
ue después de una pelea. La primera canción que hice sola; la música, además de la letra, quiero decir. ¿Con quién? Pues con quién va a ser, con Bicho, entonces pasábamos tanto tiempo juntos que parecíamos hermanos siameses. ¿Y por qué fue esa pelea? Pues yo qué sé. Supongo que ese detalle no debe ser importante para mi supervivencia como animal. El caso es que yo estaba muy cabreada y salí dando un portazo de la casa.
Lo malo de marcharse airadamente a la calle en la periferia pija de Madrid es que huyes hacia la nada. Es decir, a caminar cinco kilómetros por un secarral castellano cruzando autopistas para llegar, en el mejor de los casos, a un centro comercial flanqueado por columnas dóricas. Te plantas toda chula ante la puerta automática, entras con la intención de cometer un acto violento y suicida y sales con un kilo de gominolas. ¿Qué otra cosa vas a hacer ahí?
Bueno, el caso es que la primera canción me atacó como un puma agazapado en un seto de azaleas cuando llevaba medio kilómetro recorrido. Empecé a tararear una melodía medio folkie, tres por cuatro, estribillo en tonos menores, que se iba resolviendo en cada vuelta. No podía dejar de cantarla. Para no olvidarla le puse algunas palabras encima. Tú por mí, yo por ti, na na na… ya pensaré qué digo aquí después… ¡Me puse nerviosísima! Si llegaba al centro comercial para consumar mi acto suicida, la melodía se iba a esfumar, así que volví rápidamente sobre mis pasos para grabarla en un walkman. Cuando llegué me encontré la casa vacía, Bicho estaba consumando su propio acto de venganza en otro sitio. ¡Qué suerte! Necesitaba soledad. Me senté con la guitarra a sacar acordes y a componer el resto de la canción. Para entonces estaba claro de qué iba a hablar.
La casa de la que habla la canción era un piso muy grande en el barrio de Tetuán. Pertenecía a un chico mexicano de veintipocos años. Sus padres se habían vuelto a Cuernavaca dejando la casa vacía y él la había vuelto a llenar con muebles encontrados en contenedores y chicos descarriados que no acababan de marcharse después de las fiestas descomunales que se montaban cada fin de semana. Había un trajín constante de viajeros y unos cuantos inquilinos fijos, por eso se la conocía por el sobrenombre de la Pensión Internacional.
Entre los que nos habíamos instalado sin fecha de salida estaban los gemelos Arturo y Octavio, mexicanos también y excelentes cocineros. Cada fin de semana salía con uno distinto. Con Octavio iba al ballet, con Arturo a bailar salsa y jugar al billar. También estaba Cecile, la inglesa, la única inquilina que tenía un trabajo serio. Cuando no la dejábamos dormir con nuestras fiestas improvisadas se ponía hecha una furia. Durante un tiempo estuvo Mandy, norteamericana, hija de mormones. Se estaba desquitando con medio Madrid de una adolescencia un poco árida. Era profesora de aeróbic y nos montaba clases en el salón. Y finalmente estaba Sarah, que se convirtió inmediatamente en mi mejor amiga, y más abajo, entre sus pies, MacDough, un scottish terrier que levantaba la punta de la oreja izquierda al tiempo que giraba la cabecita con un gesto adorable cuando le preguntabas si era su hora de paseo.
Sarah tenía una historia muy triste detrás. Su madre la dio en adopción al nacer y su madre adoptiva la metió en un internado después de perder a su marido al verse también incapaz de cuidarla. Eso sí, era un internado inglés muy refinado de donde Sarah salió bien educada, con preparación artística y además convertida en una consumada amazona. Creo que Sarah había crecido sola a pesar de tener dos madres, había visto pocos desayunos con bollitos de amor incondicional, y eso se notaba en el fondo de su mirada chispeante. Además de explosiva, inteligente, divertida y nada cauta, era muy frágil. En definitiva, era una presa fácil para los depredadores.
Una mañana la valiente amazona entró en la cocina y me contó relamiéndose los bigotes que tenía escondido en su habitación a un príncipe africano. Mientras hacíamos el té, el príncipe hizo una entrada majestuosa envuelto elegantemente en una sábana. Era un chico muy guapo, con un torso de color chocolate que no se puede describir aquí sin nombrar a alguna deidad antigua y añadir un montón de cursiladas. Se presentó como Albano.
Durante el desayuno Albano, mientras untaba mantequilla en su tostada, me contó que era relaciones públicas del gimnasio de boxeo en el que entrenaba. Pero esa no parecía ser información actualizada. El chico estaba muy delgado para ser deportista y sus ojos tenían un curioso matiz gelatinoso, casi tornasolado, como de merluza no muy fresca.
Hago un inciso aquí que titularé «Los artistas y el lumpen, el eterno binomio». Los artistas siempre andan —andamos— necesitados de contenido dramático para nuestras historias, y los que viven al otro lado de la archifamosa línea que delimita el lado salvaje suelen andar muy necesitados de cash, o por lo menos de algunas comodidades básicas que los ingenuos artistas, normalmente de procedencia burguesa, suelen —solemos— tener bien cubiertas, de ahí ese desapego por lo material. Entre ambos se crea una relación simbiótica. Muchos artistas pasan por ese período de fascinación febril por el submundo como si fuera el sarampión. Vivir en ese cruce de fronteras que confunde libertad, romanticismo, rebeldía, marginalidad e ilegalidad resulta excitante, y sobre todo muy fructífero, porque se cosechan magníficas historias donde el alma humana se muestra tal cual es, desnuda de la convención social. Algunos vuelven vacunados, otros algo tocados, y otros ya no vuelven nunca. Cierro el inciso.
El caso es que Albano era yonqui perdido y que Sarah se metió de cabeza en ese juego de la oca infernal que confunde amor y dependencia con una ingenuidad pasmosa. La cosa va así: aparece un chico que parece especial, vulnerable y atractivo. Me fijo en él, se fija en mí. Me hace caso, me engancho. Me necesita, me hace sentir especial también a mí, me engancho aún más. Entonces deja de hacerme caso, me hundo. El problema es su adicción, las drogas se interponen, comprendo. Me quiere, pero no consigue desengancharse. Empiezo a meterme yo también, quiero entrar en su mundo. Vuelve a hacerme caso, se preocupa por mí. Compartimos placer y dolor, remonto. Nos quedamos sin drogas, se hunde (y yo también). Esta vez soy yo la que consigue las drogas. ¿Y cómo las consigo? Pim, pam, pum. Unos meses después, sorprendentemente rápido, Sarah estaba prostituyéndose y pagando las drogas de los dos. Toda una prueba de amor que el tío, lejos de apreciar, aprovechó para perderle aún más el respeto y empezar a sacudirla.
En la casa estábamos horrorizados con lo que estaba pasando, pero teníamos mucho miedo a Albano, que —aún en baja forma— parecía capaz de hundir en el suelo a cualquiera de nosotros de un solo golpe, como una tachuela. Un buen día desaparecieron los dos.
Pasaron dos o tres semanas antes de la esperada llamada de Sarah. Era muy temprano, un día entre semana, así que quedamos a desayunar en el café Espejo, en la Castellana, un sitio en el que era improbable que nos encontráramos a nadie conocido.
Cuando la vi entrar se me cayó el alma a los pies. Llevaba una minifalda de cuero, medias negras y un ojo morado debajo de las gafas de sol. Parecía que un estilista con pocas ganas de complicarse la vida la hubiera vestido de la manera más obvia para esa escena. Lo que más me impresionó no fue lo delgada que estaba, ni el ojo morado, sino cuánto había cambiado su mirada. Ya no era la joven amazona capaz de doblegar a un purasangre con un chasquido de lengua, la chiquilla hambrienta de amor que cantaba de maravilla canciones de Cole Porter, la señorita que escribía tarjetas de agradecimiento con perfecta caligrafía después de cada velada. Sarah tenía esa mirada pesada que aflora solo en los que vuelven de la guerra, en los que han visto el reverso del alma, lo que un hombre es capaz de hacer cuando sabe que nadie le va a juzgar. Había descubierto que debajo de este mundo hay otro mundo. Que debajo de ese hombre respetable que visita a su madre los domingos o que el lunes lleva a su hija al colegio hay otro hombre capaz de usar a una mujer que no es de los suyos como si fuera un recipiente vacío donde puede derramar lo más negro de sus vísceras.
Me contó algunas cosas de forma inconexa quitándoles importancia, sin asumir la magnitud de la ciénaga en la que se había metido. Decía que había dos tipos de clientes. Los que van de putas porque es la única manera en la que pueden tener sexo, esos no le parecían tan dañinos: algunos daban las gracias. Y los otros, los que tenían éxito en la vida, algunos guapos y jóvenes incluso. Esos veían a las putas como cuerpos sin alma. A esos los despreciaba, pero también los temía. Cada tres palabras echaba una mirada fugaz a las mesas vecinas. Intuía cuáles de esos hombres que nos miraban con disimulo llevaban doble vida.
Esa misma tarde hubo gabinete de crisis en la cocina. Entre todos hicimos un plan para rescatarla. Sarah nos llamaría cuando Albano saliera de la pensión donde estaban viviendo. Los gemelos llegarían en moto, ataviados de pizzeros y sin quitarse el casco para no ser reconocidos —ni noqueados— en el caso de que Albano volviera antes de tiempo, y subirían a ayudarla. El perro, MacDough, que también estaba secuestrado y que era de vital importancia rescatar en la misma operación, saldría escondido en un bolso: tenía las patas muy cortas y podía entorpecer la huida. Yo estaría en la esquina esperando con el coche en marcha. Cecile pediría las llaves del apartamento de una amiga, donde podía pasar unos días escondida. Había que llenar la nevera para que pasara el mono allí. Establecimos un horario de guardias para que nunca se quedara sola en el escondite. Los que estuvieran en la casa debían fingir no saber nada del asunto cuando Albano apareciera hecho un demonio.
La mañana siguiente el plan se puso en marcha. Sincronizamos nuestros relojes y esperamos la llamada de Sarah. Después de una tensa espera, el teléfono por fin sonó. «El pájaro ha salido» se oyó al otro lado con acento británico. Los gemelos salieron volando en la Vespa, yo en el Panda, y Cecile se fue directa hacia el escondite para prepararlo.
La pensión donde dormía Sarah estaba en una de las calles adyacentes a la Puerta del Sol. Encontré una esquina perfecta para no tener que maniobrar al arrancar, y me dispuse a esperar con el motor en marcha. Pasó un rato angustiosamente largo antes de que Sarah apareciera corriendo calle abajo con MacDough entre los brazos. Abrió la puerta, se tumbó en el asiento de atrás. Pisé el acelerador como si nos persiguiera el diablo, un diablo muy cabreado con ocho martillos negros por brazos.
La operación fue un éxito total. Tras dos semanas de cura intensiva Sarah volvió a su ser, a cantar y hacer bromas sobre lo que había pasado. Por eso nos relajamos demasiado pronto y empezamos a dejar la puerta abierta entre una y otra visita al apartamento. En una de esas, encontramos la casa vacía. Supimos que Albano no se la había llevado a la fuerza porque, antes de desaparecer, Sarah llamó al timbre de una vecina, le dijo que se iba de viaje y dejó a MacDough a su cuidado.
No volví a saber nada de ella hasta años después. Mi carrera en solitario ya estaba en marcha. Llevaba un par de años cantando su canción por medio mundo cuando una mañana encontré en el buzón una postal enviada desde Inglaterra. Era un retrato de un perrito blanco y triste con corbata escocesa. Con su preciosa caligrafía, Sarah contaba que después de muchas desventuras acabó en un club de alterne en la carretera de Valencia. Un desconocido se apiadó de ella después de escuchar su historia y le compró un billete de avión. Contaba que la llegada a Inglaterra fue catastrófica, pero que la cosa se iba enderezando, vivía en el campo y tenía un novio pelirrojo encantador pero que bebía mucho, e iba a empezar a trabajar en un establo, lo cual era estupendo. Acababa diciendo que, puesto que su destino era estar rodeada de montañas de mierda, prefería tenerlas a la vista.
Yo me fui de la casa poco después de perder a Sarah por segunda vez. Había empezado a salir con Bicho y me fui a vivir con él. Su casa estaba a veinticinco kilómetros de Madrid, en una urbanización de pequeñas casitas blancas construidas alrededor de un jardín con piscina. Sus padres se habían mudado a un pueblo dejando la casa vacía. Bicho vivía en el sótano. Dormía en un colchón cerca de una Harley-Davidson que estaba pagando a plazos. Pasaba el día haciendo trabajos de maquetación gráfica y las noches escribiendo. Se alimentaba principalmente de salchichas crudas enrolladas en tranchetes de queso.
En el piso de arriba, mirando a la piscina, me instalé con mi equipo de HIFI. Podía hacer todo el ruido que quisiera en aquel salón vacío. Nadie protestaba. La urbanización era una isla semihabitada de césped y arizónicas en el mar seco de la meseta castellana. Un extraño paraíso muy fresquito donde pasé casi un año. Durante el día escribía canciones y por la noche veía películas de gángsters, de cowboys o de guerra, cualquier cosa con pistolas, que alquilábamos en el videoclub. No había nada mejor que hacer.
Aún no sabía qué iba a pasar con esa maqueta. Estaba atada a una compañía de discos que no entendía que quisiera renunciar a un proyecto tan exitoso como Alex y Christina. Quería empezar de nuevo sola, aunque no tenía banda y no sabía cómo. Los pocos amigos que escuchaban mis temas me animaban a seguir. Mi hermana conocía a Joaquín Sabina y a sus músicos. Un día escucharon las canciones en su casa y se ofrecieron a echarme una mano con lo que hiciera falta.
Me compré una guitarra eléctrica, una Telecaster marrón. Escribía canciones incluso dormida. Una mañana encontré en la mesilla un papelito con diez versos perfectamente rimados sobre un corazón que estallaba en mil cristales como un espejo. Había tenido una pesadilla en la que el cuento de amor que estaba viviendo acababa abruptamente.
Había una cierta sensación de irrealidad en todo lo que estaba pasando. Me gustaba estar aislada, lejos de los problemas familiares. Para comprar el pan, ir al cine o ver a alguien conocido había que coger la moto o el coche. Mi heroico Panda rojo estaba en las últimas, así que un día empecé a mirar anuncios de coches usados en los periódicos. Pero no me valía cualquiera, no señor, yo también quería conducir una máquina con carisma, como Bicho con su moto. No me gustaba ser el paquete de nadie. Pasé unas cuantas tardes, rotulador en mano, hasta que apareció algo interesante entre los anuncios. «Alfa Romeo Spider gris metalizado año 87, cincuenta mil kilómetros, un millón de pesetas.» Lo vendía un señor francés que se acababa de casar y necesitaba un coche familiar. Tenía faros amarillos y un techo rígido desmontable para el invierno, era un juguete estupendo.
Ese verano yo tenía veintiséis años y una cuenta de ahorros sorprendentemente gordita. Llevaba mucho tiempo ahorrando. Había empezado a trabajar a los diecisiete años, primero repartiendo flyers de la sala Astoria, luego haciendo trabajos de modelo y después presentando un programa de música en televisión hasta que Alex y Christina empezó a funcionar. Todo eso iba a la cartilla de ahorros, que estaba pimpante.
Comprarme un descapotable fue mi primer y único capricho de estrella de rock, y la verdadera instigadora de esa idea tan extravagante fue Marianne Faithfull. En una de sus canciones contaba que una mujer llamada Lucy Jordan se había tirado desde el tejado de su casita en los suburbios a los treinta y siete años al darse cuenta de que nunca iba a recorrer París en un descapotable. ¡De ninguna manera me podía pasar eso a mí! Aún me faltaban unos cuantos años para llegar a la edad fatídica, ya había estado en París varias veces —Warner/Chappell me encargaba las adaptaciones al español de sus artistas franceses y también la supervisión de las grabaciones—, pero me faltaba el descapotable para hacer esa entrada triunfal por los Campos Elíseos y así escapar para siempre de la maldición de un matrimonio convencional.
Lucy Jordan tuvo la culpa de que hiciera una adquisición romántica, rebelde, veloz, superchic, pero, ¡ay, caramba!, sin dirección asistida. Pasé los cuatro años siguientes evitando a toda costa aparcar en paralelo, lo cual no era nada fácil en el centro de Madrid. Girar ese volante en punto muerto con mis brazos de alfeñique me hacía sudar la gota gorda y maldecir como siete camioneros. Aún tengo pesadillas. Años después se lo vendí a un señor que se acababa de divorciar y me quité un peso de encima.
Ahora bien, debo admitir que, durante esa temporada en que volvía a casa por la A6 en mi Spider plateado, envuelta en un remolino de viento rosado con las casetes de Bob Dylan y Nirvana sonando en bucle, algo se me debió de meter dentro y me despertó un hambre insaciable que nunca ha conseguido aplacarse. La puerta de la jaula estaba abierta.

Tú por mí
Mil pedazos
Alguien que cuide de mí
Voy en un coche
Las suelas de mis botas
Ni una maldita florecita
Pulgas en el corazón
Tengo una pistola
Yo no soy tu ángel
Tú por mí
Hace tiempo tuve una amiga
a la que quería de verdad.
Una princesa que andaba a dos pasos
de sus zapatos de cristal.
Compartíamos una casa
al otro lado de la ciudad.
Le hicimos un sitio a mi mala suerte
y a sus pocas ganas de acertar.
Tú por mí, yo por ti,
iremos juntas donde haya que ir.
Tú por mí, yo por ti,
iremos juntas solo por ir.
Un día oscuro nos dio por andar
donde los malos tiran y dan.
Siempre hay alguno con porquerías,
siempre hay un día que levantar.
Mucho cuidado con los cocodrilos,
vienen despacio, nunca los ves.
Se la comieron sonriendo tranquilos,
yo me di cuenta y me fui por pies.
Tú por mí, yo por ti,
iremos juntas donde haya que ir.
Tú por mí, yo por ti,
iremos juntas solo por ir.
Pienso en ti donde estés
y si vuelves otra vez
nos reiremos de este mal sueño
con una taza de café.
Yo que estuve en el lado salvaje
digo que nunca pienso volver.
Hasta Lou Reed se pasea con traje
y llama a su novia desde el hotel.
Mil pedazos
Cuatrocientos golpes contra la pared
han sido bastantes para aprender
a encajar con gracia, caer de pie,
esconderlo dentro y llorar después.
Por eso cuando dijo que no me quería,
apreté los dientes, dije que me iría.
Mil pedazos de mi corazón
volaron por toda la habitación.
Se quedaron todos rotos por el suelo.
Uno fue a clavarse en su chaqueta de cuero.
Los cogí deprisa y me los guardé
por si hacían falta para otra vez.
En medio de mi pecho quedó un agujero.
Porque no se viera, puse mi sombrero.
Mil pedazos de mi corazón
volaron por toda la habitación.
Dejé solo un trocito dentro de su bota
para que le duela si se va con otra.
Mil pedazos de mi corazón
volaron por toda la habitación.
Alguien que cuide de mí
Que en sus brazos me sienta
una niña pequeña,
sonría, le mienta
y se trague mis penas.
Que sacuda mi cama
como un animal
y que por la mañana
me dé un poco más.
Que no sea muy malo,
que no sea muy bueno.
Y si me hace regalos
que no le cuesten dinero.
Alguien que cuide de mí,
que quiera matarme
y se mate por mí.
Que no quiero más chulos
que no traen un duro,
ni tíos muy feos
con un gran empleo.
Que no quiero borrachos
ni locos de atar,
ningún mamarracho
que me haga llorar.
Ni chicos perdidos
buscando a mamá,
ni tipos muy finos
que luego te la dan.
Alguien que cuide de mí,
que quiera matarme
y se mate por mí.
Que me lleve a la feria
y luego a bailar.
Que me bese en la hierba,
no pediré nada más.
Voy en un coche
Dile a papá que me voy de la ciudad.
Dile a los chicos que no volveré más.
Voy en un coche que robé anoche a un tipo listo que iba a ligar.
Es un Spider con dos asientos, coge doscientos sin apretar.
Dile a papá que me voy de la ciudad.
Dile a los chicos que no volveré más.
En la autopista las rayas bailan como coristas de cabaret.
Las patrullas de carretera pintan panteras en el arcén.
Quema los rascacielos.
Quema los postes de la luz
y los camiones de bomberos.
Quema los tribunales.
Quema todos los bares,
porque no voy a volver.
Dile a papá que me voy de la ciudad.
Dile a los chicos que no volveré más.
Los camioneros cuelgan sonrisas del parabrisas cuando me ven.
Soy la princesa de la autopista, hasta los polis besan mis pies.
Quiero llegar muy lejos,
casi, casi hasta el final,
donde nadie da consejos.
Pasando la frontera
con una calavera
tatuada en el cristal.
Voy en un coche que robé anoche a un tipo listo que iba a ligar.
Dije: Mi amor, voy por cigarrillos, y una vez dentro le metí gas.
El muy cretino me tiró un beso por el espejo retrovisor.
Ahora la luna pasa la noche oyendo el ruido de mi motor.
Los tipos duros pasan apuros cuando se cruzan con mi carril.
En el cielo todos los santos son de mi bando y rezan por mí.
Dile a papá que me voy de la ciudad.
Dile a los chicos que no volveré más.
Dile a papá que me voy de la ciudad.
Dile a los chicos que no volveré más.

Las suelas de mis botas
Quieres que suba al cielo
a hacerte una almohada
de plumas de ángel.
Quieres cortarme el pelo
a cuchilladas
y que me aguante.
Pegas donde más duele.
Cada vez duele más.
Y cómo voy a discutir,
si las suelas de mis botas
corren como dos idiotas
siempre detrás de ti.
Quieres que baje al infierno
a prenderle fuego
a tus cigarros.
Luego te pones tan tierno,
solo es un juego
tirarme al barro.
Pegas donde más duele.
Cada vez duele más.
Y cómo voy a discutir,
si las suelas de mis botas
corren como dos idiotas
siempre detrás de ti.
Un día cuando te vuelvas
descubrirás que no estoy.
Solo estarán mis botas,
mis botas de cowboy.
Yo estaré en alguna parte
probando otro par,
unas que me obedezcan
cuando me quiero largar.
Por más que lo intento
no encuentro
el momento de huir
y las suelas de mis botas
corren como dos idiotas
siempre detrás de ti.
Siempre detrás de ti.
Ni una maldita florecita
Parecíamos buenos
sonriendo a los niños,
hablando de perros,
amor y asesinos.
Jugamos a indios
contra vaqueros.
Ahora estás vivo,
ahora estás muerto.
Un día de vagos
en otra ciudad,
si me das un trago
te enseño a bailar.
Dame la mano,
dame ahora un beso.
No te hagas el duro
que no me lo creo.
El día que yo fui feliz
nadie tocaba el violín.
Ni una maldita florecita,
ni arcoíris sobre mí.
Andábamos casi
a dos metros del suelo,
limpios y guapos,
caídos del cielo.
Compré una historieta
de Corto Maltés
y tú una chaqueta
de soldado inglés.
Luego borrachos
en un club de jazz,
creo que hablamos
un poco de más.
Quiero que siempre
te quedes conmigo.
Ahora tú eres
mi único amigo.
El día que yo fui feliz
nadie tocaba el violín.
Ni una maldita florecita,
ni arcoíris sobre mí.
El día que yo fui feliz
nunca pensé que fuera así,
y como nadie me avisó,
no me di cuenta
y me dormí.
Pulgas en el corazón
Susi bebe junto a la ventana con los labios sin pintar.
Tal vez esta es una de esas noches en que todo sale mal.
Un chaval pide monedas para echar en la jukebox
y ya ha puesto quince veces «Should I stay or should I go».
Ese chico del taller busca pelea.
No le importa con quien sea.
Pulgas en el corazón.
Perros en el callejón.
Y yo voy a estarme quietecita
hasta ver venir lo bueno a mi rincón.
Hay un tío al fondo de la barra que se piensa que es John Wayne.
Pide bourbon y pregunta: Chicas, ¿queréis pasarlo bien?
Susi enciende un cigarrillo y dice: Socio, muérete.
Debes ser tan divertido como que te pille el tren.
Aquí viene el mexicano con su panda.
Quieren juerga. ¡Qué caramba!
Pulgas en el corazón.
Perros en el callejón.
Y yo voy a estarme quietecita
hasta ver venir lo bueno a mi rincón.
El camarero ya no encarga más champán.
No hay nada que celebrar.
Tengo una pistola
Veintisiete años,
y todavía no comprendo
qué demonios hago
pasando frío en el infierno.
Si soy buena chica,
(o por lo menos lo parece)
porque nadie me mira
cuando muerdo las paredes.
Tengo una pistola
por si un día todo falla
en vez de hacer la cola
poder saltar la valla.
Tengo una pistola
por si un día todo falla,
pero no tengas miedo
ahora no está cargada.
Tu mamá no me invita
porque no soy lo que espera:
una señorita
con el techo sin goteras.
A mí no me importa
que me clave las espuelas,
si no me soporta
yo no la soporto tampoco a ella.
Tengo una pistola
por si un día todo falla
en vez de hacer la cola
poder saltar la valla.
Tengo una pistola
por si un día todo falla,
apunto con cuidado
y no le doy a nada.
A veces salgo a la calle
con la pistola en el bolsillo.
Pido whiskey solo
y me siento un poco Billy el niño.
Tengo una pistola
por si un día todo falla
en vez de hacer la cola
poder saltar la valla.
Tengo una pistola
por si un día todo falla
hacer la guerra sola,
tenerlo todo a raya.
Yo no soy tu ángel
Voy a darle de comer al gato.
Voy a ver si hay carta en el buzón.
Ya se aburren hasta mis zapatos.
Ya solo me calienta el camisón.
Mientras yo tocaba la guitarra
él jugaba solo al ajedrez.
Apuntando quién iba ganando en la pizarra
y felicitándose cada vez.
Que me parta un rayo.
Olvídate de mí.
Yo no soy tu ángel.
Dice que se traga mi veneno.
Dice que soy demasiado cruel.
Dice que comprende todo porque es bueno.
Y coge el trozo grande del pastel.
Yo no he sido amiga de Andy Warhol.
Tampoco leo a Shakespeare en inglés.
Pero pego algún que otro puñetazo
que vuelve la cara del revés.
Que te parta un rayo.
Olvídate de mí.
Yo no soy tu ángel.
Esta noche me voy de paseo
con mis zapatitos de tacón.
A ver si me busco un buen jaleo
que me desempolve la pasión.
Que nos parta un rayo
y que te parta más a ti.
Yo no soy tu ángel.