
La conversación con Mascaró fue para mí una verdadera iniciación. Su personalidad irradiaba una serenidad inexplicable y una energía contagiosa. Guiado por sus indicaciones me compré los Upanishads, el Bhagavad Gita y leí varios compendios sobre filosofías orientales. También en aquel otoño de 1967, solicité una Beca Fulbright para cursar en Estados Unidos un posgrado en urbanismo. Mi deseo era ser admitido en la UCB (University of California Berkeley) porque no solo era a la sazón el mejor departamento de urbanismo, sino que además San Francisco me parecía una ciudad muy atractiva dada su condición de puerta de Asia en América. Me concedieron la beca y llegué a California, a San Francisco, Berkeley, en el verano del 68 para cursar allí un MA (Master of Arts) in City Planning.
Llegué en muy buen momento. El año 1968 no fue un año cualquiera. A lo largo del siglo xx, especialmente en la primera mitad, hubo años terribles en los que el odio parecía haberse apoderado de una humanidad enloquecida y marcada por guerras atroces, que ojalá nunca se repitan. Sin embargo, 1968 fue un año normal y el campus de Berkeley, uno de los escenarios principales del movimiento hippie, que, aunque nunca alcanzó sus ambiciosos objetivos, supuso la eclosión de nuevas ideas y actitudes de posterior importancia: el movimiento ecologista, la lucha contra la segregación racial o de género, el pacifismo, el feminismo. Berkeley era un lugar ideal para cultivar mi interés en la espiritualidad de Oriente. Durante los dos años en que estuve allí, tuve oportunidad de asistir a diversos seminarios, encuentros y retiros espirituales y filosóficos en la Bay Area, en aquellos momentos una auténtica meca espiritual. Allí estaba Big Sur con el Instituto Esalen y su Papa hippy, el fabuloso Alan Watts, que vivía a caballo entre un barco atracado en Sausalito y una cabaña en el monte Tamalpais. Allí, junto a Alan Watts, tuve la oportunidad de conocer a otros grandes maestros con una forma de ver la realidad para mí nueva. Allí leí el Tao, por primera vez. Fue un día muy importante en mi vida. Durante los dos años en que estuve allí, cuestioné muchas de las cosas que había aprendido o me habían enseñado, y me di cuenta de que lo primero que tenemos que hacer si queremos cambiar las cosas, si queremos vivir en un mundo mejor —más sostenible, dicen ahora— es empezar por cambiar nosotros mismos. Esa sería «The ultimate revolution», como la llamó Aldous Huxley. Hasta ahora las revoluciones se han dedicado a cambiar lo exterior: revolución política, económica, incluso religiosa. Ahora ha llegado el momento de cambiar lo interior: la consciencia, el estado de ánimo, la actitud, los valores, la percepción.
Al poco de llegar allí con tu abuela María José, y ya instalados, me llamaron la atención unos enormes carteles que aparecieron en el campus. En ellos se veía la fotografía de un hombre de rasgos aparentemente hindúes. Aunque ya entrado en años, era un señor muy apuesto y elegante. Su rostro era de una gran belleza con una mirada penetrante que dejaba traslucir una profunda humanidad y una rigurosa exigencia. El día no lo recuerdo exactamente, pero sí sé que era otoño. El lugar: el auditorio público del Ayuntamiento de Berkeley. Anoté la fecha para no olvidarme y cuando llegó el día, me fui dispuesto a escuchar a aquel hombre del que entonces lo ignoraba todo. Y allí estaba el señor de la foto: Jiddu Khrishnamurti. Iba vestido con un impecable traje cruzado de franela azul, made in Saville Road. Su aspecto era propio de un dandi, y en el fondo lo era, pues se había educado a la usanza propia de la alta burguesía inglesa. Hablaba un inglés impecable. Su acento era absolutamente Oxbridge. Cuando los hindúes hablan bien inglés, lo hablan mejor que los ingleses, porque tienen el acento exacto. Durante la conferencia se refirió a sí mismo en todo momento como «The speaker». En estricta coherencia con sus ideas, quería mostrar que lo importante no era quién hablaba, sino la experiencia vital e intelectual que quería transmitir. Al rehuir cualquier protagonismo mostraba su convicción de que solo si olvidamos el «yo», como referencia fundamental de cuanto sucede, podremos conocer la verdadera realidad y compartirla.
Al terminar la conferencia pudimos hacerle preguntas. Recuerdo especialmente la respuesta que dio a una de ellas. La formuló un señor que se embarullaba, no la acababa... Estaba nervioso y Krishnamurti le dijo: «Mire, no se preocupe, usted comprenderá que para plantear bien una pregunta hay que conocer la respuesta. Toda pregunta es una señal de que hay algo que nos preocupa y acerca de lo cual queremos saber más. Es una primera aproximación. Para hacer bien una pregunta hay que saber ya la respuesta y entonces ya no la haría, claro».
De las tres conferencias que dio pude asistir a las dos primeras, la última me la perdí. No recuerdo el porqué, pero sí recuerdo que ese tercer día, el último que él hablaba, estaba yo en Telegraph Avenue. Telegraph es la avenida principal de Berkeley, una arteria que va desde el campus hasta Oakland. Ahí, a cuatro manzanas de la universidad estaba la librería Shambala, que ahora se ha convertido en una editorial de temas orientales, y en ese momento la llevaban dos locos con los cuales después me fui al monasterio zen de Tassajara, al cabo de dos años, cuando ya habíamos consolidado nuestra amistad. Pero en ese momento empezaba yo a ir por Shambala, a comprar libros que no había visto en mi vida. Ellos habían sintonizado una emisora de Berkeley que se llama KPFM, que era la radio progre, una emisora que cuando los Beatles sacaron el disco blanco, aquel doble, emitieron ininterrumpidamente durante veinticuatro horas las canciones de ese disco. Bueno, pues KPFM estaba retransmitiendo la charla de Krishnamurti. En Berkeley el sol del ocaso penetraba por el hueco del Golden Gate, y entraba rojizo por una de las ventanas de Shambala. Krishnamurti estaba diciendo: «Miren ustedes esta flor que está en el jarrón, pero mírenla sin que sean ustedes los que la están mirando y sin que la flor sea una flor, como si la naturaleza se estuviese viendo a sí misma a través de sus ojos. Entonces, cuando su yo no esté y la flor no sea una flor, cuando simplemente haya algo que está ahí pasando como si fuera una percepción percibiéndose a sí misma, abandónense ahí». Noté que el tiempo se paraba, mi ego se desvanecía, mi cuerpo flotaba como una nube de algodón y me envolvió una sensación de que todo estaba bien y en el lugar que le correspondía. Ese fue mi primer satori, lo recordaré siempre. Una experiencia que no se pide, ni se fuerza, ni se consigue: sobreviene sin querer ni saber cómo.
Empecé a leer sobre Krishnamurti. Para saber quién es hay varias biografías. Como era tan guapo, tan elegante e hindú, una serie de señoras de la buena sociedad inglesa lo llevaban en palmitas. Entre ellas, Mary Lutyens, hija del arquitecto que diseñó Nueva Delhi.
Mary Lutyens escribió una biografía en tres volúmenes de Krishnamurti. Era de casta brahmán y, de muy niño, los teósofos se fijaron en él. Los teósofos son una sociedad fundada por una rusa interesantísima, Helena Blavatsky, la famosa Madame Blavatsky, que viajó por Asia Central y por el Tíbet, y según ella en el Tíbet recibió la enseñanza de los maestros: Moria, Kuthumi y otros que la guiaron para escribir dos inmensas obras con una erudición asombrosa, que son Isis sin velo y La doctrina secreta. La cantidad de conocimientos que hay en esos libros es poco menos que inexplicable: o estaba utilizando enciclopedias o, como ella pretendía, escribía al dictado de estos maestros secretos por transmisiones telepáticas. Ella y un norteamericano entusiasta, el coronel Olcott, fundaron la Sociedad en 1875, e inmediatamente abrieron una sede en la India, en Adyar, al lado de Benarés. Al morir Blavatsky, un grupo de ingleses se quedaron con la teosofía y, entre ellos, Annie Besant, que había sido una de las fundadoras del Partido Laborista, se dedicó a la teosofía, se fue a Adyar y se convirtió en la matriarca de los teósofos. Ahí tenía un ayudante, Charles W. Leadbeater, un tipo vidente y un tanto turbio; entre los dos llevaban la sociedad. Parece que fue Leadbeater quien se fijó, supongo que por lo guapo, en Krishnamurti, que tenía entonces diez añitos, y les pidieron a sus padres, brahmanes, que les dejaran al niño para educarlo. Así pasó a vivir en la escuela de los teósofos en Adyar, que todavía existe.
Annie Besant, Charles Leadbeater y los demás teósofos fueron instruyendo a Krishnamurti, y él, efectivamente, respondió a las expectativas. Tanto es así que cuando ya el niño tenía diecisiete años, Annie Besant, en un arrebato, decidió convertirlo en el mesías del siglo xx, y para ello organizó una magna concentración de la Sociedad Teosófica —en Holanda en 1929— donde presentó a Krishnamurti como el avatar del siglo xx, Maitreya, el Buda del futuro. Besant llevaba décadas anunciando la reencarnación de un nuevo mesías que llevaría la humanidad a una New Age. Pero allí mismo el elegido, en un gesto que le honra, disolvió la Orden de la Estrella de Oriente, renunció al título de avatar de Buda y se declaró un simple buscador de la verdad.
«La verdad es una tierra sin senderos. El hombre no puede llegar a ella por medio de ningún credo, dogma, sacerdote, iglesia o ritual, ni siquiera por medio del conocimiento filosófico o técnica psicológica. La tiene que encontrar por la comprensión de los contenidos de su mente mediante una atención sin propósito (choiceless awareness), no mediante análisis intelectual ni disección introspectiva. La libertad es pura observación sin intención. El pensamiento es tiempo: nace de la experiencia y del conocimiento que son inseparables del tiempo. Nuestras acciones se basan en el conocimiento y, por lo tanto, en el pasado. El pensamiento es siempre viejo».
Insistió hasta su muerte en 1991 en el trabajo personal y solitario: sin gurús, libros, ni organizaciones. La búsqueda interior es individual, pues cada persona puede encontrar la libertad únicamente por sus propios medios, a su manera, de forma personal e intransferible. Libros, charlas o un «speaker» solo sirven para ayudarnos a encontrar nuestro camino.
¿Por qué dijo Krishnamurti: «Señores, dimito. No me interesa para nada ser un Maitreya, yo no soy el Buda del futuro, yo no soy el gurú, no soy nada de nada»? Vio claro que él era solo «the speaker», lo máximo que podía era hablar y señalar el camino. Su renuncia ¿fue un esnobismo? ¿Fue por pereza? ¿Fue realmente por humildad? ¿Fue porque ya estaba muy iniciado o era muy inteligente y se dio cuenta de que no hay que ser gurú? Yo creo que en ese momento él ya había llegado a unos niveles de espiritualidad lo bastante avanzados para que no le interesara ser un mesías y que lo pasease la señora Besant como nueva reencarnación de Maitreya.
Se retiró para hacer lo que haría el resto de su vida: que fue hablar, hablar y hablar. Él meditaba, claro, pero no meditaba sentado sino paseando. Habló a la gente hasta el final de su vida, murió con más de noventa años, intentando hacer entender con palabras lo que no se puede decir con palabras. Estamos siempre en el mismo jaque mate.
Cada año Krishnamurti visitaba tres lugares: en verano viajaba a Saanen, una localidad suiza, al lado de Gstaad. La admiración que sentía por él me llevó a visitar aquel lugar dos o tres años después de su muerte. Allí todavía estaban sus seguidores, que le rendían culto reuniéndose para mirar vídeos del maestro. El año en que estuve allí, me sugirieron: «Vuelve el verano que viene». Y les contesté: «No, si has entendido a Krishnamurti no hay que volver. Él ayudaba, pero no quería discipulos».
Después de Saanen, se trasladaba a Ojai, en California, donde acostumbraba a pasar los inviernos. Ojai es un valle que está en las montañas al norte de Los Ángeles, antes de llegar a Santa Bárbara. Hay cadenas montañosas, valles muy hermosos con viñas y naranjos y algún pico con coníferas. Allí, en Ojai, tienen un centro que todavía existe. Creo que ahora lo mantiene un señor suizo fabricante de grifos que se llama Grohe.
Y luego, en Inglaterra, Krishnamurti vivía en un centro llamado Brockwood, una de esas casas grandes que hay en la campiña inglesa, no lejos de Londres. Allí montó una escuela, que tiene convalidado el título de high school inglés, siguiendo las enseñanzas de Krishnamurti. Creo que esa escuela es lo mejor que ha dejado Krishnamurti.
Luego iba a la India, porque él era hindú, y regresaba a su país para completar el año.
En Ojai, según su biografía, tuvo su gran iluminación, una especie de estado que le tuvo varios días postrado, con enormes dolores de cabeza pero que le confirió un salto cualitativo en su percepción y su consciencia.
Eres lo que piensas. Luego piensa en lo que quieras ser. No te dejes seducir por el canto de sirenas que supone nuestra sociedad de la información.
Lo dijo Buda, en la primera estrofa del Dhammapada: «Eres lo que piensas, y te has convertido en lo que pensaste». Luego, cuidado con lo que piensas, que es como lo que comes: no te envenenes, ni te indigestes, ni te atragantes, ni toleres mal sabor en tu boca ni podredumbre en el olfato. Así como solo comes lo que se puede incorporar a tu cuerpo y lo hace crecer, piensa solo lo que se pueda incorporar a la personalidad que tú deseas tener. No comas de todo, no pienses cualquier cosa. No hay pensamiento neutro, todos lavan o manchan «It is all in the mind»: todo está en la mente.
Como todo, el pensamiento puede ser una poderosa herramienta pero también una maldición. Por eso hay que ponerlo en su sitio, y usarlo en su justa medida sin otorgarle el monopolio de nuestra mente ni convertirlo en guía de nuestra conducta. Es un error considerar que solo podemos alcanzar el conocimiento mediante la razón. Nuestra confianza en el pensamiento lógico nos ha hecho despreciar la intuición y la analogía como formas válidas de captar la realidad, nos ha llevado a dar prioridad al pensamiento sobre la acción, y considerar las emociones y los sentimientos como algo secundario que debe mantenerse bajo el control de nuestra parte racional.
En Europa pensar se asimila a razonar y ambas cosas se confunden. Razonar es describir las cosas por medio de conceptos —palabras—, combinarlos en proposiciones o frases para finalmente alcanzar las correspondientes conclusiones según las reglas que la lógica prescribe. Lo limitativo es que las frases siguen el esquema, según la gramática, de sujeto, verbo y predicado, que es una estructura lineal, en tanto que la realidad que pretenden describir las frases es un sistema ondulante de redes interconectadas e interactivas que se interpenetran y mutan constantemente sin mantener esas reglas lineales de la lógica. Es lo que nos dice la teoría cuántica de la materia, que destrozó definitivamente el esquema lógico de interpretación del mundo. Pero se sigue usando, porque no han sabido crear otro que se asimile a la surrealista irracionalidad de la física cuántica.
El pensamiento lógico ha sido proclamado como idóneo para alcanzar la verdad y la razón considerada la facultad más elevada de los seres humanos y exclusiva de su condición. La célebre frase de Descartes «Cogito, ergo sum» («Pienso, luego existo») es la formulación más acabada de esta convicción. Identifica el «yo» (sujeto) con una de sus facultades (la capacidad de razonar), separa ese yo de las demás cosas (el objeto) y afirma que el yo puede conocerlas mediante la facultad de razonar, precisamente aquella que lo define. El error de Descartes es, por una parte, como señala en un libro del mismo título Antonio Damasio, que el pensamiento siempre es una respuesta posterior y secundaria a la generada por las emociones. En realidad deberíamos decir: existo, luego pienso. Por otra parte, la razón no invalida otras formas de conocimiento como la intuición o la experiencia mística, ni tampoco puede sustituirlas.
Si pensamos en la mente como si fuera un ordenador, la racionalidad sería uno de sus programas posibles o, en el mejor de los casos, su más popular sistema operativo. ¿En qué consiste este programa llamado Razón? Se trata de un software que inventaron los griegos hacia el 500 a.C. La primera versión acabada del mismo fue la Lógica de Aristóteles y sus célebres reglas para la formación correcta de silogismos. La lógica aristotélica es el origen de lo que se conoce en matemáticas como lógica elemental o de primer orden.
Esta forma de razonar no es la única posible ni tampoco la mejor en todas las circunstancias. Uno de los científicos más importantes del siglo xx, el físico cuántico Werner Heisenberg, al presentar su principio de incertidumbre expresaba la necesidad de una nueva forma de aproximarse a la realidad: «En la explicación de estos experimentos y resultados me he visto obligado a usar el lenguaje y la lógica aristotélica porque no hay otros. Pero para describir el comportamiento de las partículas elementales, que son partículas y ondas a la vez, que pasan por varias ranuras simultáneamente, que se comunican entre sí a la velocidad de la luz, se necesita una lógica no aristotélica».
Las insuficiencias del pensamiento lógico han sido puestas de manifiesto, asimismo, por los propios lógicos y fueron expresadas de forma categórica por el matemático alemán Kurt Gödel en su teorema de incompletitud. Las llamadas lógicas difusas han tratado de sustituir los conceptos estáticos por otros más dinámicos y acordes con el carácter cambiante y fluido de la realidad.
Esto tampoco significa abrazar el polo contrario. Así que no desprecies la razón: es el gran logro, el as en la manga del animal humano. Sirve para hablar, preguntar, llegar al tren a la hora y construir neveras. Es un software de la mente para comprender el mundo con el fin de manipularlo en nuestro beneficio. Sin embargo, esta razón cartesiana se queda muy corta cuando hay que comprender a una persona, controlar una pasión, escribir un poema. Puedo asegurarte que, en tu vida, la razón va a serte de poca utilidad en aquellas cosas que más te van a importar, como entender al chico que te guste, manejar adecuadamente la relación con él, o expresar tus sentimientos. Por lo tanto, no olvides que la razón cartesiana es un programa en el ordenador del cerebro que, en Europa, se usa demasiado y se aplica a cosas que no puede representar ni resolver. Úsala, pero solo para lo que sirva. En otros momentos, procura cultivar los otros softwares del cerebro, como la intuición, la contemplación o la facultad poética.
Piensa que lo racional es la mitad del mundo y de la mente, que hay otra filosofía y otra sabiduría, otro arte de vivir basado en el hinduismo, el budismo y el taoísmo, que tu abuelo estudió desde sus veintisiete años, cuando Juan Mascaró le inició en Cambridge y que le han servido para llegar felizmente a su provecta edad de setenta y nueve años, que es cuando te está metiendo este rollo póstumo, porque, a lo mejor —sí, dije «mejor»— cuando tú lo leas y seas capaz de entenderlo, yo ya no estaré aquí para darte la lata y embobarme con tus gracias. Como dirían los Beatles hacia el final de una de sus composiciones: «Take this brother, may it serve you well».
El primer y principal culpable de identificar el pensamiento con la razón es Platón, o Sócrates si aceptamos que aquel no hizo otra cosa que narrar los diálogos que Sócrates mantuvo con diversos interlocutores. Debo decirte con toda sinceridad que a mí Platón, o Sócrates, siempre me han parecido sobrevalorados. No pretendo estar en posesión de la verdad, ni creo que deba convencer a nadie para que comparta mis ideas. Si atendemos a la influencia que el filósofo griego ha tenido en la cultura de Occidente, hasta el punto de que Alfred North Whitehead afirmara que «la historia de la filosofía occidental no es otra cosa que notas a pie de página a la obra de Platón», no puedo desaconsejarte su lectura, aunque sí recomendarte que lo hagas sin dejarte llevar por la favorable predisposición que impone su prestigio. El que algo o alguien tenga un gran prestigio no significa que sea justificado ni tampoco debe hacernos olvidar que hombres con una gran reputación fueron artífices y principales protagonistas de grandes desastres. Y prefiero no poner ejemplos. Ahora bien, una de mis principales convicciones es que uno ha de ser firme en sus ideas aunque estas no estén de moda. A Sócrates le condenaron sus paisanos en la Atenas del siglo v a.C. a beber la cicuta por considerarse que sus actividades corrompían a la juventud. Es muy probable que tal castigo fuera una tremenda injusticia, fruto de los intereses de algunos, de la mala fe de otros y de la general tendencia que suelen tener las sociedades a ningunear o quitar de en medio a aquellos que se apartan de la conducta ordenada y aburrida que suele calificarse de «normal». A esta actitud de apartar a los mejores y más preparados, dicho sea de paso, los antiguos griegos le llamaron ostracismo, y consistía en obligar a exiliarse a aquellos ciudadanos que destacan por sus cualidades por encima de la media. Pero también es cierto que, sin obligarle a suicidarse, yo mismo le hubiera condenado, no por corromper a sus contemporáneos sino por su capacidad para fastidiarnos durante veinticinco siglos con la ayuda de una inmensa claque académica dispuesta a glorificarle sin reservas. Tuvimos que esperar hasta 1925 para que Popper le pusiera en su lugar con su libro La sociedad abierta y sus enemigos.
Mi desencuentro con Platón nace de su fe en las palabras, en el sentido que él les otorgaba, claro. Normalmente los diálogos de Platón consisten en una discusión entre Sócrates y sus contertulios. Este empieza por preguntar a sus contertulios qué entienden por determinado concepto. Una vez le han contestado, Sócrates les asegura que desconocen el verdadero y único significado de esa palabra y mediante diversas argucias les deslumbra explicándoles cuál es el verdadero significado de la palabra o concepto estudiado. Esos conceptos representan una única verdad que pertenece al mundo de las Ideas, un mundo perfecto, incorruptible, que ve pasar los años sin menoscabo y en el que brilla la verdad última de todas las cosas. Eso supone que «justicia» signifique lo que él entiende por tal, e igualmente sucede con otras palabras como «alma, belleza». La enseñanza que pretende difundir con estas escaramuzas verbales es que hay que conocer el único y verdadero significado de los conceptos para poder usarlos correctamente. La pretensión platónica no acaba aquí, sino que da un paso más allá: solo los filósofos pueden conocer de primera mano la verdadera naturaleza de esos conceptos universales que llama ideas. Solo los filósofos pueden acceder al mundo inteligible, el resto de los mortales debe conformarse con el mundo sensible, pálido reflejo de esa realidad única, eterna e inalterable propia del mundo de las ideas.
Parménides propagó el error de que solo lo fijo e inmutable es real y que el flujo o cambio no lo es. Dijo eso pese a que todo en la realidad cambia y fluye, cosa que había escrito Heráclito, el más taoísta de los griegos. Tengo para mí que esta predilección ciega por la fijeza viene del miedo a la muerte.
Paralelamente, si pensamos que hay una única verdad, también habrá una única manera de comportarse correctamente. La religión ha contribuido poderosamente a reafirmar esta convicción. Hay un Dios único que dicta su ley, la cual debe ser obedecida sin cuestionarse sus preceptos. Los hombres han de obedecer sin querer saber qué hace verdadera la palabra de Dios. Hacerlo de otra manera, actuar como lo hizo Eva en el Paraíso terrenal, cuando probó la célebre manzana, es lo que se llama el pecado original, que merece el castigo eterno y exige que nos sintamos culpables por toda la eternidad. Fíjate que la infausta manzanita pende del árbol de la ciencia, el árbol que permite conocer la diferencia entre el bien y el mal. A veces pienso que el Paraíso era un estado mental taoísta antes de la separación de los conceptos bien y mal.
Pero volvamos ya a Krishnamurti. ¿De qué habla Krishnamurti? Te lo voy a resumir en tres tesis. Primera: el pensamiento es el fracaso de la acción. Segunda: el pensamiento es siempre viejo. Y tercera: el pensamiento es el pensador y el pensador es el pensamiento.
¿Por qué el pensamiento es el fracaso de la acción? Pues muy fácil: si la acción fluye, si te sale espontánea y sin trabas, lo haces, y no te paras a pensar. Solo piensas si la acción no sale porque hay cosas que la impiden. También suele pasar que el pensamiento haga fracasar la acción antes de intentarla, porque hay una ley interior que te impide hacer aquello. «Coscience makes cowards of us all», suspiró Hamlet. Son dos situaciones muy distintas: en una el pensamiento aborta la acción, en la otra el pensamiento ayuda, o consigue, que la realices. Si no puedo pasar por aquí, pienso en un modo de darle la vuelta; si no puedo abrir la caja, pienso y desato el nudo, aunque sea cortándolo con una espada, como Alejandro. Quizás a él, siendo quien era, y a pesar de que su maestro fue Aristóteles, le salió sin pensarlo; otros pasaron con ello un buen rato y no deshicieron el nudo. El pensamiento aparece cuando la acción no fluye; casi siempre, gracias a él, la acabamos realizando, otras no. Muchas veces, estropeaba mis citas con chicas porque las premeditaba. «Voy a declararle mi amor con la música de Encadenados. Nos encontramos y dice «vamos en mi coche»; cojo precipitadamente el CD y lo escondo en el bolsillo; al llegar el momento elegido saco el CD y ella dice «no tengo radio en este coche». No logré declararme. En estos casos fluir con la situación y no premeditar nada es mucho mejor. Pero eso las mujeres lo sabéis y lo hacéis mucho mejor que nosotros. Todo esto lo explico para concluir que una acción conseguida a fuerza de mucho pensamiento puede llegar a no valer la pena, «to defeat its own purpose», como dicen los sabios anglosajones de tu cole.
De modo que lo importante es la acción —que no sea mala, claro— y el pensamiento una ayuda, un medio, para realizarla si ella no fluye espontáneamente. Lo de fluir con las situaciones vendrá luego, con el taoísmo. Por ahora quería señalarte que el pensamiento, la razón, es un buen o mal segundo recurso tras lo primero, que es la acción. El pensamiento se utiliza cuando fracasa la acción o para desistir de ella.
¿Tú cuándo piensas? Cuando no actúas. Cuando una cosa se hace no se piensa. Moraleja: mucho mejor no pensar. Claro, pensar es un second best. Si ahora a mí me cae del techo la lámpara, yo me apartaré, no me lo voy a pensar, voy a actuar para salvarme. Lo primero es la acción y el pensamiento es para cuando la acción falla. Cuando la acción no está clara, cuando no nos arrastra, cuando la acción no se nos lleva, entonces viene el pensamiento. ¿Cómo haré esto? ¿Qué tengo que hacer? ¿Por dónde empiezo?, etc. Normalmente, cuando uno tiene dudas la respuesta es no. Porque cuando es sí no hay dudas. Bueno, pues lo mismo. Cuando hay acción, no hay pensamiento, y la acción es lo importante, porque estamos en la vida para la acción, y el pensamiento es para ayudarla. Pero el pensamiento es una gran bendición, pues sirve para conseguir esta mesa, este ordenador, esta luz, el piso, la nevera, el coche. Vale. Cada cosa en su sitio. Ahora bien, hay que usarlo de cuando en cuando. Hay que usarlo para prevenir, para no actuar, para las acciones diferidas, para dar la vuelta. Pero lo que se consigue con el pensamiento siempre es de segunda mano. Sí, sí, ve pensando en ello, el pensamiento es el fallo de la acción. Vale más la acción espontánea, la inmediatez. Pero dentro de las reglas éticas, por supuesto, que ya estarán internalizadas.
¿Con qué se hace el pensamiento? Con conceptos, o sea, con palabras. La palabra es un sonido que representa un concepto. ¿Y qué es un concepto? Mesa: una cosa con cuatro patas que sirve para dejar cosas encima. No todas las cosas con cuatro patas son mesas, pero las cosas que tienen cuatro patas y sirven para dejar cosas encima, durante un ratito pueden ser mesas. Un caballo puede ser una mesa durante un ratito, si uno se pone a escribir encima. El duque de Osuna, que fue embajador en San Petersburgo y quería competir con el zar en magnificencia, les compró a sus criados unos abrigos como los que llevaba el zar, de martas cibelinas. El zar se molestó y, una vez, cuando Osuna fue a verle a palacio, no le ofrecieron ninguna silla. Osuna se quitó su abrigo, lo dobló y se sentó encima. Al terminar la audiencia, Osuna se levantó para marcharse y el zar le dijo: «Señor duque, se deja usted el abrigo». Y Osuna respondió: «No acostumbro a llevarme las sillas». En aquel momento el abrigo era una silla. ¿Qué es un concepto? Un concepto es la abstracción de un cúmulo de experiencias, el resumen de muchas de ellas iguales. La palabra es el sonido para representar el concepto. Ya ves que el concepto es como un dibujito de la cosa. El concepto no es la cosa, ni es la experiencia. El concepto es un dibujo, un reflejo, un símbolo de la realidad. Por lo tanto, si el pensamiento está hecho con conceptos, el pensamiento siempre será viejo. Cuando decimos mesa nos referimos a las mesas que hemos visto a lo largo de nuestra vida; si no, no entenderíamos de qué estamos hablando. Estamos usando una cosa que no es la percepción inmediata en ese momento, sino una acumulación, un filtraje de experiencias anteriores. El pensamiento está hecho de conceptos, y los conceptos siempre son viejos. Lo que está delante en cada momento no es un concepto, es una realidad percibida a través de los sentidos, hecha de ondas y partículas interconectadas con todo. Eso es la realidad. Luego le ponemos nombre y decimos: «Es una mesa». En ese momento se ha usado un concepto anterior. Por lo tanto, el pensamiento siempre es viejo, y jugar con una cosa que ya es vieja, que no es lo que tenemos delante, es un estorbo. Es conveniente para manipular la realidad, para fabricar coches, para construir casas, para todo lo que es material, pero es una antigualla, y un velo, un muro que nos impide captar directamente la realidad. Si en el momento de captar esa realidad le ponemos un concepto, ya la hemos hecho vieja, ya la hemos estropeado, ya no es lo que tenemos delante, es lo que tenemos delante vestido con una ropa vieja, un vestido hecho a medida, metido en una horma, en un concepto de mesa, columna, caballo, hombre o mujer. Por eso el pensamiento siempre es viejo y por eso el pensamiento es precisamente lo que hay que parar, como sugirió Patanjali, para captar la realidad.
Claro, el yo es el pensamiento. Si no, ¿quién crees que eres tú? Ni tú, ni yo, somos nadie, no somos nada. Solo somos lo que estamos pensando o diciendo. El pensador es el pensamiento. ¿Qué diferencia hay? Yo no existo previamente, ni existo después. Yo estoy ahora diciendo unas cosas, verbalizando unos pensamientos, y yo soy esos pensamientos. No soy nada más. No hay más. En este momento, no hay otra cosa. Uno es lo que percibe, en cada momento. Y el que crea que hay una continuidad, que es lo que deseamos todos, allá él. Ahora bien, el que entienda que el pensamiento es el pensador y que el pensador es el pensamiento está en el instante. El observador es lo que observa, es la observación. Por eso decía él: «Cuando la flor no sea flor, y usted no sea usted, abandónese ahí». Porque el observador es lo observado, y la flor era yo, y yo era la flor, como sugería Krishnamurti por KPFM.
Él decía que entender, captar una cosa, conocerla, es ser consciente de lo que es sin interpretar y sin condenar. Es ver, observar, escuchar lo que hay, no poniéndole conceptos, no pensándolo, no comparándolo. Ahora bien, existe un pero importante: lo que es se está moviendo, como se quejaba Parménides, cambia, cambia a cada instante. Y entonces se necesita una gran apertura y flexibilidad para seguirlo en sus cambios. Aceptándolo como viene en cada momento. Choiceless awareness.
Decir que el pensador es el pensamiento es delatar que el yo, el ego, solo son los pensamientos, recuerdos y proyectos que nos pasan continuamente por la cabeza. Luego, cuando te hable de Alan Watts, insistiré en la irrealidad del ego. Krishnamurti lo resume así: «La realidad no es una cosa que se puede conocer con la mente, porque la mente es el resultado de lo que se conoce».
Lo fundamental del mensaje de Krishnamurti es el conocimiento de sí mismo. Fíjate, es lo mismo que el oráculo de Delfos. En el templo de Delfos, los griegos tenían dos máximas: «Conócete a ti mismo» y «Nada en exceso». Pues aquí es lo mismo, el conocimiento de uno mismo. Dice él: «El conocimiento de uno mismo es un río sin fin». Hay que ir con él y cuanto más vas con él, más se va sosegando. Ahora bien, no hay un método para el conocimiento de uno mismo. Cada uno vamos a llegar por nuestro propio camino, no hay método. Tampoco él lo daba. «Ni siquiera es una cuestión de disciplina, ni de esfuerzo». El esfuerzo y la autodisciplina no sirven para nada. Son un masoquismo judeocristiano. Al conocimiento sin pensamiento, a la percepción inmediata, se llega o no se llega, y se llega por vislumbres, por dones. Sería, como dirían los cristianos, una gracia gratuita, que no se alcanza con esfuerzo, ni con autodisciplina. Este autoconocimiento te lleva a una transformación que consiste en ver la rutina de la vida diaria desde otro punto de vista. La libertad es una mirada cambiada.
La virtud no consiste en convertirnos en lo que no somos. El error es decir: como soy malo, me tengo que hacer bueno; como no medito, tengo que meditar, como soy irascible, tengo que ser paciente. No, nada de eso: la virtud no es eso. Devenir lo que no somos no sirve para nada, es separarnos, es comparar lo que somos con lo que nos gustaría ser. Si yo tengo ira, en el momento que digo que voy a ser bueno y voy a ser paciente, me estoy separando de la realidad.
Entonces, ¿qué propone él? Cuando usted sienta ira, vea esa ira, y sea absolutamente consciente de ella con una choiceless awareness, con una percepción sin elección. Una percepción sin elección, y no algo como «me pasa esto, tengo que hacer lo otro», que es la reacción típica. Soy malo, tengo que ser bueno. Estoy enfadado, me tengo que calmar. No, si estás enfadada, estás enfadada. Entender lo que hay, lo que es en cada momento, pero hay que tener cuidado porque no está quieto, que lo que es y lo que hay está cambiando, es un río, hay que seguirlo. Entonces, la mente, para seguir este río de lo que hay, ha de mantenerse muy alerta. Hay que aumentar la atención y que sea muy pasiva y muy flexible. Hay que disminuir las intenciones, hay que eliminar nuestras intenciones. Es lo que dice el zen: aumentar la atención y disminuir la intención. Hay que liberarse del deseo de seguridad, y hay que liberarse de la estructura de la mente. Hay que liberarse de la propia mente. La estructura de la mente son las creencias que llevamos dentro y los conocimientos que tenemos. Para lo que nos interesa aquí hay que sacarse de encima las creencias y hasta los conocimientos. «Freedom from the known», lo llama Krishnamurti. Así se capta lo que hay directamente y sin ninguna preconcepción, sin ningún juicio y sin ningún concepto. Y hay que seguirlo.
«¿Acaso la felicidad viene porque hagamos esfuerzos?». No, la felicidad viene por entender lo que es, por aceptar en cada momento lo que está pasando. Me dirá alguien: «Oh, es que se me ha muerto mi hijo». Bueno, pues esto es tristísimo y es terrorífico y fatal, pero es lo que es. Y si uno acepta lo que es, no hay problema. Ahora bien, si pasa esto y uno quiere que no pase, entonces hay un problema. Claro, me dirás tú, así es muy fácil. Pues no. Es muy difícil. Muy difícil. Pronto está dicho: aceptar lo que es. Pero es que no hay otra. Y es que el universo es así. Por eso el tao dice: «La Naturaleza trata a los seres humanos como perros de paja».
Pues claro, ¿qué hizo el tsunami del océano Índico de 2004? El tsunami, después de todo, fue un encogimiento de hombros del océano Índico. El Índico había estornudado. Para el Índico solo era eso, para las personas que están allí fueron cien mil muertos. El Índico no tenía mala intención, no quería matar cien mil personas. No, el Índico simplemente se encogió de hombros, hizo un acto reflejo. Como si por aquí pasara una hormiga y le pusiera la mano encima. No la quería matar, la naturaleza es así. Ahora estamos, y mañana no estaremos. Esto recuerda al Bhagavad Gita, cuando al dubitativo Arjuna se le aparece Krishna: «Yo no quiero entrar en la batalla porque los que están aquí delante son mis parientes». Supongo que después de Troya y de Alejandro Magno acabarán filmando el Bhagavad Gita de una vez, que ya toca. Con Brad Pitt en el papel de Arjuna. Entonces Brad Pitt estará ahí dudando: «Son mis primos, mis tíos, mis suegros, mis parientes», y Krishna, que es Sean Penn, el conductor del carro, le dirá: «Déjate de tonterías, tú ahora tienes que luchar porque te toca esto. Tú eres un actor en un guion que ya está escrito. Y además ellos ya están muertos. Todos esos que ves ahí, si no mueren hoy, dentro de cuarenta años estarán muertos. ¿Qué más da cuarenta años en lo que es la eternidad, las reencarnaciones, los cambios?».
Hay que tener una visión muy amplia y muy abierta para digerir estas ideas. Para aceptar y mirar lo que es en todo momento: choiceless awareness. ¿Cómo lo traduciríamos? Consciencia sin elección. «Awareness» es «consciencia». Lo has captado. Captando sin elección. Sin prejuicios, sin elección y sin preferencias. Choiceless awareness. Pero ser consciente sin elección de lo que hay, de lo que tiene uno delante, es precisamente meditar. Para lo cual no se necesita ni estar sentado, ni estar quieto, ni en silencio. Al principio sí te lo recomiendo, pero cuando llegues a los otros niveles, ya para tener buena nota, meditar es simplemente ser consciente de lo que hay delante sin conceptos, sin palabras, sin pensamientos, sin elecciones, y con total aceptación y en silencio. Eso es meditación. Por eso, la meditación puede suceder en cualquier momento. Porque si para meditar bastara sentarse con las piernas cruzadas, todas las ranas serían Buda.