No exagero si digo que acabé en un psicólogo por no sonreír demasiado. O por no sonreír lo suficientemente bien. Se supone que las niñas sonríen bien y yo era una niña seria. Mis fotos de cumpleaños son una colección de instantáneas en Burger King o McDonald’s en las que yo miro fijamente a cámara, casi siempre con las gafas caídas y mal puestas y una mueca de disgusto. Los cumpleaños eran penitencias. Tormentos agravados por el hecho de que yo no me lo pasaba bien, pero el resto de la gente sí e invitaban a toda mi familia. Mal negocio.
—Último cumpleaños que celebras.
—¿Porque me muero?
—No. Porque no me sales a cuenta.
Todo el mundo me intentaba convencer de que me pasaba algo, pero probablemente no me pasase nada. Yo sacaba buenas notas, era una alumna aplicada, me preocupaba por diseñar buenas portadas para mis trabajos y leía todos los libros que me mandaban. Hacía lo que se supone que hacen las niñas buenas, excepto sonreír bien y dejar de comerme las uñas. Las niñas tampoco se muerden las uñas. Mi primo Daniel era, de hecho, bastante más serio que yo. Pero en las reuniones familiares decían que tenía mucho
Toda la vida sentí cómo un ejército de personas perseguían mi sonrisa. Me los imaginaba con antorchas, cantando una especie de mantra: «¡Esa niña es muy seria, que sonría, que sonría!». Al principio, solo lo cantaban conocidos, como la pescadera o mi tío, y eso no estaba tan mal. Pero luego, al alcanzar la pubertad y convertirme en eso que todo el mundo anunciaba a los cuatro vientos:
, el régimen de las sonrisas se instaló en el espacio público. Las sonrisas, ahora, te las podían exigir o reclamar hombres desconocidos por la calle.
Una vez, un señor al que nunca habíamos visto nos preguntó a mi madre y a mí dónde habíamos estado todo ese tiempo y dónde habíamos guardado esas sonrisas tan bonitas. También le preguntó a mi madre si ella y yo éramos hermanas. La idea de que ese hombre nos viera como hermanas me daba repelús. Mi madre sonrió como si fuera un halago, pero luego se puso roja y me apretó el brazo nerviosamente para marcharnos. Entendí que aquello no era un halago normal. Era otra cosa. Ese es mi primer recuerdo de
.Tendría unos once años.
Pensé, para mí:
«¿Dónde íbamos a estar, persona desconocida? En nuestra casa, muy tranquilas todo este tiempo, sin conocerte de nada».
RESPUESTA EMO: Rara sería si tuviera tres piernas, si tuviera un plumaje precioso, si me comunicara con los animales. ¿Por qué te parezco rara? ¿Solo por no encajar en tu idea de feminidad?
RESPUESTA EMPOLLONA: Quizá te explote la cabeza ahora mismo, pero las mujeres podemos pensar y ser de muchas formas distintas, de verdad. No encajar con tu ideal de supuesta feminidad me hace pensar que crees que las mujeres solo podemos ser de una determinada forma: suaves, delicadas, amables, sonrientes. ¿Conoces a Sylvia Plath, Chantal Akerman, Matilde Montoya, las gallegas Marcela Gracia Ibeas y Elisa Sánchez Loriga, Las Vulpes, la miliciana Marina Ginestà, la activista indígena Eufrosina Cruz, la activista bell hooks, la adolescente palestina Ahed Tamimi o el grupo de música Tribade? Son solo un puñado de ejemplos para que actualices tu lista de referentes antiguos o nuevos. El libro Mujeres y Poder de Mary Beard te dejará todo esto mucho más claro. ;)
RESPUESTA TRANQUI: Ay, muchas gracias, de verdad, no sabes lo mucho que necesitaba que me dieras un motivo para sonreír.
RESPUESTA EMO: Después de que me lo pidas así, HOMBRE RANDOM, no sabes las ganas locas que tengo de dedicarte una sonrisa.
RESPUESTA EMPOLLONA: No tienes ningún derecho a hablarme o exigirme nada. El espacio público es de todas y esta interacción es violencia.
RESPUESTA TRANQUI: Perdón, ¿quieres decir por qué no estoy dándote la razón?
RESPUESTA EMO: Perdón, ¿quieres decir por qué tengo carácter?
RESPUESTA EMO: Perdón, ¿quieres decir por qué no te estoy sonriendo y diciendo que eres el mejor?