Gideon miró a Garza. El ingeniero mentía fatal, y esperaba que siguiera haciéndolo igual de mal. Era importante que Glinn no dejara de pensar que su estafa era, efectivamente, una estafa.
—Tenemos que remontarnos a los últimos momentos del Rolvaag —dijo Garza—. El barco quedó atrapado en la tormenta, encallado, de costado contra el mar. Como recordará, la capitana Britton y yo estábamos en el puente cuando ella dio la orden de abandonar el barco. Usted protestó y abandonó el puente furioso. ¿Se acuerda?
—Vívidamente, por desgracia. Continúe.
—Usted bajó a la bodega para intentar amarrar el meteorito gigante en su contenedor. La capitana lo siguió con la esperanza de convencerlo de que volviera al puente y activase la compuerta de seguridad: la que soltaría el meteorito y salvaría el barco. Pero usted se negó. Lo constaté viendo el vídeo reconstruido de los últimos momentos del Rolvaag varios años más tarde, en el laboratorio forense del Batavia. ¿Se acuerda de eso?
—Por supuesto. Vaya al grano.
—Después Britton volvió al puente. El barco estaba en las últimas, escorado en un ángulo de veinte grados del que no podía recuperarse. Vi que ella cogía el diario de a bordo y escribía algo. Luego arrancó la página, la dobló dos veces y me la dio. «Si usted y Eli sobreviven», dijo, «dele esto. Voy a intentar activar la compuerta de seguridad desde los sistemas electrónicos». Me guardé la nota en el bolsillo. El barco se hundió diez minutos más tarde y arrastró a la capitana Britton con él.
Hizo una pausa y esperó.
—¿Y…? —preguntó Glinn por fin.
—Cuando me rescataron estaba inconsciente. Como es lógico, quienes me rescataron me quitaron la ropa helada. Pasó una semana hasta que estuve en condiciones de acordarme de la nota. Por fortuna, los rescatadores habían registrado mis bolsillos y todo me fue devuelto en una bolsa hermética, incluida la nota. Tenía intención de dársela en la primera ocasión que se me presentase, pero estuvo en coma casi un mes y su recuperación fue terriblemente lenta. La nota había sido doblada a toda prisa, y lamento admitir que la leí.
—Eso sería impropio de usted.
—Intente guardar una nota como esa durante un mes sin leerla. Me quedé de piedra. No sabía que usted y la capitana se habían enamorado.
Glinn se removió en su asiento al oír eso.
—Yo no lo describiría con esas palabras.
—Entonces no es sincero consigo mismo. Claro que se enamoró de ella. Y ella de usted.
—Continúe, si es tan amable.
—La nota decía cosas tan terribles que pensé que si se la daba retrasaría su recuperación. De modo que la guardé con intención de destruirla, pero no he sido capaz.
—Y ahora —lo interrumpió Glinn—, después de sentirse maltratado por mí, ha decidido extorsionarme con esa misma nota.
Garza se cruzó de brazos y se recostó en actitud desafiante.
—Me lo debe. Y a Gideon.
Glinn tardó en contestar. Gideon aprovechó el momento para examinar detenidamente el rostro de Glinn, pero había adoptado su habitual expresión impasible.
—Vaya —dijo Glinn por fin—, menuda historia. Pero recuerde que lo conozco, Manuel. He estudiado su psicología. Tengo un dossier sobre usted de treinta centímetros de grosor. A pesar de que ha urdido una farsa bastante ingeniosa, no se le da bien mentir.
—No es una farsa —terció Gideon—. Piénselo: ella le escribió una nota cuando comprendió que iba a morir. Concuerda por completo con su psicología, por lo que tengo entendido. Recuerde ese momento. ¿No le parece lógico que le escribiese un último mensaje, una especie de imprecación postrera?
Glinn bajó la vista al suelo un rato largo y luego levantó la cabeza.
—La transparencia de esta estratagema es bastante lamentable. Aunque me enseñasen la supuesta nota, no creería que es auténtica. La verdad, me sorprende que tratándose de ustedes dos no se les haya ocurrido nada mejor.
—Pero es la verdad —protestó Garza—. Y esta vez va a tener que confiar.
Glinn posó sus ojos grises en él.
—Debería conocerme mejor, Manuel. Yo no me fío de nada, y menos en una situación como esta. —Hizo una pausa; reflexionó—. Además, no tengo por qué. De hecho, casi estoy por darles una lección. Porque, pese a su supuesta inteligencia, parece que han pasado por alto un pequeño detalle.
—¿De qué se trata? —preguntó Garza.
—El puente del Rolvaag estaba cubierto de punta a punta por cámaras de circuito cerrado. —Desplazó la mirada de Garza a Gideon y de nuevo a Garza—. Y gracias a ustedes dos tenemos esas cintas.
Gideon y Garza no dijeron nada.
—En esas cintas aparecerá la conmovedora escena del puente que ustedes describen… o, lo más probable, no aparecerá. ¿Alguien quiere bajar a la sala de ordenadores a revisarlas conmigo antes de que mande que los agarren de las orejas y los echen?
Al oír eso, Gideon miró a Garza. Supo que Glinn se fijaba en su intercambio de miradas.
—Bueno, ¿vamos? —insistió Glinn.
—No podemos estar seguros de que las cámaras captaran ese momento —dijo Garza—. No se recuperaron todas las cintas.
—Las cámaras del puente tienen cobertura solapada. Como las cintas están indexadas y secuenciadas, nos llevará cinco minutos verificar su historia.
Gideon sabía que Glinn estaba convencido de que mentían, pero en lugar de dejar el asunto y despacharlos, no podía privarse de la satisfacción de desenmascararlos. Era un comportamiento que concordaba con su principal debilidad.
Glinn dio un manotazo en los brazos de su sillón y se levantó. Volvió a pulsar el botón y los dos guardias regresaron.
—Acompáñennos a la sala de ordenadores central, por favor. Vamos a ver unos vídeos.
Gideon se hallaba otra vez en el inmenso y cavernoso espacio central de la EES. El lugar parecía todavía más abandonado que antes; sus pasos en el hormigón pulido resonaban en la cámara vacía. Sus dos escoltas, de nuevo uno delante y otro detrás, los detuvieron al llegar a la barrera de seguridad.
—¿Nos va a hacer pasar un control de seguridad? —preguntó Garza.
—Por supuesto —respondió Glinn.
—Nunca habíamos tenido que hacerlo —protestó Garza.
—Los tiempos han cambiado.
Tras refunfuñar un poco, Garza vació sus bolsillos y Gideon hizo otro tanto. Los guardias les confiscaron los móviles.
—¿Qué son esas memorias flash? —quiso saber Glinn, señalando la bandeja de Gideon.
—Cosas privadas. No es asunto suyo.
Glinn hizo una señal a los guardias.
—Guárdenlas con los móviles.
Pasaron por el detector de metales. Glinn los condujo hasta una consola baja de ordenadores que parecían hallarse entre las últimas máquinas que seguían conectadas y en funcionamiento. El que había descifrado el disco de Festo había desaparecido. Era una buena señal; Gideon pensó que los datos y los archivos de registro habían sido transferidos al sistema central.
Glinn se sentó tras la consola y encendió una terminal. Gideon lo observó teclear y explorar varios archivos y carpetas.
—Aquí están.
Apareció una gran serie de archivos de vídeo, con marcas de tiempo y lugar. Una clasificación rápida de la base de datos los redujo a una lista de archivos relevantes.
—Cinco archivos de vigilancia de distintas cámaras —dijo Glinn—, todos correspondientes al mismo segmento de diez minutos en el puente, cuando aseguran que la capitana escribió la nota y se la dio a usted. Voy a abrirlos y a reproducirlos simultáneamente en esas pantallas. ¿De veras quieren que siga?
—Por supuesto —respondió Garza—. Verá que tenemos razón. Dele al play. —Su tono sonó a bravuconería.
—Si insiste…
Glinn pulsó un botón, y los vídeos se activaron parpadeando en cinco monitores.
—Allí —dijo Gideon, señalando—. El tercero. Ese es el que hay que mirar.
La vista panorámica de la pantalla abarcaba el sistema de navegación y cuatro grandes monitores de pantalla plana: uno con radar, otro del trazador cartográfico por GPS, un tercero con la pantalla dividida y el cuarto que era la salida de un transductor sonar. A un lado había una anticuada mesa de derrota con cartas náuticas de papel, compases y reglas paralelas. Junto a ella, una serie de casilleros que contenían diarios de a bordo encuadernados, incluido el cuaderno de bitácora del barco.
El vídeo empezaba de forma dramática, in media res. El puente, iluminado como era habitual con una tenue luz rojiza, parecía sumido en el caos. El viento huracanado y la lluvia azotaban las ventanas. El rugido de la tormenta, la fuerza de los grandes motores del barco y el crujido de la superestructura bajo el peso del meteorito al moverse sonaron por los altavoces. El barco se escoraba de forma alarmante, y la tripulación se agarraba a las barandillas y los asideros para evitar caerse. La capitana estaba al timón y el primer oficial, Howell, se hallaba detrás del sistema de navegación.
La capitana Britton se volvió.
«Señor Howell», dijo, y su voz reproducida crepitó ligeramente en un altavoz cercano, «active una radiobaliza de cuatrocientos seis megahercios y mande a toda la tripulación a los botes. Si no he vuelto dentro de cinco minutos, usted asumirá las funciones de capitán».
Desapareció por la escotilla trasera del puente mientras Howell activaba la radiobaliza. Sonó una sirena, se encendieron unas luces rojas, y una voz mecánica gritó por megafonía: «Abandonen sus puestos. Abandonen sus puestos», una y otra vez.
Pasaron tres minutos y el barco seguía inclinándose con un tremendo chirrido metálico; se enderezó poco a poco, y acto seguido empezó a escorarse otra vez. En esta ocasión no se niveló, el barco se ladeó, grandes olas rompieron justo debajo de las ventanas del puente y derramaron cascadas de espuma y agua. Una de las ventanas estalló y se oyó el aullido del viento.
Y entonces la capitana Britton volvió.
—¡Ahí está! —dijo Gideon entusiasmado, inclinándose por encima del hombro de Glinn y señalando la pantalla central que mostraba el sistema de navegación—. Observe con atención: ella se acerca. Mire… ya llega. —Se inclinó todavía más, se apoyaba en la consola con una mano mientras con la otra apuntaba a la pantalla.
Efectivamente, Britton se aproximó tambaleándose, habló con el oficial de derrota —sus palabras se perdieron en medio del estruendo— y a continuación se volvió y dijo algo a Howell.
—¡Este es el momento! —anunció Gideon.
Britton hizo un gesto a Howell señalando algo situado debajo y acto seguido volvió a desaparecer por la escotilla trasera del puente.
En ningún momento tocó el diario de a bordo. No se acercó al cuaderno de bitácora.
—¿Han visto bastante? —preguntó Glinn, sarcástico.
—Espere —dijo Gideon—, podría volver.
—Gideon, se acabó la farsa. ¡Sabemos que bajó a la sala de aparatos porque allí es donde se encontró su cadáver! —dijo Glinn en tono cortante. Estaba pálido y tenía la frente perlada de sudor. El vídeo, que seguía en marcha, lo había alterado, como Gideon había previsto.
—Espere. Espere hasta el final.
El puente siguió ladeándose. Howell y el oficial de derrota abandonaron entonces sus puestos, como el resto de los tripulantes del puente, y salieron tambaleándose mientras el barco continuaba escorándose. El chirrido del metal se convirtió en un grito; una ola enorme reventó una hilera entera de ventanas del puente; el sonido se disolvió en estridentes interferencias. Hubo un destello blanco y de repente la pantalla se oscureció.
Glinn apagó el vídeo. Se volvió y se levantó de la silla. Clavó en los dos sus ojos grises.
—Pensar que podían engañarme de esta forma no solo ha sido una broma cruel sino también una estupidez mayúscula. Nunca pensé que ninguno de ustedes dos pudiera caer tan bajo.
Garza recobró la presencia de ánimo.
—De acuerdo, no lo hemos conseguido, pero era cuestión de principios. Merecía volver a ver esto como… ejemplo del orgullo desmedido que lo empujó a disolver la EES y a poner en peligro el medio de vida de cientos de personas. Y sigue debiéndonos una. Conseguiremos nuestro dinero de una forma o de otra.
—Como uno de ustedes vuelva a contactar conmigo, le pondré una orden de alejamiento. —Glinn se volvió hacia los guardias—. Sáquenlos de aquí.
Gideon se dejó agarrar por los hombros y empujar hacia la salida en compañía de Garza. Un momento más tarde estaban en Little West con la calle Doce, al frío sol de la tarde.
Anduvieron en silencio uno al lado del otro hasta Greenwich, doblaron la esquina y se detuvieron.
—¿Lo ha hecho? —preguntó Garza.
—Claro. —Gideon metió la mano en el bolsillo y sacó un pequeño dispositivo de memoria flash.
A Garza se le iluminó el rostro.
—Pensé que igual no tenía oportunidad. No lo he visto hacer nada.
—Esa es la cuestión, que no se vea. Es un truco básico de los magos: desviar la atención. Si controlas adónde mira el público, puedes conseguir cualquier cosa. El vídeo era un complemento perfecto. Cuando me he inclinado hacia delante, he señalado la pantalla y le he dicho a Glinn que observase con atención, y eso ha sido lo que han hecho todos: no solo Glinn, sino también los guardias. Mientras señalaba, he apoyado la otra mano en la consola, donde están los puertos USB, y he introducido esta memoria flash. Cuando el vídeo ha terminado, me he erguido y la he hecho desaparecer entre los dedos: el mismo método que he usado para meterla en la sala. Usted dijo que el programa de búsqueda de la memoria portátil tardaba treinta segundos en iniciarse automáticamente, localizar el archivo de registro del disco de Festo, copiarlo y borrar los datos del sistema de la EES. Pero he esperado cuarenta para estar seguro.
—Pero ¿cómo lo ha pasado por el detector de metales? Cuando le han quitado las memorias flash me he asustado.
—Eran señuelos. —Gideon rio—. Una minimemoria flash no tiene suficiente metal para hacer saltar un detector.
Garza sonrió e imitó la voz fría y mordaz de Glinn:
—«¡Pensar que podían engañarme!».
Los dos rieron mientras enfilaban Greenwich hacia el piso de Garza.