A finales del siglo XIX vivían trece familias en Tor, con unos cuantos mozos y sus hijos. En total, aunque parezca extraño, ciento cincuenta almas.
En 1889 entró en vigor el Código Civil. Era una ley de leyes que tenía que cambiar el país y las costumbres de arriba abajo. Hasta entonces, y sobre todo en la montaña, la palabra dominaba por encima de los papeles. Nadie se atrevía a poner un pie en la finca de otro aunque los límites no estuvieran plasmados en ningún documento. Todo el mundo sabía dónde estaban los mojones de término y de finca, y eran los viejos los que cortaban el bacalao. Claro que también había registros y notarios. Los notarios eran instituciones todopoderosas. Cuando el notario decía algo era más palabra de Dios que si lo decía el propio Dios. (Y en aquellos tiempos, y en aquel lugar, Dios también decía muchas cosas.) Tor dependía de la notaría de Tírvia. Tírvia era más grande y estaba en un cruce de caminos en un paisaje menos agreste y más cercano a la civilización. El notario, don Hermenegildo Danés y Colldecarrera, era un hombre bien considerado en la zona y muy amigo de los viejos de Tor. Fue él mismo quien les avisó que venía una ley peligrosa y tenían que espabilarse para hacerse los dueños de las tierras. Los cabezas de familia de Tor en aquella época se llevaban bien y rápidamente se pusieron de acuerdo.
El 14 de julio (julio, siempre julio) de 1896 crearon la Sociedad de Condueños de la Montaña de Tor. Se trataba de evitar que la entrada en vigor del Código Civil alterase la vida del pueblo y la explotación de la montaña, básicamente los pastos y la madera.
También hay quien dice que los viejos, en aquellos tiempos, crearon una sociedad porque no se fiaban de los jóvenes. Les dio miedo que, con el nuevo código y los nuevos tiempos, la montaña quedara dividida en pedacitos y que los jóvenes atolondrados la vendieran a alguien que no fuera del pueblo. Por todo eso, los estatutos de la sociedad determinaban que la propiedad de la montaña, esto es, las 4.800 hectáreas, era de la sociedad y que los trece cabezas de familia del pueblo eran sus accionistas. Pasaban a ser «condueños del condominio de Tor». En la redacción de los estatutos, el hábil notario y los viejos dejaron claro que «para que los actuales dueños continúen en el dominio y posesión de su parte indivisa de la misma y sus causahabientes lo adquieran, es condición precisa que sean vecinos de Tor, cabeza de familia y tengan casa abierta y propiedad en el mismo».
No podían imaginar que esta condición tan sencilla de cumplir en 1896 un siglo más tarde causaría una tragedia.
Cuando llego al Pallars con Pol y Pepe, intentando conseguir imágenes para el «30 Minuts», me acerco al registro de Sort a leer las escrituras y a ver si las podemos filmar. Recordaré muchos años al registrador y a su encantadora secretaria.
Subo al segundo piso de un edificio relativamente nuevo de la capital del Pallars Sobirà convencido de que el registro es público y que, por lo tanto, podré consultarlo con facilidad. Decidido, pregunto por la finca de la montaña de Tor. Sin embargo, la chica que me atiende me espeta:
–Lo siento, pero tendrá que hablar con el señor registrador.
–¿Por qué? ¿Usted cree que es necesario molestarle? Sólo quiero echarle una ojeada.
–Lo siento, pero es que la prensa no puede consultar el registro.
–¿Cómo dice? ¿No es público, lo del registro? ¡Yo soy público! ¿O no?
–Mire, lo siento, pero el señor registrador nos tiene prohibido que abramos los libros a la prensa.
Me digo: «Este tipo es un crack y se está entrenando para algún cargo importante. Lo primero es hacerse de rogar. Porque, claro, a Sort, un pueblo de 1.500 habitantes sin ningún medio de comunicación, a dos horas de Lleida y más de tres de Barcelona, ¡deben de acudir una docena de periodistas cada día!»
–Oiga, señorita, pero ¿y si en vez de decirle que soy periodista le digo que quiero comprar la montaña, entonces, qué pasa?
–¡Ah, nada! ¡Entonces le enseño los libros!
–¡Tremendo!
Y me enseña los libros.
No encontré nada especial en ellos. Nombres, datos y una retahíla de embargos por no pagar la contribución. El proceso se repetía una y otra vez: pasaban años sin que nadie la pagara, al final alguien se rascaba el bolsillo, se levantaba el embargo y así sucesivamente. Todas las inscripciones enrevesadas son posteriores a los años cincuenta, de lo que se deduce que desde 1896, fecha de la primera inscripción en el registro, hasta bien entrada la posguerra, en Tor las cosas habían ido bien.
Uno de los hombretones de la comarca, cuyos padres habían sido carteros de Tor, entre otros pueblos, me cuenta que a finales del siglo XIX y principios del XX, hasta los años treinta, Tor era uno de los pueblos más ricos del Pirineo. En aquella época la riqueza se medía en cabezas de ganado, y se decía de Tor que era «un cielo para animales y un infierno para personas». Los pastos y el clima que gozan en primavera y verano eran excelentes para favorecer el crecimiento de los animales, y como se podía almacenar mucho pasto, las vacas y las mulas tenían comida suficiente para pasar el invierno. Quien quería una buena mula iba a comprarla a Tor. Y pagaba por ella muchos reales.
En aquellos tiempos, los Sansa tenían una treintena de vacas, una docena de mulas y un centenar de corderos. Una fortuna. Y los otros dos caciques de Tor no se quedaban atrás.
Porque en Tor ha habido toda la vida tres casas fuertes. Tres caciques. Casa Sansa, casa Palanca y casa Cerdà. Nombres que ya aparecen en los siglos XVIII y XIX, y que se han conservado hasta hoy. Las demás casas, muy buenas por lo demás, no eran tan fuertes y muchos hombres trabajaban temporalmente como mozos de las casas grandes, y algunas mujeres iban a servir a las casas de los caciques. No consta que hubiera peleas mientras los viejos estuvieron vivos. El viejo Sansa, Francesc Montané Cirés, abuelo del último asesinado, fue enterrado el 5 de noviembre de 1930. Los históricos cabezas de familia fueron legando las fincas a los hijos. El nombre de Sansa, concretamente, lo llevó Pedro Montané Doria, hasta que murió el 8 de julio de 1954. Tenía siete hijos: Teresa, Sisquet, Rosalía, Josep, Rosendo, Miquel y Alejandro. Teresa y Rosalía eran mujeres, y Sisquet jodió al padre porque se enamoró de una mujer que no le gustaba al viejo; por lo tanto, el heredero fue Josep Montané Baró. Un año antes de morir hizo testamento. Obligaba al heredero a financiar la carrera de Miquel, el estudioso de la saga, y a pagar 15.000 pesetas a todos los demás. Miquel se hizo gemólogo.
Después de la guerra los herederos, los cambios de mentalidad y el hambre empezaron a dibujar otro panorama.
El invierno era un infierno. Con las primeras nevadas el pueblo quedaba completamente incomunicado, y la situación se alargaba seis o siete meses. (Antes nevaba más, dicen.) Hoy en día todavía no hay teléfono, ni luz, ni agua corriente. No hay cobertura de móvil, y si alguien quiere iluminar la noche no le queda más remedio que hacerlo con un camping gas o con pequeños generadores que producen unas horas de luz. En realidad es el sol, igual que en el siglo XIX, el que marca el horario.
Los vecinos de Tor supieron aprovechar los años de abundancia. Un buen ejemplo de su prosperidad es que entre todos contrataban a un maestro y le mandaban subir a pasar el invierno en el pueblo para que les diera clases a los críos, cosa que muchos pueblos del valle no se podían permitir. La vida de comunidad era absoluta. Además, tenían muchos productos agrícolas y carne, es decir, producían lo que necesitaban y no gastaban nada. En aquellos tiempos eso significaba ser rico. Pero, lentamente, la armonía se fue resquebrajando. Después de la guerra, cuando los viejos se fueron apagando, los más adinerados empezaron a llevar a los críos a Alins, que era el pueblo más grande del valle. A mediados de otoño los bajaban a casa de algún pariente o algún amigo que aceptara cuidar de ellos a cambio de poder subir sus vacas a los pastos o de alguna compensación en forma de alimentos, hierba o reses. Los pequeños iban a la escuela y vivían en el valle hasta la primavera. Lo que hoy nos parece tan normal, a finales del siglo XIX y principios del XX, en Tor se consideraba una traición. ¿Qué se habían creído los que se llevaban a los niños? Y se empezó a incubar la envidia. Y, para envidia, la que provocó el heredero de casa Palanca, que, desobedeciendo al viejo, se casó con una heredera de Alins y, además, se marchó a vivir allí. El viejo, cabreado, lo desheredó y se lo dio todo al segundón, Vicenç, que aunque se fue a vivir a Andorra supo agasajar mejor al padre.
Quien también pagó las consecuencias de esa supuesta traición fue el nieto, Jordi Riba Segalàs, Palanca, hijo del desheredado, al que mandaron nada menos que ¡a los maristas de Lleida! ¡A la gran capital! Y eso sí provocó odios, envidias y reproches de los demás, que los acusaban de haber dejado de vivir en el pueblo –lo que, por lo demás, comportaba la pérdida de los derechos sobre la montaña–. Aquel jovencito ya apuntaba maneras de salvaje y la sangre le hervía por subir a Tor. Sólo asistió dos medios cursos a clase, dos inviernos, pero a los ojos de los demás, especialmente de Sansa, con quien se llevaba pocos años, era tiempo más que suficiente para que lo consideraran un forastero y, por consiguiente, sin derecho alguno a la montaña de Tor.
Estos pequeños odios y envidias que no tienen fecha concreta de inicio fueron creciendo y multiplicándose, y ahora que puedo decir que conozco bien el caso, dudo que terminen jamás mientras los protagonistas sigan vivos.