Kitty se había distraído al oír el estampido de un disparo. Permaneció unos instantes paralizada en la escalera de la parte trasera. El ruido parecía proceder del interior del castillo. Siguió un estallido de ladridos. Se fue corriendo al vestíbulo y vio que los tres perros lobos de su abuelo salían al galope de la biblioteca y subían por la escalera. Sin pensárselo dos veces, corrió tras ellos subiendo los escalones de dos en dos hasta llegar al rellano. Los perros enfilaron el pasillo y resbalaron sobre la alfombra al doblar la esquina. Faltó poco para que se estamparan contra la pared.
Kitty encontró a su abuelo junto a la ventana de su vestidor. El anciano vestía, como de costumbre, unos pantalones y una chaqueta de tweed descolorido, y apuntaba con una escopeta hacia el jardín. Efectuó alegremente otro disparo que se perdió en la húmeda neblina invernal acumulada sobre el césped.
—¡Malditos papistas! —vociferó—. ¡Así aprenderéis a no entrar en mis tierras! ¡Largaos antes de que apunte en serio y os mande al otro barrio!
Kitty lo miró horrorizada. Que Hubert Deverill disparara contra católicos no tenía nada de raro. Solía tener altercados con los cazadores furtivos y los carniceros que merodeaban por sus tierras en busca de caza. Y Kitty, apostada junto a la puerta de la biblioteca, había aguzado el oído lo suficiente para saber lo que opinaba de ellos. No entendía que su abuelo pudiera odiar tanto a aquellas personas simplemente por ser católicas; a fin de cuentas, todos los amigos de la niña eran católicos irlandeses. Los perros jadeaban a los pies de su amo cuando Hubert retiró la escopeta de la ventana y les dio unas palmadas cariñosas. Al ver a su nieta parada en el umbral como versión en miniatura de su esposa, con las cejas fruncidas en una expresión de reproche, sonrió con aire travieso.
—Hola, Kitty, querida. ¿Te apetece un poco de bizcocho?
—¿De bizcocho borracho?
—Aromatizado con brandy. Te sentará bien. Pondrá un poco de color en esas mejillas tuyas tan paliduchas.
Pulsó el timbre para llamar a su ayuda de cámara, lo que haría sonar una campanilla en un tablero situado en los aposentos del servicio, bajo el nombre de Lord Deverill.
—Soy pálida de nacimiento, abuelo —contestó la niña mientras lo veía abrir la escopeta y colgársela del brazo como hacía su abuela con el bolso cuando iban a Ballinakelly.
—¿Qué tal la batalla del Boyne? —preguntó su abuelo.
Kitty suspiró.
—Eso fue el año pasado, abuelo. Ahora estoy estudiando el Gran Incendio de Londres.
—Estupendo, estupendo —masculló él, pensando en otras cosas.
—¿Abuelo?
—¿Sí?
—¿A ti te gusta este castillo?
—Qué pregunta más tonta —respondió Hubert, enfurruñado.
—Quiero decir que si te molestaría pasarte encerrado aquí toda la eternidad.
—Si te estás refiriendo a la Maldición de Barton Deverill, tu institutriz debería enseñarte historia de verdad, no leyendas populares.
—La señorita Grieve no me enseña leyendas populares, me las enseña la abuela.
—Sí, bueno… —farfulló él—. Paparruchas.
—Pero tú serías feliz aquí, ¿verdad que sí? La abuela dice que le tienes mucho más cariño al castillo que todos tus ancestros.
—Ya sabes que tu abuela siempre tiene razón.
—Me preguntaba si te molestaría mucho vivir en…
Hubert la interrumpió antes de que pudiera continuar.
—¿Dónde demonios está Skiddy? Vamos a comer un poco de bizcocho antes de que se lo coman los ratones. ¿Qué te parece? ¡Skiddy!
Mientras recorrían el frío pasillo que llevaba a la escalera, se encontraron con el señor Skiddy, que llegaba jadeando. Frank Skiddy tenía sesenta y ocho años y llevaba más de cincuenta empleado en el castillo de Deverill, desde que entrara al servicio del anterior lord. Era muy flaco y de constitución débil debido a su alergia al trigo y a las secuelas de una infección pulmonar sufrida durante sus primeros años de vida, pero la idea de jubilarse era anatema para el viejo ayuda de cámara, que seguía desempeñando sus funciones pese a su mala salud.
—Milord —dijo al ver a lord Deverill avanzando a grandes zancadas por la alfombra, seguido por su nieta y tres perros.
—Está flojeando usted, Skiddy —repuso Hubert entregándole su escopeta—. Necesita una buena limpieza. Hay demasiados conejos en el jardín.
—Sí, milord —contestó impertérrito el señor Skiddy, acostumbrado al comportamiento excéntrico de su amo.
Lord Deverill bajó por la escalera.
—¿Te apetece una partida de ajedrez con el bizcocho, jovencita?
—Sí, por favor —contestó Kitty alegremente—. Montaré el tablero y podemos jugar después del té.
—El problema es que pasas demasiado tiempo metida en tu imaginación. Y es un sitio peligroso, la imaginación de uno. Tu institutriz debería mantenerte ocupada.
—No me cae bien la señorita Grieve —respondió Kitty.
—Las institutrices no están para caerle a uno bien —replicó su abuelo con severidad, como si el hecho de que a uno pudiera gustarle su institutriz fuera una idea igual de descabellada que sentir aprecio por un católico—. Están para soportarlas.
—¿Cuándo me libraré de ella, abuelo?
—Cuando encuentres un buen marido. Al que también tendrás que soportar.
Kitty quería a sus abuelos más que a sus padres y hermanos, porque con ellos se sentía valorada. A diferencia de sus padres, le dedicaban tiempo y atención. Cuando Hubert no estaba cazando, pescando o pegando tiros por la finca con sus perros, o en Dublín, en el club de Kildare Street, o asistiendo a reuniones de la Royal Society, le enseñaba a jugar al ajedrez, al bridge y al whist con paciencia sorprendente en un hombre que, por lo general, no soportaba a los niños. Y Adeline la dejaba ayudar en los jardines. Aunque tenían jardineros de sobra, su abuela se pasaba horas trajinando en los invernaderos, con sus hermosos techados blancos como el merengue. En la atmósfera cálida y terrosa de aquellos edificios de cristal, cultivaba claveles, uvas y melocotones, así como una enorme variedad de plantas de largo nombre latino. Cultivaba hierbas y flores con fines medicinales y procuraba transmitir ese saber a su nietecita. Enebro para la artritis reumatoide, anís para el resfriado y la indigestión, perejil para la hinchazón, trébol rojo para las llagas y majuelo para el corazón. Sus preferidas eran el cannabis para la tensión mental y el cardo mariano para las afecciones de hígado.
Cuando Hubert y Kitty llegaron a la biblioteca, Adeline apartó la mirada del cuadro de una orquídea que estaba pintando en la mesa, delante del ventanal, aprovechando la poca luz que quedaba.
—Imagino, querido, que eras tú disparando desde la ventana de tu vestidor —dijo lanzando a su marido una mirada de reproche por encima de los anteojos.
—Malditos conejos —refunfuñó él al hundirse en el sillón orejero, junto al fuego de turba que ardía alegremente en la chimenea. Un instante después, desapareció detrás del Irish Times.
Adeline sacudió la cabeza con indulgencia y siguió pintando.
—Si sigues así, Hubert, solo conseguirás ponerlos aún más furiosos —comentó.
—No están furiosos —repuso Hubert.
—Claro que sí. Lo están desde hace siglos…
—¿Quiénes? ¿Los conejos?
Adeline detuvo en el aire su pincel y suspiró.
—¡Qué absurdo eres, Hubert!
Kitty se sentó en el sofá y miró con avidez el bizcocho colocado junto con la tetera y las tazas de porcelana en la mesa, delante de ella. Los perros se echaron delante del fuego con un profundo suspiro. No habría bizcocho para ellos.
—Adelante, cariño, sírvete —le dijo Adeline—. ¿No te dan de comer en tu casa? —preguntó con el ceño fruncido al fijarse en los finos brazos de la niña y su estrecha cintura.
—La señora Doyle es mejor cocinera —contestó Kitty, pensando en los grasientos estofados y el repollo aguado de la señorita Gibbons.
—Eso es porque le he enseñado que la comida no solo ha de llenarle a uno la barriga, sino que ha de tener buen sabor. Te sorprendería cuánta gente come únicamente para saciarse y no por placer. Le diré a tu madre que mande aquí a vuestra cocinera para que aprenda un poco. Seguro que la señora Doyle estará encantada de enseñarle.
Kitty se sirvió un pedazo de bizcocho e intentó imaginarse a la señora Doyle encantada por cualquier cosa. Habría sido difícil encontrar una mujer más agria que ella. Un momento después, oscureció del todo y Adeline se reunió con su nieta en el sofá. O’Flynn, el viejo y achacoso mayordomo, le sirvió una taza de té con mano temblorosa mientras una joven criada recorría en silencio la estancia encendiendo los quinqués. Poco después, un fulgor suave y dorado llenaba la habitación.
—Tengo entendido que Victoria nos dejará pronto para ir a vivir a Londres con la prima Beatrice —comentó Adeline.
—Yo no quiero ir a Londres cuando sea mayor —dijo Kitty.
—Bueno, tendrás que ir cuando cumplas dieciocho. A esa edad ya estarás harta de bailes de cacería y muchachotes irlandeses. Querrás emociones y caras nuevas. Londres es muy emocionante, y la prima Beatrice te cae bien, ¿verdad?
—Sí, es muy simpática, y Celia es divertida, pero a mí lo que más me gusta es estar aquí con vosotros.
Una sonrisa tierna suavizó el semblante de su abuela.
—Tú sabes que está muy bien que juegues con Bridie aquí, en el castillo, pero es importante que tengas amigas de tu posición. Celia tiene exactamente tu edad y además es tu prima, así que es lo más natural que debutéis juntas.
—Pero seguro que en Dublín también hay temporada.
—Claro que sí, pero tú eres angloirlandesa, querida.
—No, soy irlandesa, abuela. Inglaterra no me gusta nada.
—Te gustará cuando la conozcas mejor.
—Dudo que sea tan bonita como Irlanda.
—Ningún sitio es tan bonito como Irlanda, pero Inglaterra casi lo es.
—A mí no me importaría estar condenada a quedarme aquí para toda la eternidad.
Adeline bajó la voz.
—Yo creo que sí —dijo—. Vivir entre dos mundos no tiene nada de agradable, Kitty. Se está muy solo.
—Yo estoy acostumbrada a estar sola. Sería muy feliz si pudiera quedarme en el castillo para siempre, aunque tuviera que pasar el rato con ese viejo cascarrabias de Barton. No me molestaría en absoluto.
Tras jugar al ajedrez con su abuelo, Kitty regresó a pie a casa en medio de la oscuridad. El aire olía a humo de turba y a invierno, y una lechuza chillaba entre la niebla cada vez más espesa. Una media luna radiante iluminaba su camino mientras cruzaba alegremente aquellos jardines que conocía tan bien, siguiendo el camino de arena prensada.
Al llegar al pabellón de caza entró por la puerta de la cocina, donde la señorita Gibbons sudaba dando vueltas a un estofado insípido. Kitty oyó el sonido del piano procedente del salón y al reconocer el toque vacilante de Elspeth, su hermana de dieciséis años, sonrió imaginándose a su madre sentada en el sofá, con una taza de té en la mano fina y blanca, sometiendo a algún pobre invitado a la chirriante interpretación de la muchacha. Entró de puntillas en el vestíbulo y se escondió detrás de un gran helecho. La música cesó bruscamente, sin el menor respeto hacia el tempo. Hubo algunos aplausos dispersos y un momento después Kitty oyó la voz de su madre elogiando con entusiasmo a Elspeth, seguida por los comentarios igual de entusiastas de su mejor amiga, lady Rowan-Hampton, a la sazón madrina de la joven. Kitty sintió una fugaz punzada de anhelo. Lady Rowan-Hampton, a la que sus padres llamaban Grace, era la mujer más bella que había visto nunca y la única adulta, aparte de sus abuelos, que la hacía sentirse especial. Sabedora de que tenía prohibido permanecer en la planta baja a menos que sus padres requirieran su presencia, subió de mala gana a la segunda planta por la escalera de servicio.
El pabellón de caza no era tan grande ni imponente como el castillo, pero sí lo suficientemente palaciego para servir de residencia al hijo mayor de lord Deverill y mucho más espacioso de lo que permitía suponer su modesto nombre. La laberíntica casona de piedra gris estaba cubierta en parte de hiedra, como si hubiera hecho un intento desganado de defenderse de los ásperos vientos invernales. Comparado con el castillo, cuya piedra lisa y desgastada por la intemperie prestaba cierta calidez al edificio, el pabellón de caza parecía frío y austero. Dentro reinaban el frío y la humedad incluso en verano, pese a lo cual el fuego de turba solo se encendía en las habitaciones que iban a utilizarse. Las muchas estancias deshabitadas olían a moho y humedad.
La habitación de Kitty, situada en la parte de atrás de la segunda planta, tenía vistas a los establos. Aquella era la parte de la casa a la que llamaban «el ala de los niños». Victoria, Elspeth y Harry se habían trasladado hacía tiempo a la parte elegante de la casa, cerca del salón, donde disponían de grandes habitaciones con vistas a los jardines. Kitty, que vivía allí sola con la señorita Grieve, se sentía sola y olvidada.
Mientras recorría el estrecho pasillo hacia su habitación, vio luz bajo la puerta de la señorita Grieve. Caminó de puntillas para no delatar su presencia, pero al pasar ante la puerta de la institutriz oyó un llanto suave. No creyó que la señorita Grieve estuviera sollozando. Kitty consideraba incapaz de tal cosa a su institutriz. Se paró y aplicó el oído a la puerta. Pensó por un momento que quizá la señorita Grieve tuviera visita, pero la intitutriz jamás quebrantaría las normas, y la madre de Kitty tenía prohibido que subieran visitas. De todos modos, Kitty no creía que la institutriz tuviera amigos. Nunca hablaba de nadie, aparte de su madre, que vivía en Edimburgo.
Se agachó y pegó el ojo a la cerradura. Allí, sentada en la cama con una carta sobre el regazo, estaba la señorita Grieve. Kitty se quedó perpleja al verla con el largo cabello castaño cayéndole en gruesos rizos sobre los hombros y la espalda. Su cara se veía muy pálida a la luz del quinqué, pero sus facciones se habían suavizado. No tenía ya aquel aspecto duro y rígido, como cuando se recogía el pelo hacia atrás en un moño tirante y apretaba los labios en una fina línea hasta casi hacerlos desaparecer. Parecía una joven sensible y sorprendentemente bonita.
Kitty deseó saber qué decía aquella carta. ¿Habría muerto alguien? ¿La madre de la señorita Grieve, quizá? Sintió un arrebato de compasión tan intenso que estuvo a punto de girar el pomo y entrar. Pero la señorita Grieve tenía un aspecto tan distinto que pensó que se avergonzaría si la sorprendía con la guardia baja. Se quedó un rato contemplando absorta la boca temblorosa y humedecida por las lágrimas y la piel fresca que, al relajarse, parecía separarse de los huesos que normalmente la mantenían tensa y dura. Fascinada por la aparente juventud de la señorita Grieve, se preguntó cuántos años tendría en realidad. Siempre había dado por sentado que era vieja, pero ahora no estaba tan segura. Era muy posible que tuviera la misma edad que su madre.
Pasado un rato, Kitty se retiró a su habitación. Nora, una de las criadas, había encendido su pequeña chimenea y el cuarto olía agradablemente a humo. Un quinqué brillaba sobre la cómoda arrimada a la pared, bajo un cuadro de hadas de jardín que le había pintado su abuela. Las cortinas estaban echadas, pero Kitty las abrió de par en par y se sentó en el asiento de la ventana a contemplar la luna y las estrellas, que refulgían en un hermoso cielo aterciopelado.
Kitty no reconocía la soledad porque esta estaba tan arraigada en su alma que había pasado a formar parte indisoluble de su ser. Sintió agitarse en el fondo de su corazón un sentimiento que conocía bien y que siempre la embargaba cuando contemplaba la belleza de la noche, pero, pese a ser consciente de esa sensación de anhelo, no supo reconocerla por lo que era: un deseo de cariño. Le era tan familiar, sin embargo, que había llegado a hacérsele agradable, y esas horas que pasaba mirando las estrellas se habían convertido para ella en algo tan habitual como el aullar a la luna para un lobo en celo.
Al cabo de un rato, la señorita Grieve apareció en la puerta, rígida y severa, con el pelo recogido en un moño bien prieto, como si hubiera conseguido domeñar sus emociones por la fuerza y encerrarlas dentro del corsé. No quedaba rastro alguno de lágrimas en sus rígidas mejillas ni alrededor de sus ojos, de un gris pizarra, y Kitty se preguntó fugazmente si habrían sido imaginaciones suyas. ¿De dónde procedía esa amargura de la señorita Grieve?
—Es hora de que cenes, jovencita —le dijo a Kitty—. ¿Te has lavado las manos?
Kitty le enseñó obedientemente las manos a la institutriz, que soltó un resoplido de desaprobación.
—Ya me parecía. Ve a lavártelas inmediatamente. No me parece adecuado que una señorita como tú se dedique a corretear por el campo como un perro vagabundo. Hablaré con tu madre. Puede que tomar lecciones de piano sea una buena disciplina para ti y evite que te metas en líos.
—A Elspeth no le han servido de mucho —contestó Kitty con descaro—. Y cuando canta parece un gato que maúlla.
—No seas insolente, Kitty.
—Victoria toca el violín aún peor. Como un coro entero de gatos que maúllan. A mí me gustaría cantar.
Vertió agua fría del jarro en la jofaina y se lavó las manos con jabón carbólico. De momento no había habido clases de piano o de violín para ella, porque de la música se encargaba su madre y Kitty era invisible para Maud Deverill. Si había disfrutado de lecciones de hípica desde que tenía dos años era únicamente porque su padre era un apasionado de la caza y las carreras. Mientras él viviera, ningún hijo suyo dejaría de aprender a montar.
—Ya tienes nueve años, Kitty, es hora de que aprendas a hacerte atractiva. No veo por qué no vas a poder tomar lecciones de música, igual que tus hermanas. Hablaré con tu madre mañana y me ocuparé de organizarlo. Cuanto menos tiempo libre tengas, mejor. Cuando el diablo no tiene qué hacer, mata moscas con el rabo.
Kitty siguió a la señorita Grieve al cuarto de estudio, cuya mesa estaba ya dispuesta para dos comensales. Dijeron sus oraciones de pie, detrás de sus sillas, y luego la institutriz tomó asiento mientras Kitty iba a buscar la fuente de estofado con patatas asadas que habían mandado desde la cocina en el montacargas.
—¿Qué es lo que pasa contigo para que tus padres no quieran verte a la hora de las comidas? —preguntó la señorita Grieve cuando Kitty se sentó—. La señorita Gibbons me ha dicho que, cuando tus hermanos eran pequeños, la familia comía siempre junta —añadió mientras se servía estofado—. Puede que sea porque no sabes comportarte. Antes, cuando trabajaba para lady Billow, yo siempre comía con la familia a mediodía, pero cenaba sola, lo que era una bendición. ¿Vamos a tener que compartir esta mesa hasta que seas mayor de edad?
Kitty estaba acostumbrada a las mezquinas pullas de su institutriz y procuraba que no le afectaran. El ingenio era su única defensa.
—Debe de ser para que disfrute usted, señorita Grieve, porque si no se sentiría muy sola.
La señorita Grieve soltó una risa amarga.
—Y supongo que tú te consideras una compañía excelente, ¿no?
—Debo de ser mejor compañía que la soledad.
—Yo no estaría tan segura. Para tener nueve años, eres muy impertinente. No me extraña que tus padres no quieran ni verte. Victoria y Elspeth son verdaderas señoritas, pero tú, Kitty, tú eres una granuja a la que hay que meter en vereda. Que esa tarea me haya correspondido a mí es un calvario, pero lo hago lo mejor que puedo, por pura bondad. Aún nos queda un largo camino por recorrer antes de que estés en situación de encontrar marido.
—Yo no quiero casarme —replicó Kitty antes de meterse un trozo de carne en la boca. La carne estaba fría por dentro.
—Claro que no quieres casarte, ahora. Eres una cría.
—¿Usted alguna vez ha querido tener marido, señorita Grieve?
Los ojos de la institutriz se alteraron fugazmente, revelando mucho más de lo que quería a la aguda mirada de la niña.
—Eso no es asunto tuyo, Kitty. Siéntate derecha. No eres un saco de patatas.
—¿Las institutrices tienen permitido casarse? —insistió Kitty, que, aunque ya conocía la respuesta, disfrutaba viendo la expresión dolorida de la señorita Grieve.
La institutriz frunció los labios.
—Claro que tienen permitido casarse. ¿Qué te ha hecho pensar que no?
—Es que ninguna se casa. —Kitty comenzó a masticar afanosamente el trozo de ternera correosa.
—Basta ya de tonterías, niña, o te vas a la cama sin cenar.
Pero la señorita Grieve se había puesto colorada de repente y Kitty vislumbró por un instante a la joven mujer a la que había visto llorar sobre una carta en su habitación. Pestañeó y aquella imagen desapareció. La señorita Grieve había fijado la vista en su plato, como si tratara de dominar sus emociones. Kitty lamentó haber sido tan malvada, pero aprovechó la oportunidad para escupir la carne en la servilleta y doblar esta sobre su regazo sin que la viera. Intentó pensar en algo bonito que decir, pero no se le ocurrió nada. Estuvieron calladas un rato.
—¿Usted toca el piano, señorita Grieve? —preguntó Kitty por fin.
—Sí, antes lo tocaba —contestó la institutriz con voz crispada.
—Y entonces, ¿por qué nunca toca?
La mujer la miró como si hubiera tocado un nervio sensible.
—Ya me he hartado de tus preguntas, jovencita. Vamos a comernos el resto de la cena en silencio.
Kitty se quedó de piedra. No esperaba una reacción tan virulenta a aquel giro de la conversación, que a ella le parecía amable e inofensivo.
—Una palabra más y te agarro de ese pelo de color zanahoria que tienes y te llevo a rastras a tu habitación.
—No es de color zanahoria, es rojo ticiano —masculló Kitty temerariamente.
—Por mí puedes usar todas las palabrejas que quieras, niña, que el rojo es rojo, y muy poco favorecedor, además.
Kitty tuvo que hacer un ímprobo esfuerzo por mantenerse en silencio el resto de la cena. El rostro de la señorita Grieve se había endurecido hasta convertirse en granito. Kitty se arrepintió de haber intentado ser amable con ella y resolvió no volver a dejarse llevar por la compasión: era una tontería. Cuando acabaron, llevó obedientemente los platos al montacargas y pulsó el timbre para que lo bajaran a la cocina.
Se lavó con agua fría porque Sean Doyle, el hermano de Bridie, que se encargaba de acarrear agua caliente de la cocina a los baños, solo la llevaba al ala de los niños cada dos noches. La señorita Grieve la estuvo observando mientras rezaba sus oraciones. Kitty rezó por su padre y su madre, por sus hermanos y sus abuelos, como era de rigor, y luego añadió una oración pensando en la señorita Grieve: «Por favor, Señor, llévatela de aquí. Es horrible, y malvada, y la odio. Si supiera maldecir como Maggie O’Leary, le echaría una maldición para que la desdicha la persiga todos los días de su vida y no se libre de ella jamás».