8

Me da un pánico retrospectivo pensar qué habría sido de nosotros si él no llega a aparecer. «En el lugar adecuado —dice Alexis, con vanidad fingida, pero también verdadera—, en el momento justo.» Una de las primeras noches salí con Luria a dar su paseo y cuando volvimos no conseguía abrir la puerta del apartamento. Así se alteran de un momento a otro las cosas. Un gesto que ya se había vuelto mecánico de pronto no daba resultado. La llave no giraba en la cerradura. Luria alzaba el hocico a mi lado, fascinada siempre hasta por la más humilde de las peripecias humanas. Dejé de hacer fuerza. Saqué la llave. La examiné atentamente, como si de esa observación pudiera deducir algo. Se apagó la luz del rellano. En este edificio antiguo y sin ascensor la luz de la escalera se enciende con un detector de movimiento. Para que la luz se encendiera de nuevo descubrí que tenía que moverme por el rellano y agitar los brazos. Introduje con mucho cuidado la llave en la cerradura. Con pulso firme, hasta el fondo. Luria me observaba con admiración. Inicié despacio el giro, pero el mecanismo no cedió. Temí que si hacía mucha fuerza la llave se rompiera. Lo normal era imposible. La luz del rellano volvió a apagarse. Dejé la llave en la cerradura y agité los brazos para activar el mecanismo fotoeléctrico. Pensé en cómo se reiría Cecilia de mí cuando se lo contara; de mi torpeza para cualquier tarea manual; de cómo me aturdo ante cualquier contratiempo; de los pasos que daba por el rellano y de los brazos alzados para activar el detector. La puerta servicial de mi casa era un muro infranqueable. «Infranqueable» es una palabra muy seria. Giré tan fuerte la llave que me dolía la muñeca. Si ponía un poco más de fuerza la llave iba a romperse. Al otro lado de la puerta estaba mi casa, mi cena, la cama en la que hasta un momento antes había dado por supuesto que me acostaría, la cerveza que seguía enfriándose para mí en la nevera. Eran las once de la noche. La única persona en Lisboa que tenía otra llave de mi apartamento era Alexis. La luz del rellano volvió a apagarse. Sin sacar la llave de la cerradura me senté en el rellano y acaricié el lomo dócil de Luria en la oscuridad. Soy un especialista en miedos retrospectivos: qué habría sido de mí en el caso nada inverosímil de no haber llevado conmigo el teléfono cuando salí a pasear a Luria. Por mucho que agitara los brazos la luz del rellano ahora no se encendía. A la luz providencial del teléfono intenté una vez más abrir la puerta. Era una vergüenza llamar a Alexis a esa hora. Pero más vergüenza sería llamarlo más tarde. Al principio no me contestaba. Estaría hablando con otro de sus clientes innumerables, o lo habría desconectado para lograr algo de descanso, para dormir en paz después de una jornada muy larga. Cuando me contestó oí de fondo una voz de mujer, un llanto infantil, el sonido de la televisión. En algún lugar borroso de las afueras de Lisboa Alexis tenía su propia vida, a las once y media de la noche. Con gran apuro le conté mi desdicha, mi aprieto de hombre torpe con las manos. Me pidió que esperara un momento. Tapó el móvil o lo desconectó. Imaginé con remordimiento una escena de disgusto doméstico. Dijo «aló» y me prometió que llegaría cuanto antes. Lo esperé sentado en el rellano, levantándome y agitando los brazos cada minuto para que se encendiera la luz. Algo estaba haciendo mal para que se encendiera unas veces y otras no. Quise tomar ejemplo de la paciencia augusta de Luria. Alexis llegó tan rápido como si entre sus habilidades estuviera la de pilotar helicópteros o batmóviles. Luria alzó las orejas y el hocico cuando se oyó el motor de un coche en la calle silenciosa. Alexis subía las escaleras a galope. Vino con su caja de herramientas, con su cinturón de destornilladores y llaves inglesas, con una cuerda de escalada al hombro, con una linterna que podía apoyarse en un trípode desplegable, con una pistola de spray desatascador, con dos copias diferentes de la llave del apartamento. No lo culpo de haberse enfrentado al principio a la situación con un grado de condescendencia. A los ojos de lince de Alexis yo debo de ser como un discapacitado entre bondadoso y pintoresco. Pero tampoco él conseguía abrir la puerta, ni con gestos sutiles ni con golpes rotundos. Cada sesenta segundos la luz se apagaba y yo tenía que andar a pisotones por el rellano agitando en alto los brazos. Eso me hacía sentirme útil delante de Alexis, aunque también ridículo. Él sudaba, mordía el teléfono para alumbrarse con él mientras hacía cosas con la cerradura, extendía el trípode para enfocar la linterna. Los ojos le abultaban en las cuencas, en la cara enjuta de cartujo o de monje guerrero japonés. Algunas veces yo voy contándole en silencio las cosas a Cecilia al mismo tiempo que suceden. Con un destornillador Alexis intentaba en vano desmontar la cerradura. Se lamentaba filosóficamente de lo viejo, lo caduco, lo obsoleto que es todo en Lisboa. Con el mismo trapo algo grasiento con el que limpiaba sus herramientas se secaba el sudor de la cabeza afeitada. Se me ocurrió algo inverosímil: que Alexis estuviera sintiéndose avergonzado ante mí. Se quedó de pie, agotado, decepcionado de sí mismo. Se apagó la luz y yo alcé los brazos delante de él y di vueltas a pisotones por el rellano, como el que finge aleteos de pájaro, de gallina. Eso al menos sabía hacerlo. Alexis alzó del suelo la cuerda que había traído colgada del hombro. Me dijo que en último extremo podía escalar la fachada hasta el balcón. El sudor le desbordaba las cejas y llegaba a sus ojos. Alexis se lo limpiaba con el dorso de la mano. Intuyendo la emergencia Luria se puso bocarriba y nos ofreció la barriga para que se la acariciáramos. Desoladoramente para ella ninguno de los dos le hizo caso. Entonces Alexis, con uno de esos gestos suyos de prestidigitador, sacó una especie de estuche de piel de yo no sé dónde. Lo abrió en el suelo. Se arrodilló para examinarlo. Era un estuche de piel o de fieltro o de terciopelo. Alexis lo tocaba con extremo cuidado. Dentro de él había una serie de herramientas. Pude discernir que eran afiladas y plateadas. La luz del rellano se apagó. Cuando gesticulé lo bastante para que se encendiera Alexis seguía mirando las herramientas sin tocarlas. «Yo al señor no debería estar enseñándole esto.» Una vez más le dije que no hacía falta que me llamara señor. Por fin eligió una de ellas. Luria se daba cuenta de que algo decisivo estaba a punto de ocurrir, y de que a ella le correspondía comportarse con un máximo de cautela. Arrodillado delante de la cerradura, con la linterna enfocada hacia ella, con la luz del teléfono entre los dientes, respirando por la nariz, Alexis hizo lentamente algo con una de aquellas herramientas de aspecto muy especializado. Se había frotado despacio las manos, las yemas de los dedos. Sujetaba la delgada lámina de metal entre el pulgar y el índice, despacio, tanteando, el oído más alerta todavía que la mirada. Con un chasquido seco y simple la puerta se abrió. Luria indicó el camino con su alegre energía. Alexis se limpiaba las rodillas con mucho cuidado y después guardó sus herramientas en el estuche de piel con la diligencia meticulosa de un neurocirujano. No quiso entrar a casa. Me prometió que a la mañana siguiente a primera hora un cerrajero de su confianza vendría para instalar una nueva cerradura. Se puso al hombro la cuerda, cerró la caja de herramientas, apagó la linterna, guardó en un bolsillo el pequeño trípode, usó el trapo para limpiar el suelo delante de la puerta. Dijo «com licença», y como en ese momento se apagó la luz de la escalera no lo vi marcharse, con tanto sigilo como si se desvaneciera en el aire, en la oscuridad del portal y la calle.