La carretera de la Rabassada es una vía secundaria que serpentea Collserola, la montaña que se levanta a los pies de Barcelona y que está presidida por el Tibidabo, su pico más alto. Conecta la ciudad con Sant Cugat del Vallès y es frecuentada por motoristas que buscan conducir unas curvas sin alejarse del núcleo urbano. La Rabassada es igualmente popular por sus carreras ilegales y por eso se ha convertido en un punto habitual de control de velocidad de la Guardia Urbana. Los encargados de llevar a cabo esas inspecciones son los agentes de la Urbana conocidos como KiloMike, tal y como se pronuncian las iniciales KM en el código fonético.
Nueves meses antes del crimen, el 15 de agosto de 2016, la patrulla formada por los agentes Pedro Rodríguez y Darío Prieto decidió instalar un control en la Rabassada. Ambos eran conocidos de forma irónica como el Dúo Sacapuntos por su especial empeño a la hora de multar a los infractores. Les encantaba trabajar allí y ostentaban el nada desdeñable récord de interponer dos mil denuncias en un año. Conformaban una pareja que prefería salir a la calle antes que quedarse en la comisaría a rellenar papeleo.
Ese día pidieron permiso a su superior para ir a la Rabassada. Sus compañeros los miraron incrédulos de que quisieran salir con el calor que pegaba afuera. Visto el resultado, sería una decisión que acabarían lamentando.
Pedro y Darío fijaron un punto de control a la altura de la gasolinera de la Rabassada. Era un buen lugar. Los motoristas que subían a Collserola se topaban con la patrulla al salir de una curva. Los que bajaban, lo mismo. Salían de una curva, encaraban una pequeña recta y se encontraban con la policía.
Eran las 17:15 horas. El agente Pedro Rodríguez le dio el alto a un motorista que acababa de salir de la curva y se dirigía hacia él. Estaba situado en la mediana y dio un paso para colocarse en medio de la calzada y así cortarle el paso. De pronto, el motorista aceleró. Pedro lo vio venir de cara. Iba directo hacia él. El piloto dio un volantazo y sorteó al agente, para seguir adelante a toda velocidad sin parar. ¡Hijo de puta!, gritó Pedro al tiempo que soltaba una patada que a punto estuvo de tocar al motorista. Parecía un gesto de resignación y de rabia como quien da una patada al aire, un reflejo después de que el tipo no acatara su orden.
No todos lo interpretaron de la misma manera. Los trabajadores de la gasolinera también vieron lo que ocurrió y se quedaron pálidos. Revisaron indignados una y otra vez las grabaciones de sus cámaras de seguridad, que habían captado el momento.
Aunque el enojo iba por barrios. Pedro estaba enfurecido al ver cómo un motorista casi lo atropella después de desobedecer una orden para que se detuviera. Los testigos de la gasolinera, en cambio, vieron a un policía lanzando una patada contra una moto con el riesgo de que esta acabara en el suelo.
Cuando se produjo la fuga del motorista, Darío estaba a un lado, tomándole los datos a otro conductor al que habían dado el alto pocos minutos antes. Al ver que el piloto hacía caso omiso a las órdenes de Pedro, su compañero se subió rápidamente a la moto y fue tras él. Lo mismo hizo Pedro. Corrió, se subió al vehículo y pocos metros más adelante ya advirtió que Darío lo había alcanzado y estaba poniéndole la sanción correspondiente. Estaban en un descampado que hay delante de la perrera municipal. El infractor era un chaval de dieciocho años que conducía un ciclomotor de poca cilindrada, con el motor trucado, el tubo de escape cambiado y con ruedas de competición. No quería que lo pillaran y por eso huyó. El joven aguardaba junto a su moto a que Darío le pusiera la multa. De pronto, Pedro apareció como una exhalación. Estaba enfurecido. Bajó de la moto y se fue directo hacia él.
—¡Casi me matas, hijo de puta! ¡Ven aquí! —le gritó.
Lo cogió por la pechera, lo zarandeó y lo tiró al suelo. El joven logró zafarse y empezó a correr por el descampado. Pedro estaba fuera de sí. Le dio una patada al ciclomotor y lo tiró al suelo. Se rompieron algunas piezas, el retrovisor y el cristal delantero. Luego siguió persiguiendo al joven. Lo agarró nuevamente y le dio un empujón que lo empotró contra unos contenedores. El chaval cayó al suelo. Pedro, lejos de frenarse, se puso encima y subió el puño de forma amenazante con intención de golpearle. Aguantó alzada la mano durante unos segundos, tiempo en el que el joven logró escapar montaña abajo, huyendo de aquel policía desbocado. Darío, mientras tanto, casi no levantó la vista de la PDA y siguió introduciendo los datos del joven. Luego Pedro, sin intercambiar palabra, cogió su moto y se marchó.
El chaval anduvo media hora caminando sin rumbo por la montaña, aterrorizado, hasta que se encontró con unos peatones que le dieron agua y le dejaron llamar a sus padres. Sus progenitores lo encontraron tembloroso, con la camiseta rota y sin las gafas. Las había perdido cuando el policía lo tiró al suelo. Padres e hijo fueron hacia la comisaría de Horta-Guinardó para protestar por lo que había sucedido e intentar recuperar la moto. El joven aseguraría tiempo más tarde que la policía trató de comprar su silencio. Esta fue la conversación que mantuvieron en comisaría, conforme a la versión del joven.
—Te hemos puesto ocho multas por atentado a la autoridad, por intento de atropello y por las irregularidades que presenta la moto. Tú mismo. Te podemos quitar cuatro multas si no denuncias a los agentes.
—De acuerdo —aceptó el joven, aconsejado por sus padres.
—Un mal día lo tiene cualquiera —dijo el superior minimizando la actuación de uno de sus hombres.
El asunto parecía zanjado. La agresión de Pedro a aquel chaval que se había saltado el alto parecía que no iría a más. Pero no fue así.
El Gobierno municipal liderado por la alcaldesa Ada Colau llevaba pocos meses al frente del Ayuntamiento. Una de las primeras medidas que llevó a cabo fue la reformulación de la Unidad de Asuntos Internos de la Guardia Urbana, que pasó a llamarse Unidad de Deontología y Asuntos Internos (UDAI). El objetivo era ampliar el sentido de un departamento que era estrictamente disciplinario y transformarlo en uno que velara y promoviese las buenas prácticas entre sus agentes. La primera acción de calado consistió en abrir un expediente disciplinario a Pedro y Darío. Luego llamaron al joven implicado y le ofrecieron apoyo para que presentara una denuncia contra los agentes. El chaval aceptó y el procedimiento se puso en marcha.
Asuntos Internos logró la grabación de la gasolinera en la que se veía la peligrosa maniobra del motorista y consiguieron también la prueba que incriminaba a Pedro: la cámara de seguridad de la perrera municipal enfocaba al descampado justo en el punto donde se produjo la agresión. Pedro y Darío fueron suspendidos de empleo y sueldo de forma inmediata. La propia UDAI presentó en el juzgado todas las pruebas de la agresión. Como suele ocurrir cuando hay una investigación penal abierta, el procedimiento disciplinario quedó paralizado a la espera de lo que decidiera el juez. Aun así, los agentes fueron apartados mientras esperaban la resolución judicial. En un hecho poco habitual, la suspensión de los dos guardias fue publicitada por el Ayuntamiento de Barcelona. El 24 de agosto de 2016, nueve días después de los hechos, el departamento de prensa del Consistorio daba cuenta de lo sucedido:
El Ayuntamiento de Barcelona suspende a dos agentes de la Guardia Urbana y les abre expediente por una presunta agresión a un conductor. La Unidad de Deontología y Asuntos Internos (UDAI) ha puesto al juez en conocimiento de los hechos y paralelamente ha abierto un expediente disciplinario por una falta muy grave. El Consistorio considera excepcional esta conducta y destaca el buen trabajo diario del conjunto de agentes, que trabajan de forma profesional y eficiente al servicio de la ciudad.
A diferencia de anteriores gobiernos municipales, que esperaban la decisión del juez para depurar responsabilidades, en este caso el Ayuntamiento difundió públicamente el incidente para mostrarse implacable contra las malas praxis. Aquella publicitación generó recelos entre los agentes de la Guardia Urbana. La actuación de Pedro Rodríguez fue violenta e injustificable, pero muchos sintieron que el Ayuntamiento la había aprovechado para exhibir mano dura contra los agentes díscolos y que la nueva unidad, la UDAI, empezaba a dar sus frutos.
La consecuencia fue que Pedro y Darío se fueron para casa, sin trabajo y sin sueldo. El juez aceptó la denuncia del joven y los agentes fueron citados a declarar como imputados por un delito de torturas. Cabe reseñar que Darío podía haberle echado las culpas a Pedro, puesto que fue el autor de la agresión, pero nunca lo incriminó y decidió pasar aquel mal trago cumpliendo la pena sin delatar a su amigo.
El chaval del ciclomotor también declaró ante el juez. Describió la secuencia, los zarandeos y cómo Pedro se le puso encima y trató de agredirle. Por su parte, el agente reconoció que no estuvo bien lo que hizo, admitió que cogió al joven y lo tiró al suelo, aunque precisando que nunca llegó a golpearle. La causa judicial, sin embargo, tuvo poco recorrido. El joven y su familia querían ser indemnizados por todo aquello y se avinieron a cerrar el caso a cambio de seis mil euros. Darío y Pedro juntaron el dinero, pagaron a la familia del chico y este retiró la denuncia. El juez archivó el caso cuando se cumplían cuatro meses exactos de los hechos. El acuerdo extrajudicial libró a Pedro y a Darío de una condena que podía conllevar incluso penas de cárcel.
La defensa jurídica de Pedro corrió a cargo de un abogado amigo suyo, Francisco Ruiz Palomares. Se conocían desde hacía años y este consiguió zanjar aquel asunto de forma rápida, con lo que Pedro quedó satisfecho. El cierre del procedimiento penal, sin embargo, no extinguió la vía disciplinaria interna en la Guardia Urbana. Los dos agentes fueron suspendidos durante un año de empleo y sueldo.
Pedro Rodríguez empezó a caer en un pozo.
Durante sus años como agente había firmado una trayectoria impoluta. No le perseguía ninguna actuación sospechosa. Sorprende que reaccionara de aquella forma. Días más tarde, según explican desde su entorno, Pedro era un mar de lágrimas. «Se me fue la olla, lo siento mucho», repetía una y otra vez.
¿Qué le ocurrió para que tuviera semejante comportamiento? El propio jefe de la Guardia Urbana, Evelio Vázquez, admitió en una conversación sobre los hechos que lo que pasó en la Rabassada no era normal. La reacción de Pedro fue desmesurada. Algo le sucedía a aquel agente para responder así. Había que escarbar en los días previos para encontrar el posible motivo.
Tras profundizar en el entorno de Pedro, se podía percibir que a nivel personal se encontraba inmerso en una vorágine de cambios que le provocó que estuviera más irascible. El primer factor que agudizó su inquietud fue que pocas semanas antes le comunicaron que debían operarle de nuevo de la espalda y sustituir las prótesis que le habían implantado años atrás. Tener que pasar de nuevo por el quirófano le mantenía tenso y nervioso. Pedro temía las secuelas de una nueva intervención. ¿Y si no salía bien?
Sin embargo, este sería un factor desestabilizador secundario a la vista de la situación personal por la que estaba atravesando. Dos semanas antes del incidente, Pedro se había marchado de casa, abandonando a su mujer, Patricia, y a su hijo, Pablo, de apenas dos años.
La decisión no había sido sencilla y él se sentía culpable. Era un tipo al que definen como «echado para adelante» pero que en conciencia sabía que aquel paso que acababa de dar era un error. Le pudo el impulso irrefrenable de tirarlo todo por la borda y empezar una nueva vida. Un arrebato irracional que deseaba que tuviera sentido. Por ello había tratado de autoconvencerse de que daba el paso correcto.
«A veces hay que moverse al dictado del corazón», decía. Pedro, un tipo duro, musculoso y vacilón, empezaba a decir este tipo de frases edulcoradas. La explicación era que se había enamorado locamente de otra mujer, Rosa Peral. Hacía apenas unas semanas que se veían, pero, sin saber cómo, ya hacía planes de futuro con ella. Ella era también agente de la Guardia Urbana. Compartían comisaría en la Zona Franca, aunque ella trabajaba en otra unidad, la USD, la de los fines de semana. Pedro sabía que se estaba arriesgando, pero sentía que tenían mucho en común: las motos, los circuitos, su admiración por Valentino Rossi… «Queremos lo mismo», solía decir.
Pedro se encontraba en una situación límite. Su vida era una olla a presión: acabado de separar, alejado de su hijo, esperando una operación de espalda y estrenando una complicada relación mientras estaba suspendido de empleo y sueldo. Aquella amalgama de sentimientos a flor de piel se fue cociendo hasta estallar en la Rabassada.