se impone la fidelidad a su propio ser, sino que no puede menos que permanecer fiel a su vocación natural» (1975: 143). Palabras que han sido corroboradas por el autor al señalar que cuando el niño de El camino se niega a estudiar, a marcharse del pueblo, «yo lo que pretendo es decir que hay personas con vocación de ruralismo y no hay por qué oponerse a ello» (Alonso de los Ríos, 1993: 147). En consecuencia, los deseos de Daniel de permanecer en el pueblo no deben interpretarse como una conducta reaccionaria ante el progreso, sino que, al igual que el Nini de Las ratas, Lorenzo de Diario de un cazador o el protagonista de El disputado voto del señor Cayo, permanecer en el medio rural en el que han nacido y del que se sienten parte integrante es cumplir con su auténtico destino, porque «a un pueblo lo hacían sus hombres y su historia. Y Daniel, el Mochuelo, sabía que por aquellas calles cubiertas de pastosas boñigas y por las casas que las flanqueaban pasaron hombres honorables, que hoy eran sombras, pero que dieron al pueblo y al valle un sentido, una armonía, unas costumbres, un ritmo, un modo propio y peculiar de vivir» (cap. III).

Ésta es la idea medular de la novela que se encarna en el personaje de Daniel, de quien sabemos, a medida que avanza el relato, que es un muchacho ingenuo e inocente que madura y evoluciona desde la infancia a la pubertad. De ahí su inicial desconocimiento de ciertas cuestiones relacionadas con el origen de la vida que le resultan enigmáticas y misteriosas y que se le irán desvelando en contacto con sus amigos, especialmente con Roque, el Moñigo, en diferentes secuencias de la novela.

Algunas anécdotas son indicativas de este proceso de maduración personal que experimenta Daniel, como el descubrimiento de la realidad sexual en el capítulo VII, en el que asiste embobado, junto al Tiñoso, a las explicaciones sobre el parto y el origen de la vida, que una vez más les proporciona con suficiencia Roque, el Moñigo. Es especialmente reveladora de dicho proceso de crecimiento psicológico la fascinación de Daniel ante la belleza de la Mica, la hija del Indiano, de la que el narrador nos ofrece un cuidado retrato físico en el episodio del robo de las manzanas por parte de la pandilla:

Nunca había visto tan próxima a la hija del indiano y su rostro y su silueta iban haciéndole olvidar por momentos la comprometida situación. Y también su voz, que parecía el suave y modulado acento de un jilguero. Su piel era tersa y tostada y sus ojos oscuros y sombreados por unas pestañas muy negras. Los brazos eran delgados y elásticos, y éstos y sus piernas, largas y esbeltas, ofrecían la tonalidad dorada de la pechuga del macho de perdiz. Al desplazarse, la ingravidez de sus movimientos producía la sensación de que podría volar y perderse en el espacio lo mismo que una pompa de jabón. [...]

Daniel, el Mochuelo, se confesó que podría pasarse la vida oyéndola a ella decir que era un ladronzuelo y sin cansarse lo más mínimo. El decir ella «ladronzuelo» era lo mismo que si le acariciase las mejillas con las dos manos, con sus dos manos pequeñas, ligeras y vitales (cap. IX).

Asimismo, es muy significativa de esa evolución la ingenua admiración que siente ante la cicatriz de Roque, el Moñigo, que interpreta como un signo de hombría y de heroísmo y, por ello, él también anhela tener una, aunque fuera pequeña, pero que pudiera mostrarla orgulloso a sus amigos. En relación con este deseo de ser considerado un hombre, es decisiva la anécdota del coro de voces puras, cuando la Guindilla mayor le somete a una humillación imperdonable porque pone en cuestión su virilidad:

Daniel, el Mochuelo, le perdonaba todo a la Guindilla menos el asunto del coro; la despiadada forma en que le puso en evidencia ante los ojos del pueblo entero y el convencimiento de ella de su falta de definición sexual.

Esto no podría perdonárselo por mil años que viviera. El asunto del coro era un baldón; el mayor oprobio que puede soportar un hombre. La infamia exigía contramedidas con las que demostrar su indiscutible virilidad (cap. XVII).

De la necesidad de afirmar su virilidad derivará el episodio de la cucaña, en el que Daniel, el Mochuelo, decide trepar hasta alcanzar el premio, el sobre con cinco duros, desafiando a su amigo Roque, que le había dicho «no eres hombre»:

Saltó sobre el palo y ascendió, sin esfuerzo, los primeros metros. Daniel, el Mochuelo, tenía como un fuego muy vivo en la cabeza, una mezcla rara de orgullo herido, vanidad despierta y desesperación. «Adelante —se decía—. Nadie será capaz de hacer lo que tú hagas.» «Nadie será capaz de hacer lo que tú hagas.» Y seguía ascendiendo, aunque los muslos le escocían ya. [...]

Se abrazó al palo frenéticamente, sintiendo que iba a ser impulsado contra los montes como el proyectil de una catapulta. Ascendió más. Casi tocaba ya los cinco duros donados por «los Ecos del Indiano». Pero los muslos le escocían, se le despellejaban, y los brazos apenas tenían fuerzas. «Mira, ha venido el novio de la Mica.» [...], se dijo, con rabia mentalmente, y trepó unos centímetros más. ¡Le faltaba tan poco! Abajo reinaba un silencio expectante. «Niña, marica; niña, marica», murmuró, y ascendió un poco más (cap. XVII).

Además, define perfectamente el crecimiento y la evolución psicológica de Daniel la relación sentimental cambiante que mantiene con la Uca-uca, a quien primero trata con fría indiferencia e incluso con desprecio ante la insistencia en preguntarle sobre sus sentimientos hacia la Mica en los capítulos XI y XIII:

Le tembló la voz a la Uca-uca al indagar:

—¿Es que te gusta más la Mica que yo?

El Mochuelo soltó una carcajada. Se aproximó mucho a la niña para gritarle:

—¡Óyeme! La Mica es la chica más guapa del valle y tiene cutis y tú eres fea como un coco de luz y tienes la cara llena de pecas. ¿No ves la diferencia? (cap. XIII).

Para finalmente cerrar la novela con la entrañable despedida de la niña, cuya imagen es la última que Daniel quiere retener en su memoria antes partir en el rápido hacia la ciudad:

—Mochuelo, ¿sabes? Voy a La Cullera a por la leche. No te podré decir adiós en la estación.

Daniel, el Mochuelo, al escuchar la voz grave y dulce de la niña, notó que algo muy íntimo se le desgarraba dentro del pecho. La niña hacía pendulear la cacharra de la leche sin cesar de mirarle. Sus trenzas brillaban al sol.

—Adiós, Uca-uca —dijo el Mochuelo. Y su voz tenía unos trémolos inusitados.

—Mochuelo, ¿te acordarás de mí?

Daniel apoyó los codos en el alféizar y se sujetó la cabeza con las manos. Le daba mucha vergüenza decir aquello, pero era ésta su última oportunidad.

—Uca-uca... —dijo, al fin—. No dejes a la Guindilla que te quite las pecas, ¿me oyes? ¡No quiero que te las quite!

Y se retiró de la ventana violentamente, porque sabía que iba a llorar y no quería que la Uca-uca le viese (cap. XXI).

Por último, el suceso trágico que evidencia cómo ha cambiado Daniel, el Mochuelo, es la muerte accidental de su amigo Germán, el Tiñoso. La constatación trágica de que la vida era finita y el sentimiento de soledad y desolación que experimenta Daniel son el único motivo de verdadero y profundo dolor en su conciencia antes de partir hacia la ciudad:

Daniel, el Mochuelo, pasó la noche en vela, junto al muerto. Sentía que algo grande se velaba dentro de él y que en adelante nada sería como había sido. Él pensaba que Roque, el Moñigo, y Germán, el Tiñoso, se sentirían muy solos cuando él se fuera a la ciudad a progresar, y ahora resultaba que el que se sentía solo, espantosamente solo, era él, sólo él. Algo se marchitó de repente muy dentro de su ser: quizá la fe en la perennidad de la infancia. Advirtió que todos acabarían muriendo, los viejos y los niños. Él nunca se paró a pensarlo y, al hacerlo ahora, una sensación punzante y angustiosa casi le asfixiaba. Vivir de esta manera era algo brillante y, a la vez, terriblemente tétrico y desolado. Vivir era ir muriendo día a día, poquito a poco, inexorablemente (cap. XIX).

La reflexión sobre la muerte trasluce una de las preocupaciones constantes de Miguel Delibes, presente siempre en sus novelas desde La sombra del ciprés es alargada (1948). Es, por lo tanto, la proyección sobre el personaje de una de las obsesiones que atenazaron al autor desde niño, tal y como él mismo ha reconocido: «La muerte es una constante en mi obra. Yo diría más, diría que es una obsesión» (Alonso de los Ríos, 1993: 41).

Daniel, el Mochuelo, cumple también una función estructural determinante en la novela, puesto que su evocación, como ya se ha dicho, coordina las diferentes anécdotas y personajes secundarios que, a través de ésta, pasan a formar parte de su conciencia.

Completan el paisanaje del pueblo una serie de personajes retratados con extraordinaria habilidad por parte de Miguel Delibes y que quedan progresivamente incluidos en la vida de Daniel, formando parte de los diferentes momentos de su vida. En primer lugar, los amigos de Daniel: Roque, el Moñigo, el personaje que lidera la pandilla, huérfano de madre y fuerte como un toro, al igual que su padre, el herrero, y al que no hacen ninguna mella las reprimendas y truculentas admoniciones de su hermana Sara. Es también un muchacho un tanto pendenciero, pero no un «golfante ni un zascandil» (cap. II), como decían en el pueblo, sino siempre dispuesto a defender a sus amigos, sobre todo a Germán, el Tiñoso, «muchacho esmirriado, endeble y pálido» (cap. VI), hijo de Andrés, el hombre a quien de perfil no se le ve.

Germán, uno de los diez hijos de Andrés, el zapatero, siente una afición desmedida por los pájaros, cuya diversidad y características conoce bien, y éste es un don de inapreciable valor para sus amigos en sus aventuras por el valle, cuando deciden ir a cazar pájaros. A consecuencia de aquellas correrías y de su propia debilidad física, Germán, además de las calvas de la cabeza, cojea de la pierna derecha y tiene el lóbulo de la oreja partido, pero todo eso lo interpreta como gajes del oficio y no se lamenta por ello. Sin embargo, para Roque, la debilidad del Tiñoso es un cebo insuperable para buscar camorra y demostrar su fuerza y valentía (cap. VI).

A estos magníficos retratos, tanto físicos como psicológicos, que se construyen en sucesivas secuencias a medida que avanza el relato, hay que añadir una galería de personajes que van desde la evocación sentimental de la Mica o de Quino, el Manco, y la Uca-uca al retrato caricaturesco de Lola, la Guindilla mayor o el de don Moisés, el maestro, todos ellos teñidos por Delibes de benévola ironía.

7. El lenguaje: «ser fiel a uno mismo, escribir como se es»

La precisión y la autenticidad del lenguaje de El camino inaugura, como ya se ha dicho, una nueva manera de narrar en la trayectoria de Miguel Delibes que consiste en la depuración de los excesos retóricos y la búsqueda constante de la lengua viva, capaz de reflejar la realidad de los personajes y las peculiaridades del mundo rural. Delibes consigue reflejar el habla de las gentes del pueblo gracias a su buen oído y su extraordinaria capacidad para captarla y reproducirla con fidelidad, tal y como él mismo había afirmado en diversas ocasiones. La voluntad de captar la lengua en sus fuentes, así como la naturalidad y espontaneidad del habla coloquial, corren parejas al propósito último de sus novelas, que no es otro que la búsqueda de la autenticidad y la fidelidad a los personajes y las tierras de Castilla:

En mis novelas y relatos de Castilla, lo único que pretendo es llamar a las cosas por su nombre y saber el nombre de las cosas. Los que suelen acusarme de que hay un exceso de literatura en mis novelas se equivocan, y es que rara vez se han acercado a los pueblos (Alonso de los Ríos, 1993: 135).

Delibes valora más que cualquier otro novelista de su tiempo la autenticidad y la propiedad del lenguaje rural. De ahí que, en El camino, el lector actual tenga que recurrir al diccionario, y no porque su léxico sea especialmente rebuscado o culto, sino porque es auténtico y define objetos o realidades que desconoce quien no ha vivido nunca en el medio rural. Un ejemplo de esto son palabras como: cambera, entremijo, acitara, bardales, ráspanos, varga, boruga, majuelas, encellas, obradas, boñigas, jaramugo, entre otras. Con la utilización de este léxico, Delibes se erige en notario de un mundo condenado a desaparecer por el despoblamiento y abandono de los pueblos y la pérdida irremediable de un lenguaje preciso con el que nombrar los utensilios y las tareas del campo. Delibes aprovechó el discurso de ingreso en la Real Academia de la Lengua «Un mundo que agoniza. El sentido del progreso desde mi obra» para volver a denunciar no sólo la destrucción de la naturaleza, sino también la del lenguaje rural:

La destrucción de la Naturaleza no es solamente física, sino una destrucción de su significado para el hombre, una verdadera amputación espiritual y vital de éste. Al hombre, ciertamente, se le arrebata la pureza del aire y del agua, pero también se le amputa el lenguaje, y el paisaje en que transcurre su vida, lleno de referencias personales y de su comunidad, es convertido en un paisaje impersonalizado e insignificante (Delibes, 1975: 79).

Además de la riqueza del vocabulario rural, un rasgo distintivo del estilo de la novela es el uso abundante de estructuras binarias de sustantivos o adjetivos sinónimos que subrayan el ritmo de la prosa, tales como «ya no le hacía arrumacos ni carantoñas», «el quesero se tornó taciturno y malhumorado», «todos eran efímeros y transitorios», «pelo híspido y rojo», «repentinamente se sentía extenuada y nula, absurdamente vacua e indefensa», «era corpulenta y maciza», «quietud serena y reposada del valle», «trabajaba con mayor ahínco y tesón», «con una modulación lenta y cadenciosa». También es frecuente la utilización de construcciones trimembres de adjetivos aplicadas al mismo sustantivo, tales como «la muerte era lacónica, misteriosa y terrible», «la vida era así de rara, absurda y caprichosa». Incluso es frecuente el uso de combinaciones de estructuras bimembres y trimembres: «el hijo del boticario, emperejilado y tieso y pálido como una muchacha mórbida y presumida», «era como un gigantesco queso, blando, blanco y pesadote», «a la Mariuca le gustaba Quino, el Manco, porque era su antítesis: macizo, vigoroso, corpulento y con unos ojos agudos y punzantes como bisturíes».

También es destacable la precisión del lenguaje cinegético en el capítulo XII, que trasluce claramente el conocimiento de Miguel Delibes en torno a la caza, sobre la que había escrito varios libros. En el mencionado capítulo, se describe con precisión una jornada de caza entre el quesero y su hijo Daniel, acompañados del gran duque, el mochuelo gigante que utilizan como cebo para matar milanos. Ese procedimiento de caza es un antecedente de episodios fundamentales de Los santos inocentes. Es también destacable la serie de nombres de pájaros que aparecen en la novela: malvises, tordos, rendajos, jilgueros, milanos, perdices. Un conocimiento preciso que delata otra de las preferencias de Delibes plasmada en varios libros de cuentos como Tres pájaros de cuenta, La milana y La grajilla.

En El camino Delibes utiliza algunas frases hechas propias del lenguaje coloquial que será preciso interpretarlas en el contexto en que aparecen, tales como «agua de borrajas», «a humo de pajas», «tampoco fue una hazaña del otro jueves», «los milanos saben latín» o «la sangre no iba llegar al río». En cuanto a las figuras retóricas es frecuente la utilización de onomatopeyas, dada la importancia que adquieren los sonidos en determinadas secuencias de la novela, desde el «cri-cri» de los grillos, el «cluac-cluac» de los zuecos o almadreñas hasta los maullidos del gato «Marramiauuuu» o el «Prrrr» o «Brrrr» de las perdices al volar, motivo de discusión entre Germán y Daniel.

Otras figuras retóricas que subrayan el carácter poético de la prosa de El camino son las repeticiones y paralelismos que acentúan el ritmo y la musicalidad de la prosa:

Le gustaba porque era todo un hombre: fuerte, serio y cabal. Fuerte sin ser un animal como Paco, el herrero; serio, sin llegar al escepticismo, como Pancho, el Sindiós, y cabal, sin ser un santo, como don José, el cura, lo era. En fin, lo que se dice un hombre equilibrado, un hombre que no pecaba por exceso ni por defecto, un hombre en el fiel (cap. XI).

Se trata, pues, de una prosa sencilla y poética, con abundancia de recursos retóricos: el polisíndeton: «aquel coche negro y alargado y reluciente que casi no metía ruido al andar» (cap. XIII); la comparación: «su valle era como una gran olla independiente, absolutamente aislada del exterior» (cap. III); la personificación: «el valle tenía su cordón umbilical, un doble cordón umbilical, mejor dicho, que lo vitalizaba al mismo tiempo que lo maleaba: la vía férrea y la carretera» (cap. III); las metáforas: «aquellas islitas blancas, abiertas en el espeso océano de pelo negro que era la cabeza del Tiñoso» (cap. VI); la sinécdoque: «Se reunieron treinta y dos escopetas y quince perros» (cap. XII). Todos estos recursos, junto a la palabra justa, el adjetivo exacto, con que el otro yo de Delibes, la memoria infantil de Daniel, el Mochuelo, evoca sus recuerdos y sensaciones, convierten la novela desde las primeras páginas en memoria sensorial, plástica, que surge por el influjo de un sonido, de un aroma, y hacen de ella un texto extraordinariamente sugerente y auténtico:

Con el murmullo de las conversaciones, ascendía del piso bajo el agrio olor de la cuajada y las esterillas sucias. Le placía aquel olor a leche fermentada, punzante y casi humano (cap. I).

La tierra exhalaba un agradable vaho a humedad y a excremento de vaca. También olía, con más o menos fuerza, la hierba según el estado del cielo o la frecuencia de las lluvias (cap. III).

Su padre emanaba un penetrante olor, era como un gigantesco queso, blando, blanco y pesadote. Pero Daniel, el Mochuelo, se gozaba en aquel olor que impregnaba a su padre y que le inundaba a él... (cap. IV).

También su madre hedía a boruga y a cuajada. Todo, en su casa, olía a cuajada y a requesón. Ellos mismos eran un puro y decantado olor. Su padre llevaba aquel tufo hasta en el negro de las uñas de las manos (cap. IV).

Estos pasajes de la novela, como tantos otros, evidencian la plasticidad de la evocación que va asociada no sólo a una imagen concreta, sino a las sensaciones olfativas que constituyen la memoria más primaria del ser humano. El olor de la tierra húmeda, la hierba, las boñigas, el olor agrio de la cuajada «avivaban su nostalgia, ponían en sus recuerdos una nota de palpitante realidad» (cap. IX).

En El camino la riqueza, la precisión y la autenticidad del lenguaje son consecuencia del conocimiento profundo de Miguel Delibes de la realidad rural de Castilla y, sobre todo, de su empeño en erigirse en testigo de un mundo condenado a desaparecer por el abandono de los pueblos y que, sin embargo, es depositario de la tradición, de las raíces de cada uno de sus pobladores y de la sabiduría natural fruto de la observación directa de la naturaleza y el paisaje. De ahí que Daniel, desde su inocencia, no entienda que, más allá de los límites del valle, hubiera algo importante que mereciera la pena aprender:

¿Podía existir algo en el mundo cuyo conocimiento exigiera catorce años de esfuerzo, tres más de los que ahora contaba Daniel? Seguramente, en la ciudad se pierde mucho el tiempo —pensaba el Mochuelo— y, a fin de cuentas, habrá quien, al cabo de catorce años de estudio, no acierte a distinguir un rendajo de un jilguero o una boñiga de un cagajón. La vida era así de rara, absurda y caprichosa. El caso era trabajar y afanarse en las cosas inútiles o poco prácticas (cap. I).

Porque, en realidad, hasta entonces el paisaje del valle había sido el verdadero maestro de Daniel, el Mochuelo. De la comunión con aquel paisaje había aprendido casi todo lo que hasta ese momento sabía, de aquí que resulten muy pertinentes las palabras de Ortega en su artículo «Pedagogía del paisaje» (El Imparcial, 17-IX-1906), donde escribe: «Los paisajes me han creado la mitad mejor de mi alma, y si no hubiera perdido largos años viviendo en la hosquedad de las ciudades, sería a la hora de ahora más bueno y más profundo. Dime el paisaje que vives y te diré quién eres».