Durante la vuelta a casa en el autobús, Lea y yo nos liamos con los móviles. Ella chateaba con un tío y yo me metí en Instagram para ver la respuesta de D. G. A. a mi último mensaje:
Adonis, ¿no querrás que me crea eso?
Me había escrito a media mañana.
El trato era conocernos de verdad, así que nada de mentiras. Pensé en nuestra charla, en tus inesperados conocimientos sobre mitología griega y en lo interesante que me resultas.
Estaba en activo y aproveché para responderle.
Entonces nuestros pensamientos se sincronizaron porque a mí también me sorprendiste con tu nick, la mayoría solo llegan al yogur griego.
¿Yogur griego? Jajaja. Si fuera una tía, diría que me meooo de la risa, pero como soy muy hombre diré que me estoy descojonando contigo. Me alegra saber que no soy del montón. ¿Estudias o trabajas?
Sonreí ampliamente al ver que había roto el trato: nada de información personal. Eso quería decir que le picaba la curiosidad...
Apolo, estoy jubilada, haciendo ganchillo en mi mecedora y con unas gafitas redondas muy cuquis. En fin, que nada de datos personales, ¿no? Estudio. ¿Y tú?
Me mordí los labios esperando su respuesta.
Yo uso bastón y leo el periódico en un banco al sol mientras veo pasar a una abuela de gafitas redondas que me tiene atontado. También estudio, en la universidad. Dime que no estás en primaria.
Me reí en voz alta y Lea me dio un codazo.
—¿Con quién cotorreas?
—Con el de Insta —le dije volviendo al móvil.
Jajaja, soy universitaria. Quédate tranquilo, abuelo. ¿De los de primera fila o última? ¿Biblioteca o bar? Por cierto, ¿llevas un espejito en tu carpeta, Apolo?
Jajaja, me has pillado, pero yo soy más fashion: uso espejo de bolso y doble. (Sé que existe eso por mi prima.) Desde la última fila se ve todo y no me gusta perderme nada. Mmm..., biblioteca y bar, en las dos puedes conocer a gente interesante, ¿no crees?
Joder, que me lo dijeran a mí...
Totalmente de acuerdo contigo, aunque yo en la biblioteca suelo estudiar (casi siempre...).
Aquellos veinte minutos conversando con Apolo se me pasaron volando y cuando me di cuenta ya habíamos llegado.
—¿Quieres comer con nosotros? —me preguntó Lea al bajar del bus.
Le sonreí agradecida. Mi amiga sabía lo que se cocía en mi casa.
—No, tranquila. Yo me preparo cualquier cosa y empezaré los ejercicios de Carmelo.
—Joder, yo también. Tela con los trabajitos de los cojones...
—Mejor eso que no tener solo exámenes, tía.
Nos despedimos y subí al dúplex, donde sabía que solo me recibiría el gato persa de mi madre: Snoopy. Era el único de la casa que buscaba carantoñas.
—¿Qué pasa, enano?
Lo acaricié nada más entrar y él se paseó varias veces por entre mis piernas, cosa que no hacía cuando estaba mi madre presente. ¿Intuición gatuna? Probablemente.
Vi una nota en la nevera. Era la manera habitual de comunicarnos.
«He pasado a recoger algo de ropa, esta noche estaré fuera.»
—Sí, mamá, el primer día de universidad me ha ido genial...
Lo dije en voz alta y Snoopy maulló como si quisiera contestarme.
—Sí, gatito, ha sido interesante. Pensaba que me iba a aburrir bastante, que sería más de lo mismo, pero realmente ha estado bien.
Mientras hervía la pasta le envié un mensaje a Lea y a Natalia diciéndoles que estaría sola en el piso porque mi madre pasaba la noche fuera. Lea dijo que traería la botella de ginebra, y Natalia, la tónica y algo para picar.
Mi madre solía desaparecer así y yo tenía mi propia teoría: se iba al piso de algún maromo a desahogarse un poco porque aunque tuviera cara de mal follada suponía que alguien se atrevería a tocarla, ni que fuera con un palo.
Mejor dejar de pensar en eso porque si no acabaría no probando bocado.
Comí mirando la serie de Netflix Por trece razones y pensé en mi fortaleza. Dentro de todo, tenía esa suerte. Llevaba viviendo con mi madre año y medio y no había pensado ni una sola vez en tirarme por la ventana. Y si era fuerte, era por mi padre, eso también lo sabía. Él me había enseñado a no acobardarme ante las putadas de la vida y gracias a eso seguía siendo una chica medio normal. Lo de medio lo digo porque lo de mi madre no era normal, aunque tampoco era algo que iba explicando por ahí. Era cosa mía y un tema que solo había compartido con Lea y Natalia. Sabían que me llevaba mal con mi madre, sabían que hasta entonces había vivido con mi padre, pero no conocían toda la historia al completo. Ellas siempre habían estado a mi lado y con ellas había aprendido a soportar a mi madre, las dos le daban el toque de color que necesitaba mi vida. Lea era la loca y Natalia la que ponía un poco de cordura en aquel trío, aunque también hacía de las suyas.
Natalia tenía dos años más que nosotras, era amiga de Lea y desde que nos conocimos formamos un estupendo trío. Era una chica de mi estatura, de pelo rizado y pelirrojo y con unos ojos azules muy claros. Era muy mona y sabía sacarse mucho partido. Había estudiado el grado medio de Técnico en Gestión Administrativa y en verano había empezado a trabajar como secretaria clasificando, archivando y registrando documentos en una asesoría. Cobraba una miseria, pero de momento no podía negarse porque necesitaba adquirir experiencia e ir completando su currículum.
A las seis en punto de la tarde se presentaron las dos en la puerta de mi casa.
—¿Has invitado al vecino? —me preguntó Lea nada más entrar.
Nos reímos las tres al recordar la bronca que nos metió el vecino del segundo cuando le tiramos la compra al salir como locas por el portal la última vez que estuvieron aquí.
—He invitado al morenito —le dije guiñándole un ojo.
—¿Ya te has enamorado de algún universitario? —preguntó Natalia yendo hacia la cocina.
—Si solo fuera de uno... —respondí riendo.
Cogí tres vasos, les puse hielo y Lea echó la ginebra.
—Tía, no los cargues tanto —le dije viendo que se pasaba de la raya.
—Tenemos que celebrar que mis braguitas han sobrevivido al primer día de uni.
Soltamos unas risillas y brindamos.
—Coge las patatas —le dije a Natalia yendo hacia el salón—. Ya sabéis, ni una mancha, guapas. No tengo ganas de oír a la bruja.
—Venga, zorris, quiero saberlo todo...
Le explicamos por encima cómo había ido nuestro primer día. Para Lea había sido como un desfile de maromos y para mí un poco más variado.
—¿Y tú qué tal en el curro? —le preguntó Lea mordiendo una patata.
—Pues como siempre, un tostón. Hoy al calvo le ha dado por decirme que no me sé el abecedario porque unos papeles estaban mal archivados...
Con el calvo se refería a su jefe. Era un gilipollas de mucho cuidado y un cuarentón de esos amargados que se creían que la empresa era su vida. Estaba en el saco de adultos insoportables, como mi madre o el padre de Natalia.
—Qué asco de vida —dijo Natalia tomando un sorbo de su gin-tonic.
—Se nota que es lunes, joder —dijo Lea recostándose en el sofá.
—¿Y si salimos a dar una vuelta? —propuso Natalia.
—¿En serio? —pregunté yo porque me daba palo salir de casa.
—¡Eh! Podríamos ir a Colours, ¿no? Adrián, el morenazo, nos ha dicho que suelen ir por allí. Quizá está el guaperas de ojos verdes. —Lea me miró pasando la lengua por sus labios.
—¿Lo dices por mí? —le dije en plan chula—. A mí ese niño me la trae floja.
—Niño, dice. —Lea se rio escandalosamente y Natalia la miró esperando más información jugosa—. El tío es de cuarto, o sea, tendrá unas espaldas de metro y medio, más o menos. Es alto, ¿metro noventa?
—¿Lo has medido? —le pregunté divertida.
Era alto, sí, pero no me había fijado tanto...
—Lleva el pelo en plan modelo, así con un tupé. —Lea siguió a lo suyo y pasó de mí—. Y tiene unos ojos para comérselo entero.
—Vale, ahora hablo yo —le dije a Natalia, que nos miraba sonriendo—. Camisa de cuadros, pero de Armani, seguro. Vaqueros Diesel y zapatillas Munich. ¿Conclusión? Un tío inseguro que necesita marcas para sentirse vestido.
—Ni caso —me interrumpió Lea con un movimiento de mano—. Un tío que tiene buen gusto y punto.
—Sí, claro. Un pijo redomado que debe vivir en algún chaletazo, ¿nos apostamos algo?
—Tu pintalabios Chanel de edición limitada —soltó por esa maldita boca.
La miré unos segundos sopesando la apuesta.
—Está bien. Y si pierdes tú me das tu vestido plateado de Calvin Klein...
—¡Ni hablar! —saltó Lea frunciendo el ceño.
—Pues no hay trato, cobarde —concluyó Natalia entre risillas.
Estábamos picando a Lea y ella había caído de lleno. La conocíamos demasiado bien.
—Hecho. Te digo yo que ese tío no es un pijo de esos porque los tíos con pasta estudian en universidades de pago —concluyó Lea, satisfecha.
—O no —le dije yo alzando mis cejas—. Gorka estudia en la Complutense.
—Gorka es de otro planeta —me replicó con rapidez.
—Sobre todo en la cama —añadí yo y nos reímos las tres con una risa más floja debido al gin-tonic.
Gorka y yo éramos amigos con derecho, es decir, que estábamos de lío, sin ataduras ni compromisos. Nos veíamos cuando nos apetecía y nos enrollábamos en el piso que compartía con su hermano gemelo Lander. Eran de Vitoria y habían preferido estudiar en Madrid porque les apetecía vivir un poco a su aire. Venían de una familia de mucha pasta y eso se les notaba a tres leguas. Ambos estaban en cuarto de Ingeniería Informática y nos habíamos conocido una noche de fiesta por La Latina.
—¿Sigue cantando Estopa en la cama? —preguntó Natalia haciendo el movimiento de una bailaora de flamenco.
Volvimos a reír y afirmé con la cabeza. A Gorka le gustaba ese grupo y antes de entrar al tema siempre me cantaba una estrofa de alguna de las canciones de Estopa, con lo que lograba que yo me partiera de la risa con él.
—Lleváis cinco meses juntos, ¿no? —preguntó Lea antes de levantarse para recoger todo aquello.
—Llevamos cinco meses enrollados, no juntos —especifiqué con retintín—. De los cuales uno ha estado en su ciudad.
—Que yo sepa, el verano tienes tres meses —dijo Lea para picarme.
Gorka se había quedado en Madrid porque hacía trabajillos como modelo para una agencia. El tío tenía planta y era guapo.
—Pues ya te dura —dijo Natalia levantándose también.
—Porque no me agobia ni me pide cosas imposibles —les dije con sinceridad mientras Lea recogía los vasos de encima de la mesa—. Dejadlo en el lavavajillas. Me cambio en dos minutos.
Subí rauda y veloz y sustituí mis cómodas mallas negras por una falda corta y un top de cuello ancho que dejaba al descubierto uno de mis hombros. Me solté el pelo y me masajeé la cabeza para dejar que cayera por mi espalda. ¿Color de labios? Rojo vino y permanente, así si bebía no necesitaría retocarlo demasiado.
Me miré en el espejo y me guiñé un ojo a mí misma. Al verme haciendo ese gesto, me recordé tanto a mi padre que durante unos segundos me asusté. Cerré los ojos y saqué todo el aire de mis pulmones para volver a inspirar con más tranquilidad.
Ya.