Estaba completamente indefenso…1
RICHARD BURTON
Gstaad es muy solitario fuera de temporada.2
ELIZABETH TAYLOR
La gran pasión de Elizabeth y Richard supuso el inicio de una nueva industria: la cultura de los famosos a una escala nunca vista. De pronto sus imágenes —casi siempre vestidos de Cleopatra y Marco Antonio— salían en portada de una infinidad de publicaciones sensacionalistas. Los amores de Burton y Taylor eran del dominio público, hasta el punto de que Jacqueline Kennedy preguntó al publicista Warren Cowan: «Warren, ¿tú crees que Elizabeth Taylor se casará con Richard Burton?».3 Un cronista escribió: «Habían pasado de la sección de espectáculos a la de noticias, donde se codeaban con Kennedy, Jruschov y los misiles de Cuba». Louella Parsons afirmó en un artículo que semejante cantidad de publicidad «debería haberlos matado».
Se publicaron en ediciones baratas libros escritos de forma apresurada, como Cleopatra in Mink, de Cy Rice, experto en temas de espectáculo, y Richard Burton, His Intimate Story, de Ruth Waterbury; hasta Walter Wanger entró en la rueda sacando a la luz su diario de producción, My Life with Cleopatra («¡POR PRIMERA VEZ! ¡La historia completa, verídica y confidencial de la película más comentada de nuestro tiempo, contada por el hombre que la produjo!»). En sus páginas escribió: «He intentado una vez más que Elizabeth haga alguna declaración que contrarreste la mala prensa que tiene. Paris Match, Life, News of the World, France Soir y muchas otras publicaciones europeas la atacan con saña», y señalaba: «los paparazzi, ese grupo de fotógrafos de baja estofa que tan bien retrata La dolce vita de Fellini, han sido nuestra cruz desde que llegamos a Roma».4
Il Tempo, Los Angeles Times, el Herald Examiner, Hollywood Reporter y Variety, todos metieron baza, incluso el Vaticano, que en su semanario Osservatore della Domenica publicó una carta de un lector que censuraba el «vagabundeo erótico»5 de Elizabeth Taylor y ponía en duda que ella y «su cuarto ex marido» estuvieran capacitados para adoptar a Maria, la niña alemana. En Estados Unidos, una tal Iris Faircloth Blitch, congresista por Georgia, propuso que el Congreso prohibiese a «la señorita Taylor y el señor Burton… regresar a Estados Unidos, por indeseables».6 Entraron en liza congresistas de Nueva York y Carolina del Norte, que echaban la culpa de la «deriva moral» del país a los amores de Taylor y Burton.
Wanger temía que la publicidad negativa perjudicase a Cleopatra al impulsar a los espectadores a boicotear la película. Mandó a nueve policías de paisano que evitaran la entrada de paparazzi en el plató, pero «Liz y Dick» ya no podían más. Dijeron al productor que estaban «hartos de la persecución de los paparazzi»7 y que iban a dar la vuelta a la tortilla; así que una noche Burton y Taylor (muy chic ella con su abrigo de leopardo y su sombrero en forma de campana) se pasearon de la mano por via Veneto, entre los enardecidos paparazzi. Se besaron en público, y airearon su relación sin hacer nada por evitar el frenesí. En un club nocturno de via Veneto se encontraron con su amigo Mike Nichols, conocido entonces por sus números satíricos con Elaine May.
An Evening with Mike Nichols and Elaine May había estado en cartel en Broadway a la vez que el Camelot de Burton, y Nichols se había hecho amigo tanto de Richard como de Elizabeth. (Pese a aparecer junto a la modelo Suzy Parker en una serie de fotos de Richard Avedon que parodiaban la reciente mala fama de Burton y Taylor, lo cierto es que Nichols estaba dando los primeros pasos en una amistad larga y llena de satisfacciones con Elizabeth, que imprimiría un nuevo rumbo a sus respectivas trayectorias.)
Otro amigo íntimo de esa época de locura fue Roddy McDowall, que en Cleopatra interpretaba el importante papel de Octavio, el sagaz tercer miembro del triunvirato romano que, más inteligente que Marco Antonio, acaba derrotándolo. Su papel en la vida de Elizabeth también era importante: era, junto con Montgomery Clift y Rock Hudson, uno de los actores homosexuales que le merecían plena confianza, y a quienes contaba entre sus mejores amistades. Elizabeth se adelantó mucho a su tiempo al aceptar a sus amigos homosexuales y profesarles gran cariño. Al final de aquel verano, cuando McDowall regresó a Nueva York e hizo las delicias de Monty Clift con sus anécdotas sobre Le scandale, Clift se quedó de piedra. «Es demencial. ¡Ahora Bessie Mae [como la llamaba] es la mujer más famosa del mundo!» Monty veía la mano de Burton detrás de los titulares escandalosos: «Richard quiere ser famoso a toda costa», observó.8
Sin embargo, más que Richard, quien sabía manejar a la prensa y los paparazzi era Elizabeth, que se movía en ese ambiente desde niña, y había aprendido de Todd lo importante que era estar siempre en el candelero. En eso se diferenciaba de Burton, que seguía siendo muy celoso de su intimidad y, a pesar de haber disfrutado a menudo con la adulación del público teatral, no estaba acostumbrado a aquel tipo de atención constante. Al principio fue embriagador. «En pocas semanas —señalaba Fisher años después—, Burton pasó de ser un actor británico muy respetado a una celebridad internacional, y le encantaba. De repente no podía ir por la calle sin que le reconociesen. Lo que aún no había entendido es que no podía sacudirse de encima aquella fama cuando le conviniera.»9
Después de haber estado casada con el «hosco, rencoroso y en última instancia violento» Nicky Hilton, con «el dulce Michael Wilding, para quien fui más que nada una hermana» y «con Mike [Todd], al que adoraba, pero con quien solo tuve dos maravillosos años», estar con Burton fue como una revelación para Taylor. «Richard y yo teníamos una química increíble —afirmaría más tarde—. No nos cansábamos nunca el uno del otro.» Lo que más le gustaba era escaparse con él a su refugio en las afueras de Roma. «Hasta con los paparazzi colgados de los árboles, hasta oyendo sus pasos por el tejado, podíamos hacer el amor, jugar al Scrabble y formar palabras indecentes, y nunca se acababa la partida. Si te excitas jugando al Scrabble, es que es amor.»
Elizabeth no se achicó en ningún momento. Era una apuesta. Trece años antes, Ingrid Bergman había hecho descarrilar su carrera al abandonar a su marido, Peter Lindström, para escaparse con el director italiano Roberto Rossellini, con quien tuvo un hijo ilegítimo. Sufrió el acoso de los popes del cotilleo de Hollywood y se censuró su conducta en el Senado. Sin embargo, para Elizabeth no era nada nuevo: había pasado por eso solo dos años atrás, cuando la opinión pública se había puesto de parte de Debbie Reynolds en el escándalo Fisher-Taylor-Reynolds, y si algún efecto había tenido, era el de echar más combustible al imparable motor de la candente carrera de Elizabeth. ¿Qué le importaba que los paparazzi acampasen junto a Villa Pappa y los estudios de Cinecittà? Ya estaba acostumbrada a las multitudes. En el entierro de Mike Todd, diez mil admiradores la habían visto llorar y desplomarse sobre la tumba.
Fue precisamente Mike Todd (el showman por antonomasia, que había llevado a Elizabeth por todo el planeta para una interminable sucesión de estrenos de La vuelta al mundo en ochenta días anunciados a bombo y platillo) quien le enseñó el poder transformador de la publicidad. Elizabeth había aprendido de un maestro: la publicidad negativa no existe. Los reproches del mundo no eran sino la más reciente encarnación de esa publicidad, y ella sabía qué hacer con la publicidad. Por otra parte, si en algún momento se había preguntado si el público dejaría de quererla y le daría la espalda escandalizado por su conducta, obtuvo la respuesta cuando empezó el rodaje de la majestuosa entrada de Cleopatra en Roma.
En esa espectacular escena, Cleopatra, con un vestido de oro puro de seis mil quinientos dólares, cruza las puertas de Roma en una enorme esfinge de oro tirada por decenas de esclavos nubios, precedidos por toda una legión de sinuosas bailarinas con serpientes, magníficos arqueros, caballos, elefantes y tragafuegos. Elizabeth declararía más adelante que la escena la aterrorizaba. Dada la publicidad negativa que había desencadenado su relación, confesó a Mankiewicz: «Estar en medio de tanta gente, yo sola, allá arriba… A ver si me abuchean y me tiran piedras».10 El director había recibido amenazas de bomba anónimas, que se tomó lo bastante en serio para situar a detectives con toga entre los extras. Que Elizabeth soportase la escena da fe de su valentía.
Sin embargo sucedió algo increíble. En el momento en que ella entrase en Roma, los seis mil figurantes (romanos haciendo de romanos) tenían que gritar jubilosamente: «¡Cleopatra! ¡Cleopatra!».
Lo que gritaron en lugar de eso fue: «¡Liiz, Liiz! Baci, baci! [¡Besos!]».11
A Elizabeth se le saltaron las lágrimas. Al concluir la escena dio las gracias a la muchedumbre de extras (en representación de toda Roma) por su cariño y respaldo.
A finales de julio de 1962 se acabaron por fin los diez meses de rodaje de Cleopatra.
«Después de mi última toma —recordaba Elizabeth— experimenté una especie de sensación de añoranza y de vacío curiosamente triste, pero también un alivio astronómico. Por fin se había terminado. Rodar esa película fue como una enfermedad, una dolencia de la que cuesta mucho reponerse.»12 Los decorados romanos de Cinecittà fueron desmontados. En septiembre Elizabeth se fue a su villa suiza con sus cuatro hijos, tras instalar a sus padres en un hotel cercano. Richard volvió con su familia a Le Pays de Galles, la villa que habían comprado él y Sybil en Céligny, en la orilla occidental del lago Lemán, a fin de evitar los elevados impuestos de Gran Bretaña.
Quizá fuera oportuno que la casa de Elizabeth en Gstaad, el Chalet Ariel, quedase en la otra orilla del lago, a una hora en coche por una carretera llena de curvas. Durante cuatro meses los dos enamorados intentaron dejar que se apagasen las llamas que tan intensamente habían ardido en Roma. «Tratamos de no vernos —contaba más tarde Elizabeth—. Éramos demasiado conscientes del dolor que causábamos a otras personas para estar juntos. Pero es difícil escapar al destino. Cuando estás así de enamorado y sientes tal deseo, te aferras a él con las dos manos y capeas la tormenta.»13
Como no podía decírselo a Richard en persona, vertió su angustia en una carta en la que reconocía que su relación estaba causando demasiado dolor, «haciendo infeliz a demasiada gente»,14 y que deberían separarse. También decidió poner en marcha los trámites para divorciarse de Eddie Fisher.
Ya sabía que su matrimonio no tenía futuro desde el día en que cumplió treinta años («el más triste de mi vida», según ella), cuando Eddie le regaló unos pendientes de brillantes amarillos, un broche y un anillo a juego. «Fue una sorpresa total —recordaba la actriz—, pero ¿sabes qué? Me pasaba el rato buscando algo de Richard. Tenía el ánimo por los suelos. Di las gracias a Eddie, pero solo quería alguna señal de Richard. No había ni un ramo de flores.»15 Más tarde, cuando ya llevaban unos meses separados, Fisher le envió la factura de las joyas. «Supongo que la pagué», contaba Elizabeth. Intentaba seguir alejada de Richard.
Burton lo pasaba igual de mal. Echaba de menos a Elizabeth, y es posible que también la enloquecida atención mundial. Al final rompió su silencio forzoso y la telefonéo para reconocer que estaba preocupado por ella y concertar un encuentro en el Château de Chillon, un castillo del siglo XII a orillas del lago Lemán. Elizabeth aceptó.
Aunque en Gstaad estuviera con sus hijos y tuviera cerca a sus padres, Francis y Sara, Elizabeth no vivía sin un hombre desde su primer y desacertado matrimonio con Nicky Hilton. Se sentía sola. Más tarde, escribió en su autobiografía: «Me moría por dentro. Delante de los niños trataba de disimularlo con un frenesí de actividades de todo tipo». Sus hijos parecían echar tanto de menos a Burton como ella, mientras que, como señaló Elizabeth, «cuando Eddie se marchó los niños ni siquiera preguntaron dónde estaba». Según ella, fue Christopher, su hijo pequeño, quien la ayudó a decidirse el día en que le confesó: «Anoche pedí a Dios que os casarais tú y Richard».16
Así que Burton salió en coche de su villa, solo, hacia el este, mientras a Elizabeth la llevaban sus padres al lugar de la cita. Sorprende que Sara Taylor aceptara al plan; como principal impulsora del ascenso de Elizabeth en la MGM, había dado su beneplácito a los anteriores matrimonios de su hija por considerarlos beneficiosos para su carrera. Sin embargo, temía que la pésima publicidad de Le scandale echase por tierra tantos años de arduas estrategias. Esto demuestra que Elizabeth comenzaba a reivindicar sus deseos personales al precio que fuera y por fin tomaba las riendas de su carrera (y de su vida) al margen de su madre.
«Richard y yo llegamos justo al mismo tiempo —recordaba Elizabeth—. Él tenía bajada la capota del coche, estaba morenísimo y llevaba el pelo muy corto. Yo no lo veía desde Cleopatra. Parecía nervioso, nada contento, pero estaba maravilloso.» En un ataque de timidez, Elizabeth no se decidía a bajar del coche. Sara se inclinó y le susurró: «Que pases muy buen día, nena». Su padre, Francis, le dio un beso en la mejilla.
«¿A que está guapísimo? —dijo Elizabeth—. ¡No sé qué hacer! Tengo miedo.»
Richard se acercó despacio al coche de los Taylor y los saludó un tanto cohibido. Ellos prácticamente echaron a Elizabeth del automóvil (tal como lo recuerda ella). «¡Estás muy bien!», soltaron a la vez los dos actores. Después un besito en la mejilla y una comida tranquila en un restaurante a orillas del lago.
En una mesa al aire libre, sin el estorbo de los publicistas y los flashes cegadores de los paparazzi, Elizabeth y Richard se sumieron en un silencio incómodo. De repente estaban solos y se daban cuenta de que en el fondo no se conocían muy bien. Quizá la atención exagerada de la prensa les hubiera distraído de la verdadera intimidad. Ni siquiera Burton, siempre tan locuaz, sabía qué decir, algo sorprendente en un hombre capaz de recitar largas tiradas de versos en cualquier situación. Poco a poco, sin embargo, empezaron a encontrar temas de conversación: sus hijos, la película, que ya estaba acabada, la belleza del lago Lemán… Dado que los padres de Elizabeth ya se habían marchado, Richard la llevó de vuelta a casa. Se despidieron sin besarse, pero quedaron para volver a verse. En el caso (poco probable) de que Elizabeth hubiera tenido alguna intención de reconciliarse con Fisher, renunció a ella. Sabía que aún quería a Richard. El fuego no se había apagado, por mucho que Burton siguiera declarando públicamente que no pensaba dejar a su esposa.17
Razones no le faltaban para seguir con Sybil, de quien se comentaba que había intentado suicidarse mientras él se encontraba con Elizabeth en Gstaad. No deja de sorprender en una mujer con los pies en la tierra y tan cuerda como Sybil, pero es que todo su mundo se tambaleaba: aparte de la traición de Burton, los médicos decían que su hija pequeña, Jessica, sufría un «grave retraso» o bien autismo y era posible que tuviera que pasarse la vida entera internada en algún centro.18 Era demasiado para Sybil. Burton se enteró del problema de Jessica más avanzado el verano, y fue una capa más de culpabilidad en una psique ya herida. Si bien seguía deseando a Elizabeth, se quedó con su familia en Céligny.
Continuaron viéndose cada pocas semanas, citas castas para comer juntos. Al final Elizabeth llegó a la conclusión de que estaría con Burton en las condiciones que él quisiera. No lo presionaría para que se casaran ni para que abandonase a Sybil. «Quería tanto a Richard que por primera vez no era un amor egoísta —escribió más tarde—. No quería casarme con Richard porque no quería que fuera infeliz. Tampoco quería que lo fuera Sybil. Me habría conformado perfectamente con hablar por teléfono con él de vez en cuando.»19
Pero pronto tendrían la oportunidad de reunirse, en Londres, donde reanudaron su apasionada relación en el transcurso del rodaje de su segunda película juntos, Hotel Internacional.
Si bien Wanger, Skouras y Zanuck habían temido las repercusiones de Le scandale en la recaudación de Cleopatra, había otro productor que se dio cuenta enseguida de que la expulsión de Ingrid Bergman de Hollywood marcaba el principio de una nueva época, y se propuso sacar tajada del mayor escándalo sexual del momento. Catorce años antes, el productor de origen ruso Anatole de Grunwald, Tolly, había producido Last Days of Dolwyn, de Emlyn Williams, que presentaba al público a un joven Richard Burton; al igual que Williams, Grunwald sabía reconocer lo bueno.
Partiendo de un guión del eminente dramaturgo inglés Terence Rattigan (Mesas separadas, El caso Winslow) sobre un grupo de VIP que no pueden salir del aeropuerto de Heathrow por culpa de la niebla, Grunwald asignó los papeles protagonistas a Burton y Taylor, y empezó a rodar antes de que hubiera acabado Cleopatra.
Fue un alivio, al menos para Richard. A él también le preocupaba que su relación con Elizabeth, cuyo propósito había sido quizá elevar su categoría en Hollywood, pudiera tener el efecto contrario: dejarlo sin trabajo, ya que llevaba varios meses sin recibir ninguna oferta. En principio Grunwald quería que su pareja en la película fuera Sophia Loren, pero Elizabeth se negó en redondo. Aunque en la vida de ambos quedaran muchos flecos (Eddie Fisher había desaparecido para siempre, pero Burton seguía aferrándose a su matrimonio y Sybil parecía tan convencida como antes de que tarde o temprano se cansaría de su amante y volvería con ella), Elizabeth se dio cuenta de que las dos estrellas podían crear una nueva y poderosa alianza en el mundo cinematográfico, en la línea de Mary Pickford-Douglas Fairbanks en el cine mudo, y de los Barrymore y Lunt en el teatro. «¡Que Sophia se quede en Roma!», declaró con tono imperioso;20 así que, a pesar de que debido a su calamitosa salud ninguna compañía de seguros le hubiera hecho una póliza (la traqueotomía había sido el golpe de gracia), Grunwald la contrató. Puesto que el productor hacía la película para la MGM, Taylor regresó al estudio que la había lanzado y tenido prácticamente en propiedad durante la mayor parte de su trayectoria cinematográfica. Pero eso estaba a punto de cambiar.
Taylor, empresaria sagaz, que había aprendido de muy joven con maestros de la talla de Louis B. Mayer, Mike Todd y su propia madre, había creado una productora, Taylor Productions, que cedió los servicios de la actriz a la MGM por medio millón de dólares más cincuenta mil por cada semana que el rodaje se excediera del plazo previsto, dietas aparte. La película, que tenía un presupuesto de tres millones trescientos mil dólares, acabó reportando a Burton medio millón, trescientos mil más de lo que cobraban en conjunto el resto de los intérpretes. Burton, que había temido que Le scandale arruinase su carrera, vio duplicarse su salario de Cleopatra (tal como había predicho Fisher). Elizabeth dejó a sus hijos en Suiza, en internados, y se reunió con Richard en Londres.
La pareja debía interpretar a Paul y Frances Andros, un poderoso magnate naviero y su mujer florero, que le va a ser infiel. Durante las veinticuatro horas que pasan sin poder salir de Heathrow, Elizabeth/Frances está a punto de fugarse con su amante gigoló, encarnado por Louis Jourdan. Una vez que Burton y Taylor hubieron aceptado protagonizar la cinta, Rattigan empezó a adaptar el guión para sacar provecho de su polémica fama. Hotel Internacional sería otra versión cinematográfica más o menos disimulada de sus vidas, esta vez subrayando la debilidad de Elizabeth Taylor por las joyas fabulosas. En su primera aparición en la película, la pareja desciende del cielo como dioses en su helicóptero privado. Durante el trayecto en Rolls-Royce hasta la terminal del aeropuerto, Richard/Paul regala a Elizabeth/Frances una pulsera de brillantes exquisita. Burton ya estaba cumpliendo uno de los requisitos básicos que debían reunir los amantes de Elizabeth: el deseo y la capacidad de cubrirla de joyas estupendas. En su larga trayectoria cinematográfica, Taylor había aprendido muy pronto a obtener obsequios de sus directores y productores, como tributos pagados a la realeza por los súbditos. Es propio de las reinas aceptar tributos, y Elizabeth, que se había convertido en la primera actriz de la historia que recibía un millón de dólares más extras a cambio de sus servicios, era lo más cercano a la realeza que tenía Estados Unidos. Se había acostumbrado a que le rindieran homenaje. Hasta su nombre era digno de una reina. Su amor a las joyas (sobre todo a los brillantes) no la abandonaría en toda su vida y encontró su apoteosis en la publicación de Elizabeth Taylor, My Love Affair with Jewelry, un libro de gran formato repleto con fotos magníficas de sus más famosas joyas acompañadas de las circunstancias que las rodeaban. Una de las primeras cronistas de la vida de Elizabeth, la biógrafa literaria Brenda Maddox, formuló la hipótesis de que la atracción de la actriz por los brillantes era una especie de necesidad atávica de desviar la mirada arrobada de su público. Su debilidad por los diamantes llamó la atención de Andy Warhol, quien estaba convencido de que las mujeres viven más que los hombres por llevar diamantes, los cuales (debido a los poderes místicos de los cristales) intensifican y protegen la fuerza vital. Quizá no estuviera del todo equivocado: de momento Elizabeth había sobrevivido a cuatro de sus siete maridos, a pesar de su precaria salud.
Uno de los pocos placeres de Elizabeth en Roma, aparte de enamorarse de Richard en el rodaje de Cleopatra, había sido descubrir la «tiendecita» del joyero italiano Gianni Bulgari en la via Condotti. «Por la tarde solía ir a ver Gianni Bulgari —recordaba más tarde— y nos sentábamos a charlar en lo que él llamaba la “sala del dinero”.» Un día que lograron escabullirse de los paparazzi, Richard dijo a Elizabeth: «¡Me apetece comprarte un regalo!». Y fueron a la trastienda de Bulgari, donde Richard anunció su intención de comprar un regalo, pero que costase menos de cien mil dólares. Gianni sacó unos pendientes muy bonitos, pero bastante pequeños. Richard y Elizabeth se miraron. A esas alturas él conocía bastante bien los gustos de ella. «Prueba con otra cosa», le dijo al joyero.21
Al final de la tarde salieron de la tienda con un collar impresionante de esmeraldas y diamantes con un colgante que podía separarse para lucirlo como broche. Cada uno de los brillantes que rodeaban el colgante era de diez quilates; el collar valía bastante más de cien mil dólares, pero Elizabeth hizo notar a Richard que, con el colgante separable, «en el fondo es como llevarse dos cosas por el precio de una». Más tarde remató el conjunto (o, mejor dicho, lo remató Richard) con un anillo, unos pendientes y una magnífica pulsera de esmeraldas y brillantes a juego, todo lo cual formaba parte de lo que Bulgari describió como «el juego de la gran duquesa Vladimir».
Posteriormente Elizabeth se peleó con Anthony Asquith (Puffin), el director de Hotel Internacional, porque quería lucir el broche con su vestido diseñado por Givenchy. Tras aceptar a Elizabeth Taylor, una actriz a quien no estaba dispuesta a asegurar ninguna compañía, ahora el productor tendría que asegurar aquella fabulosa joya. Aun así, el director, rápido de reflejos, convenció a Taylor de que permitiera hacer una copia para el rodaje.
La lucha de poder en torno a Cleopatra no empezó de verdad hasta después de que Burton y Taylor hubieran acabado de trabajar en la película. El fundador de la 20th Century-Fox, Darryl M. Zanuck, escandalizado por el desorbitado coste de la película, que había obligado a Skouras a vender noventa y cinco hectáreas de la zona de rodaje de exteriores del estudio al promotor William Zeckendorf (este convirtió la enorme parcela en lo que hoy es Century City), se dispuso a salvar su compañía, que parecía tocada de muerte. En un cambio de los accionistas, echó a Skouras, recuperó su antiguo cargo al frente del estudio y dio la patada al productor de Cleopatra, Walter Wanger, que tras el vergonzoso despido no volvió a hacer más películas. A continuación Zanuck se fijó en Mankiewicz.
Con veintiséis horas de cinta en las manos, el director tenía pensado hacer dos películas paralelas: César y Cleopatra y Antonio y Cleopatra. Empezó a montarlas, pero Zanuck no quería ni oír hablar de eso. En primer lugar, aún no estaba claro cómo repercutiría en taquilla el adulterio de Taylor y Burton. A fin de minimizar los riesgos que ya habían corrido sus predecesores y tratar de salvar todo cuanto pudiera, Zanuck despidió a Mankiewicz y se puso al frente del montaje. Mientras Mankiewicz lidiaba con los mil y un desastres de Cleopatra, Zanuck había supervisado sin contratiempos la producción de El día más largo, a cuyo rodaje se había incorporado Burton llegando en avión directamente desde el plató de Cleopatra. Zanuck se encargó del montaje final y obtuvo una cinta de cuatro horas que se proyectaba con un intermedio. Precio final, incluidos los gastos de distribución: sesenta y dos millones de dólares (cuatrocientos treinta y cuatro millones de dólares actuales), lo máximo que se había gastado hasta entonces en una producción de Hollywood. Con sus algo más de cuatro horas, la versión definitiva era la película más larga jamás estrenada; no solo la más larga, sino la más pesada: cada copia de Cleopatra pesaba casi trescientos kilos. Hasta el material promocional que se entregaba a la prensa pesaba cinco kilos. Al final Walter Wanger demandó a la 20th Century-Fox por incumplimiento de contrato, y el estudio demandó a sus dos estrellas por cincuenta mil dólares, alegando que la publicidad negativa de su «conducta escandalosa» había perjudicado el valor de la película. Ellos respondieron con otra demanda, y finalmente quedó todo en agua de borrajas.
Mankiewicz estaba hundido. Tras haber visto cómo le arrebataban la película, y la sometían a drásticos recortes, tenía la impresión de que se había sacrificado un material que se contaba entre lo mejor de su carrera, y de que el resultado final (pese a momentos espectaculares, como la fastuosa entrada de Cleopatra en Roma) carecía de cohesión. Elizabeth, por su parte, consideró que en la versión truncada salía perdiendo Richard, de quien no se veían algunas de las mejores escenas. Se quejó de que, en vez de presentar a un personaje fuerte que sucumbe poco a poco a sus flaquezas, «tal como cortaron la película solo lo ves borracho y gritando todo el rato, y no llegas a saber de qué parte de su personalidad viene todo eso. Parece únicamente un borrachín».
La decepción se le quedó tan grabada a Mankiewicz que acabó convertido en una persona amargada y solitaria, que alimentaba su resentimiento en una casa señorial de Bedford, Nueva York, y que al final de su vida fue paseado por diversos festivales de cine para recibir honores por películas de hacía veinte, treinta y cuarenta años. En años venideros Elizabeth sería muy consciente de que Mankiewicz atribuía el final de su carrera a los «excesos» de ella y Burton.22 Aun así, siempre que tenía la oportunidad hablaba con afecto de su antiguo director.
Contratados por Grunwald, y liberados del agobio que había supuesto su intervención en Cleopatra, Burton y Taylor llegaron a Londres una fría mañana de diciembre de 1962. La pareja siguió provocando el mismo revuelo que en Roma, con la diferencia de que ahora los seguían sobre todo admiradores, que en su exaltación se les echaron encima en la estación Victoria obligándolos a huir en coches separados (Elizabeth en un Jaguar azul y Richard en una furgoneta del mismo color). Cuando llegaron al lujoso hotel Dorchester de Park Lane, donde tenían reservadas dos suites contiguas en el último piso, el vestíbulo estaba lleno de periodistas y fotógrafos. (Elizabeth siempre se alojaba en el lujoso Dorchester de Park Lane, desde su época de actriz infantil. Para ella era como su segunda casa.) Otros actores que trabajarían en la película, como Rod Taylor, Linda Christian y el mismísimo Orson Welles, entraron en el hotel sin recibir casi ninguna atención de la prensa, que se agolpaba en torno a Burton y Taylor.
Burton, que seguía casado con Sybil, se enfrentaba a un dilema angustioso. Es indudable que Elizabeth lo tenía embelesado. Lo que había empezado como una conquista se convirtió rápidamente en obsesión. El cuerpo de Elizabeth le parecía un prodigio, la octava maravilla del mundo. Su voluptuosidad lo excitaba. También Elizabeth se sentía sexualmente cautiva de Burton, cuya piel áspera, ojos de mirada verde intensa, voz, olor y «pelo arrogante» deleitaban sus sentidos. «Imagínate tener en el oído la voz de Richard Burton mientras haces el amor —recordaba tiempo después—. Borraba todas las preocupaciones y las penas. Lo demás se esfumaba.» Richard le parecía «un hombre increíblemente sexy. Yo era la feliz receptora de su fama de hombre que sabía complacer a las mujeres. Ser infiel a Richard era tan imposible como no estar enamorada de él».23 En suma, les encantaba hacer el amor, y lo hacían donde podían: en barcos, en camerinos, cierta vez en un catamarán, otra en un estudio fotográfico… En ese aspecto Burton era un fenómeno. El alcohol no menguaba su ardor ni sus habilidades en la cama, al menos al principio de su portentosa relación.
Además, Elizabeth ya lo había catapultado a una esfera más alta de fama, oportunidades y riqueza. A Richard le embriagaba el relumbre de la vida que habían empezado juntos, una vida que parecía irreal a ojos de alguien que de lo contrario tal vez habría entrado a trabajar en las minas galesas. Sir Laurence Olivier, por quien Burton sentía una gran admiración, le había enviado un telegrama con una pregunta: «Decídete. ¿Quieres ser un gran actor o estar en boca de todos?». Como es bien sabido, Burton contestó: «Las dos cosas». Ahora ambos destinos parecían a su alcance, pero ¿podía sacrificar a Sybil (y a sus dos queridas hijitas, Kate y Jessica) en el altar de su ambición?
Resultó que sí, aunque en palabras del actor Robert Hardy (Tim), amigo de Burton, «le dejó una herida incurable».24
Burton había conocido a Sybil Williams en 1949, durante el rodaje de The Last Days of Dolwyn, película de Emlyn Williams sobre los habitantes de un pueblo galés a los que se ofrece dinero para que se trasladen a Inglaterra a fin de construir en el valle un embalse que suministre agua potable a Londres. El filme, del que en 1986 se hizo un remake titulado Un tipo genial, plantea un dilema moral: ¿deberían los galeses renunciar a su valle, su forma de vida, sus casas seculares y su patrimonio a cambio de pisos modernos en una gran ciudad y un poco de dinero en el bolsillo? Burton interpreta a un joven del pueblo muy formal que arde en deseos de mejorar su inglés para impresionar a la hija del terrateniente inglés. (El propio Burton —cuando aún se llamaba Rich Jenkins— se había enamorado del idioma inglés y de las oportunidades que brindaba a un chico galés de pocos medios; había llegado a practicar su dicción ocho horas al día recitando cantidades ingentes de poemas y monólogos de las obras de Shakespeare.) Los habitantes del pueblo, encabezados por la madre adoptiva de Burton en la película (interpretada por Edith Evans), resisten la tentación del dinero fácil y se mantienen fieles a su amado valle, hasta que un homicidio involuntario decide su destino. Burton está desgarrador en su papel de joven poético y viril lleno de esperanzas e ideales, un galán de campo enamorado de una chica de clase social superior, que recita versos ingleses al viento y cuyas buenas acciones tienen resultados negativos.
Sybil Williams había sido contratada de extra para interpretar a una de las chicas del pueblo galés. Pese a no ser una belleza, destacaba por su vivacidad e inteligencia, y era de clase social más alta que los Jenkins. Robert Hardy, que puso un broche de oro a su notable trayectoria teatral y cinematográfica con el papel del irascible Siegfried en la duradera serie de la BBC All Creatures Great and Small, y que se ha hecho popular entre la generación más joven como Cornelius Fudge en las películas de Harry Potter, conocía y admiraba a Sybil. «Era del valle, pero tenía un hermano que era un abogado reputado. Como familia, y en lo económico, estaban por encima [de los Jenkins].»25 El padre de Sybil había sido funcionario en las minas donde habían trabajado duramente el padre de Burton y todos sus hermanos menos uno. Sybil tenía diecinueve años cuando se casó con Burton, que entonces contaba veintitrés, y al ser galesa mantuvo el arraigo de su esposo en la vida de su tierra durante su meteórica ascensión en el teatro londinense y su incursión, no tan espectacular, en Hollywood. La enorme familia de Burton la quería mucho, sobre todo el hermano mayor Ifor Jenkins, al que Richard idolatraba. De hecho, todos cuantos la conocían la apreciaban, y, a pesar de los escarceos de Burton (como el apasionado idilio que inició con Claire Bloom poco después de casarse), él y Sybil parecían muy unidos. «Era un matrimonio admirable», recuerda Hardy, que iba a verlos a su casa de Hampstead.
Sybil adoraba a Burton, pero debía de estar al corriente de sus constantes aventuras. Durante sus lances amorosos con actrices de toda condición, ella hacía la vista gorda, siempre y cuando Richard acabara volviendo al redil. No es que fuera necesariamente masoquista, sino realista. La fama, el atractivo y el talento de Burton eran prodigiosos, en una época en que los hombres se daban sin reservas al juego y la bebida, llevaban la batuta y tenían licencia para todo, al menos por un tiempo. Se toleraba (y hasta se esperaba) algún que otro devaneo, a condición de que el cabeza de familia mantuviera a los suyos y siguiera entregado a su mujer e hijos. Era el código de conducta galés (y no solo galés), y funcionó, al menos durante un tiempo.
Ahora Burton se sentía torturado por la gran decisión que debía tomar. «Era de esperar que volviera con Sybil —recordaba Hardy—. Luego, poco a poco, quedó claro que no sería así, y fue terrible.»26 La prodigiosa capacidad de Burton de ingerir alcohol pareció duplicarse.
Dos semanas después de que Burton llegase a Londres, Sybil se llevó a sus dos hijas a la casa de campo que tenían en Hampstead e invitó al hermano mayor de Richard, su adorado Ifor, y su esposa Gwen, a pasar unos días con ellas. Sybil estaba segura de que el tenorio de su marido se cansaría de su nueva querida, como se había cansado de sus amantes anteriores, y una vez más regresaría al más modesto seno familiar. El resultado fue una etapa en la que Burton vivió entre dos casas: los áticos contiguos que compartía con Elizabeth en el hotel Dorchester mientras rodaban Hotel Internacional, y la casa de Hampstead, adonde se retiraba furtivamente siempre que Elizabeth tenía otras ocupaciones. Si no lo necesitaban en el plató, solía quedarse varios días en Hampstead, aunque pasaba las noches con Elizabeth.
De vez en cuando, Sybil se presentaba en el plató de Hotel Internacional y todo el mundo se ponía nervioso. Por aquel entonces el director húngaro Peter Medak, que más tarde triunfaría con La clase dirigente, Los Kray y Doble juego, tenía veinticinco años y era ayudante de dirección de Hotel Internacional. Recordaba que Burton «aparecía con Sybil para las pruebas de vestuario, y al día siguiente de pronto aparecía con Elizabeth. No sé cómo lo hacía. Sybil decía: “No, no te puedes poner estos pantalones, no te quedan bien”. Luego se presentaba Elizabeth y decía lo contrario».27 Por cómico que pueda parecer (dos mujeres intentando vestir a su hombre de acuerdo con sus gustos personales), resultaba muy penoso para todos. Burton lo describió como su época de «hibernación», pero fue más dramático. Ifor (el hombre por antonomasia, el más admirado por Burton debido a su masculinidad y buen carácter) se enfadó mucho con su hermano por exponer a Sybil al horror público de la aventura. Ifor pasó varios días con Sybil en Hampstead, y en un momento dado los hermanos se enzarzaron a gritos a través de la rendija del buzón de la puerta blanca de la casa.
Burton, descorazonado, volvió a Londres, y lo primero que hizo fue beber hasta perder el conocimiento. Otro galés, el actor Stanley Baker, viejo amigo suyo, lo encontró inconsciente y lo reanimó con tres tazas de café solo. Graham Jenkins, el menor de los hermanos Burton, que a partir de Hotel Internacional le hizo a menudo de doble en los rodajes, temía que estuviese al borde de una depresión que lo indujera a beber hasta extremos suicidas.
Sybil, que no era indiferente al sufrimiento de su marido, lo acompañó a una cena íntima en casa de Stanley Baker y su esposa. Durante la velada, Elizabeth no dejó de llamar al domicilio de los Baker, interrumpiendo la cena y recordando a Burton que también ella era vulnerable. «Era un hombre torturado», decía Baker sobre el actor.28 Y a todos sus pesares se añadían los reproches de su familia galesa al completo, que adoraba a Sybil.
«La familia no estaba nada contenta con la relación —recordaba Graham—. Le ordenaron que volviera a Gales para hablar con ellos. Éramos de la Iglesia baptista de Gales. En nuestro vocabulario no existía la palabra divorcio.» Burton se negó alegando que su calendario de rodaje en Hotel Internacional le impedía realizar el viaje. Fue entonces cuando Graham se brindó a sustituirlo, en el que sería el primero de una serie de trabajos esporádicos como doble del actor: «Nos parecíamos bastante, aunque él medía un metro setenta y nueve y yo uno setenta y cuatro. Salgo en muchos de los planos largos, y nadie logró diferenciarnos en la película, ni siquiera Hilary, mi mujer».
Ifor trató de convencer a Burton de que se debía a su familia. Para el actor, su hermano mayor era lo más parecido a una figura paterna, en sustitución de Dadi Ni, el irresponsable y borrachín de su padre. Sin embargo, una vez que hubo tomado la decisión de divorciarse de Sybil para casarse con Elizabeth, ni Ifor fue capaz de disuadirlo. «Si Ifor no podía hacerle volver con su esposa —recordaba Graham—, es que nadie podía. De todas formas creo que, de haber sido posible, Richard se habría casado con las dos.»29 Huelga decir que no podía hacer tal cosa.
En consecuencia, Elizabeth mandó a Richard a Hampstead para que pidiera el divorcio a Sybil, pero al llegar a la puerta toda la determinación del actor se vino abajo. Sybil le preguntó si pensaba quedarse. Él contestó que sí, y en ese momento probablemente lo dijera en serio. Cuando estaba con Sybil, tomaba la resolución de quedarse con Sybil. Cuando estaba con Elizabeth… En fin, Elizabeth era una fuerza incontenible, una fuerza de la naturaleza, un vendaval. Si estaba decidida a algo, nada ni nadie podía resistírsele. Ni siquiera Robert Hardy, a pesar de su fidelidad a Sybil, fue insensible al enorme encanto y poder de la actriz el día en que Burton se la presentó. «En sus mejores momentos era de lo más impresionante —recordaba—. Solo el color de sus ojos era como para convertir a un santo en un demonio, y yo no diría que Richard fuera un santo.»30
A esas alturas Burton bebía más que nunca: bloody Marys antes de mediodía y vodka a palo seco para comer. Como escribió Melvyn Bragg en su biografía del actor, «trasegaba cantidades prodigiosas, pero, por motivos que sus médicos de entonces no acertaban a entender, parecía salir indemne del infierno del alcohol. Su organismo absorbía todo cuanto le echase».31 No era el único. «En ambos casos el problema era el alcohol —opinaba Medak—. Me acuerdo de Elizabeth sentada en una silla de maquillaje de su camerino, bebiendo un vaso de agua. Me decía: “¿Puedes rellenármelo?”. Y cuando le echaba agua decía: “No, agua no. Vodka”.»32
Claro que en el plató bebía casi todo el mundo. A fin de cuentas, aunque fuera 1963, en lo esencial seguían siendo los años cincuenta en cuanto a aceptación total del alcohol y el tabaco como placeres adultos y relativamente benignos. De hecho, beber era señal de carácter y, por supuesto, de masculinidad. Se miraba a los abstemios con recelo, como pirados de la macrobiótica, moralistas, debiluchos o, peor aún, sosos.
Elizabeth acompañaba a Richard de pub en pub por Londres, y él le presentaba a sus viejos colegas de teatro y rugby (los que aún le hablaban, como sus amigos de Oxford, entre ellos Hardy, los escritores Terence Rattigan y Robert Bolt —autor de Un hombre para la eternidad—, y el periodista e intelectual John Morgan). Se amoldó al «horario galés» de Burton y se desvivía por él como antes había hecho Sybil, impresionándolo por lo bien que se adaptaba a su mundo. En beber, decir palabrotas y entonar canciones obscenas no iba a la zaga de los amigos de Burton. Siempre se los ganaba así.
También sabía burlarse de sí misma cuando estaba con ellos. Una vez permaneció callada durante una larga conversación sobre teatro. Al final, con un gesto melodramático, echó la cabeza hacia atrás y declamó: «Yo no sé nada de teatro. Ni falta que me hace. ¡Soy una estrella!».33
En Hotel Internacional, Rod Taylor, el recio actor australiano que ha quedado en el recuerdo por El tiempo en sus manos, basada en La máquina del tiempo, de H.G. Wells, y Los pájaros, de Hitchcock, interpretaba a un hombre de negocios australiano, presidente de una empresa de tractores, que falsifica un cheque para salvarla de una operación de compra hostil. «En el rodaje tenían todos muchísima sed —recordaba—. No era como ir a las comidas de Hollywood y que te dieran té helado. Vaya, que el bar del estudio siempre estaba lleno. Y no podías sentarte a comer sin una botella de vino… Y, claro, Dickie [los amigos y parientes de Burton le llamaban de muchas maneras: Dick, Dickie, Rich y, en el caso de Elizabeth, Richard, que era más digno] decía: “Tómate una copita de brandy”. Eso a las diez y media de la mañana. Y a todo el mundo le parecía de lo más normal.» Medak recordaba que después de comer Burton volvía al plató como una cuba y en un estado lamentable. Se encaraba con Asquith diciéndole: «¿Qué mierda de rodaje es este? ¡Esto es ridículo!». Asquith, un caballero de clase alta que se identificaba con los trabajadores y odiaba los enfrentamientos, se quedaba de piedra. «Puffin era muy enclenque —recordaba Medak—, y cuando Burton le gritaba lo único que hacía era encogerse hasta que prácticamente desaparecía dentro de sí mismo. No podía hacer nada, porque el otro estaba desquiciado por el alcohol, así que optó por no abrir apenas la boca, siempre y cuando los tuviera [a Burton y Taylor] en el fotograma, y dejarles decir el diálogo. De todos modos, Burton no era siempre así, solo cuando estaba borracho. Todos éramos conscientes de que después de la comida… ¡ojo!»34
No contribuía a la tranquilidad del rodaje el hecho de que Elizabeth disfrutase con los desahogos alcohólicos de Richard y los alentase a la menor ocasión. Le encantaban la pasión y el dramatismo; como persona que había crecido entre la adulación y los cumplidos, necesitaba la tonificante realidad de una buena pelea. La hacía sentirse viva. «Richard pierde los estribos con auténtico placer. Da gusto verlo —comentó una vez—. Nuestras riñas son competiciones de gritos deliciosas, en las que Richard recuerda bastante la explosión de una pequeña bomba atómica.»35 Sus peleas eran explosivas tanto dentro como fuera del plató.
«Yo creo que Burton influyó todavía más en ella que Mike Todd —escribió Eddie Fisher, ya desaparecido por completo de escena—. La relación de Elizabeth con Mike fue algo animal. Nunca había conocido a un hombre así. Fue una gran historia de amor. Mike era muy listo, muy astuto, y muy fuerte y posesivo. Pero Burton iba mucho más allá. Burton estaba loco. Elizabeth necesitaba su aprobación como actriz y como mujer, y él, al negársela, hacía que lo necesitara desesperadamente.»36 En algo tenía razón Fisher. «Mike [Todd] estaba un poco loco —reconocía Elizabeth—, y a su manera Richard Burton también. Creo sinceramente que solo puedo ser feliz con hombres que estén un poco locos.»37
Daba la impresión de que Richard y Elizabeth disfrutaban especialmente cuando había espectadores, y les encantaba cubrirse de insultos. A él le gustaba llamar a Elizabeth «mi fulana judía» (por su conversión al judaísmo para casarse con Mike Todd), pero era ella quien ganaba la mano poniéndolo en ridículo por su cara picada. «Creo que se peleaban por el placer de reconciliarse —opinaba Rod Taylor—. Para ellos era como las caricias preliminares.»38 A veces la reconciliación tomaba la forma de regalos astronómicos, como el Van Gogh que Elizabeth compró en Sotheby’s por doscientos cincuenta y siete mil dólares (un millón ochocientos mil de los actuales) y arrastró hasta el ascensor del Dorchester; una vez en el ático de Burton, se quitó los zapatos, clavó un clavo en la pared y colgó el cuadro sobre la chimenea.
Elizabeth se enorgullecía de estar a la altura de Burton en lo referente a la bebida, e incluso de tener más aguante que él. Era de esas mujeres que se encuentran a gusto entre los hombres; bebía, eructaba y decía palabrotas como el que más. Para ella era un antídoto importante contra su estremecedora belleza y su vida entre algodones. La hacía humana. La hacía seguir siendo real.
A pesar de la cantidad de vodka que consumía, y de que le encantase comer y tuviera tendencia a engordar demasiado, en pantalla seguía estando espectacular. La cámara la adoraba, como suele decirse. «Más guapa y más estrella de cine que ella entonces no se podía ser —decía Medak—. Muchas veces, cuando la veía a las seis de la mañana, la hora en que solía presentarse para el maquillaje, me preguntaba de qué servía maquillarla. Con algunos vestidos quitaba el hipo. Con aquel conjunto de abrigo y sombrero de pieles estaba fabulosa.» Aun así, recordaba Medak, «tenía que estar todo muy iluminado, para lo cual se tardaba una eternidad. Por eso nunca hacíamos muchas tomas. Teníamos un cámara maravilloso, Jack Hildyard, que, por cómo la fotografiaba, debía de estar enamorado de ella. Me acuerdo de que ya entonces subía y bajaba de peso: una semana estaba rechoncha, y la siguiente, delgada. Casi se ve en la película».39
Por fin, después de cinco semanas de rodaje en los estudios Pinewood, donde se había construido una reproducción gigante de la nueva y vanguardista terminal 5 de Heathrow, con su gran escalera y su decoración moderna, Burton tomó una decisión. En enero pidió el divorcio a Sybil, y ella aceptó.
Al final se había decidido, uniendo su destino a los dioses de la fama… o de la infamia. De todos modos, no pareció serenarlo. Durante toda la película se ve claramente la angustia en su cara de boxeador poeta.
En algunas escenas, su mirada torva también podría deberse a la paliza que le propinaron unos vándalos de Londres. Fue un sábado. Burton se había escapado a Cardiff para ver un partido de rugby con Ifor Jenkins, su querido hermano mayor, y al volver a Londres, unos matones lo acorralaron en la estación de Paddington. «Me pillaron desprevenido, y noté que me fallaban las piernas —escribió más tarde sobre el incidente—. Me quedé completamente indefenso…, tirado en la nieve, sin poder moverme…, no paraban de darme patadas.»40 Los matones callejeros estuvieron a punto de sacarle un ojo, y le causaron lesiones en el cuello y la espalda. Fue un taxista quien rescató a Richard, que se negó a que lo llevara al hospital. Lo más probable es que los gamberros no reconociesen al actor, a diferencia del taxista, que durante el trayecto hasta el hotel Dorchester preguntó: «¿Es una película?». En ese momento, una vez más, la realidad y la ficción se habían vuelto intercambiables.
Burton tuvo que llevar varios días un parche en el ojo, y las lesiones del cuello le provocaron molestias durante muchos años. De especial interés para Medak fue que el actor se pusiera en contacto con los tristemente famosos gemelos Kray, unos gángsteres brutales del este de Londres, para pedirles que buscasen a sus asaltantes. Los hermanos Kray merodearon varios días por el estudio, profundamente interesados por el negocio del cine. No se sabe si consiguieron localizar a los agresores de Burton, pero a Medak lo impresionaron tanto que en 1990 hizo una película de mucho éxito sobre los gemelos, Los Kray.
En abril de 1963 la revista Life dio su aprobación a la pareja adúltera con una foto de portada impresionante (Burton mirando con semblante melancólico a la cámara y Taylor de perfil, espectacular sobre fondo negro), que anunciaba el reportaje «CLEOPATRA, la película más comentada de la historia». Era la apoteosis. Elizabeth había salido victoriosa en el peligroso juego de camelarse a la prensa y los paparazzi, y coger a manos llenas lo que más deseaba, por muy negativas que fueran las repercusiones. «En su adulterio público —reflexionaba Melvyn Bragg, el biógrafo de Burton—, Burton y Taylor parecían decir: “Nos queremos, sabemos que estamos destruyendo matrimonios y trastornando familias, pero lo único importante, lo único que cuenta, es el amor. Y no pensamos esconderlo. Es más: nos importa un pito, señores”.»41
Cuando el 11 de junio de 1963 por fin se estrenó Cleopatra, la prensa especializada y The New York Times le dedicaron buenas críticas, y a Brendan Gill, que escribía en The New Yorker, le encantó la espectacularidad de la película. Su crítica es prácticamente una efusiva carta de amor a Elizabeth Taylor, a quien describe así:
… más que actriz, gran maravilla de la naturaleza, como las cataratas del Niágara o los Alpes, y el director ha acertado al tratarla como lo que ha pasado a ser: la mujer más famosa de su época, y probablemente de todos los tiempos, que… aparece yendo de la cama al baño, y de César a Marco Antonio, no como encarnación de una antigua reina muerta, sino literalmente como una muñeca dotada de vida, tan sensual y a la vez tan pudorosa que, al verla, su predecesora histórica bien podría haber muerto, no por la mordedura de un áspid, sino por la mordedura de la envidia.42
Los demás se mostraron desdeñosos. Judith Crist, del Herald Tribune, se burlaba así: «El monte del escándalo ha parido un ratón». «Cuando [Elizabeth] interpreta a Cleopatra como animal político —se quejaba la revista Time—, chilla como la mujer de un politicastro en una fiesta de barrio.»43 El veredicto más demoledor lo dio la propia Elizabeth Taylor al final de un preestreno en Londres. Después de ver la película, volvió a toda prisa a la suite del hotel Dorchester y vomitó.
En cambio al público le encantó. Las colas de los cines daban la vuelta a la manzana. De hecho, Cleopatra recaudó quince millones setecientos mil dólares solo en Estados Unidos, donde fue la película más taquillera de 1963, pero aún no era bastante para dar beneficios. Eso tardaría tres años en suceder: fue en 1966, cuando la ABC pagó a la Fox cinco millones de dólares (treinta y cinco millones de los actuales) por emitirla dos veces en televisión. Los treinta y ocho años transcurridos desde su rodaje han sido benévolos con Cleopatra. Vista hoy, la cinta tiene mucho que admirar por lo fastuoso de su producción, lo apasionado de sus interpretaciones, la riqueza de su lenguaje y su ambición narrativa. Es un auténtico festín para los sentidos, y la relación Burton-Taylor aporta una capa suplementaria de historia cultural a las diversas versiones del relato (la de Plinio, la de Suetonio, la de Shakespeare, la de Shaw y la de Mankiewicz). Por otra parte, aunque Rex Harrison sea un César de un aplomo y una sagacidad soberbios, resulta imposible apartar la vista de Burton o Taylor. Despiden auténticas chispas, con una belleza fatal que impregna la tragedia que ellos mismos forjan. Son auténticos cometas desatados.
Muchos biógrafos de Elizabeth han señalado que sus películas tienden a reflejar de un modo inquietante la vida privada de la actriz en el momento en que las hizo, borrando en más de un caso las fronteras entre la realidad y la ficción. Es cierto que Elizabeth había aprendido de la MGM a elegir guiones que en cierta manera reprodujeran su biografía, pero también es verdad que se dejaba arrastrar por la ilusión de todos los papeles que interpretaba. Era una especie de método Stanislavski a la inversa, en el que Elizabeth se inspiraba en sus papeles teatrales para proporcionar dirección y brillo a su vida. Mankiewicz se dio cuenta. «Era la antítesis de casi todas las estrellas —comentaba—. Para ella, vivir era una especie de interpretación.»44 En su voluminosa biografía de Richard Burton, Melvyn Bragg observó que, mientras Mankiewicz escribiría el guión por las noches y estallaba Le scandale, «tuvo el buen sentido de intentar aprovecharlo, y se le acusó de incorporar diálogos deliberadamente ambiguos».45 La rabia de Elizabeth cuando Cleopatra desgarra la ropa de Marco Antonio tras enterarse de su matrimonio con la hermana de Octavio se cita con frecuencia como un ejemplo de cruce entre la vida real y la opulenta fantasía de la película: la oyeron gritar «¡Sybil!», y se cortó sin querer en pleno ataque de ira.
«Eran auténticos gigantes —decía Mankiewicz sobre sus personajes, aunque podría haberse referido a los propios Burton y Taylor—. Vivieron en circunstancias sobrehumanas. Yo quise centrar el interés en el primer plano, donde esos seres humanos acabaron destruyéndose a sí mismos, o fueron destruidos, ya que al final resultaron ser demasiado humanos.»46
De todos modos, aunque Mankiewicz, consciente o inconscientemente, incorporase al guión los amores de sus actores, no podía saber hasta qué punto Cleopatra presagiaba la evolución del idilio de trece años que Elizabeth y Richard iniciaron durante el rodaje en Roma. Está todo, como en un esquema. El incontenible deseo de ambos, que al volverse más profundo dio paso al amor. Marco Antonio, celoso de César, al arrancar del cuello de Cleopatra el collar de monedas de oro de su predecesor pregunta: «¿Gritaste su nombre en la oscuridad?».47 (A Burton le molestaba que en la villa de Elizabeth hubiera tantas fotos enmarcadas de Mike Todd, cuyo fantasma —que no Eddie Fisher— consideraba su auténtico rival. También se fijó en que Elizabeth llevaba el anillo de boda de Todd, memento mori ennegrecido y retorcido a causa del mortal accidente aéreo.) La opulencia del palacio de Cleopatra habría palidecido ante el derroche de la vida en común de Burton y Taylor, con su yate, sus joyas, sus pieles, sus séquitos, su champán y su caviar, sus hoteles de cinco estrellas, sus Van Gogh, Matisse y Pissarro. Y de la misma manera que Antonio y Cleopatra conspiraron para gobernar juntos un tercio del Imperio romano, Burton y Taylor formaron una productora para sacar provecho de su enorme fama y se convirtieron (durante una temporada) en la realeza de Hollywood. La película presenta a Marco Antonio como un hombre que huele a vino; cuando todo se derrumba a su alrededor, nutre su desesperación con más alcohol. Lo mismo hizo Burton. Cuando Cleopatra le lanza reproches y le da una bofetada, Marco Antonio la derriba de un golpe. Era un baile apache que Elizabeth ya conocía.
Con el papel de Marco Antonio, Mankiewicz creó para Burton el prototipo de lo que perduraría como la mejor máscara teatral del actor: su encarnación de la desesperanza envuelta en conmiseración. El director veía a Marco Antonio como un hombre esencialmente débil, «que siguió siempre los pasos de César, hasta en la cama de Cleopatra».48 En una entrevista para Life, lo describió como «una fachada masculina, constantemente amenazada por César, la omnipotente figura paterna. Al principio su amor a Cleopatra estaba teñido por el mismo sentimiento de culpa y el mismo miedo que los de un hijo enamorado de la amante de su padre».49 Burton, que adoptó esta visión del personaje, explicó al crítico teatral inglés Kenneth Tynan que el director-guionista había creado un hombre «que habla sin parar para justificar su incapacidad de convertirse en un gran hombre … Hay furia y sentimiento de fracaso, pero a veces lo único que surge es una serie de espléndidas palabras sin ningún sentido».50
Tras abandonar a sus soldados para ir en pos de la barcaza de Cleopatra, que huye durante la desastrosa batalla de Accio, lo único que le queda a Marco Antonio es su vergüenza. Cuando al final los restos de su ejército lo dejan plantado y Octavio los derrota a él y Cleopatra, no encuentra a nadie que le dispense una muerte honrosa y exclama: «La deserción final. Huyendo de mí mismo. ¿Cómo he podido fallar en lo que era la aspiración de mi vida? ¿Querrás rematarme?».51
Fueron muchas las veces en que a Burton, en su arte y en su vida, le pareció haber incurrido en la deserción suprema: «Huyendo de mí mismo».
Tal vez Mankiewicz intuyese el curso que estaba reservado a la fastuosa pasión de Taylor y Burton, así como la vena de autocrítica insultante que llevaba dentro este último. En un momento dado, después de que Marco Antonio cometa la imprudencia de despedir a sus más estrechos colaboradores y se embarque en una batalla naval desastrosa, Cleopatra se da cuenta de que acaba de ocurrir algo de fatales consecuencias.
«Antonio, ¿qué ha pasado?», pregunta.
Y él contesta: «Tú. Eso ha pasado».
Tras tomar la decisión de quedarse con Elizabeth, Burton tardó dos años en volver a ver a sus hijas, Kate y Jessica. Sybil, por quien tanto cariño había sentido, no volvería a dirigirle la palabra durante en el resto de su vida.