Maud Deverill guardaba silencio, sentada en el carruaje junto a su marido. Sus manos enguantadas descansaban sobre la manta que se había echado sobre el regazo, un chaquetón de piel cubría su pecho y su espalda, y aun así tiritaba. La noche era clara y fría, y sin embargo el aire estaba impregnado de una humedad perpetua que subía de la tierra empapada y era arrastrada hacia el interior por la brisa salobre del mar, tan punzante que calaba los huesos.
Bertie había regresado a primera hora de la tarde, como tenía por costumbre, oliendo a establo y a sudor. Pese a que había saludado con tibia cortesía a lady Rowan-Hampton, Maud no se dejaba engañar por esa pátina de respetabilidad. Había olido a menudo el perfume de Grace en el cuello de la camisa de su marido y había sorprendido las miradas seductoras que se lanzaban cuando creían que nadie les prestaba atención. ¿Por qué —cabía preguntarse— tenía una amistad tan estrecha con la amante de su marido? Porque creía, quizá desacertadamente, que era importante tener cerca a los amigos y más cerca aún a los enemigos. Por eso era uña y carne con Grace, la más peligrosa de sus enemigas.
El carruaje avanzó a sacudidas por el camino rural que circundaba la finca, pasando por encima de baches y charcos, hasta llegar por fin al castillo, con sus pasajeros vapuleados por tanto traqueteo. El lacayo abrió la puerta y ofreció la mano a la señora Deverill, que la aceptó y sacó el pie, indecisa, buscando a tientas en la oscuridad el peldaño superior. Bajó por fin y se agarró del brazo de su marido. Bertie era rubio y apuesto y tenía la cara ancha y bien proporcionada y los ojos grises, tan claros como huevos de pato. Poseía un humor sardónico y cierta debilidad por las mujeres guapas. De hecho, se le tenía en muy alta estima en todo el condado de Cork por su encanto discreto y su buen carácter, y era el caballero favorito de todas las damas, excepto —naturalmente— de Maud, que, consciente de que nunca había sido suyo en exclusiva, le guardaba rencor.
Se habían encendido faroles a ambos lados de la puerta del castillo para iluminar la entrada. Bertie y Maud Deverill eran los vecinos más próximos, pero siempre llegaban los últimos debido a la tendencia de Maud a llegar tarde. Confiaba inconscientemente en que si vacilaba, si se entretenía y perdía el tiempo, quizá su marido se fuera sin ella.
—Si otra vez tengo que sentarme al lado del rector, me pego un tiro —siseó.
Sus labios encarnados parecían negros en la semioscuridad.
—Querida mía, siempre te sientas al lado del rector y nunca te pegas un tiro —repuso Bertie en tono paciente.
—Tu madre lo hace a propósito para fastidiarme.
—¿Y por qué haría eso mi madre?
—Porque me desprecia.
—Tonterías. Mamá no desprecia a nadie. Es simplemente que sois muy distintas. No veo por qué no podéis llevaros bien.
—Me duele la cabeza. No debería haber venido.
—Pero, ya que estás aquí, procura divertirte.
—A ti todo te parece bien, Bertie. Siempre eres el alma de la fiesta. A ti todo el mundo te quiere. Yo solo estoy aquí para facilitaros la diversión.
—No seas absurda, Maud. Vamos, aquí vas a coger un resfriado. Necesito una copa.
Entraron en el vestíbulo y Maud se despojó de mala gana de su chaquetón de piel y sus guantes y se los entregó a O’Flynn.
Era una mujer muy bella, pero de aspecto severo. La suerte la había bendecido con unos pómulos altos, una cara simétrica en forma de corazón, grandes ojos de color azul claro y una nariz pequeña y recta. Tenía los labios carnosos y el cabello rubio, espeso y lustroso, recogido al estilo eduardiano, con ondas y tirabuzones allí donde se consideraba necesario. Su tez era blanca como la leche; sus manos y pies, delicados. De hecho, era como una encantadora estatua de mármol labrada por un escultor benévolo, pero fría y dura, y carente de toda sensualidad. La única cualidad que le confería cierto carácter era su incapacidad para ver más allá de sí misma.
Esa noche llevaba puesto un vestido azul claro, que llegaba hasta el suelo y realzaba su figura esbelta, y una gargantilla de perlas con un broche de diamantes. Cuando entró en el salón se oyó una exclamación colectiva de admiración, lo que la alegró enormemente. Sintiéndose mucho mejor, avanzó con paso airoso y al instante se halló rodeada por Hazel y Laurel, las excéntricas hermanas solteronas de Adeline.
—Mi querida Maud, estás preciosa —dijo Hazel—. ¿Verdad que sí, Laurel? ¿Verdad que Maud está preciosa?
Laurel, que rara vez se apartaba de su hermana, sonrió plegando sus mofletes colorados.
—Ya lo creo que sí, Hazel. Ya lo creo. Sencillamente, preciosa.
Maud miró altivamente las dos caras redondas que le sonreían con avidez y esbozó una sonrisa educada antes de zafarse de ellas lo más cortésmente que pudo con la excusa de que iba a saludar al rector.
—La pobre señora Daunt está peor de lo suyo —comentó Hazel aludiendo a la esposa del rector.
—Mañana le diremos a Mary que haga un bizcocho y se lo lleve —sugirió Laurel, refiriéndose a su criada.
—Una idea espléndida, Hazel. Seguro que una pizca de brandy en el bizcocho la ayuda a recuperarse, ¿no crees?
—¡Desde luego que sí! —exclamó Laurel con su entusiasmo habitual, mientras daba palmadas con sus manitas.
El rector era un hombre grueso y pagado de sí mismo, de bigote largo y áspero y grandes mofletes rojizos, que disfrutaba de los placeres de la vida como si la obligación de hacerlo fuera uno de los Mandamientos menos conocidos del Señor. Cazaba con fruición, era un buen tirador y un gran aficionado a la pesca. A menudo se le veía en las carreras, confundido entre su rebaño, y nunca perdía la ocasión de predicar, como si ese sermoneo constante justificara su presencia en aquel antro de iniquidad. Maud era una mujer muy religiosa cuando le convenía, y aborrecía al rector por su desvergonzada campechanería. El vicario de su ciudad natal en Inglaterra era un hombre sencillo y austero, como sus aficiones, y así era como Maud creía que debían ser todos los hombres de religión. Le tendió la mano y le saludó, sin embargo, disimulando sus verdaderos sentimientos tras un barniz de tibia cortesía.
—Vaya, pero si es la encantadora señora Deverill —dijo él, agarrando con su esponjosa mano la delicada mano de Maud y dándole un fuerte apretón—. ¿Recibió Victoria la lectura para el oficio de mañana? —preguntó.
—Sí, la recibió —respondió Maud—. He practicado con ella, pero ya conoce usted a los jóvenes: leen demasiado deprisa.
—Tengo entendido que pronto nos dejará para irse a Londres.
—No sé qué voy a hacer sin ella —repuso Maud, que siempre se las ingeniaba para dirigir la conversación hacia su propia persona—. Voy a sentirme muy sola con Elspeth como única compañía.
—Harry volverá pronto para las vacaciones y, naturalmente, todavía tiene a… —El rector estaba a punto de mencionar a Kitty cuando Maud le interrumpió enérgicamente.
—Se paga un precio muy alto por una buena educación —dijo con aire solemne—. Pero así es la vida, y Harry es feliz en Eton, así que no debería quejarme. Le echo terriblemente de menos. Vale por diez de mis hijas. Pero Dios no tuvo a bien darme más hijos varones —añadió en tono de reproche, como si el rector fuera en cierto modo responsable de su infortunio.
—Sus hijas cuidarán de usted en la vejez —repuso el rector solícitamente antes de apurar su copa de jerez.
—Harry cuidará de mí en la vejez. Mis hijas estarán demasiado atareadas con sus propios hijos para ocuparse de mí.
En ese momento se les unió Adeline y, al ver su sonrisa dulce y sus ojos brillantes, un cálido sentimiento de alivio embargó al rector.
—Lady Deverill —dijo—, estábamos comentando que las hijas son un gran consuelo para sus madres en la vejez.
—Lo ignoro, dado que mi hija cruzó el Atlántico sin mirar atrás —repuso Adeline no sin amabilidad—. Pero seguro que tiene usted razón. Maud está muy consentida, teniendo tres hijas.
Maud evitó su mirada. La forma que Adeline tenía de mirarla, como si pudiera ver a través de ella y percibir, con una pizca de ironía, sus flaquezas y defectos, le causaba un profundo desasosiego.
—Es muy probable que Victoria y Elspeth se casen con ingleses y se marchen de Irlanda para siempre. Yo tengo depositadas todas mis esperanzas en Harry porque, se case con quien se case, se quedará aquí.
Adeline le clavó la mirada.
—Te olvidas de Kitty, querida.
El rector, que sentía gran afecto por la pequeña de los Deverill, sonrió de oreja a oreja.
—Esa sí que no se irá de Irlanda. Kitty, no. Me apostaría cualquier cosa a que se casa con un irlandés.
Maud trató de sonreír, pero sus labios encarnados solo lograron esbozar una mueca.
Adeline sacudió la cabeza. No podía disimular el cariño que le tenía a la niña.
—Es muy osada. Seguro que hará algo sorprendente. Yo apostaría por eso.
Maud sintió que se esperaba de ella que aportara algo a la conversación, pero a decir verdad ignoraba cómo era su hija. Solo sabía que tenía el pelo tan rojo como Adeline y sus mismos ojos sagaces e inquisitivos.
Por fin, O’Flynn apareció en la puerta para anunciar que la cena estaba lista. Maud encontró a su marido conversando acerca de la próxima partida de caza con su padre, que ya iba por su tercera copita de jerez. Lord Deverill siempre se las ingeniaba para parecer apolillado. Tenía el cabello gris completamente revuelto, como si acabara de llegar al galope, y los codos de su levita parecían raídos por los ratones. Por más que Skiddy se esforzara en mantener la ropa de su señor limpia y bien planchada, siempre daba la impresión de que acababan de sacarla del fondo de un cajón, y lord Deverill se negaba tercamente a comprarse prendas nuevas.
—¿Puedo tener el placer de acompañarte al comedor, Maud? —preguntó Hubert, a quien agradaba su bello rostro.
Maud, que siempre podía confiar en el apoyo de su suegro, le dio el brazo y dejó que la escoltara al comedor.
Bertie acompañó a las Arbolillo, cada una de un brazo, dejando que su cháchara atolondrada se elevara por encima de él como el gorjeo tranquilizador de los pájaros. El rector entró con Adeline. La conversación entre los dos había quedado reducida a un soliloquio del rector acerca del sufragio femenino, que Adeline escuchaba solo a medias, con nulo interés.
Bendijeron la mesa en pie. Hubert ocupaba la cabecera de la mesa y Adeline el otro extremo, con el rector a su derecha, junto a Maud, que parecía furiosa. Inclinaron la cabeza y el rector habló con la voz grave y solemne que solía reservar para el púlpito. Tan pronto como concluyó la oración, se abrió de golpe la puerta y apareció Rupert, el hermano menor de Bertie, desaliñado y visiblemente borracho.
—¿Hay sitio para mí? —preguntó dirigiéndose a su madre, con las manos apoyadas en el marco de la puerta.
Adeline no pareció sorprendida de ver a su hijo mediano, que vivía en la casa que anteriormente había ocupado su difunta suegra, situada a un par de kilómetros de allí campo a través, frente al mar.
—¿Por qué no te sientas entre tus tías? —preguntó Adeline al mismo tiempo que se sentaba.
Hubert, que tenía menos paciencia con su alocado hijo y estaba convencido de que le habría ido mejor si se hubiera reunido con su hermana pequeña en Estados Unidos y se hubiera casado y hubiera hecho algo con su vida, soltó un bufido y dijo:
—La cocinera libraba hoy, ¿eh?
Rupert sonrió con todo su encanto.
—Me he enterado de que mis queridas tías Hazel y Laurel venían a cenar y no he podido resistirme, papá.
Las Arbolillo se sonrojaron de placer, sin advertir el ligero tono burlón de su sobrino, e hicieron hueco para que O’Flynn colocara una silla entre las dos.
—¡Qué velada tan deliciosa está siendo esta! —exclamó Laurel—. ¿No te parece, Hazel?
—Desde luego que sí, Laurel. Ven a sentarte, Rupert, querido, y cuéntanos qué has estado tramando. Llevas una vida tan emocionante, ¿verdad que sí? De hecho, ayer mismo comentábamos lo que es la juventud, ¿no es cierto, Laurel?
—Sí, ya lo creo. Hazel y yo somos tan viejas que ya solo podemos disfrutar de los pequeños chismorreos que nos da Rupert, como migajas de la mesa de un ricachón.
Rupert tomó asiento y desdobló su servilleta.
—¿Qué nos tiene preparado la señora Doyle esta noche? —preguntó.
Era más de medianoche cuando Bertie y Maud volvieron al pabellón de caza. Maud desahogó su furia con su marido, que pese a su cansancio se encontraba agradablemente achispado.
—Lo de Rupert es una vergüenza, presentarse así, sin que le hayan invitado… Y, además, ebrio y mal vestido… Cualquiera pensaría que tendría la decencia de vestirse como corresponde para la cena, teniendo en cuenta la cantidad de dinero que le da tu padre.
Se tambaleó hacia delante cuando el carruaje pisó un bache.
—A mis padres no les importan esas cosas —contestó Bertie con un bostezo.
—Pues deberían importarles. La civilización es cuestión de formas. Este país se hundiría en la barbarie si no fuera por personas como nosotros, que guardan las formas. Las apariencias importan, Bertie. Tus padres deberían dar ejemplo.
—¿Insinúas que ellos tampoco visten como es debido, Maud?
—La ropa de tu padre está comida por las polillas. ¿Qué daño podría hacerle ir a Londres a visitar a su sastre de vez en cuando?
—Tiene cosas más importantes en que pensar.
—Como cazar, disparar y pescar, supongo.
—Exacto. Es mayor. Deja que haga lo que le plazca.
—Y en cuanto a tus tías, son ridículas.
—Son felices, buenas y amables. Juzgas a los demás con mucha dureza, Maud. ¿Hay alguien que te agrade?
—Rupert necesita una esposa —añadió ella cambiando de tema.
—Pues búscale una.
—Debería ir a Londres a buscar una muchacha inglesa con buenos modales y carácter fuerte que lo tenga firme como una vela.
—Cuánta amargura, Maud. ¿Tan horrible te ha parecido la velada?
—Oh, tú te lo has pasado de lo lindo en el comedor, bebiendo oporto y fumando puros mientras nosotras languidecíamos en el salón. ¿Sabes que tu madre y sus hermanas van a celebrar una sesión de espiritismo aquí, en el castillo? Son unas brujas, las tres. ¡Es absurdo!
—Bah, deja que se diviertan, querida. ¿Qué te importa a ti que quieran comunicarse con los muertos?
Maud se dio cuenta de que su argumento era endeble.
—Es poco piadoso —añadió con acritud—. No creo que al rector le haga ninguna gracia. Y, además, de eso no saldrá nada bueno, acuérdate de lo que te digo.
—Sigo sin ver en qué te afecta a ti, Maud.
—Tu madre es una mala influencia para Kitty —afirmó ella, sabedora de que la mención de la niña daría más peso a su argumentación.
Bertie frunció el entrecejo y se frotó la áspera barbilla.
—Ah, Kitty… —suspiró sintiendo una punzada de culpa.
—Pasa demasiado tiempo hablando de tonterías con su abuela.
—¿Será quizá porque tú no pasas ningún tiempo con ella?
Maud se quedó callada un rato, ofendida. Bertie nunca se había quejado de su patente falta de interés por la hija menor de ambos. Además, era costumbre que los hijos pequeños se mantuvieran fuera de la vista, en el cuarto de los niños, con su institutriz. Pensó entonces, con una súbita oleada de rencor, que Grace Rowan-Hampton debía de habérselo mencionado. Al tener cerca a su enemiga, había dejado entrar a una espía en su casa.
El carruaje se detuvo delante del pabellón de caza, frente a la puerta principal. Llovía ligeramente, una «calabobos», como decían los lugareños. Un fuerte viento barría los campos, gimiendo fantasmagóricamente al azotar las ramas desnudas de los castaños. El mayordomo les esperaba en el vestíbulo con un quinqué para alumbrarles el camino hasta el piso de arriba. Sintiéndose más descontenta que nunca, Maud siguió a su marido hasta el descansillo con la esperanza de que él advirtiera su silencio y le preguntara qué le ocurría.
—Buenas noches, querida —dijo Bertie sin siquiera mirarla.
Ella lo vio desaparecer en su habitación y cerrar la puerta. Furiosa, entró en la suya, donde la esperaba una doncella para desabrocharle el vestido. Sin decir palabra, se puso de espaldas a la muchacha y esperó a que cumpliera con su obligación.
A la mañana siguiente Kitty desayunó con la señorita Grieve en el cuarto de los niños y luego se vistió para ir a la iglesia. El oficio dominical en la parroquia de Saint Patrick de Ballinakelly era la única ocasión en la que se reunía toda la familia. La única vez que Kitty veía a sus padres. La señorita Grieve le sacó un delantal blanco y limpio, le lustró las botas negras y pasó mucho más tiempo del necesario quitándole los nudos del pelo sin reparar en el dolor que le causaba. Pero Kitty fijó la mirada en las nubes grises que surcaban el cielo más allá de la ventana y se obligó a no derramar una sola lágrima.
Sus padres y sus abuelos iban en carruajes, pero Kitty y sus hermanas tomaron el birlocho tirado por un poni, con la señorita Grieve en el pescante junto al señor Mills, que llevaba las riendas. Victoria era tan guapa como su madre, con la cara ancha y en forma de corazón, la nariz larga y recta y los ojos azules y de mirada altiva. Se sentaba muy erguida, con el cabello rubio cayéndole hasta la cintura en lustrosos rizos y la cabeza bien alta, consciente de su belleza y de la admiración que despertaba. Elspeth era más modesta y menos atractiva que su hermana mayor. Su pelo era de color castaño ceniza, su nariz chata y carnosa, y su expresión tan sumisa y bobalicona como la de un perrillo faldero. Las dos hermanas mayores ignoraban por completo a Kitty y preferían hablar entre sí, pero a la niña no le importaba: estaba demasiado ocupada contemplando los prados en los que pastaban vacas y ovejas.
—Nuestra madre dice que tengo que hacerme vestidos nuevos para ir a Londres —comentó Victoria alegremente, sujetándose el sombrero para que no se le volara con el viento—. Ya le ha mandado mis medidas a la prima Beatrice. ¡Qué ilusión! Seguro que serán diseños a la última moda.
—Qué suerte tienes —repuso Elspeth, que tenía tendencia a alargar las vocales, de modo que su voz sonaba lastimera—. Ojalá pudiera ir contigo. Pero no, tengo que quedarme aquí, sin nadie con quien hablar excepto mamá. Voy a estar aburridísima sin ti.
—Pues más vale que te acostumbres, Elspeth —dijo su hermana mayor enérgicamente—. Porque tengo intención de encontrar marido.
—Para eso vas, claro.
—Mamá me ha dicho que si una no encuentra marido es porque es fea, sosa o las dos cosas.
—Tú no eres fea ni sosa —dijo Elspeth—. Por suerte, ninguna de las dos ha heredado el pelo rojizo de la abuela.
—No es rojizo —terció Kitty desde debajo de su sombrerito—. Es rojo ticiano.
Sus hermanas soltaron una risita.
—Mamá dice que es rojizo —contestó Victoria maliciosamente.
—Tener el pelo rojo es una desgracia —añadió Elspeth—. Los pescadores se vuelven a casa si ven una mujer pelirroja cuando van camino del puerto. Me lo dijo Clodagh —dijo refiriéndose a una de las criadas.
—Así que harías bien en no quitarte ese sombrerito que llevas —agregó Victoria.
Miró a su hermana pequeña y Kitty clavó con descaro en ella sus ojos grises. Victoria dejó de reírse y se pronto se asustó. Había algo pavoroso en la mirada de su hermanita, como si pudiera hechizar a alguien con solo mirarlo.
—No nos pongamos desagradables —dijo, intranquila, no queriendo incitar la ira de Kitty, por si acaso gafaba su primera temporada en Londres—. El pelo rojo está bien si va acompañado de una cara bonita, ¿verdad que sí, Elspeth? —dijo clavando el codo en las costillas de su hermana.
—Sí, claro —contestó Elspeth obedientemente.
Pero Kitty había dejado de escucharlas. Estaba mirando a los niños católicos de los alrededores, que en esos momentos volvían de misa, buscando a Bridie y Jack O’Leary.