En cierta ocasión, una dama conocedora de que yo estaba trabajando en un libro, al final inédito, relativo a la liebre à la royale, mencionó su reciente visita a un conocido restaurante y me comentó positivamente su experiencia gastronómica con este plato. A continuación, osó recomendarme la visita a dicho establecimiento, que yo evito desde hace años, salvo si debo cumplir con compromisos grupales, ya que su punto fuerte no está en el plato sino en sus acogedores salones.
Era y soy consciente de la escasa amplitud de miras y las limitaciones gastronómicas de dicha señora, ya que he compartido con ella, por razones sociales (que no gastronómicas), mesa y mantel con cierta frecuencia; así que pensé: «Si tú lo recomiendas no debe ser demasiado bueno; es más, seguramente no es una receta ortodoxa en cuanto a su contenido y lo más probable es que ni siquiera justifique que lo designen en la carta con tan pomposo apelativo».
El problema es que liebre à la royale es un nombre bonito y sugerente, que parece justificar un precio elevado en el menú, por lo que resulta una tentación muy fuerte para aquellos cocineros que practican un marketing un tanto torticero. Los ayuda a cuidar la cuenta de explotación de su restaurante con un plato con escandallo más positivo que el promedio. El establecimiento recomendado por la dama, correctamente instalado en un atractivo entresuelo de una calle céntrica, destaca más por su ambiente agradable y por precios bastante moderados que por lo que se sirve en el plato. Este no es el escenario ni se dan las circunstancias ideales para elaborar la auténtica liebre à la royale, que requiere de ingredientes de elevado coste.
La liebre à la royale no es tan solo un plato clásico, sino que, en mi opinión, es el plato testigo por excelencia. Hablar de liebre à la royale, no solo pone a prueba el restaurante, sino que, de hecho, es un pretexto útil para valorar hasta qué punto los comensales condicionan al restaurador e impiden con sus comentarios, fruto del desconocimiento, que el profesional ejecute el plato tal como su alto nivel técnico y profesional le dictaría.
Después de haber degustado en la temporada de caza unas treinta presuntas liebres à la royale (y digo presuntas porque en bastantes casos, de royale tenían bien poco), en abril de 2012 llegué a la conclusión de que un libro sobre este plato era inviable, porque me obligaría a mentir, so pena de quedar mal con la mayoría de los amigos cocineros a los que visité, si comentaba sus elaboraciones. Decidí, pues, no publicarlo, porque tenía previsto elaborar el libro alrededor de comentarios sobre las recetas facilitadas por esos chefs y, en honor a la verdad, me habría visto obligado a decir que la mayoría de ellas no eran ortodoxas.
Cierto, habría quedado pésimamente con ellos, pero el problema de la liebre à la royale no es, en absoluto, de incompetencia de los cocineros, sino de incultura gastronómica de muchos de los consumidores de gastronomía, como la dama que me comentaba su gratificante experiencia. En efecto, todos los buenos profesionales conocen ese plato, ya que es un elemento clave en la alta escuela tradicional, y, por lo general, saben cuáles son sus formas más ortodoxas y todas sus variantes. El freno lo encuentran en la clientela, por lo que a través de la liebre à la royale estamos valorando más el nivel gastronómico de los comensales que la competencia del restaurador, que a menudo teme asustar al cliente con una elaboración demasiado radical.
Uno de los puntos claves de una buena liebre à la royale es la presencia o ausencia de componentes canaille, especialmente la sangre. El chef teme entrar en conflicto con un elevado porcentaje de clientes poco osados; y también teme a la diarrea, casi asegurada unas horas después de disfrutar de la gastronómicamente soberbia liebre à la royale que en sus buenos tiempos, en la última década del pasado siglo, servía Senderens. Por eso, restaurantes técnicamente impecables no ven sus esfuerzos compensados con el éxito. Sin duda el restaurante lo modulamos los clientes con nuestra actitud frente a lo servido. Joan Roca, que domina y tiene bien asumida la ortodoxia, elabora una versión light para los banquetes, de modo que el índice de rechazo sea muy bajo, casi nulo. Es un proceder legítimo e inevitable en ciertas circunstancias.
La mayor parte de los chefs que visité en invierno del 2012 se interesaron vivamente por mi trabajo de investigación sobre este plato emblemático para intentar aprender o hacer benchmarking sacando provecho de mi experiencia como cliente cualificado, entregado en cuerpo y alma a la liebre. No he querido influir, pero inevitablemente lo he hecho en contra de las preparaciones comerciales. Nuestro contexto gastronómico está lleno de demisecs, que propician y aceptan que platos nada auténticos pasen a las cartas bajo el epígrafe ilustre de liebre à la royale.
Pero si algo me ha quedado claro es que con este plato cada cocinero hace lo que le da la gana, según su propia sabiduría técnica y cultural, sus medios y el techo de precio marcado por el nivel económico de su objetivo de ticket, es decir, de importe de la factura pagada por el comensal. En mi currículum gastronómico hay, aproximadamente, un centenar de liebres à la royale y puedo afirmar que no he visto dos preparaciones idénticas. Entre ellas hay una que puedo calificar de versión canónica, o patrón, pero esta es una opinión personal que no quiere sentar cátedra, porque creo que todas las reglas y cánones son discutibles. No obstante, intentaré definir qué es y qué no es una liebre à la royale.
En mi opinión, la única que merece este nombre es la versión périgourdine, conocida también como la de Escoffier. Es la receta de Carême para el príncipe de Taillevent. Esta receta requiere iniciar el proceso culinario con un trabajo que podríamos definir como de taxidermista, consistente en deshuesar el tronco intacto de la liebre, como primer paso de un largo y meticuloso proceso que, en algunos casos, dura más de una semana. Por otra parte, se trata de una receta de elaboración muy delicada, entre otras cosas porque algunos chefs pueden incluir una larguísima cocción a baja temperatura con los consiguientes riesgos sanitarios.
Pero Paul Bocuse y Alain Ducasse defienden otra versión, la poitevine, llamada así porque proviene del Poitou (la región de Poitiers). Es la receta de Macille para el senador Aristide Couteaux, de 1808, alabada por Curnonsky, Colette y la mayoría de autores del siglo XIX. Es la que se come con cuchara. Yo la considero una versión popular mucho más simple que la de Carême-Escoffier. Raymond Oliver, en la época en que era chef de Le Grand Véfour, se anticipó a mi opinión al declarar que no es digna de llamarse royale por la falta de ingredientes nobles, como la trufa melanosporum y el foie gras. ¿Cómo puede llamarse royale una liebre cargada de ajo, cebolla y muchas veces alargada con partes grasas del cerdo? Como máximo se trata de una simple rillette de liebre, un riquísimo plato tabernario, que he visto marcado a 12 euros en una tasca ilustre. No deja de ser cocina popular, pomposamente vendida, que a este precio puede reportar pingües beneficios a un eventual chef astuto.
Una liebre à la royale à la périgourdine, bien rellena de foie y de trufa, sería de elaboración impensable en el contexto de costes en el que nos movemos, salvo si se cobrara a partir de 80 euros el plato, ya que debido al elevado precio de sus ingredientes nobles, este sería el mínimo escandallo posible. ¿Cuántos estarían dispuestos a pagar esa cantidad por este plato? ¿A la dama que encabeza este escrito le gustó realmente la liebre que le sirvieron? ¿O es que quedó favorablemente decidida respecto a su calidad gastronómica influida tan solo por la variable precio?
Veamos dos buenos ejemplos de recetas de liebre à la royale, una de cada, la périgourdine y la poitevine. La primera en la versión que el propio Escoffier, bajo el título de «Lièvre farci périgourdine» ofrece en su obra más importante, Le guideculinaire, de 1903 (de hecho, en este libro no aparece ninguna receta de liebre à la poitevine). La segunda es la receta de la liebre à la royale del senador Couteaux a la manera poitevine, reconstruida fielmente por el malogrado Joël Robuchon y reproducida en el Larousse gastronomique.
Incluir estas recetas tiene como objetivo poner de manifiesto que las respectivas preparaciones tienen puntos en común y fronteras poco definidas. Hablo de dos recetas, pero, en realidad, cada una podría desdoblarse como mínimo en diez, ya que están abiertas a numerosas variantes, que pueden serlo porque introducen modificaciones en el proceso, en la cocción o en algún ingrediente, como por ejemplo, no hablar de la sangre de la liebre. Así, el libre albedrío del chef es el que lo llevará a traspasar estas fronteras, lo cual dificulta definir con rigor una versión ortodoxa, que podría llegar a ser de una complejidad extrema en cuanto a las variables del proceso de elaboración.
Lièvre farci périgourdine
Auguste Escoffier
/ Recoger toda la sangre vaciando la liebre; romper los huesos de las patas para poder bridarla más fácilmente; desnervar los filetes y los muslos y picar finamente estas partes del animal.
/ Por otro lado, picar el hígado, el corazón, los pulmones y 4 hígados de ave, con 150 gramos de tocino graso fresco.
/ Añadir a este picadillo 150 gramos de miga de pan mojada y escurrida; media cebolla picada, cocida con mantequilla y fría; la sangre; una pizca de perejil picado, una punta de ajo picado; 100 gramos de recortes de trufa crudos.
/ Mezclar bien el conjunto; llenar la liebre con este relleno; coser las pieles del vientre; bridar la pieza y brasearla al vino blanco durante 2 horas y media aproximadamente, regándola a menudo.
/ Glasear en el último momento y disponer sobre una fuente larga.
/ Añadir al fondo de braseado 4 decilitros de salsa démiglace de caza; reducir; desgrasar; pasar por la estameña y añadir a esta salsa 100 gramos de trufa picada.
/ Rodear la pieza con algunas cucharadas de salsa y servir el resto aparte.
Lièvre à la royale du sénateur Couteaux à la poitevine
Joël Robuchon
/ Poner en remojo 500 g de redaño de cerdo.
/ Verter 3 botellas de vino tinto en una cacerola, llevar a ebullición, flambear y retirar del fuego.
/ Pelar 10 dientes de ajo.
/ Cortar en mirepoix 1 zanahoria y 1 cebolla grandes.
/ Reducir en un picadillo muy fino el hígado, el corazón y los riñones de una liebre de 3 kg cortada en trozos, sin el râble, con 10 chalotas peladas y la mitad de los dientes de ajo. Reservar en una caja hermética en el frigorífico.
/ Machacar 4 granos de enebro.
/ Sazonar los trozos de liebre con sal, pimienta, 4 pizcas pequeñas de tomillo y el enebro, y envolver cada uno de ellos en una fina loncha de tocino graso. Envolverlos en el redaño escurrido y sujetarlo con un palillo.
/ Depositar en una gran cazuela la mirepoix de zanahoria y de cebolla, junto con un ramillete grande de hierbas aromáticas, 10 chalotas peladas y el resto de los dientes de ajo.
/ Disponer los trozos de liebre en esta cazuela. Sazonarlos con sal y pimienta y bañarlos con el vino tinto flambeado. Tapar y dejarlo cocer durante 6 horas en el horno previamente calentado a 170°C.
/ Deshuesar por entero los trozos de liebre y reservar la carne con las chalotas y los dientes de ajo en otra cazuela.
/ Colar el líquido de cocción en un colador chino, apretando con fuerza para exprimir bien todos los jugos. Dejar enfriar y desgrasar.
/ Poner el picadillo en una ensaladera, mojar con un cucharón de esta cocción fría y batir. Añadir un cucharón más, batir de nuevo y luego volver a verter en la cacerola con el líquido de cocción. Llevar a fuego lento y dejar que cueza durante 1 hora.
/ Colar la salsa en el colador chino apretando bien, luego dejarla reducir 15 minutos en el fuego, espumando las impurezas que asciendan a la superficie.
/ Poner 4 decilitros de salsa en una cacerola pequeña y añadir la mezcla de sangre y de nata líquida. Verter el resto de salsa en la cazuela donde se encuentra la carne de liebre y calentar a fuego lento y tapado. Volver a calentar la salsa, añadirle un chorrito de coñac y rectificar la sazón.
/ Sacar la carne de liebre de la cazuela, disponerla en una fuente honda y untarla con la salsa.
/ En algunas ocasiones, en vez de la liebre à la royale me han servido un râble à la royale. Según Escoffier, el râble no se corresponde con una receta concreta, sino que designa una parte de la anatomía de la liebre:
/ «El râble comprende todo el lomo de la liebre, desde el nacimiento del cuello hasta la cola; los huesos de las costillas se cortan muy cortos. No obstante, a menudo se considera râble únicamente la parte que corresponde a la parte del lomo desde las primeras costillas hasta la cadera.
/ De una manera u otra, el râble de liebre debe limpiarse, desnervarse y picarse. No es necesario en absoluto dejarlo marinar si proviene de un animal joven, ya que la marinada solo tendría sentido si el râble debe guardarse durante algún tiempo antes de su empleo. Sin embargo, ciertas preparaciones exigen que se marine, pero durante un tiempo muy corto.
/ Como tal, el râble cuenta con estas recetas en Le guide culinaire de Escoffier:
- Râble de lièvre à la crème
- Râble de lièvre au genièvre
- Râble de lièvre à la navarraise
- Râble de lièvre sauce aux cérises
- Râble de lièvre sauce groseilles au raifort
/ De hecho, en la receta à la poitevine de Joël Robuchon, se utiliza toda la liebre menos el râble.
/ Según el Larousse gastronomique, el râble es «la parte de la liebre o del conejo que corresponde a la región lumbar y sacra del animal».
/ El râble o lomo bajo incluye los riñones, que se pueden retirar antes de la cocción. Esta pieza carnosa se asa entera, a menudo mechada con bastones de tocino o bien cubierta de albardillas de tocino y marinada. Además, se prepara con mostaza, a la crema (salteado a la cazuela), braseado y acompañado de puré de setas, de castañas y de una salsa poivrade, o bien salteado y acompañado con cerezas con una salsa a la crema agria. Puede asimismo cortarse en dos o tres trozos y cocinarse en civet o en gibelone, salteado, entre otras preparaciones, con las otras piezas.
Como se ve, el asunto de la liebre à la royale puede ser interminable, pues se trata de un plato extraordinario que, en mi opinión, sigue siendo el marcador, filtro o testigo ideal para identificar a un demisec. Pero como debo terminar este capítulo y pasar a otros argumentos, lo haré con un diálogo que mantuve, cuando contemplábamos escribir el libro sobre ese plato, con el conde de Sert. Un diálogo que, probablemente, no aclare nada más de lo que ya he intentado en las líneas anteriores, pero que ilustra un tema recurrente en nuestras conversaciones:
MB: La liebre à la royale sirve para identificar al demisec.
CdS: Es el top de la cocina del siglo XIX. Todos los platos emblemáticos llevan foie, trufa y oporto o algún vino o aguardiente. La poitevine es la que se come con cuchara.
MB: Has definido una rillette. La poitevine es una rillette.
CdS: La moderna es la poitevine. La moderna de Robuchon está tan cocida que es una compota.
MB: No es royale, es una rillette. Es mi teoría.
CdS: Una es más royale y la otra es más liebre guisada. Entre hígado y trufa no comes liebre, comes un equilibrio de foie y de trufa. La sangre de la liebre también está en la poitevine. No soy cocinero, no sé hacerme ni un huevo frito. Pero esta diferencia la sé ver.