He recopilado estos recuerdos lentamente, en el curso de varios años. Algunos lectores, por haberlos leído en una revista, han estimado que eran relatos literarios. La creencia de que me los he «inventado» está sorprendentemente generalizada, incluso entre personas que me conocen. «¡Esa abuela judía…», me han dicho en tono de escéptica burla algunos amigos judíos, como queriendo expresar: «Vamos, vamos, no pretenderás que creamos que tu abuela era realmente judía…» Pues realmente lo era, y realmente tuve un tío malévolo que solía darme azotes, a pesar de lo cual más de una vez, después de haber intervenido en un acto público, se me ha acercado un sonriente desconocido que me ha invitado a confesar que el «tío Myers» era fruto de la fantasía. No comprendo cuál puede ser la base de estas dudas. En los periódicos he leído noticias referentes a hombres mucho peores que mi cruel tío, y muchas familias gentiles tienen un antepasado judío. ¿Será verdad que el público da por supuesto que todo lo que escribe un escritor profesional es eo ipso falso? Quizá al escritor profesional se le considere «narrador de cuentos», quizá se estime que es como el niño que ha incurrido en la costumbre de inventarse historias, y sus padres le regañan siempre, sin meditar, incluso cuando el niño protesta diciendo que esta vez dice la verdad.
Muchas veces, mientras escribía estos recuerdos, he deseado que el relato fuera realmente creación literaria. Las tentaciones de ponerme a inventar han sido muy fuertes, principalmente cuando el recuerdo era nebuloso y solo guardaba en la memoria la esencia de un hecho, pero no los detalles, como el color de un vestido, el dibujo de una alfombra o el lugar en que se encontraba un cuadro. Algunas veces he cedido a la tentación, como ocurre en los casos de las conversaciones. Tengo buena memoria pero, como es natural, no puedo recordar íntegramente diálogos que tuvieron lugar largos años atrás. Solo recuerdo frases sueltas: «Te harán pasar por el tubo», «La perseverancia vence todos los obstáculos», «Hija mía, debes tener fe». Las conversaciones, tal como constan en la presente obra, son en su mayor parte inventadas. Realmente hubo una conversación que en términos generales era del cariz de la que hago constar, pero no puedo dar fe de reproducir las palabras exactas que fueron pronunciadas, ni el orden exacto de los parlamentos.
Además, ni yo misma sé si me invento algo o no. Creo recordar que ciertamente esto o aquello ocurrió, pero no estoy segura. Por ejemplo, no sé con seguridad si las mesdames del Convento del Sagrado Corazón hablaban tanto de Voltaire como aquí digo, pero tengo la certeza de que tuve primera noticia de la existencia de Voltaire gracias a las monjas de dicho convento. ¿Y nos hablaron también de Baudelaire? En la actualidad me parece extremadamente dudoso, sin embargo, escribí que sí. Creo que incluí a Baudelaire a título de precaución, para dar a los lectores una clara idea de la clase de poetas que las monjas celebraban, sin dejar por ello de deplorar su manera de vivir. Según los rumores que corrían en el convento, nuestras monjas gozaban de una dispensa especial, que les permitía leer las obras incluidas en el Índice, y así nos gustaba que fueran, frías y cultas, de narices en libros heréticos. Sin embargo, al decir «nos gustaba» probablemente me he referido solamente a mí y a unos pocos espíritus «originales» más.
No he dado los verdaderos nombres de mis profesoras ni de mis compañeras en el convento, y después en el internado. Pero se trata de personas reales, no son retratos hechos a retazos. En el caso de mis parientes próximos doy sus nombres verdaderos, y, siempre que me ha sido posible, lo mismo he hecho con los vecinos, criados y amigos de la familia, por cuanto, desde mi punto de vista, lo que relato es verdad histórica, es decir, en su mayor parte puede ser verificado. Si hay más fantasía de lo que imagino, me gustaría que me corrigieran. En algunos casos que señalaré más adelante los errores de mi memoria han sido ya corregidos.
Uno de los mayores obstáculos con los que me he tropezado en esta tarea de recordar ha sido el hecho de haber quedado huérfana a una temprana edad. La cadena de los recuerdos —la memoria colectiva de una familia— se rompió. Por lo general, son nuestros padres quienes no solo nos enseñan la historia de nuestra familia, sino que también enmiendan nuestros recuerdos de la infancia y nos dicen que tal hecho no pudo ocurrir del modo que nosotros creemos ocurrió, pero que tal otro hecho realmente ocurrió de la manera que nosotros recordamos, en el verano del año tal, cuando Fulana de Tal era nuestra niñera. Por ejemplo, mi propio hijo, Reuel, estaba convencido de que Mussolini había sido echado de un autobús en North Truro, cabo Cod, durante la guerra. Este recuerdo se remonta a una mañana de 1943 en que Reuel, todavía un niño, esperaba con su padre y conmigo en Wellfleet Street, la llegada del autobús que iba a Hyannis, en el que se iba un invitado nuestro. El autobús llegó, y el conductor se asomó para comunicarnos la última noticia: «Han echado a Mussolini». En la actualidad, Reuel sabe que Mussolini no fue expulsado de un autobús de Massachusetts, y también sabe por qué tenía tan falsa impresión. Pero si su padre y yo hubiéramos muerto el año siguiente, Reuel se habría quedado con el claro recuerdo de algo que todos le habrían asegurado que era históricamente imposible, y sin manera de conciliar su claro recuerdo con los otros hechos históricos.
Por ser huérfana, fui educada por dos pares de abuelos, todos los cuales están ahora muertos, y que poco sabían de nuestro cotidiano vivir en la infancia, fuese antes o después de la muerte de nuestros padres. También mis tíos se hallaban alejados de nuestra vida familiar y se interesaban muy poco por ella, y además mi hermano Kevin, cuyos recuerdos corroboran los míos en cuanto se refiere al período en que vivíamos en Mineápolis, era muy pequeño cuando nuestros padres murieron y sus recuerdos de ellos son escasos. En cuanto concierne a los hechos de mi primera infancia he tenido que basarme en mis recuerdos, a veces borrosos, en el vago y contradictorio testimonio de mis tíos, en unos cuantos comentarios al paso hechos por mi abuela, antes de que comenzara a chochear, y en unas cuantas cartas que me escribió una amiga de la infancia de mi madre. En lo referente al período de Mineápolis, he contado con la ayuda de Kevin, pero en lo concerniente a los hechos posteriores, en Seattle, cuando mi hermano y yo vivíamos ya separados, vuelvo a quedar limitada a mis recuerdos. Cuanto sé de la vieja historia de mi familia tiene su fuente en rumores, recortes de periódicos, viejas fotografías, y una especie de diario escrito en una libreta que llevó mi bisabuelo, quien murió a los noventa y nueve años. Este anciano parece que fue el único miembro de nuestra familia interesado en cuestiones de historia. La abuela con quien más tratos tuve, nuera de dicho caballero (como se verá más adelante), sentía repugnancia a hablar del pasado.
Sin embargo, estas mismas dificultades han sido un incentivo. Por ser huérfanos, mi hermano Kevin y yo estamos ardientemente interesados en nuestro pasado, e intentamos reconstruirlo juntos, como dos arqueólogos aficionados, apoderándonos con ansia de cualquier nueva información, intentando incorporarla a los hechos ya sabidos, formulando preguntas a nuestros parientes y forzando la memoria. Ha sido una empresa de investigación, en la que se nos han unido la mujer de Kevin y mi marido, e incluso amigos, quienes han examinado álbumes en nuestra compañía, y no han dudado en esbozar conjeturas: «¿Crees que tu abuela tenía celos de ti?», «¿No será que tu abuelo sufrió una crisis nerviosa?».
Hasta hace una semana, ninguno de nosotros cayó en la cuenta de que lo anterior podía parecer muy raro a una persona ajena a nuestro círculo. Era domingo y mi hermano Preston, a quien no había visto en muchos años, vino desde Wilmington a almorzar en la casa de campo de Kevin, y trajo consigo a su mujer y a sus hijos. Éramos siete, siete adultos (había también un amigo), y estábamos tomando una copa, cuando alguien —mi marido, me parece— mencionó al tío Myers. ¿Tenía Preston una foto de él? Clara e inocente, sonó la voz de la esposa de Preston: «¿Quién era el tío Myers?». Nos quedamos todos paralizados, una ráfaga de incredulidad dejó helada la habitación. La coctelera que Kevin agitaba se quedó detenida en el aire, al igual que un asador de aquellos que el cocinero hacía girar en la historia de La Bella Durmiente. Por fin, Augusta, la mujer de Kevin, repitió como un eco, «¡¿QUIÉN ERA EL TÍO MYERS?!», y se dejó caer en un sillón con un ataque de risa. Con cómica indignación, Kevin gritó: «¿QUIÉN ERA EL TÍO MYERS?». Nos reímos tanto y durante tanto rato que los niños vinieron para ver qué pasaba. Augusta le dijo a su hijo pequeño, James Kevin: «Ann ha preguntado quién era el tío Myers». El niño se dio por enterado mediante un movimiento afirmativo de la cabeza, y se lanzó corriendo. No fue necesario aclararle por qué la pregunta era graciosa. Ya lo sabía. El que alguien hubiera sido capaz de entrar en la órbita de los McCarthy sin enterarse de quién era el tío Myers resultaba sencillamente increíble.
Desde luego, nos reíamos de nosotros mismos, no de Ann, aunque esta no lo creía así. El tío Myers era nuestra Ballena Blanca. Cuantos se acercaban a nosotros no tardaban en descubrir que habían subido a bordo del buque que iba a emprender el viaje en busca de nuestra Ballena Blanca. Pero no es solamente el tío Myers, sino también la historia de toda nuestra familia lo que fascina a cuantos oyen algo de ella, por poco que sea. Siempre quieren saber más, y esto es lo que nos pasa a nosotros. Queremos saber más de lo que jamás llegaremos a saber. ¿Por qué? ¿Qué provoca esta contagiosa curiosidad? Nuestra familia no fue notable. No hubo gente especialmente destacada en una u otra rama, ni siquiera hubo excéntricos. El grado de inteligencia predominante probablemente fue un poco superior a la media durante varias generaciones, si empleamos el criterio del éxito, pero la mayoría de mis parientes fue, y sigue siendo hoy, la típica representación de su clase social. Lo curioso y lo que tan curiosos resultados produce es la conjunción familiar. Se trataba de individuos normales que se comportaban de manera muy rara en el trato entre sí, y en el trato que nos dieron a los cuatro hermanos. Esta es, a mi juicio, la causa de la fascinación que ejercen. Se siente el deseo de que todo quede explicado, de saber que, o bien no eran normales, o bien su comportamiento no fue tan raro como parece. Ellos, desde luego, no se consideraban raros. A sus ojos, eran como todo el mundo, y su conducta, en cuanto yo sé, les parecía muy natural, la conducta que cualquiera hubiera seguido en caso de hallarse en sus circunstancias. Les maravilla —a los que todavía viven— que haya alguien capaz de maravillarse ante ellos, lo cual, sin duda, es un signo de mediocridad. Y es precisamente esta mediocridad, esta carencia de conciencia de sí mismos, lo que nos deja llamando a una puerta cerrada.
Nací en Seattle en el año 1912, y era la primera de cuatro hermanos. Mis padres se conocieron en un lugar de veraneo de Oregón, mientras mi madre cursaba estudios en la Universidad de Washington, y mi padre, graduado por la Universidad de Minnesota, estudiaba leyes en la Facultad de Derecho de Washington. El padre de mi padre, J. H. McCarthy, había ganado una fortuna en el negocio de elevadores de cereales en Duluth y en Mineápolis. Anteriormente, los McCarthy habían sido agricultores en Dakota del Norte y antes lo fueron en Illinois. Varias generaciones atrás, los McCarthy se asentaron en Nueva Escocia y, según las tradiciones, emigraron por razones religiosas y no a causa de la famosa hambruna de la patata. De todos modos, el caso es que, según la leyenda, se dedicaron al oficio de «naufragantes», una especie común de pirata terrestre, en la costa de Nueva Escocia; por la noche, ataban linternas al cuello de sus carneros en la costa rocosa para simular las luces de un puerto, con lo que llevaban a su destrucción a los buques en la mar con el propósito de saquearlos, o, como se dice a veces, para beneficiarse de lo dispuesto en las leyes de salvamento marítimo. Lo del saqueo es más romántico, y espero que realmente de saqueo se tratara. Cuando los conocí, los McCarthy ya eran gente respetable. Sin embargo, había en ellos ciertos rasgos de salvajismo. Los hombres eran extremadamente apuestos, con cabello y cejas negras cual los piratas, piel muy blanca, y ojos raros, luminosos, de color gris verdoso, enmarcados por las «pestañas McCarthy», largas, negras y espesas. Sin embargo, se daba una peculiaridad en la pigmentación de su cabello. Mi abuelo McCarthy tenía el cabello blanco a los veinte años, y mi padre lo tenía gris a esta misma edad. Las mujeres eran devotas y de aspecto vulgar. Mi abuela, Elizabeth Sheridan, parecía un bulldog. También su familia se había asentado originariamente en Canadá, para trasladarse después a Chicago.
Todos los hijos de esta abuela se casaron, como si con ello quisieran demostrar su independencia, con mujeres bonitas y protestantes. (La hija de esta señora, mi tía Esther, se casó con un viudo llamado Florence McCarthy que, cosa increíble, tampoco era católico.) Mi madre, Therese Preston, llamada siempre Tess o Tessie, era una muchacha bella y simpática, dotada de una agradable y grave voz de cantante, hija de un destacado abogado de Seattle que tenía una casa muy grande desde la que se dominaba el lago Washington. Su familia procedía de Vermont, y era de antiguo linaje de Nueva Inglaterra. Harold Preston se presentó a las elecciones para senador de Estados Unidos y fue derrotado, según me dijeron siempre, por «los intereses». En su calidad de senador de su estado, sentó las bases de la primera Ley de Indemnización Laboral aprobada en Estados Unidos, ley que sirvió de modelo para la redacción de las leyes de indemnización posteriormente aprobadas en los distintos estados de la Unión. Según se dice, era un hombre dotado de una aguda mentalidad jurídica, y sus colegas le consultaban a menudo para aclarar puntos legales dudosos. Fue decano de los colegios de abogados del estado y de la ciudad. No aspiró a llegar a juez, por cuanto, según decía, los sueldos, incluso los más altos, eran tan bajos que difícilmente podían atraer a los más competentes profesionales. En los círculos jurídicos y mercantiles de Seattle, su nombre era sinónimo de rectitud.
El matrimonio de mis padres provocó la oposición de ambas ramas de la familia, en parte por razones religiosas, y en parte debido a la salud de mi padre. Padecía del corazón, a consecuencia, según me decían cuando era niña, de haber jugado al fútbol americano, y los médicos le habían advertido que podía morir en cualquier instante. Sin embargo, hubo matrimonio a pesar de la oposición. Fue una ceremonia sencilla a la que solo asistieron los miembros de la familia, y que se celebró en la casa desde la que se dominaba el lago. Mi padre vivió siete años más (en cuyo curso, mi madre tuvo cuatro hijos y varios abortos), pero nunca gozó de buena salud. Y tampoco ganó dinero. Pese a que tenía un despacho de abogado en el edificio Hoge, con un oscuro socio, se pasaba casi toda la vida en casa, a menudo en cama jugando con nosotros.
Parece una situación un tanto lúgubre pero, en realidad, era alegre. Mis abuelos maternos vivían dominados por la constante preocupación de que mi madre se quedara viuda, al cuidado de un puñado de críos, pero mis padres parecían totalmente tranquilos. Estaban muy enamorados, en este punto todos coincidían, y el dinero jamás preocupó a mi padre. Su padre le pasaba una pensión de ochocientos o novecientos dólares al mes, y mi madre tenía asimismo una pensión de cien dólares al mes, que le pasaba su padre. A pesar de esto, siempre estaban endeudados, de lo cual tenía la culpa mi padre. Era un hombre temerariamente pródigo que, en cama, planeaba siempre fiestas, regalos y sorpresas. Más adelante, el lector tendrá noticia de mis anillos con pequeños diamantes, y de mi manguito y estela de armiño. Asimismo recuerdo los broches, las meriendas en el jardín trasero, las búsquedas de huevos de Pascua ocultos, una larga sucesión de pasteles y helados de cumpleaños, un glorioso cesto de fruta que mi padre colgó en la manecilla de la puerta de mi dormitorio, un tiesto con un jacinto, fiestas con regalos, la cocinilla eléctrica en la que mi madre nos hacía chocolate e infusiones por la tarde… También en la familia de mi madre se daba cierta tendencia a la prodigalidad, pero era mi padre quien insistía en transformarlo todo en motivo de celebración. Recuerdo que mi padre me enseñó a comer melocotones formando una blanca montaña de azúcar y luego hundiendo en ella el melocotón. Y también recuerdo una noche en que llegó a casa con un gran ramo de rosas rojas para mi madre, y que mi madre le dijo, en tono de reproche, «¡Oh, Roy!», porque no tenía comida para la cena. ¿O quizá se trata de una historia que alguien me contó? Si alguna vez nos quedamos sin cenar, en espera de la pensión mensual, ello difícilmente pudo ocurrir a menudo. Al contrario, nuestro problema era las dolencias de estómago provocadas por los buenos bocados, o, por lo menos, esto es lo que me han dicho; no recuerdo esas comidas, ni las purgas y lavativas que según dicen nos daban. Pero sí recuerdo que las criadas y las niñeras duraban muy poco en casa. Quienes más tiempo estuvieron fueron una irlandesa colorada, sana y hogareña con verrugas en las manos, la fiel Gertrude, que no me gustaba porque no era linda, y un criado japonés, artista de la repostería.
Yo solía sostener que mi padre era tan alto que tenía que inclinarse al pasar por una puerta, para no darse de cabeza contra el dintel. Se trataba de una exageración. Era alto, pero no llamaba la atención, a juzgar por las fotografías. Como todos los varones McCarthy, tenía un torso de recia osamenta y excesivamente largo, en comparación con sus piernas. Se peinaba el cabello gris en tupé y usaba bastón. Me leía muy a menudo en voz alta, principalmente obras de Eugene Field y cuentos de hadas, y recuerdo que un día mi padre y yo oímos el canto de un ruiseñor en el bulevar, cerca del convento del Sagrado Corazón. Pero en América del Norte no hay ruiseñores.
Mi padre era un hombre dotado de fantasía, y mucho me temo que mis recuerdos, en cuanto a él conciernen, están en su mayor parte deformados por la falta de respeto a la verdad, falta de respeto que seguramente me contagió, como uno de esos resfriados que los miembros de una familia se pasan el uno al otro. Y, si bien es cierto que mi abuelo Preston era de una sinceridad sobrenatural, tampoco cabe negar que por las venas de los McCarthy corría cierta mendacidad. Muchas de mis más amadas ideas acerca de mi padre han resultado ser falsas. Tenemos, por ejemplo, el caso de sus hazañas de jugador de fútbol americano. Durante años creí y difundí que mi padre había sido capitán del equipo de fútbol de Minnesota, pero en realidad se trataba solamente del equipo de la escuela secundaria de Mineápolis. Supongo que esa falsa idea tuvo su origen en los alardes de mi abuela McCarthy. Durante años creí que en la universidad mi padre era un Deke, pero me parece que, en realidad, era un Delta Epsilon. Su reloj de oro, destinado a mi hermano Kevin, resultó ser solo chapado, lo que constituyó una gran desilusión. Era el primero de clase en la Facultad de Derecho, y así lo oí decir siempre, pero no creo que sea verdad. Y, en cuanto a la leyenda de que era un hombre brillante con grandes dotes literarias, digamos que en cierta ocasión vi su diario. Era un registro de pesos y alturas, de temperaturas y lavativas, con pensamientos levemente sentenciosos, propios de colegial. En ese diario escribió para sí mismo, laboriosamente, las definiciones propias de un ateo y de un agnóstico.
De todos modos, su figura estaba rodeada de una aureola romántica, de cierta capacidad mítica que inducía a la gente a inventar historias. Mi abuela Preston, por ejemplo, que no era una gran partidaria de mi padre, me contó que en nuestro fatal viaje desde Seattle a Mineápolis, mi padre amenazó con un revólver al revisor, quien pretendía hacer bajar del tren a la familia enferma en no sé qué lugar de Dakota del Norte. Así lo escribí, y allí lo encontrará el lector en los recuerdos titulados «¿Quién es quién?». Pero mi tío Harry, que iba en el tren, me dice que tal hecho no ocurrió. Dice que mi padre estaba tan enfermo que a nadie podía amenazar con el revólver, pero ¿quién pudo contarle este hecho a mi abuela, salvo el tío Harry, ya que él y su mujer fueron los únicos supervivientes adultos de nuestro grupo? ¿O quizá mi abuela oyó contar esta anécdota a otro pasajero que se dirigía hacia el Este, durante la gran epidemia de gripe?
En el último recuerdo claro y directo de mi padre, yo estoy sentada a su lado en el tren, y miro por la ventanilla las montañas Rocosas. Los restantes miembros del grupo, según este recuerdo, están enfermos, en cama, en sus compartimentos privados, en tanto que yo siento el orgullo de que únicamente mi padre y yo gozamos de buena salud y viajamos, erguida la espalda, en el vagón Pullman. Mientras contemplamos las montañas, mi padre me dice que a menudo se desprenden de ellas grandes rocas que caen sobre el tren y matan a la gente. Al oír esto, comienzo a temblar y me castañetean los dientes, a causa de lo que yo imagino es terror, pero que, en realidad, es la gripe. ¡Cuán vívidamente lo recuerdo! Sin embargo, el tío Harry me dice que era él, y no mi padre, quien iba sentado a mi lado. Mi padre no fue el último en caer enfermo, sino el primero. Y el tío Harry tampoco recuerda haberme hablado de grandes piedras.
Es lo mismo que lo del reloj de oro. Pero ¿cómo pude confundir a mi tío con mi padre?
«Mi madre es hija de María», solía decir a las otras niñas, impulsada por el mismo ánimo de alardear que me inducía a hablar de la estatura de mi padre. Mi madre, poco después de su matrimonio, se convirtió al catolicismo, y, aun cuando yo ignoraba lo que significaba ser hija de María (en realidad, un miembro de la congregación de Señoras del Sagrado Corazón), sabía que se trataba de algo maravilloso a juzgar por la manera que de ello hablaba mi madre. Estaba orgullosa de su conversión, y su actitud nos indujo a creer que ser católico era una gran cosa, un privilegio y lo máximo que se podía ser. Nuestra religión era un regalo que Dios nos había hecho. En nuestro vivir hogareño, todo nos venía a decir que éramos unas personitas de inapreciable valor, tanto para nuestros padres como para Dios, quien nos escuchaba con amante atención todas las noches cuando recitábamos las oraciones. En cierta ocasión, un psicólogo me dijo: «Esto le dio un básico sentimiento del deber» (creo que, en realidad, quería decir «placer» y no «deber»), pero, según mis recuerdos, no experimentaba satisfacción exactamente. Antes bien era un sentimiento de maravilla, de agradecimiento por el privilegio recibido. Más tarde, nos dijeron muy a menudo que nuestros padres nos mimaron; sin embargo, carecíamos de aquel descontento que es el rasgo principal de los niños mimados. Para nosotros, la existencia era perfecta.
La muerte de mis padres fue consecuencia de una decisión tomada por la familia McCarthy. Los McCarthy concluyeron —¿y quién puede culparles de ello?— que era preciso poner término a los excesivos gastos de mi padre y a sus constantes peticiones de dinero. Decidieron que nuestra familia se trasladara a Mineápolis, donde mis abuelos podrían vigilarnos e intentar poner tasa a los gastos de mi padre.
En este punto debo consignar algo que, hace pocos años, me dijo el tío Harry, hermano menor de mi padre. Confidencialmente, me dijo que mi padre se embriagaba de vez en cuando, de modo que llegó a constituir un problema para la familia, cuando tenía poco menos de veinte años. Antes de contraer matrimonio, cuando todavía vivía en Minnesota, la familia contrató a diversas enfermeras para que le vigilaran y lo mantuvieran apartado de la bebida. Pero, como todos los borrachos, era un hombre en extremo astuto y persuasivo. Daba el esquinazo a las enfermeras o bien se las llevaba con él (también sentía debilidad por las mujeres) en una serie de locas escapadas que terminaban, días o semanas después, en alguna remota ciudad del Medio Oeste en la que se había escondido. El rastro de cheques sin fondos permitía a la familia capturar a mi padre. En otras ocasiones, el telegrama pidiendo dinero revelaba su paradero, aunque, si se le mandaba dinero, lo más probable era que volviese a emprender el vuelo. Demostrada la ineficacia de las enfermeras, la familia ordenó al tío Harry que dejara la Universidad de Yale y regresara a casa para vigilar a mi padre, pero mi padre también se hurtó a su vigilancia. Por fin, la familia se dio cuenta de que no podía con él, y lo mandó al Oeste como un caso perdido. Así conoció a mi madre.
Ignoro si esta historia es cierta o no. Y nunca lo sabré. De todos modos, me parece improbable, ya que, en la medida de lo que cabe, tengo la certidumbre de que mi padre no bebía cuando yo era niña. Los niños tienen una gran sensibilidad para esas cosas; en primer lugar, su olfato parece que es mucho más fino que el de los mayores, y no les gusta el olor del alcohol. También notan al momento la existencia de problemas hogareños. Sin duda, recuerdo que mi padre intentó elaborar vino en casa (forzosamente tuvo que ser justo antes de que entrara en vigor la Ley Seca), utilizando al efecto unos ladrillos de un color gris purpúreo que le habían vendido como esencia de uvas. El experimento constituyó un fracaso, y tanto él como mi madre, así como sus amigos, se rieron mucho con lo del «vino de Roy». Si mi padre hubiera sido un bebedor peligroso, mi madre no se habría reído. Además, si realmente fue bebedor, la familia de mi madre no se enteró. Le pregunté al hermano de mi madre si la historia del tío Harry podía ser verdad. Y me contestó que jamás había oído hablar del asunto. Desde luego, cabe la posibilidad de que mi padre se reformara al contraer matrimonio, lo cual explicaría que la familia de mi madre nada supiera de esa costumbre de mi padre, pese a que, tal como advirtió con cierto tono belicoso el tío Harry, «puedes tener la seguridad de que la familia de tu madre procuró enterarse del historial de su futuro yerno». Sin embargo, los alcohólicos periódicos casi nunca se reforman, y si se reforman no pueden beber ni una gota. Lo del alcoholismo de mi padre sigue siendo un misterio, un misterio inquietante y nebuloso. ¿Había bebido el día en que llegó a casa con aquellas rosas rojas para mi madre? Es un gesto de apaciguamiento propio de un borracho, ciertamente señorial y exagerado. ¿Por eso mi madre dijo «Oh, Roy»?
Si mi padre fue una especie de alcohólico habitual, al que su familia mandó al Oeste, los McCarthy quedarían justificados, lo cual constituyó, evidentemente, la razón por la que el tío Harry me contó esa historia. El tío Harry estimaba que yo había difamado a su madre, y quería hacerme comprender que, desde el punto de vista de su madre, el imprudente matrimonio de mi padre fue la gota que colmó el vaso. Ciertamente, desde el punto de vista de los McCarthy, según las explicaciones del tío Harry, el matrimonio de mi padre no fue más que otra triquiñuela de alcohólico para sacar más dinero a su padre, después de haber agotado los otros medios. Mi madre, «tu adorable madre», como siempre la llama el tío Harry, fue el inocente cebo puesto en el anzuelo. Quizá. Pero me niego a creerlo. Roy, el hermano calavera del tío Harry, no es el mismo hombre que mi padre. Sencillamente, no le reconozco.
El tío Harry era un hombre viejo y un tanto dado a la bebida cuando formuló estas acusaciones, lo cual, sin embargo, carece de relevancia; bueno, en realidad quizá contribuya a fundamentarlas. Al envejecer, mi tío Harry cobró un curioso parecido con mi padre, un parecido que no tuvo en su juventud. Llevaba el cabello gris peinado en tupé, tenía los mismos ojos gris verdosos de eléctrico mirar y el mismo magnetismo animal. De joven, el tío Harry fue la gran esperanza de la familia, el muchacho que estudió en el Este, en Andover y Yale, y que ganó un millón de dólares antes de llegar a los treinta años. En esa calidad de millonario en ciernes y de representante de la familia, fue a Seattle en 1918, junto con su linda y sociable esposa, mi tía Zula, para supervisar nuestro traslado a Mineápolis. Se alojaron en el hotel New Washington, el mejor en aquellos tiempos, y, según decía mi abuela Preston, trajeron consigo la gripe.
También nosotros nos alojábamos en ese hotel, ya que habíamos dejado nuestra casa, lo cual fue una notoria imprudencia, por cuanto la primera precaución que hay que adoptar en caso de epidemia es no frecuentar los lugares públicos. La idea de efectuar un viaje con un enfermo y cuatro niños de corta edad en plena epidemia es pura y simplemente una locura, pero sé el motivo por el que corrimos semejante riesgo, gracias a un viejo recorte de periódico conservado por mi bisabuelo Preston: «El grupo emprendió viaje hacia el Este, precisamente en esos días, con la finalidad de visitar a otro hermano, Lewis McCarthy (Louis), que prestaba servicio en aviación y que gozaba de permiso». Sin duda alguna, este fue el último capricho testarudo de mi padre. Recuerdo el ambiente de seriedad que imperaba en nuestra suite del hotel la víspera de tomar el tren. La tía Zula y su hijo de pañales estaban enfermos ya, según mis recuerdos, y los mayores parecían preocupados y dubitativos. Sin embargo, seguimos adelante, y subimos al tren el miércoles, día 30 de octubre. Una semana después, mi madre moría en Mineápolis; mi padre murió el día siguiente. Mi madre contaba veintinueve años y mi padre treinta y nueve (una gran diferencia de edad, decía siempre mi abuela).
A veces me pregunto cómo sería yo ahora, si el tío Harry y la tía Zula no hubieran venido, si no hubiéramos emprendido aquel viaje. Mi padre, desde luego, seguramente habría muerto, y mi madre habría cuidado de nuestra educación. En el caso de que los dos hubieran vivido, habríamos sido una unida familia católica, sana y de clase media. Yo, probablemente, habría sido hija de María. Me imagino casada con un abogado de origen irlandés, dedicada a jugar al golf y al bridge, haciendo de vez en cuando ejercicios espirituales, y siendo suscriptora del Club del Libro Católico. Sospecho que estaría bastante metida en carnes. Y mi hermano Kevin, ¿sería acaso actor actualmente? La verdad es que Kevin y yo somos los únicos miembros de la presente generación de nuestra familia que hemos hecho algo que se salga de lo ordinario, y nuestros parientes aseguran que nos envidian, en tanto que yo no les envidio a ellos. ¿Fue, en consecuencia, una buena cosa el que «Dios se llevara» a nuestros padres, como si con ello sirviera a un más alto designio? Algunos de nuestros parientes llegan a una conclusión de semejante naturaleza, dentro de una filosofía muy propia del doctor Pangloss. En cuanto a lo que a mí se refiere, lo ignoro.
Es muy posible que el talento artístico estuviera ya latente en la herencia recibida de nuestro linaje, y que, de todos modos, habría salido a la superficie. Lo que mejor recuerdo de mí misma antes de cumplir los seis años es un apasionado amor por la belleza, que casi llegaba a la violencia. Me enfadaba con mi madre cuando se ponía moño encima de la cabeza por las mañanas. No podía soportar que mi madre no fuese bella en todo instante. Mi único criterio para juzgar a las candidatas a ser nuestra niñera era la belleza física. Recuerdo que, cuando tenía cinco años, importuné a mi madre, a fin de que contratara a una muchacha llamada Harriet —también me gustaba su nombre—, y que, por primera vez en mi vida, el mundo me pareció cruel e inexplicable cuando Harriet, que fue contratada, no se presentó. Seguramente Harriet tenía mal carácter, dijo mi madre, pero yo no podía aceptar que una persona bella pudiera ser mala. O, mejor dicho, la maldad carecía de importancia para mí, puesta junto a la belleza, como demuestra el hecho de que las rojas verrugas de la tía Gertrude y su feo nombre dejaran mis oídos sordos a cuanto me decían acerca de su bondad. Uno de los grandes traumas relacionados con la pérdida de mis padres fue de naturaleza estética, ya que, incluso en el caso de que mis custodios hubieran sido amables, probablemente no me habrían gustado, debido a que su aspecto era desagradable y a que su acento y fraseo carecían en absoluto de corrección. Me pusieron en una casa en que la belleza carecía en absoluto de valor. «La belleza está en los hechos», observó tenebrosamente Frank, el chófer de mi abuela McCarthy, cuando mi tío Louis se casó con una belleza de cabello caoba de Nueva Orleans. Y por decir esto le odié. Fue una de estas sabias frases que arrojan un jarro de agua fría sobre la vida.
Las personas con las que me obligaron a vivir en Mineápolis estaban dotadas de la virtud de transformar en feas y amargas todas las cosas. Incluso las flores eran horrendas. En el jardín teníamos rala hierba con amarillentas flores y berros. Recuerdo que un Viernes Santo planté guisantes de olor junto a la casa, y creo que llegaron a florecer. Fue un triunfo personal. No fui una niña que destacara por su belleza (mi propio semblante fue una de mis pocas frustraciones primerizas), pero, entre mis custodios y mi abuela McCarthy, me convirtieron en tal espantapájaros que no podía mirarme en el espejo sin sentir desesperación. La transformación de mi rostro se debía no solo al morrión en los dientes y a las gafas, sino también a un aire general de laciedad, desaliño y poca salud.
Ahora veo que en aquellos tiempos lo que me salvó fue la religión. Nuestra fea iglesia y escuela parroquial me proporcionaron mis únicos placeres estéticos, con las palabras de la misa, las letanías, los viejos cánticos en latín, los lirios de Pascua alrededor del altar, los rosarios, los adornados libros de oraciones, las lámparas votivas, las estampitas doradas con orla de flores y la imagen de un santo. Esta faceta del catolicismo, en su mayor parte degradada y vulgarizada por la producción en serie, fue para mí, a pesar de todo, lo equivalente a las catedrales góticas, a los incunables ornamentados y a los autos sacramentales. Me entregué con ardor a esto, a esta vida sensual, y, cuando no estaba soñando que cuando fuera mayor me casaría con el pretendiente al trono de Francia y recobraría su corona para entregársela, soñaba en ser monja carmelita, enclaustrada y penitente. También me atraía mucho una orden de arrepentidas llamada las magdalenas. El deseo de destacar gobernaba todos mis pensamientos, y este deseo quedó reforzado tal vez por los métodos docentes de la escuela parroquial, basados en el principio de la competencia. Allí todo era competición; nuestra clase estaba dividida en equipos, con capitanes, que celebraban torneos en materia de deletrear palabras y en otras materias igualmente arduas, en tanto que en el patio de recreo organizábamos nuestros juegos de manera semejante. Teníamos que vencer, que adelantar cursos, teníamos que ir siempre adelante, y este método de las monjas era muy congruente con los tiempos que corrían y el lugar en que vivíamos, ya que la mayoría de los niños católicos de nuestro barrio eran hijos de emigrantes pobres, dotados de ansias de superación y también de ser mejores que los protestantes, cuyos hijos iban a la escuela pública de Whittier. En la escuela parroquial la idea de la igualdad no existía, y si hubiera existido me habría parecido aborrecible. La igualdad, una especie de imposición de un mínimo común denominador, era lo que imperaba en mi casa. La igualdad era una especie de injusticia que las buenas hermanas de San José no hubiesen tolerado.
Era la primera de clase, y en el patio la más veloz corredora y la más hábil en los juegos. Era la mejor actriz y recitadora, y en materia de devoción ocupaba el segundo lugar, puesto que me superaba un muchacho rubio y con cara de santo que se sentaba delante de mí, y del que estaba enamorada. Este chico tenía nombre de santo polaco, y se llamaba John Klosick. No cabe duda de que en esta escuela nuestras hazañas no eran de gran altura por término medio, lo cual me dio una falsa idea de mí misma. Jamás he vuelto a destacar en atletismo en lugar alguno. Y tampoco he vuelto a ser devota. Tan pronto dejé el ambiente de competencia de la escuela parroquial mis sentimientos religiosos comenzaron a enfriarse.
Sin embargo, en la escuela de Saint Stephen mi devoción no era solo manifestación externa. Sentía la religión muy intensamente y ansiaba servir a Dios mejor que cualquier otro semejante. Pensaba que esto era lo que Dios esperaba de mí. Vivía dominada por el temor de hacer una mala confesión o de no aplanar debidamente la lengua para recibir con reverencia la Sagrada Forma. Una de las más grandes crisis morales de mi vida ocurrió en la mañana de mi primera comunión. Bebí agua. Por distracción, desde luego, ya que ¿acaso no me habían metido en la cabeza que la Sagrada Forma ha de recibirse en ayunas, so pena de cometer pecado mortal? Fue solamente un sorbo, pero me constaba que daba igual. Beber un sorbo de agua era tan malo como beberse un galón. No podía comulgar. Y sin embargo, tenía que comulgar. El vestido y el velo y el misal estaban ya dispuestos, y me correspondía encabezar la fila de niñas, mientras John Klosick, vestido de blanco, encabezaría la de niños. Me parecía que cometería una traición a la escuela y a mi clase si, después de todos los ensayos, confesaba lo que había hecho y me quedaba en casa. Las monjas se enfadarían y mis custodios, después de haber gastado dinero en el vestido y el velo, también se enfadarían. Pensé en el desfile de las niñas sin mi presencia, y no pude tolerar la idea. Hacer la primera comunión con un vestido normal después no sería lo mismo. Por otra parte, si comulgaba por primera vez en estado de pecado mortal, Dios nunca me lo perdonaría, sería un principio horroroso. Luché ferozmente con mi conciencia, y me parece que en todo momento tuve clara conciencia de que Satanás saldría vencedor. Recibiría la comunión y solo Dios y yo sabríamos la verdad. Y así fue, recibí la primera comunión en un estado de santidad exterior y de terror interior, convencida de que estaba condenada, ya que creía que sería incapaz de sentir verdadero arrepentimiento. El momento del arrepentimiento era ahora, antes de cometer el sacrilegio. Después ya no podría sentir auténtico arrepentimiento, puesto que habría conseguido mis propósitos.
Supongo que confesé lo anterior, sin apenas atreverme a respirar, en la próxima confesión, y que el confesor poca importancia dio a mi pecado. Poco a poco, descubrí que daba a mis pecados una importancia muy superior a la que los confesores les daban. En realidad es muy frecuente que los niños hagan su primera comunión en las desdichadas circunstancias en que yo la hice. Están tan excitados en esa mañana largamente esperada que apenas saben lo que hacen, y también es posible que la misma prohibición de comer y beber, así como la importancia de la ocasión, les induzcan a una inconsciente resistencia a obedecer. Por Ignazio Silone me enteré de una historia casi idéntica a la mía. Sin embargo, la desesperación que sentí en aquella mañana de verano (creo que fue el día de Corpus) estaba, en cierta medida, plenamente justificada. Supe cómo era yo y cómo sería en el resto de mis días, y este seco conocimiento de uno mismo es terrible. Además, todas las restantes crisis morales de mi vida han seguido la misma pauta que mi lucha en lo referente a mi primera comunión. He batallado, generalmente sin éxito, contra la tentación de hacer algo que solo yo sabía que era malo, arrastrada por la necesidad de mantener las apariencias y de vivir tal como los demás esperaban de mí. La protagonista de una de mis novelas, que se queda embarazada, probablemente a consecuencia de una infidelidad, y que siente la tentación de tener el hijo sin decir nada a su marido, se encuentra moralmente en el mismo dilema en que me encontré yo a los ocho años de edad con aquel sorbo de agua en el interior de mi cuerpo, que solo yo sabía que estaba allí. Cuando consideré que me había condenado, estuve en lo cierto, sí, por cuanto estaba condenada a la repetición o a la interminable representación de aquel conflicto entre los escrúpulos excitados y la inercia de la voluntad.
A menudo me preguntan si conservo parte de mis tradiciones católicas. Es difícil dar una contestación, debido, en parte, a que estas tradiciones católicas me fueron transmitidas por dos distintos canales. Por una parte, estaba el catolicismo que aprendí de mi madre y de los sencillos sacerdotes y monjas de mi parroquia en Mineápolis, que, en términos generales, era una religión de belleza y bondad, pese a que no se practicara con la debida perfección. Pero, por otra parte, estaba el catolicismo del salón de mi abuela McCarthy y del hogar que nos dieron, que era una doctrina amarga y siniestra, en la que los viejos odios y rencores se habían cocido en su propio jugo durante generaciones, mientras la ignorancia revolvía orgullosamente el contenido de la olla. La diferencia entre uno y otro catolicismo quedará mayormente de relieve mediante el relato de cierto incidente que se produjo cuando me dirigía a la Universidad de Vassar e hice un alto en Mineápolis en 1929. Para celebrar la ocasión, mi abuela McCarthy invitó al párroco del barrio a su casa, con la idea de que apoyara su opinión de que Vassar era un «antro de iniquidad». El viejo sacerdote, el padre Cullen, se negó a cumplir los deseos de mi abuela y, haciendo caso omiso de las airadas interrupciones de su feligresa, habló de las poco frecuentes oportunidades intelectuales que Vassar me ofrecería.
Es posible que el padre Cullen se limitara a comportarse con más tacto que su feligresa, pero nunca olvidaré la gratitud que sentí. El padre Cullen, no solo le bajó los humos a mi abuela, sino que demostró grandeza de espíritu, rara cualidad entre los católicos, por lo menos en mi experiencia, pese a que la falsa magnanimidad es mercancía común entre ellos. A veces he pensado que el catolicismo no es una religión conveniente para los seglares, o, al menos, para los seglares norteamericanos, en quienes saca a la superficie los peores rasgos de la naturaleza humana, y los inviste de una especie de falsa santificación. En el curso de la publicación de estos recuerdos en revistas, he recibido muchas cartas de seglares y también de sacerdotes y monjas. Las cartas de los seglares —principalmente de las mujeres— son todas parecidas, y las tengo archivadas bajo el título de «Correspondencia soez». A menudo, estas cartas están repletas de faltas de ortografía, a pesar de que los autores aseguran que son gente educada. Y todas ellas, sin excepción, son amenazadoras. «Falsedad», «deformación», «mentira», «hipocresía», «odio», «veneno», «inmundicia», «basura», «vulgaridad», son palabras del vocabulario común a todas estas cartas. Los autores amenazan con cancelar la suscripción a las revistas que publicaban mis recuerdos, hablan de «muchas otras personas que usted sabe que piensan igual que yo», es decir, intentan constituirse en grupo de presión. Algunos exigen respuesta. Una señora escribió: «Tengo la impresión de que esto está prohibido por la ley».
Contrariamente, los sacerdotes y las monjas que me han escrito acerca de los mismos recuerdos dan una nota que casi parece herética. Muchos dicen que mi «sinceridad» les ha conmovido, algunas monjas rezan por mí y los sacerdotes celebran misas con la misma intención. Un joven jesuita me dice que ha pensado en mí, en ocasión de visitar el convento de Forest Ridge, en Seattle, y mirar las filas de muchachas: «Y he caído en la cuenta de que la sorprendente brillantez de aquella esbelta huérfana corría pareja con su altiva resolución e impetuoso empuje. Y no era fácil la vida para ella en aquellos tiempos. Supongo que tengo el deber de pensar que, técnicamente, es usted una apóstata, que se encuentra fuera del recinto…». Un sacerdote de más edad escribe que estoy salvada, tanto si lo sé como si no: «No le digo dónde encontrará usted su hogar espiritual, sino que lo encontrará, y de esto estoy seguro, puesto que el Espíritu le llevará a él, e incluso diré que, desde mi punto de vista, ya lo ha encontrado, aun cuando debe seguir buscando». Una monja de Maryknoll me invita a visitar su misión. Ninguno de estos corresponsales se siente obligado a convertirme, todos parecen dejar este trabajo en manos de Dios. Algunos han pasado también por un período de dudas, y me lo dicen para demostrarme su comprensión y simpatía. Cada carta tiene su propia individualidad. Lo único que tienen en común es que todas ellas comienzan así: «Querida Mary».
Estoy agradecida a estos sacerdotes y monjas, agradecida de que existan. Seguramente forman una minoría, pese a que lo más probable es que lo nieguen, incluso entre el clero. La idea de que la religión debe enseñarle a uno a ser bueno, idea que tienen los niños, parece informar sus cartas, dándoles un dulce tono. Parece que son muy pocos los que albergan tal creencia, creencia totalmente pasada de moda entre los neoprotestantes en boga, en tanto que el católico medio no ve relación alguna entre religión y moral, a no ser que se trate de la moral de otro, o sea, de las supuestas influencias perniciosas de los libros, las películas y las ideas en la conducta de otro.
Por lo que he visto, me siento inducida a concluir que la religión solo es buena para la gente buena, y no lo digo a modo de paradoja sino, sencillamente, como hecho susceptible de observación. Solo la buena gente puede permitirse el lujo de ser religiosa. Para la demás gente es una tentación demasiado fuerte, una tentación a los pecados mortales del orgullo y de la ira, principalmente, aunque también podemos añadir la pereza. Tengo la certeza de que mi abuela McCarthy habría sido más buena en el caso de haber optado por el ateísmo o el agnosticismo. Creo que la religión católica es, moralmente hablando, la más peligrosa de todas (nada sé de la musulmana), debido a que, al afirmar que es la única religión verdadera, da pábulo a este sentido de privilegio al que antes me he referido, a la noción de que no todos tienen la suerte de ser católicos.
No lamento haber sido católica, y no lo lamento, en primer lugar, por razones prácticas. Me dio ciertos conocimientos de latín y de vidas de santos, que no todos tienen la suerte de poseer. En cuanto al latín diré que, cuando me puse a estudiarlo, me pareció fácil y ameno, y, gracias a aquellos conocimientos, como un viejo amigo. En cuanto a los santos, es extremadamente útil conocer su personalidad y la modalidad del martirio que sufrieron cuando se contempla pintura italiana. Por ejemplo, es útil saber que un diente es el símbolo de santa Apolonia, patrona de los dentistas, que a santa Inés se la representa siempre con un cordero, y a santa Catalina de Alejandría con una rueda. Para leer a Dante y a Chaucer, a los metafísicos ingleses, e incluso a T. S. Eliot, el haber recibido una educación católica es algo más que una simple ayuda. Tener que aprender un poco de teología siendo ya adulto a fin de comprender un poema de Donne o de Crashaw es algo parecido a estudiar la Biblia, en concepto de gran literatura, en un curso universitario de humanidades. No se pega al riñón. Sin embargo, en Norteamérica, la mayoría de los estudiantes, no tienen más remedio que recibir estas inyecciones de vitaminas para compensar su deficiencia cultural.
Quien nace católico y es educado como tal, asimila buena parte de la historia mundial y de la historia de las ideas antes de cumplir los doce años. Es como aprender un idioma a edad temprana. Produce efectos indelebles. Ningún otro grupo en Norteamérica se encuentra en tan afortunada situación. La historia católica es tendenciosa, ciertamente, pero no es seca ni muerta. Desde el punto de vista del estudiante, la principal virtud de la historia católica estriba en que se le ha infundido vida, gracias al violento partidismo que la informa. Además, este partidismo actúa como un imán que atrae desperdigados saberes que no suelen enseñarse en las escuelas norteamericanas. Mientras los alumnos de las escuelas públicas estudiaban historia de América, nosotras en el convento, en octavo grado, estudiábamos historia de Inglaterra hasta los tiempos de lord Palmerston. La razón de ello era, naturalmente, que la historia de Inglaterra hasta los tiempos de Enrique VIII fue historia católica, y después, con uno o dos paréntesis, pasó a ser historia anticatólica. Como es natural, nos enseñaron a sentir simpatía hacia María la Sangrienta (nunca la llamamos así en el convento), María reina de Escocia, Felipe de España, los mártires jesuitas, Carlos I (casado con una princesa católica), Jacobo II (casado primero con una protestante y luego con María de Módena), el Viejo Pretendiente, Carlos Eduardo Estuardo… El interés por la historia de Inglaterra desaparecía con la llegada de Peel y la Emancipación Católica. Para mí, carece de importancia que esta historia fuera tendenciosa (siempre se puede remediar más tarde), puesto que lo importante es haber aprendido las batallas y los soberanos, sus cónyuges, sus amantes y sus primeros ministros, conocer el pasado de un país extranjero con tal detalle que se convierte en el propio país. Si hubiera seguido en el convento, habríamos pasado al estudio de la historia de Francia y hoy sabría la lista de los reyes de Francia, de sus esposas y de sus ministros, ya que la historia de Francia hasta la Revolución fue historia católica, y Carlomagno, Juana de Arco y Napoleón fueron destacados católicos.
Y no es solamente cuestión de saber más a una edad temprana, de manera que los conocimientos pasen a formar parte de uno mismo, sino que también es una cuestión de sentimientos, de interesarse por las querellas del pasado, de identificarse con una causa que, políticamente hablando, se transformó en causa perdida con el nacimiento del mundo moderno. Hacer esto es experimentar cierta clase de resistencia a la realidad, un rebelde inconformismo que también es insólito en Estados Unidos, donde los niños reciben lecciones acerca de las virtudes del sistema bajo el que viven, como si la historia hubiera tenido un feliz final con la clase de civismo norteamericana.
Y no voy a hablar más de los aspectos prácticos. Pero quiero poner de relieve que, para un pedagogo norteamericano, mi educación católica seguramente sería carente de utilidad. ¿De qué sirve, diría el pedagogo en cuestión, oír el zumbido de una lengua muerta todos los días, o saber que santa Úrsula, princesa bretona, sufrió martirio en Colonia, junto con diez mil vírgenes? Ya he dicho que tales conocimientos me resultaron de cierta utilidad más tarde, de una utilidad que, sin embargo, no estaba prevista en el momento en que me impartieron estas enseñanzas, debido a que no estudiamos las vidas de los santos a fin de contemplar pintura italiana, y a que no recitábamos el catecismo con la idea de leer a John Donne. Pensar lo contrario sería una atroz blasfemia. Aprendíamos estas cosas para mayor gloria de Dios, y lo demás se nos daba por añadidura, como se suele decir. Y tampoco habríamos estudiado con más ahínco si nos hubieran asegurado que lo aprendido nos sería útil más adelante, de la misma forma que los niños no estudian más intensamente la aritmética por mucho que se les diga que después les servirá en el desarrollo de sus negocios. Para un niño, nada hay más aburrido que el principio de la utilidad. La última utilidad de mi formación católica fue darme a conocer, juntamente con muchas otras cosas que han resultado de utilidad práctica, el concepto de algo que está por encima y más allá de lo útil («Fijaros en los lirios del valle, que no se afanan ni hilan»), concepto de puro y simple derroche que siempre escandaliza a los no católicos, quienes, por ejemplo, no pueden soportar el contraste entre las riquezas de las iglesias y la pobreza de la gente en el sur de Europa. Estas iglesias, estoy de acuerdo, son una insensatez. Y también lo es la vida del sucio anacoreta o la de una monja de clausura que no se dedica a la enseñanza; vidas socialmente estériles y malas para quienes las viven. Prefiero pensar en ellas de esta manera antes que imaginar que son inversiones, acciones compradas en nuestra futura salvación. Nunca me gustó la doctrina de las indulgencias, la idea de que con rezar cinco avemarías uno se quita de encima un año de purgatorio. A mi juicio, esto formaba parte de la clase de catolicismo de mi abuela McCarthy. Lo que me gustaba de la Iglesia, lo que recuerdo con gratitud, es el sentido de misterio y maravilla, la ceniza en la frente el Miércoles de Ceniza, la bendición de la garganta con candelas en el día de San Blas, las fundas moradas con que se cubrían las imágenes después del Domingo de Pasión, lo cual significaba que las imágenes ocultaban la cara en señal de duelo porque Jesucristo iba a ser crucificado, el sonido de la campanilla en el Santus, los lirios de Pascua, me gustaban estos ritos que me parecían un tanto raros y carentes de utilidad práctica (salvo la bendición de la garganta), que superaban la conmemoración de una Persona muerta largo tiempo atrás. En estos exaltados momentos de altruismo, la reverencia inflamaba el alma.
Ahora, en mi calidad de católica relapsa, no me preocupa en absoluto la posibilidad de que, a fin de cuentas, Dios exista. Si existe (lo cual me parece más que dudoso), lo pasaré mal en el otro mundo, pero no estoy dispuesta a negociar, no estoy dispuesta a creer en Dios con el fin de salvar el alma. La apuesta de Pascal —apostó consigo mismo a que Dios existía, incluso en el caso de que no pudiera demostrarse racionalmente— me parece en exceso prudente. ¿Qué podía perder Pascal al comportarse como si Dios existiera? Nada en absoluto por cuanto no había un principio opuesto en cuyos méritos Pascal se condenara, en caso de que Dios no existiera. En cuanto a mí, prefiero no ser tan prudente, y no pediré que llamen a un sacerdote ni recitaré el acto de contrición en mis últimos momentos. No me importa que quede condenada eternamente. Si el Dios que existe es un Dios capaz de condenarme por no pactar con él, me parece muy lamentable. No me gustaría pasar la eternidad en compañía de semejante persona.