Sábado 9 de septiembre de 2017. 20:30 horas

Hipódromo de Palermo de Buenos Aires

El equipo técnico lo advierte enseguida. El tamaño de los primeros gotones estampados contra el piso anuncia claramente que la que se viene no es habitual. Los peores pronósticos están a punto de hacerse realidad y la banda recién pisa el tablado. La tensión, que nunca es bienvenida en estas circunstancias, empieza a cargar el aire para apropiarse del clima interno.

La ansiedad dominante es tal que termina forzando el error en la introducción del primer tema, “Y el mundo me comió a mí”. El baterista Diego Bartaburu arranca sobre la pista de audio un compás antes de lo debido, metiéndole todavía más nerviosismo a la cuestión, dejando al resto de sus compañeros al borde del abismo musical. Casi no se nota. El oficio hace que todo se acomode rápidamente.

Falta lo peor.

Tal como prometen los relámpagos que atraviesan el cielo porteño, los 25 mil presentes preparan sus cuerpos para una empapada categórica, de las que hacen historia. A menos de veinte minutos de comenzado el show —debe durar más de dos horas—, el diluvio se desata con una furia inusual.

—¿¡Justo ahora!? —se escucha gritar.

Horas y más horas de ensayo y planificación. Cientos de toneladas de equipos, luces, cables, fierros e instrumentos. Gente yendo y viniendo durante semanas para que la multiplicidad de factores que supone una producción semejante se mantenga bajo control, para que la aceitada maquinaria en la que se convirtió la banda gire a la altura del desafío. La expectativa generada juega y gravita, sobre todo en la presentación oficial de un disco. Todo está a punto de desmoronarse en la ciénaga de una tormenta inoportuna y espectacular. Entre tema y tema los músicos miran a los costados del escenario. Buscan un guiño, un pulgar arriba, una orden o una señal, algo que les indique qué hacer mientras siguen tocando. El guitarrista Pablo “Bambino” Coniberti se acerca a la consola de monitoreo. No se entiende si lo que dice es una afirmación o una pregunta.

—Estoy regalado, ¿no?

Es el único que no usa sistema inalámbrico. Está enchufado por cable al amplificador y cualquier descarga eléctrica lo dejará instantáneamente frito.

—Y… sí —responde lacónico “Carlos Quinto”, el técnico de guitarras.

Mientras tanto hace lo posible por tapar pedaleras, enchufes y equipos, intentando protegerlos de un aguacero que a esta altura se caga de risa del techo del escenario. Está a punto de reinar el caos.

En el área de trabajo, a un costado del centro de la escena, la cúpula de mando del evento se propone tomar las riendas —y algunas decisiones— tras bambalinas. Entre ellos se comunican a los gritos. El ruido de la lluvia es ensordecedor y tienen a la banda tocando a menos de seis metros. El manager Nicolás Fervenza obtiene de manera simultánea toda la información posible y cuenta con unos pocos minutos para determinar qué hacer. Los encargados de la energía eléctrica y el sonido sugieren que la estructura todavía “banca”. Por su parte, los enviados del Gobierno de la Ciudad sostienen que hay que suspender el concierto de manera inmediata; temen por el peligro latente de los rayos cayendo cerca de la gigantesca estructura hecha de hierro.

Alguien arriesga que la zona está cubierta por los pararrayos de los edificios vecinos. Esa versión no convence a nadie. La integridad física de los presentes es la prioridad indiscutible. Ante semejante panorama, hay que obedecer a las autoridades del Gobierno de la Ciudad que insisten enfáticamente en terminar ya mismo el concierto. Todavía nadie se atreve a imaginar —ni a calcular— el posible perjuicio legal y económico que implicará tener que cancelar a menos de una hora de comenzado el show. Consensuada la suspensión, los encargados de la producción solicitan dos o tres temas más; necesitan tiempo para retirar los vallados que sirven para controlar el ingreso; es la única manera de facilitar la salida simultánea de miles de personas bajo una lluvia que no da respiro. Durante un breve solo de percusión y batería a cargo de Gonzalo “El Japo” Castex y Bartaburu, el resto de la banda se asoma a un costado del escenario y se le informa la novedad. Tres temas y hay que cortar. Falta más de media lista.

Emiliano Brancciari, cantante, deja caer el cuerpo sobre las piernas para tratar de aliviar la tensión acumulada en la cintura. Luego camina como fiera enjaulada por el backstage, con las cejas desorbitadas y su mejor cara de “no puedo creer lo que está pasando”. Guzmán “El Chule” Silveira, bajista, apura tranquilo unos tragos de cerveza mientras observa incrédulo cómo el agua lo arruina todo, sin un mínimo de misericordia. El equipo técnico hace lo humanamente posible por mantener algo parecido al orden.

—¡Tres temas y nos vamos!

A esta altura, teniendo en cuenta los sucesos y el contexto, surge una pregunta que parece inevitable: ¿cómo fue que estos pibes que se juntaban a fumar porro, tomar vino cortado con gaseosa y guitarrear hasta el amanecer tirados sobre el terraplén de Playa Buceo hoy tengan, veinticinco años y mil trescientos cuarenta y seis toques después, tamaña responsabilidad sobre sus hombros?

Tal vez una de las respuestas sea que nunca pararon. No lo hicieron cuando en aquel iniciático primer concierto en una pequeña plaza del barrio Malvín el baterista nunca apareció y tocaron igual. Tampoco cuando todos les decían que ese nombre era “contraproducente” —llegaron a perder potenciales sponsors— y lo bancaron igual. “En una época en la que el marketing es ley primera y la mayoría de las cosas se venden por su envase, a estos tipos se les ocurre formar una banda y ponerle No Te Va Gustar. Es como si se cagaran en las normas de la promoción y la publicidad, y las ambiciones comerciales quedaran relegadas a un último plano”, escribió el propio Nico Fervenza en el año 2000 para la revista Voodooo, poco antes de convertirse en manager del grupo. ¿Pararon cuando en el segundo día de su primera gira por Europa, con cincuenta presentaciones por delante, el baterista se rompió feo una pierna jugando al fútbol? No solo siguieron adelante sino que ni siquiera cancelaron un solo compromiso. Ni hablar del momento en el que, acariciando el sueño del músico que vive de sus canciones, dos de sus miembros fundamentalmente fundadores “soltaron los remos” para abandonar el barco. El destino los golpeó duro con el vulgar despliegue de poder de la tragedia y no pararon. Se detuvieron a procesarlo, sí, pero no pararon.