12 HORAS ANTES
Vivo en Madrid y lo odio; por eso concreto: vivo en Vallecas, en el barrio por excelencia. Soy del extrarradio y no necesito absolutamente nada de fuera de él.
Salgo de la ducha, me seco y me pongo los vaqueros. Resoplo mientras abandono el baño, abrochándome los botones de los tejanos. ¿Cómo puede ser que siga muerto de sueño incluso después de ducharme?
—¡Suso! —lo llamo asomándome a su habitación—. ¡Arriba!
Mi hermano, de once años, se revuelve en la cama y gruñe algo que ni siquiera entiendo.
Madrid está sobrevalorado: demasiados coches, demasiado humo y demasiada gente convencidísima de que pertenece a una generación innovadora y maravillosa por comer lo que los chinos ya comían hace doscientos años o cortarse el pelo como, con toda franqueza, nadie debería cortarse el pelo.
Avanzo por el pasillo, entro en el diminuto y ruinoso cuarto de la lavadora y pillo una camiseta cualquiera de la secadora; la puerta se atasca y tengo que cerrarla con fuerza. No la culpo, debe de ser la secadora más vieja del mundo.
Sacudo la prenda regresando al pasillo y me la pongo. En el momento en el que saco la cabeza, la habitación de mi hermana Aitana entra en mi campo de visión.
—De eso nada —le advierto en cuanto la veo.
—Rico —se queja lastimera, alargando las vocales de mi nombre—. Ahora se llevan así.
—Me importa una mierda —replico—. Tienes diecisiete años y vas a bajarte la falda del uniforme hasta la rodilla, que es para lo que fue fabricada.
Se cruza de brazos y me mira desafiándome.
—Cumpliré dieciocho en dos días —me recuerda.
Eso me importa todavía menos.
Enarco las cejas, dejándole cristalinamente claro que no hay ninguna posibilidad de que se salga con la suya.
—No es justo —claudica, estirando los brazos de nuevo junto a sus costados y alejándose al otro extremo del dormitorio, malhumorada.
Mejor enfadada que vestida como en un videoclip de Bad Bunny.
—¡Suso! —grito antes de enfilar las escaleras—. ¡Levántate de una vez!
Vivo con mis hermanos en lo que el Gobierno llamó, a finales de los setenta, casas de sustentación familiar, es decir, una vivienda social que se cae a pedazos y que nadie se molesta en arreglar desde principios de los ochenta. Pensaron que, haciendo pequeñas unifamiliares en pleno barrio, lo convertirían en algo así como una sucursal de La Moraleja. Supongo que nadie les explicó que las casas son ideales para hacer contrabando de tabaco o montar negocios ilegales.
Llego hasta la cocina y sonrío al ver a Mati, ya vestida con su uniforme, subida a una silla que usa a modo de banqueta para sacar el zumo de la nevera.
—Buenos días, peque —la saludo yendo hasta ella.
Le doy un beso en el pelo y el brik de zumo de naranja.
—Buenos días, Rico.
Se baja del asiento y lo empuja hasta colocarlo en su sitio.
—¿Tostadas o cereales? —le pregunto, sirviéndome una taza de café.
—Tostadas —responde, trepando de nuevo, ahora a un viejo taburete que está al otro lado de la barra de la cocina.
—Marchando.
Mati sirve dos vasos de zumo. Saco el paquete de pan de molde y se lo paso, ella lo abre con sus manitas y saca dos rebanadas, que coloca sobre el tostador.
—Mermelada de melocotón para ti y de fresa para mí —me informa.
Se bebe un trago enorme. El diámetro del vaso, aproximadamente, le ocupa media cara, así que, para cuando termina, tiene toda la boca manchada de zumo. Yo, apoyado en el mueble, no puedo evitar sonreír. Tiene seis años y es la cosa más adorable que he visto en mi vida. De pronto pienso en Aitana y esa maldita falda. Las hermanas pequeñas deberían quedarse con seis años para siempre.
De un paso, apoyo los codos sobre la encimera y me inclino hasta que mi mirada queda a la misma altura que la de ella.
—No crezcas nunca —le pido.
Ella asiente enérgica.
—Prometido —sentencia sin lugar a dudas.
Sonrío otra vez. Es la mejor.
No os confundáis, mi barrio me encanta. Tengo todo lo que quiero y aquí soy el puto rey del mambo. Lo de llevar a mis hermanos a una escuela privada es para que tengan un futuro diferente. No soy ningún gilipollas y, por mucho que yo me haya acostumbrado a la vida que llevo aquí, quiero algo mejor para ellos.
—¡Buenos días! —oigo desde la puerta principal. Es Héctor—. ¿Qué pasa, familia? —saluda por segunda vez, irrumpiendo en la cocina.
—Buenos días, Héctor —lo saluda Mati.
—Buenos días, preciosidad —responde—. ¿Cuántos años tienes ya? —inquiere divertido, achinando los ojos para fingir observarla mejor—. ¿Treinta y dos?
Ella rompe a reír y se lleva la mano a la frente.
—No —contesta aún entre carcajadas—. Tengo seis.
—¿Seguro?
—Sí.
—¿Seguro?
—Sí —pronuncia antes de romper a reír de nuevo.
—Pues has crecido mucho.
—Pues ya no puedo crecer más —replica muy seria—. Se lo he prometido a Rico.
Mi sonrisa se ensancha. Ésa es mi chica.
Héctor me mira con el ceño fruncido, pero, tras unos segundos, decide pasar del tema. Mejor, no pensaba explicarle nada.
—¿Cómo se presenta el día, Rico?
Sólo Héctor y mi familia me llaman Rico. Para todos los demás soy León.
—¿Puedes dejar de estar tan increíblemente contento? —me quejo, incorporándome—. Es muy temprano, ten la decencia de estar de mal humor.
Intenta mantenerse serio, pero, sea lo que sea en lo que está pensando, con toda probabilidad algo con lencería y gemidos, le traiciona y vuelve a sonreír.
—No puedo —se excusa en absoluto arrepentido, a punto de la risa.
Lo observo. Lleva la ropa de ayer. Viene de echar un polvo, de ahí esa radiante felicidad.
—¿Susana?
Niega con la cabeza, mordiéndose el labio inferior.
—Vicky —sentencia.
¿Vicky? ¿En serio? Pongo los ojos en blanco y me giro para coger las tostadas y untar la mantequilla.
—Sé que para ti es muy fácil, porque, con esa pinta de bajabragas, todas caen rendidas a tus pies —protesta dando un paso hacia mí—, pero los pobres mortales tenemos que conformarnos con las oportunidades que nos brinda la vida.
—No te tires el rollo. Tú no te vas con Vicky porque sea tu única oportunidad, te vas con ella porque te pone como una moto.
Él abre la boca dispuesto a rebatirme, pero acaba asintiendo y otra vez esa sonrisilla se le escapa. Lo conozco como si lo hubiese parido.
—Y empiezo a pensar que, que tenga un novio con malas pulgas y uno noventa que vive en el gimnasio y te puede partir la cara en cualquier momento, es lo que más te pone de todo.
—¿Qué sería la vida sin peligro?
—Vas a acabar en un agujero —me burlo.
—No —replica con la cabeza en mi nevera—, porque sé que tú siempre me vas a defender. Para algo soy tu mejor amigo... —saca una manzana y le da un bocado— y el único que tienes —añade al recapacitar sobre sus propias palabras.
Un amago de sonrisa arisca y sarcástica se escapa de mis labios.
—Tengo suficiente contigo —sentencio—. El cupo de capullos cubierto.
Héctor me enseña el dedo corazón y yo le lanzo un beso.
—Buenos días —gruñe malhumorada Aitana entrando en la cocina.
—Buenos días—responde Héctor—. Estás de muy buen humor —comenta sólo para torturarla. Le encanta hacerlo.
—Si tienes casa, ¿por qué nunca estás en ella? —replica hostil, sentándose en una de las desvencijadas sillas de la cocina.
—Porque es más divertido estar aquí —contesta sin ningún remordimiento—. ¿Ya has hecho los deberes?
—No me trates como a una cría —y ella pica siempre—, y vete a la mierda.
Héctor suelta un silbido burlón.
—Esa boca —la reprendo.
Mi amigo sonríe, encantado por estar sacándola de sus casillas, y mi hermana se muerde la lengua, fulminándolo con la mirada. Es la historia de todas las mañanas.
Aitana se sirve unos cereales. Mi móvil comienza a sonar. Miro a mi alrededor siguiendo el sonido, hasta que lo encuentro bajo un par de revistas. Observo la hora en la pantalla antes de contestar. Las ocho y media.
—¡Suso! —grito hacia las escaleras—. ¡Joder! ¡Baja ya!
—¡Voy! —responde desde arriba—. ¡No encuentro mi libro de matemáticas!
Llevo mi vista hasta Aitana con la esperanza de que ella sepa dónde está, pero se encoge de hombros, molesta. Ahora mismo prefiere verme arder que ayudarme.
—A lo mejor ha vuelto a venderlo —me recuerda Mati.
—No, porque sabe que, si vuelve a venderlo, yo lo vendo a él a un circo ambulante —replico rebuscando en la cocina. El móvil sigue sonando. Me asomo al salón y lo veo en la mesita de centro—. ¡Está aquí!
—Vale —contesta pasando veloz a mi lado con la mochila abierta colgada de un hombro, de la que no paran de caérsele cosas.
Lo observo y cabeceo. Es mi hermano y lo quiero, pero es un puto desastre.
—¿Diga? —descuelgo al fin.
—Por fin —protesta mi hermano Hugo al otro lado, quien por cierto debería estar ya aquí para llevarse a los críos al colegio.
—¿Dónde estás?
—Esta mañana no puedo ir a casa...
—Me importa una mierda —prácticamente lo interrumpo—. Tienes quince minutos para llegar.
—Estoy en el centro —se queja como si tuviera trece años en lugar de veintiocho.
—Otra cosa que no es problema mío.
Cuelgo y me meto el móvil en el bolsillo de atrás de los vaqueros.
—Peque, termínate el desayuno y lávate los dientes. Hugo está a punto de llegar —le digo y ella asiente. Oteo la estancia al tiempo que saco un táper de la nevera, lo dejo sobre la encimera, saco dos tarteras del armario y las abro—. Suso, ¿has hecho los deberes?
—Casi —responde abriendo el libro sobre la mesa.
Me cago en... Resoplo y cuento mentalmente hasta diez.
—Aitana —la llamo, en una clara sustitución de «ayúdalo».
—Paso —replica.
Dejo caer un montón de zanahorias y apio lavados y cortados en cada tartera y añado almendras a una de ellas.
—Aitana, por favor —repito más vehemente, cerrando el armarito, volviendo al frigo, sacando dos zumos y dejándolos junto a los desayunos preparados.
Pone los ojos en blanco, suelta un bufido, pero finalmente coge el libro y lo gira hacia ella dispuesta a hacerle los deberes. Sonrío. Sabía que no podría estar mucho tiempo enfadada conmigo.
—Esto no puede ser —se queja Hugo entrando en la cocina.
Han pasado cinco minutos desde su llamada. Estoy sentado en la encimera, tomándome el segundo café del día y controlando el frente.
—Creí que estabas en el centro —le recuerdo socarrón. Sabía que no lo estaba.
Mi hermano aprieta los labios, molesto, pero no dice nada más.
—No puedo llevar todos los días a estos críos al colegio. Tengo una vida, ¿sabes? —protesta—. Y debería vivir en el centro, no tener que ir hasta él desde este barrio de mierda.
Al terminar, se alisa la corbata sobre su camisa para profundizar en el hecho de que no se siente parte de nada de esto. No sabe hasta qué punto me importa poco.
Le dedico mi sonrisa más fría y más desdeñosa.
—Se me olvidaba que tu vida es tan dura —replico burlón.
—¿Por qué no pueden ir solos?
—Porque está a quince minutos en coche.
—Yo a su edad iba solo.
—A ti te llevaba yo —le refresco la memoria, bajándome de la encimera de un salto y dando un paso hacia él—. Y tú vas a llevarlos a ellos porque son tus hermanos y es lo que te toca. Si quieres, cambiamos. Yo me voy a vivir a un apartamento y vengo a acompañarlos al colegio y tú te quedas aquí y te encargas de todo, todos los putos días.
Hugo me mantiene la mirada, pero la presión le puede y acaba agachando la cabeza.
—¿No? —lo reto—. Lo imaginaba.
Quiero a Hugo, es mi hermano, pero a veces se comporta como un crío de mierda. Nunca se ha ocupado de nada y he tenido que resolverle los problemas demasiadas veces. Desde hace mucho, cuando nuestros queridísimos padres decidieron que no iban a cambiar su estilo de vida por nosotros, he tenido que encargarme de todo. No me importa. Haría cualquier cosa por mis hermanos, pero no voy a permitir que se presente aquí y me monte una escenita porque su única responsabilidad le parece un mundo.
—¡Vamos! —llamo a los chicos—. Tenemos que irnos.
Me subo al mueble del fregadero y, agarrándome al tendedero, me descuelgo hasta sacar medio cuerpo por la ventana para apagar la vieja caldera. Mientras, Héctor ayuda a Mati a ponerse la mochila y Aitana se asegura de que Suso lo lleve todo.
Cojo las llaves camino de la salida y abro la puerta. Héctor se queda frente a mí y los dos presenciamos cómo salen todos mis hermanos para, a continuación, hacerlo nosotros.
—¡He tenido una revelación! —grita Bosco frente a todos, alzando las manos en mitad de los siete escalones que separan el ajado porche, de nuestra ajada casa, de la descuidada acera.
Yo lo observo y contengo un resoplido. ¿En serio? ¿Ahora? Tengo prisa, joder.
—Tenemos que hacer algo por cambiar esta sociedad —continúa, haciendo hincapié en cada palabra, sintiéndola—. Tenemos que hacer algo por mejorar, por crecer, por creer los unos en los otros. ¡Y tenemos que hacerlo fabricando nuestra propia cerveza!
Y entonces se cae cual saco de patatas y aterriza en la acera, borracho como una cuba. Todos lo contemplamos un segundo y, sin más, reemprendemos la marcha. Al pasar junto a él, Mati le acaricia el pelo, le da un beso en la cabeza y continúa caminando. Yo me inclino un momento, me aseguro de que respira poniéndole el índice y el corazón en el cuello, en un gesto de lo más rutinario, huele a whisky desde aquí, y, al sentir su pulso, reemprendo la marcha.
Héctor me pasa un cigarrillo y me lo enciendo.
—Qué descanses, Bosco —me despido girándome un instante, sin dejar de caminar.
Mi padre gruñe algo parecido a un «gracias» y sigue durmiendo el pedo.
Me pregunto cuándo van a nombrarlo progenitor del año.
Mati y Suso se montan en el coche de Hugo, pero Aitana continúa andando.
—Viene una amiga a recogerme —me explica sin ni siquiera volverse ni dejar de avanzar.
Achino los ojos. Me la está colando.
—Gira a la derecha —le pido a Héctor en cuanto entramos en su viejo Polo.
Él asiente y seguimos el camino que ha tomado mi hermana. Al doblar por la primera calle que nos da la oportunidad, no tardo en maldecir entre dientes y verla a punto de subirse a la moto del gilipollas de Yonny Ruso.
Cuando ve el coche, Aitana vuelve a resoplar y se separa de Yonny. Él la mira confuso, pero no tiene por qué preocuparse, ya estoy yo aquí para resolverle las dudas.
—¿Qué haces? —demanda extrañado.
—¿Qué haces tú? —pronuncio a su espalda.
Mi voz lo tensa; mejor. Para cuando se vuelve y me encuentra frente a él, ya está muerto de miedo; mucho mejor.
—Hola, León.
—¿Sabes qué hora es? —murmuro amenazadoramente suave.
Él asiente un número casi ridículo de veces.
—Las nueve menos diez —balbucea.
—¿Y sabes camino de dónde tendría que estar ya mi hermana?
—Del instituto.
Le dedico una intimidante sonrisa y doy un paso hacia él.
—Creo que puedes hacerlo mucho mejor —siseo.
—Yo... yo... —tartamudea—, no puedo venir a verte cuando tengas clase, Aitana. No quiero entretenerte.
Le mantengo la mirada, haciendo que el miedo lo recorra de pies a cabeza. La verdad es que ni siquiera sé por qué no le parto la cara en este preciso instante. No estudia. No trabaja. No tiene ni un maldito oficio y, por supuesto, ni un mísero beneficio. ¿Por qué no puede elegir mejor? No digo que tenga que salir con un ingeniero de la NASA, pero, por lo menos, podría ser uno al que no me entren ganas de atropellar cada vez que lo veo.
—Aitana, sube al coche —le ordeno.
—Rico —refunfuña.
—Ahora —gruño.
Ella me mira francamente mal, pero echa a andar y se monta en la parte trasera del Volkswagen de Héctor.
Le echo una última mirada a este futuro vago profesional y me meto en el Polo.
Héctor arranca y, por el espejo retrovisor, puedo ver cómo el capullo de Yonny Ruso suelta todo el aire de sus pulmones cuando nos ve alejarnos.
—Aitanita —la pincha Héctor—, ¿dónde has encontrado a ese partido tan increíble?, ¿en la gala de los premios Nobel?, ¿en un festival de cine independiente?
—Yonny es un tío increíble —replica hostil, cruzada de brazos—, aunque a ti no tengo por qué darte explicaciones, gilipollas.
—Esa boca —la reprendo.
Héctor, con una sonrisilla de lo más impertinente en los labios, finge que las palabras de mi hermana le han parecido de lo más amenazantes.
—Y tú no seas gilipollas —la defiendo.
De reojo, lo miro y no puedo evitar que su sonrisa se contagie en mis labios. Mi hermana tiene que empezar a elegir mejor, por el amor de Dios.
La llevamos hasta el instituto y Héctor me deja en el curro antes de marcharse a casa, un apartamento de mala muerte cerca de la mía. Mi amigo es escritor y se pasa las mañanas enteras fumando y escuchando música de Pink Floyd delante de su portátil.
—Buenos días —digo al aire entrando en el taller.
Capto algunos gruñidos como respuesta, la mayoría de bocas cuyas respectivas cabezas no han salido de los motores que revisan.
Camino hasta el Audi que está arreglando mi abuelo. Lo observo un par de segundos sin que repare en mí. Me acerco hasta una de las cajoneras rojas de metal y cojo una llave inglesa de dos pulgadas y media.
Mi abuelo murmura entre dientes, malhumorado.
—Necesito otra maldita llave, ésta no sirve —protesta.
Sonrío, regreso a su lado y le tiendo la herramienta. Al verla, se sorprende y saca la cabeza del capó. Cuando me encuentra, sonríe.
—Esto ha sido una fanfarronada —me recrimina divertido, mostrándome la llave.
—Llevo viéndote trabajar en este taller desde que tengo cinco años —le recuerdo, quitándome la cazadora y dejándola sobre la mesa donde revisamos las facturas— y arreglando coches contigo desde los dieciséis.
Cojo las bujías que dejé preparadas anoche y rodeo el Audi para alcanzar el otro lado del capó.
Mi abuelo asiente un par de veces.
—Es decir, que llevas molestándome desde los cinco años y complicándome el trabajo desde los dieciséis —sentencia.
Nos miramos un segundo y los dos sonreímos justo antes de ponernos con el trabajo. Los siguientes minutos los pasamos en silencio, cada uno concentrado en lo que hacen sus manos.
—Esta mañana, mientras abría el taller, he visto a Hugo ir hacia casa con cara de pocos amigos. ¿Está cumpliendo?
—Está cumpliendo —contesto, y me ahorro cómo le he obligado a cumplir.
—Eres demasiado permisivo con él.
A veces se me olvida que yo lo conozco muy bien, pero él a mí también.
Me encojo de hombros, eludiendo la respuesta. Tiene razón, pero Hugo y yo no lo pasamos bien de críos; supongo que se lo debo.
—La que me trae de cabeza es Aitana —me quejo para cambiar de tema.
—Aitanita es una buena chica —me rebate mi abuelo—. Estudia, es responsable y te ayuda con los pequeños.
Ahora también tiene razón, pero eso no me impide sonreír socarrón.
—¿Quién está siendo permisivo ahora? —demando con el mismo humor de mi gesto en la voz.
Mi abuelo finge no oírme. Aitana tiene el nombre de mi madre y es igual que ella en todos los sentidos; es como ver una maldita fotografía. Mi abuelo adoraba a mi madre; siempre dice que ni siquiera entiende cómo su hijo, Bosco, la convenció para casarse con él, aunque se alegraba porque nunca podría haber encontrado una mujer mejor. Todo se fue a la mierda cuando mi madre, que estaba enamorada de mi padre como una idiota, entendió que la única manera de estar cerca de él era perderse con él y acabaron en la barra de un bar. El amor, ya se sabe, nunca trae nada bueno para nadie.
—¿Y tu padre?
Aprieto la correa del ventilador y cedo un poco más los ajustes del carburador. Los Audi clásicos siempre acaban fallando aquí.
—Borracho en la entrada de casa —respondo sin darle la más mínima importancia, y es que, cuando algo pasa cada mañana, automáticamente dejar de ser relevante.
Mi abuelo hace una mueca de disgusto.
—¿Por qué no se morirá de una vez?
No respondo. Sé que no lo dice en serio. Bosco es su hijo y uno no puede dejar de querer a un hijo, aunque sea un borracho malnacido incapaz de cuidar de sus críos de ninguna manera y tampoco le preocupe lo más mínimo si comen, tienen ropa o un techo.
—Ya sabes lo que dicen, bicho malo... —bromeo.
—Todavía me sorprende que te lo tomes así.
—¿Y qué quieres que haga?
Llevo cuidando de mis hermanos desde que tengo dieciséis años; él lleva pasando de nosotros desde... siempre. Estoy acostumbrado.
Lo piensa un instante.
—No lo sé —refunfuña al fin—, pero no es sano. ¿Por qué no vas a un terapeuta de esos?
Sonrío de nuevo.
—Estoy hablando en serio —farfulla—. Tienes que liberar tensiones.
—No te preocupes. Yo ya libero tensiones.
Muchas, y me lo paso de cine. Sonrío otra vez. La verdad es que me lo paso realmente bien.
—Contigo y esa sonrisita no se puede tener una conversación —protesta por enésima vez.
—Deja de quejarte, Mati dice que eres un gruñón —lo pincho.
Mi abuelo alza la cabeza y apoya las dos manos en el borde de la carrocería para acabar soltando un bufido.
—¿Ves? Lo que yo te diga. Ni siquiera eres capaz de charlar en serio.
Levanto la mirada del motor y lo observo un segundo justo antes de volver a concentrarme en la correa de distribución. Lo conozco. Sé que lo que quiere decir no tiene nada que ver con ir o no a un psicólogo.
—¿Qué pasa? —le pregunto.
No me ando con rodeos. Los rodeos son una estupidez.
Mi abuelo guarda silencio un puñado de segundos.
—Estoy preocupado, hijo —dice al fin—. Lo que haces... sé que te da mucho dinero, pero es demasiado peligroso.
No necesita especificar más. Sé perfectamente a qué se refiere y también sé cuáles son sus reticencias, el porqué de ese miedo.
—Necesito la pasta.
—Aitana y los pequeños no tienen por qué ir a esos colegios tan caros.
—¿Y qué hacemos entonces? —replico—. Dejo que se queden aquí y que acaben como acaban todos los del barrio. Ellos son mejores, abuelo, y se merecen una vida mejor.
—A ti no te ha ido mal en el barrio —contraataca.
—Yo soy diferente —sentencio. El barrio es mío, pero no ha sido fácil llegar hasta donde estoy. Demasiadas peleas y demasiado de todo lo demás—. Y tampoco es lo que quiero para ellos.
Por muy bien que me vaya y por mucho dinero que gane, no quiero eso para Hugo ni para Aitana ni para Suso ni para Mati.
—¿Por qué no me quedo solo en el taller y te buscas otro trabajo?
—¿Y dejar que te encargues tú de todo? Es demasiado trabajo y lo sabes.
—Pues deja que te pague un sueldo.
—No —replico, y no dejo espacio para las dudas—. Ya nos ayudaste bastante cuando era un crío. El dinero que ganas es para ti.
—Pues al menos deja de pagarme las facturas. No soy ningún viejo acabado, puedo apañármelas.
Veo cómo resopla y vuelve al motor, y otra vez no puedo evitar sonreír. Es un auténtico gruñón, pero también muy sabio... y sabe que en esta conversación tiene todas las de perder. Pienso ocuparme de él siempre.
A las ocho cerramos el taller. Héctor me recoge y nos alejamos un par de calles para tomarnos una cerveza helada.
—¿Qué plan tenemos para esta noche?
Yo resoplo con la mirada perdida en la plaza. El restaurante chino se ha rendido y ha empezado a hacer patatas bravas; el olor mezclado con el de los rollitos de primavera es casi brutal. Puede matarte y revivirte en cuestión de segundos.
—Ninguno —respondo al fin.
—¡Vamos! —se queja mi amigo—. Es la primera vez que no tenemos ningún asunto el sábado por la noche desde hace más de un mes. Tenemos que salir a emborracharnos.
Ya sé qué contestar a su propuesta: no me interesa, pero en lugar de eso lo miro sin decir nada. Los discursos sobre vivir como si nos hubiéramos escapado de una novela norteamericana de los sesenta son su debilidad. Voy a darle el gusto.
—Tenemos treinta años. Muy pronto cometeremos la estupidez de casarnos y tener críos y entonces se acabaron los sábados para nosotros, todos. —Hace hincapié en la última palabra, melodramático—. Disfrutemos ahora que aún podemos.
Enarca las cejas esperando mi reacción; mi reacción completamente positiva y entregada, por supuesto.
—No voy a salir —respondo con una sonrisilla justo antes de darle un trago a mi cerveza.
Tiene razón, pero, joder, que la tenga y dársela son dos conceptos diferentes.
—Rico —protesta estirando las vocales de mi nombre—. Salgamos de juerga por ahí.
—No.
—Llamo a Vicky y le digo que se traiga a una amiga.
—Ni de coña.
—Entonces, vamos a El circo.
Entrecierro los ojos con la mirada puesta sobre Héctor. Ese plan no suena del todo mal: un par de gintónics, un poco de música y liberar tensiones.
En ese momento mi móvil comienza a sonar en el bolsillo de mis vaqueros. Miro la pantalla. Es Andrea. Hablando de liberar tensiones...
Héctor se asoma por encima de la mesa y lee su nombre.
—Andrea —pronuncia socarrón—. Tu novia te echa de menos.
—No es mi novia —le dejo claro veloz.
—¿Ah, no?
—Salimos juntos —le especifico, y no estoy mintiendo. No hay más y no va a haberlo.
—Qué bonito eufemismo. Eres tan romántico que me entran ganas de comértela.
Refunfuño y él ríe encantado por haberme fastidiado. El cabrón es el hetero al que menos le preocupa bromear con su sexualidad que he visto en mi vida.
Pongo los ojos en blanco, diciéndole sin palabras que me tiene hasta los huevos, y descuelgo. La suave voz de Andrea ocupa de inmediato la línea.
—Hola, ¿tienes plan para esta noche?
Suelto un suspiro de satisfacción a la vez que me dejo caer en el respaldo de la silla. Me gusta que sea tan directa. Los jueguecitos, el tener que rondar a una chica durante días como si fuera una maldita prueba olímpica, no va conmigo.
—Voy a El circo. Te recojo a las doce —respondo.
Héctor sonríe encantado. Se ha salido con la suya.
—Perfecto.
Cuelgo y vuelvo a perder la mirada en la plaza mientras mi amigo, pletórico, empieza a canturrear sobre lo bien que lo vamos a pasar. Para mí es algo más mecánico: beber, follar y despejar la mente. Por eso me gusta Andrea. Ella también lo tiene claro y no me pide más.
***
Voy a recoger a Andrea, a su casa en un barrio del centro, y a las doce y media estamos cruzando las puertas de El circo, una fábrica abandonada del barrio reconvertida en el club de moda. No está nada mal y desde el principio ha logrado ser el epicentro de los asuntos del extrarradio.
Vamos hasta la barra y nos pedimos una copa.
—Aquí tiene, señor León —me informa una de las drag queen que han empezado a trabajar de camareras, dejando un gintónic frente a mí.
Juro que me ha dicho su nombre, pero no me acuerdo.
—Gracias, encanto.
—Mayúscula —me recuerda.
Sonrío fugaz y algo frío, mi sonrisa, y me giro.
—¿Bailamos? —me pide Andrea.
Niego con la cabeza. Bailar no forma parte del trato.
—Hazlo tú.
Ella sonríe desafiante y le mantengo la mirada y el gesto sin problemas. Al cabo de unos segundos, la forma en la que me observa se vuelve pizpireta, como si hubiese llegado a la errónea conclusión de que quiero que juguemos, que me provoque desde la pista de baile. Nada más lejos de la realidad; cuando quiera follármela, lo sabrá... Mientras tanto, prefiero que esté entretenida y me deje en paz.
Andrea se aleja unos metros, hasta mezclarse con la enorme cantidad de gente que baila en la pista, y yo le doy un trago a mi copa. De espaldas a la barra, apoyo los codos en ella y alzo la cabeza, perdiendo la mirada en el millar de lucecitas que cubren el techo. A veces creo que mi abuelo tiene razón y debería parar un poco con todo. Estoy cansado, joder, aunque, con toda probabilidad, la palabra más adecuada sería hastiado.
A estas alturas, todo debería ser más fácil, ¿no?
Resoplo.
—Lo que necesitas es echar un polvo —me digo.
Darle vueltas a lo que nunca va a cambiar, no vale para nada.
Me incorporo y busco a Andrea con la mirada. Sigue en el centro de la pista, pero ya no baila; está hablando con un tío y una chica a la que no consigo verle la cara. Serán compañeros de trabajo, amigos... me importa una mierda.
Me dirijo hacia ella dispuesto a llevármela a los lavabos.
—León —me saluda Lucas cuando apenas estoy a un paso de Andrea—. Tengo algo para ti.
—¿Cuándo?
—El viernes, en un par de semanas.
Tomo a Andrea de la cintura. Cuanto antes sepa para qué estoy aquí, mejor.
—¿El setenta por ciento?
—Sesenta y cinco —repone.
Lo pienso un instante. Hace mucho que me puse el límite de sesenta. Si no, hacer esto ni siquiera merece la pena.
Asiento y él capta el mensaje. Parece que ya tengo plan para dentro de dos semanas.
Andrea coloca su mano en la mía y se aprieta contra mí.
—Cielo —me llama.
Me giro. El hombre no me interesa lo más mínimo, pero la chica... Joder, la chica es algo completamente diferente.
—Te presento a mi exmarido, Hernán. Hernán, él es mi novio, Rico León.
La odio. Odio a Daniela Suárez.